sábado, 12 de junio de 2010

El Mundial 1

Imposible ignorar el mundial. No sólo por su importancia global o por el fanatismo que uno, hay que reconocer, padece. Hay también una razón histórica. Uno puede reconstruir su biografía a trazos gruesos recordando lo que rodeó cada mundial, las escenas -a ambos lados de la pantalla- que se quedaron en la memoria son los hitos, los puntos de partida para desmadejar relatos íntimos o grupales. Comencemos por los dos primeros.

Argentina 78, el primero, a mis 8 años, es un penal contra Perú frente a Escocia y mi tío grita y repite que el arquero Quiroga (argentino nacionalizado peruano) lo ataja; me sorprende su optimismo tan decidido, porque yo ya estoy triste suponiendo que Escocia pasa adelante. Pero finalmente tiene razón, y el estallido de felicidad y gritos deja vasos volcados en el suelo. Primeros encuentros con el optimismo sin razón y la pasión desbordada que, aunque casi por definición no se entienden, después yo entendería. No sabía en ese momento que al arquero héroe le meterían 6 goles después en un partido sospechoso (un cóctel de amedrentamiento con milicos en el camarín, jugadores dopados y jugadores sobornados) que le daría a Argentina el paso a la final que finalmente ganaría. Esa final la veo en blanco y negro, en un televisor al que había que colocarle en el sintonizador de canales un lápiz como palanca para que no se perdiera la imagen. Estoy arropado en mi cama, aturdido por la fiebre y cautivado por los papelitos en la cancha del Monumental y la melena ganadora de Kempes, una fiera perteneciente al mismo linaje evolutivo que después engendraría a un tal Batistuta. No tenía idea que rodeando esa fiesta blanca y celeste había una dictadura atroz y genocida que con ella pretendía lavar su cara. Uno creía que las únicas tristezas asociadas al mundial eran las derrotas de la selección y la imposibilidad material de llenar el álbum de cromos de los jugadores como lo hacían mis compañeros de colegio, hijos de padres más pudientes. Tampoco podía saber que en la noche anterior a ese frío 25 de junio en que Passarella levantaba la Copa en Buenos Aires había nacido en Santiago la que sería mi mujer y la madre de mi hijo.

España 82 es la gran frustración. Nos permiten llevar televisores al colegio y yo llevo orgulloso el mío, un pesado armatoste a colores (y sin lápiz-palanca necesario) que tuvo que cargar mi padre. Todo está listo para celebrar, las clases suspendidas, las banderitas agitándose, y el cantito tradicional pero terriblemente irreal de "Perú Campeón", pero Perú se va del mundial sin ganar un partido (y hasta ahora no vuelve). Ya comenzaba a ser el fanático del fútbol que soy, y por eso escuchaba por radio los otros partidos durante la clase. Estamos en clase de inglés y la profesora es chilena, una muy simpática mujer bastante entrada en kilos a la que apodábamos la Naranjito, por la mascota del mundial. Ella me manda a apagar la radio y yo desobedezco. Segundos después de la segunda amenaza yo replico "¡Penal para Chile!" y ella se desarma y me dice "sube el volumen". Ahora toda la clase me rodea y pongo la radio sobre la carpeta (los otros niños comienzan a decir, cada vez más fuerte, "lo falla, lo falla"). Yo no quiero que lo falle porque la profesora me cae bien. Y parece que es recíproco, porque cuando años después ella regresa a Chile, y debe desarmar su biblioteca, me busca y me regala una veintena de libros en inglés, la mayoría clásicos de mucho valor. Después pude deducir que llegó al Perú exiliada; yo entonces sabía muy poco de la dictadura de Pinochet y cómo trastornó la vida de tantos miles de sobrevivientes. Lamentablemente la historia no termina muy bien, porque Caszely falló ese penal (y ella fue una sombra el resto de la clase), y un triste día, el tarado de mi hermano mal-vendió esos libros (sin consultarme) a un ropavejero en Lima. Cada vez que veo mi biblioteca actual con varios títulos en inglés me acuerdo primero de la profesora y después de mi hermano, con sentimientos distintos. Por eso es que nunca la busqué ya viviendo en Chile, por vergüenza a explicar el destino de los libros que tan generosamente me había cedido.

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