El domingo pasado, con
disciplina digna de mejor causa,
planeaba escribir un nuevo post para el blog. Se supondría que tendría algo de
crónica y un poco de opinión, y el tema sería… la corbata. Pero el día anterior
había ido, junto con mi mujer y mi hijo, a la exposición itinerante del museo
de la memoria en La Serena. Después de ese recorrido por la barbarie de la
dictadura de Pinochet y el sufrimiento de las víctimas, que se perpetúa en los
familiares, hablar sobre corbatas me pareció de una banalidad espantosa. De
allí el silencio. Uno tal vez podría fijarse en los números: 3000 muertos, 1200
de ellos desaparecidos en fosas clandestinas, hornos de cal, o lanzados al mar,
30000 torturados, 250000 exiliados… y 70 represores condenados. Pero los números
dicen poco. Por cada uno hay una docena de familiares cercanos traumatizados
para siempre, y por cada uno hay cientos que se convencieron de que era mejor
no hacer nada. Y así lograron aniquilar el pensamiento de toda una generación.
Sin ese exterminio no se puede entender que el modelo actual del ciudadano
chileno sea tan superficial y materialista. Pero tal vez no todo está perdido.
Como escribía Schwenke (hablo de él más abajo): “tenemos que juntar nuestras verdades,
tenemos que reír a toda costa, tenemos que inventarnos la esperanza, hay que
hacerse de nuevo cada día”.
Hace veinte años, poco
tiempo antes de dejar el Perú para vivir en Chile, escribí un poema un poco largo, por primera y
única vez. Se llama La Marea y lo subí al blog hace algún tiempo. En uno de los
versos menciono a un preso político que compone sinfonías después de la
tortura. Ficción pura. Lo escribí mucho antes de conocer a varios exiliados
latinoamericanos en Suecia que, tras entregarme su amistad generosa y
solidaria, me contaron su experiencia en
la tortura cuando eran presos políticos. En el museo de la memoria, el sábado
pasado, conocí el caso de Jorge Peña Hen. Un compositor que, entre muchas obras,
fundó una escuela experimental de música que hasta hoy forma centenares de
niños, y que a mediados de los 60 creó la primera orquesta sinfónica infantil
de Latinoamérica. Como tantos otros, fue denunciado por compañeros de trabajo a
pocos días del golpe de estado en 1973 por el delito de tener una ideología de
izquierda, y fue encarcelado inmediatamente. Un mes después, cuando la Caravana
de la Muerte enviada por Pinochet para ejecutar presos pasó por La Serena,
Jorge Peña y 15 prisioneros más que esperaban juicio fueron ametrallados por la
espalda y rematados con tiros en la cabeza. Recién en 1998 se pudieron exhumar
los restos, que estaban en una fosa común, y se constató que habían sido
salvajemente torturados. En el museo de la memoria pude leer la terrible carta
de despedida que Jorge Peña, de 45 años, escribe a su mujer, cuando presiente
que pronto terminarán con su vida, días antes de que lo asesinaran. Al lado de
esa carta pude ver la sinfonía que, con la punta de un fósforo quemado, Jorge
Peña había comenzado a componer sobre un sucio trozo de papel. Lo que yo había
imaginado en Lima en 1992 ya había ocurrido en La Serena en 1973. Qué enorme
humanidad hay detrás de ese gesto, qué portento de persona aniquilaron esos
esbirros miserables. Ojalá sirviera de consuelo saber que por más poder
económico y militar que la derecha vencedora ha tenido siempre, nunca produjo
seres humanos más valiosos que los derrotados.
Anteayer murió atropellado
Nelson Schwenke, líder y letrista del dúo Schwenke y Nilo. Fueron de los
primeros que se animaron a cantar canción protesta durante la dictadura
pinochetista. Alguna vez fueron seguidos, fichados, y amenazados de muerte. Sus
canciones decían cosas descarnadamente ciertas, y sus declaraciones
anti-sistema se reflejaban en su forma de vivir. Odiaban la televisión y la
radio, y la estupidez que las gobierna. Tal vez por eso nunca pudieron vivir de
su canto, porque al no venderse no vendían. Pero nunca dejaron de cantar. Se
instalaron en la memoria colectiva de esos días grises, de batalla diaria de lo
humano contra lo inhumano. Una vez los fui a ver a un concierto. Eran un par de
tipos sencillos, que conversaban con el público antes y después de subir al
escenario, sin aspavientos ni poses. Dos guitarras y la ropa de todos los días.
En el concierto descubrí que Nelson Schwenke tenía un humor rápido y sarcástico
que convivía con una amargura esencial. También confirmé lo que sospechaba al
oírlo en un cassette: cantaba con el alma. Al momento de morir, a los 54 años,
administraba una ferretería, pero preparaba un nuevo concierto en el lluvioso
sur al que tanto le cantó el dúo. Para quien no los conocía, les dejo la
canción que siempre me conmovió y hoy me dolió más que nunca. Schwenke nos ha
dejado un poco más solos, pero también un poco más tranquilos, porque ya no
estarán su voz y sus letras para recordarnos todos los ideales que hemos
perdido en el camino.
Señores, denme permiso
pa' decirles que no creo
lo que dicen las noticias
lo que cuentan en los diarios
lo que entiendo por miseria
lo que digo por justicia
lo que entiendo por cantante
lo que digo a cada instante
lo que dejo en el pasado
las historias que he contado
o algún odio arrepentido.
Para que ustedes no esperen
que mi canto tenga risa
para que mi vida entera
les quede al descubierto
para que sepan que miento
como lo hacen los poetas
que por amarse a sí mismos
su vida es un gran concierto
déjenme decirles esto
que me aprieta la camisa
cuando me escondo por dentro.
Y si alguno quiere risa
tiene que volver la vista
ir mirando a las vitrinas
que adornan las poblaciones
o mirar hacia la calle
donde juegan esos niños
a pedir monedas de hambre
aspirando pegamento
pa’ calmar tanto tormento
que les da la economía.
Cierto que da risa…
Pero yo creo que saben
donde duermen esos niños
congelados en el frio
tendidos al pavimento
colgando de las cornisas
comiéndose a la justicia
para darles tiempo al diario
que se ocupe del deporte
para distraer la mente
para desviar la vista
De este viaje
por nuestra historia
por los conceptos
por el paisaje.
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