sábado, 28 de noviembre de 2009

La mujer más fea del mundo

Este cuento lo escribí hace una década y se publicó en Ciberayllu. Por aquella época me llegaron varios comentarios, todos de mujeres, curiosamente. Esperaba beligerancia por el título en alguna feminista a ultranza que no hubiera pasado de eso (del título), pero no, ellas fueron bastante elogiosas. Una me preguntó en qué editorial yo había publicado algo, para comprar el libro. Me dio hasta ternura la suposición. Tendría que mandarle hoy un mensaje diciéndole "Hola, hace diez años me preguntaste en qué editorial había publicado; pues la respuesta sigue siendo ninguna, pero no me rindo". Otra de ellas terminó siendo mi amiga e intentó ayudarme a publicar, en una historia con varios episodios surrealistas que algún día contaré.


La mujer más fea del mundo

No creerás que estoy diciendo esto para impresionarte o dármelas de raro, no Raúl, creo que tú me conoces lo suficiente como para saber que nada de lo que te cuento lo he inventado. Sí, ya sé que suena a fábula; pero es que tendría que contártelo todo, paso a paso, desde el comienzo, para que pudieras primero creer y después quizás entender. Está bien, ya que insistes lo voy a hacer. Tómalo como un gesto de agradecimiento por el favor que me estás haciendo. Te lo cuento, además, para que te entretengas y no te quedes dormido al volante; porque todavía faltan cuatrocientos kilómetros para llegar a Arica, el paisaje no es precisamente una inyección de anfetaminas, y no quiero morir hoy. Quizás acepte morir mañana, después de que haya hablado con Mónica, pero esa es otra historia.

Puede ser que tengas razón, que sea una exageración, y hasta un agravio, decir una cosa como esa, que era la mujer más fea del mundo, pero te juro que nunca había visto una mujer tan fea. Y vaya que he visto mujeres. No Raúl, no lo digo por joder, lo de Marcela y yo fue una tontería de una noche de fogata y guitarra en la playa, no pasó de eso. Y ya te lo he dicho mil veces: fue antes de que ustedes se comprometieran. Además ahora están felizmente casados, si no me equivoco ya son tres años, ¿no? Bueno, tampoco te pongas así, yo no sabía lo de ella con Alberto, ese hijo de puta, nunca me gustó. ¿Y cómo iba a saberlo si tú nunca me cuentas nada? A veces creo que olvidas quién soy. Soy Ricardo, tu mejor amigo desde hace 18 años, el que te presentó a Marcela en esa fiesta. En realidad no mereces que te cuente esto, pero en fin, todo sea por llegar a Arica con los huesos sanos. Bueno, volviendo al relato, te decía que era, lejos, la mujer más fea que alguna vez vi. Claro, tú dirás que las octogenarias desdentadas o verrugosas pueden ser más feas, pero no se trata de lo mismo. Uno ya no mira a las ancianas como mujeres-mujeres sino como abuelitas querendonas, amigas del dulce y del tejido, hay hasta algo de ternura en su fealdad. Además esos rostros arrugados ya no representan a esas mujeres, son apenas máscaras que la maldad ciega del tiempo les ha colocado encima. No, yo me refiero a la fealdad que choca, que obstruye y hasta inutiliza el deseo.

Mónica se despierta por segunda vez en la mañana. Se da una vuelta en la cama, se vuelve a cubrir con las sábanas y, al igual que hace una hora, desiste de levantarse. No le gusta dormir sin sueño, sabe que eso la aturde, pero hoy prefiere el aturdimiento al tedio que desgasta. El día se anuncia difícil, y no tiene sentido malgastar energías conjugando el verbo esperar.

Te decía que era la mujer más fea que conocí. Bueno, tampoco se puede decir que la conocía, ella era cajera del supermercado donde todos los martes y viernes yo compraba jugo de naranja, leche y cereal chocolatado para el desayuno. A veces me acompañaba Alberto, ese hijo de puta, mejor ni acordarse de él, mira que meterse con Marcela... No Raúl, no quiero hurgar en tu herida, si te cuento que iba con Alberto es porque fue a él al que primero le comenté sobre esa cajera: gorda con la obesidad esperándola en la siguiente cuadra, pálida como monja de clausura, un acné juvenil que ya llegaba a la adultez, una cola de caballo sin gracia, cero maquillaje; en fin, compadre, no la salvaba ni opinión de madre. Alberto decía que estaba como para Fellini, pero yo de cine no entiendo mucho. Eso sí, sospecho que esa fealdad no podía pasar desapercibida ante los ojos de un artista. Con esto no quiero decir que esa fuera mi mirada. De hecho, según Mónica yo comencé a elegir esa caja, cada martes y viernes, por una mezcla de curiosidad morbosa y caridad malentendida. Yo no sé, el caso es que no podía evitar pensar en esa cajera cada vez que entraba al supermercado.

Las primeras veces no me miraba, así que no podía percatarse de que yo sí lo hacía. Yo pensaba que no miraba a los clientes para no incomodar, pero luego me di cuenta que era para poder concentrarse en su trabajo y al mismo tiempo estar lejos de allí. Sí Raúl, cuando me decía: “Buenas noches“ o “Son mil doscientos treinta“ su mirada nunca se detenía en mí. O se dirigía a la imaginaria cola detrás de mí o simplemente me atravesaba para ir a estrellarse digamos en la jamonada de pavo y luego rebotar hacia sabe Dios dónde. Yo aprovechaba mi invisibilidad para observarla con detenimiento, para fijar cada detalle de su rostro y contrastarlo con el todo. En realidad trataba de descubrir el punto fuerte y el punto débil de su fealdad. Creo que el punto fuerte era el acné. Era difícil abstraerse de ese desolado paisaje lunar. Sin embargo, una vez pude concentrarme en su rostro obviando las odiosas manchitas rojas y créeme que sus facciones eran casi armoniosas, hasta lamenté ese ensañamiento de las hormonas. El punto débil de su fealdad eran, sin ninguna duda, sus ojos. No sé si por obra y gracia de los lentes de contacto o por misericordia de la naturaleza, ella no usaba anteojos. Entonces esos ojitos café aparecían como fuera de lugar, como invitados por error a una fiesta de disfraces. Eran ojos pequeños pero muy profundos. No sé por qué pero daban la sensación de esconder algo muy grande, algo difícil de entender. Sus ojos eran definitivamente el punto de partida para cualquier demolición hipotética de su fealdad. Por supuesto que sí, Raúl, es evidente que hubo todo un proceso, que no capté todo eso la primera vez. Y no es menos cierto que, por ese mismo proceso, después de seis o siete visitas a su caja, yo ya no pensaba que era la mujer más fea del mundo.

Mónica decide por fin levantarse de la cama. La habitación del hotel está demasiado iluminada para seguir durmiendo. Se levanta tambaleante y no puede evitar pisar el libro que la acompañó hasta más de las tres de la mañana. Quería despertarse tarde para no tener que esperar mucho hasta que dieran las dos, la hora límite. Llega hasta la ventana, descorre las cortinas demasiado blancas y descubre que la eterna primavera de Arica se parece mucho a una odiosa resolana, ese cielo brillante que no es alegre ni triste y que sólo puede engendrar torpezas.

Una de las primeras cosas que me pregunté fue si tendría pareja, incluso si sería virgen. Me acongojaba imaginarla los viernes a la hora de cierre, rodeada de las otras cajeras que, retocándose el maquillaje, ostentarían en voz alta de sus salidas a bailar o de sus encuentros clandestinos con hombres casados, todos exageradamente guapos, por supuesto. La imaginaba sufriendo en silencio y regresando a su casa para aburrirse viendo televisión al lado de su madre y luego lavar los platos con agua fría. Sí Raúl, ya sé que es una exageración, una caricatura cebollenta como tú dices, pero eso es lo que pasaba por mi cabeza, y hemos quedado en que yo te cuente las cosas tal y como fueron. Bueno, sigo. Un viernes no aguanté más y llegué a comprar al filo de la hora de cierre, esperé afuera, y la seguí. No fue incómodo viajar en micro después de tantos años, lo incómodo fue que el chofer me puteara a viva voz por pagarle con diez lucas. Es que había gastado todo mi sencillo en darle mil doscientos treinta pesos a la cajera que ahora se sentaba al lado de la ventana, delante de mí, y sacaba un libro de su cartera. Aunque no tenía muchas esperanzas de poder reconocer el texto, no pude siquiera intentarlo porque una vieja a mi costado, un híbrido entre institutriz prusiana y Doña Tremebunda, tosía cada vez que me inclinaba hacia adelante para tratar de leer por encima del hombro de la cajera. Y como no quería seguir llamando la atención del respetable público después del show de las diez lucas, me resigné. Me dediqué a mirar el paisaje urbano por la ventana y a rezar que encontrara mi auto a la vuelta. Veinte minutos después me bajaba detrás de ella y tras caminar dos cuadras descubría que entraba al cine a ver “No amarás“, el director era ruso o polaco, no recuerdo bien ahora. El caso es que el título le venía muy bien a mis sospechas. De cualquier modo esa información fue suficiente para mi espíritu aventurero esa noche. Al menos ya sabía que no la encerraban en mazmorras oscuras o planchaba la ropa de un regimiento. Esa cajera a lo mejor no era desgraciada. Pero ese título...

Pronto me di cuenta que este asunto me estaba afectando. Pasaba horas pensando en la misteriosa cajera fea. Incluso aumenté mis compras a tres veces por semana, sólo para verla más seguido. Pero la cosa no quedó allí. Empecé a mirar a todas las parejas por la calle, en especial a las que caminaban tomadas de la mano o se besaban. Inmediatamente me fijaba si ellas eran gordas, con acné, sin maquillaje, o todas las anteriores. A continuación buscaba señales de felicidad, de gozo, de amor o algo así en los rostros de ambos. No te imaginas, Raúl, la cantidad de bocinazos, recuerdos para mi madre y acusaciones de degenerado que recibí, sobre todo de los taxistas, por detenerme a mirar parejas en la calle. Poco me importaban los insultos. Lo que realmente me impactaba era descubrir que esas señales de felicidad eran más frecuentes en las parejas con mujeres... ya sabes... gordas, etcétera. No, Raúl, no me vengas a joder con significancias estadísticas o tamaños de muestra, eran más frecuentes y ya. Adivinarás que pronto los días de compra se hicieron casi diarios. Le sonreía, le decía “Buenas noches, señorita“ con el tono más Luis Miguel posible, pero nada: no acusaba recibo de mi creciente pero todavía sutil interés. Hasta que una mañana, teniendo como testigo a una de las nueve cajas de cereal que poblaban mi despensa, me decidí. Tenía que matar esa obsesión antes que siguiera creciendo, invadiendo mi rutinaria y por eso agradable existencia. Al menos así pensaba entonces. Tenía que averiguar qué había detrás de esa mujer, de la ex- más fea del mundo. Fue un viernes a la hora de cierre, igual que cuando la seguí al cine.

Mónica contempla los restos del desayuno sobre la mesita redonda mal puesta en una esquina y recuerda aquella discusión con Ricardo acerca del significado del hambre. Probablemente fue injusta, piensa, pero se repite que hay ingenuidades más peligrosas que la maldad. Suspira, hace una mueca, se dice que es mejor guardar las reflexiones para el vuelo, y comienza a empacar. Lo hace con calma, muy lejos de la angustia que rodeaba las primeras veces en que esperó a Ricardo sabiendo que no llegaría.

A esas alturas, cuando prácticamente era ya inquilino del supermercado, había logrado que contestara mis “Hola“, así que no tuve que forzar demasiado la situación para añadir una pregunta con aire casual. El problema fue que no se me ocurrió nada mejor que preguntarle si le gustaba su trabajo. Mal comienzo. Me miró como si me hubiese presentado como subcampeón sudamericano del escupitajo a distancia y, tras breve silencio, que me imagino fue un combate entre la irritación y la compasión, eligió ser cortés pero aguda. Me dijo, con una sonrisa falsa, que su trabajo le gustaba muchísimo, que desde niña había soñado con ser cajera del Supermarket, y que lo mejor de su trabajo era la oportunidad siempre cercana de conocer gente muy interesante. Acto seguido me dio el vuelto. Comprenderás que estuve a punto de salir corriendo gritando fuego, pero la intriga pudo más que el orgullo y seguí adelante. La poca lucidez que me quedaba me hizo ver que a esa mujer no había que dorarle la píldora, que no valían las fórmulas de abordaje de la televisión; tuve la revelación, tan fulminante como definitiva, de que esa mujer era más inteligente que yo. Entonces, sin más preámbulo barato, le propuse tomarnos un café a la salida. Me imagino que esta vez la pausa la tomó para descartar que yo fuera un degenerado (menos mal que no estaban cerca los taxistas para dar su opinión), y que mi cara de boy scout cuarentón la terminó de convencer de que era inocuo. El caso es que me regaló un tercio de sonrisa tirada hacia la izquierda para decir sí sin entusiasmo, y dijo “a las diez y media en el café Orpheu“. Te aseguro que si me hubiera dicho a las cinco de la mañana en el lago Titicaca igual habría llegado puntual (y eso que, tú sabes, la puntualidad no es mi fuerte), yo estaba realmente muy excitado.

Oye, hace buen rato que no sueltas uno de tus comentarios burlones, ¿No te estarás quedando dormido, no? Mira que ya falta poco y no negarás que el relato ha sido hasta ahora interesante. ¿Como? No pues Raúl, no te pongas tan vulgar, si estoy haciendo el esfuerzo de contarte con detalles todos los antecedentes y situaciones preliminares no es para que me vengas con una chabacanada de ese nivel. En lo último que pensaba ese viernes a las diez y veinticinco en el café Orpheu era en sexo, y mucho menos en semejantes detalles estilísticos. No entendiste lo que quise decir con excitado. A ver, cómo te explico. Yo me sentía a punto de descubrir un océano, un continente donde refundar un imperio, era una aventura del siglo dieciséis, la víspera de un cambio de paradigma. Pero es evidente que el lirismo no es tu fuerte. En realidad no me sorprende, no se puede esperar mucha sensibilidad de alguien que a los treinta y ocho años es fanático de Van Damme y Stallone. Marcela siempre se quejaba de eso en la sobremesa, pero tú nunca le diste pelota. Y claro, si hay algo que sabe hacer el hijo de puta de Alberto es escuchar. No, Raúl, no voy a empezar con eso otra vez. Discúlpame, en realidad no viene al caso. Mejor sigo con mi historia. Estábamos en que me aceptó la invitación al café.

Comenzó preguntando ella, tú sabes, lo de siempre, a qué te dedicas, de dónde eres. Yo, ingenuo de padre y madre, creí que eso demostraba un verdadero interés por mí, por su único observador, pensaba que podía tratarse de una imagen especular de la obsesión que me había estado atormentando por semanas. Error. Estaba solamente evaluándome, tasándome, dándome una segunda oportunidad, a ver si el aparente opa del supermercado podía ser en el fondo un tipo al menos entretenido. Pero esa tensión inicial duró menos que la primera botella de vino. Y al final, sin demasiado esfuerzo, la pasamos muy bien esa noche, cada uno desde sus posibilidades. Mientras ella soltaba frases y remates que yo ni con libro, yo lograba sacar lo que consideraba mi lado más honesto y la invitaba a compartir mis manías, delirios y actos fallidos recurrentes, sin muchas pretensiones de parecer original, pero con la creciente convicción de que ella podía estar también descubriendo digamos una islita, un arroyo, un prado donde hacer un buen picnic. Pero no se le podía pedir más a una primera noche. Más aún si se tiene la intuición de que efectivamente habrá una segunda. Sobra decir que esa noche, después de la segunda botella de vino, en ese rostro donde antes encontré tanta geografía yo sólo veía los ojos café más seductores del mundo.

Mónica sale de la ducha, mira la hora, y decide llamar a Claudia para que pase por ella. Buena amiga esta Claudia, no hace preguntas. A Mónica no le sorprende sentir alivio al saber que nunca más tendrá que esperar a Ricardo. Es mejor así, ella cree cada vez menos en el perdón. Lo que sí le sorprende es que ese alivio conviva con algo así como una tristeza incompleta pero sin cura.

Claro, Raúl, por supuesto que la vida no puede ser un cuento de hadas, y si alguna vez lo fuera seguro que yo sería, en el mejor de los casos, enanito, y de esos que aparecen al fondo y no tienen parlamento. Te digo esto porque no es casualidad que precisamente... ¿Qué? No, no jodas Raúl, no puede ser, ¿Cómo que se recalentó el motor? ¿Acaso no lo revisaste antes de salir? ¿No tenías claro que eran más de mil kilómetros de ruta? No, no jodas, si nos detenemos ahora no voy a llegar a tiempo, y Mónica no me lo va a perdonar. Por Dios, Raúl, ¡No me puedes hacer esto! Me importa un carajo que se pueda fundir, no podemos detenernos ¿Qué? No, ni hablar. Ni me calmo ni te termino de contar nada. Imagínate si voy a tener ganas de entretenerte con historias mientras arreglas la cagada que te mandaste. No, compadre, lo único que me importa es que Mónica me está esperando, y si no eres capaz de dejarme en Arica antes de las dos, olvídalo, yo me bajo.

Hay una inusitada cola de autos en el paso de frontera de Chacalluta, algo interesante debe estar ocurriendo en Tacna. Claudia se preocupa porque eso podría tardar más de una hora, pero Mónica la tranquiliza: el vuelo recién sale a las seis. Afortunadamente ella siempre se pone plazos más cortos que lo necesario. Afuera la resolana comienza a ceder de a pocos y Mónica se permite creer en primaveras que duren semanas. Después de un silencio cómodo pero innecesario, Mónica decide responder a la pregunta que Claudia todavía no le ha hecho:

Si comienzo por el final tendría que decir que, creyendo o no en complejos freudianos, es un hecho irrefutable que no se puede ser madre y amante a la vez. Pero eso no dice mucho, es poco original, y hasta suena mezquino. Así que prefiero comenzar por el principio, total, tenemos tiempo suficiente. Entonces debo empezar diciendo que, aunque suene muy exagerado, él era el hombre más tonto del mundo, y siempre hacía la cola en mi caja.


sábado, 21 de noviembre de 2009

La marea

Más poemas de otros tiempos, entre el 92 y el 98. El poemario tiene tres partes (La marea, La isla, La frontera). Estos tres son de la primera parte.

La marea

Va y viene el mar

sin que nadie lo mire o lo recuerde,

va y viene,

y la arena lo recibe tibia y se abre generosa;

es la misma arena que los navajos convierten en iconos

para protegerse del mal

y del desamparo que se presiente

cuando en la noche falta alguien;

luego, más tranquilos, vuelven a sus teepis,

se abrigan con bisontes,

se abrazan a sí mismos

y olvidan.

Miles de kilómetros al sur,

una estrella adolescente contempla nuestra insignificancia

y todas sus preguntas ignoradas,

el color infinito que nace en tus ojos

y se pierde al amanecer,

cuando la brisa llega y nos encuentra entrelazados,

sudando desconciertos,

sujetando los segundos que anteceden al espasmo;

así nos convertimos en los sueños prohibidos de un niño

que se ahoga en la sangre de los Andes,

donde un torrente de salmones nada ciegamente,

cuidando en sus entrañas el último sueño

sin perder la sonrisa en la derrota de las rocas

o en los días en que nada pasa por mis venas,

excepto la semilla hiriente de la miseria en esta parte del mundo,

donde existimos tú y yo y otros pedazos

de los que intento prescindir cada mañana,

cuando el país me da en la cara

y es un instinto extrañar el calor de tus manos

en el ecuador de mis angustias,

entre líneas olvidadas de un párrafo brillante

de autor desconocido,

desterrado a pasar la noche allá afuera

en la garganta de ese saurio triste que devora la duda,

que aplaca su ansia con niños que descubren la verdad antes de tiempo;

todos son lejanos motivos para intuir tu presencia

acá en mi cama solitaria,

regresando de mí mismo,

imaginando tu sonrisa rota

por el frío temblor que te recorre

cada vez que te descubres humana

y por eso pides monedas en todas las esquinas,

y retratas a Dios con los dedos

en la pared de ese preso

que compone sinfonías después de las torturas

y me dice al oído que no es tarde,

mientras yo me extingo en estos días de cosecha bajo el sol

y resucito cada noche a partir de tu nombre,

sobre el mar o la arena,

en los sagrados temblores

de un dolor original.


Sin palabras

(Porque no tengo otras palabras

para decir cómo te amé)

La polilla fugitiva de la luz,

el regreso del que ya nadie recuerda,

las ramas que no crujen en el bosque,

el grito solitario de un asceta.

El niño dormido en su escondite,

el perdón que llegó tras la condena,

las veces en que he dicho lo contrario,

los parques que ya no conoceremos.

El día después del fin de la lluvia,

las manos de piedra de la lavandera,

el árbol que crece en la tumba sin nombre,

los besos que quedan cuando ya nada queda.


Despedida insomne

Sin entender.

Amanecer sin entender.

Preguntar por el eterno regreso de las aves migratorias.

Tener por toda respuesta la inútil promesa del azar

y recordar un pecho abierto inalcanzable,

contraseña de una noche perdida

en la memoria de un dios insomne.

Sí.

Telemann agoniza en un charco que se evapora

y otro zorzal se ha ceñido una corona de espinas.

Es el sol que calcina los rincones indefensos,

la razón que golpea las paredes.

Decidir abortar sin dolor esa pregunta,

derrota de la obsesión a manos de la nada.

Desterrar de la memoria todas las palabras que no dijiste

y escuchar al pastor que predice eclipses y pleamares

bajo la almohada de alguien que ya no espera.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

No ha pasado nada

Este cuento fue de las primeras cosas que escribí. Tal vez le debo la convicción de que podía seguir escribiendo, porque ganó un concurso de cuentos en la universidad en la que estudiaba y el premio fue asistir gratuitamente a un taller literario. Está bien, la competencia no fue muy dura (creo que participaron 14 ó 16 cuentos) pero al menos quedé con la certeza de que lo que escribía no era malo. Certeza que se esfumó muy rápido cuando en ese taller literario agotaron los adjetivos descalificativos para calificar las otras cosas que escribía. Tal vez algún día escriba alguna crónica sobre ese taller. Ahora se trata de este cuento, escrito en 1991. Para situarlo, es en la época de la violencia política en el Perú, cuando era muy fácil morirse y sin razón alguna, cuando los senderistas y las fuerzas armadas competían por demostrar quién podía destruir más vidas, quién asesinaba peor. Eran épocas de desesperanza. La historia se me ocurrió una mañana de invierno muy oscura, esperando bajo la garúa en un paradero de la Av. Alfonso Ugarte a que pasara el micro que me llevaba a la universidad.



No ha pasado nada

No llueve todavía. Un hombre pasa por delante de la fachada de un edificio viejo, color ciudad. No hay inquilinos en el edificio; los departamentos están habilitados como consultorios: radiografías, ecografías, dientes, piel. Todo en el mismo letrero. Barato. Sólo tiene que tener paciencia hasta que llegue su turno. La gente entra y sale del edificio y no puede saberse si los que salen lo hacen con dientes más blancos o pieles más sanas. El invierno cubre las pieles y las sonrisas.

El hombre ha cruzado la pista (aún no sucede nada), su pantalón azul hace juego con su chompa no-azul. Ahora son de color parecido. En esta ciudad los colores se parecen cada día más, como los días. Ha cruzado, digo, y está esperando que pase un microbús. No se sienta en la banca del paradero porque sospecha que puede haber llovido y no quiere mojar su único pantalón, el azul. Pero no llueve todavía.

La gente en el paradero no repara en él, la gente se limita a sujetar sus bolsos y carteras, esperar que pase el microbús y desear la felicidad. La felicidad, a esa hora, consiste en un microbús con algún asiento vacío. Generalmente la felicidad no pasa por ese paradero, pero la gente –incluido el hombre de pantalón azul– igual la espera.

Un niño que vende pastillas de menta importadas de Brasil para refrescar el aliento y aliviar el dolor de garganta mira al hombre con cara de curiosidad. Se podría creer que el niño se pregunta si aquel hombre es feliz, o si piensa en su mujer cuando besa a su mujer, o si extraña su infancia, cuando el cielo sí era azul y sus mejillas sí eran rojas. Pero lo cierto es que el niño sucio y desabrigado se pregunta si el hombre querrá comprar pastillas de menta. No, ni siquiera lo ha mirado, como el resto de la gente; tendrá que subirse a vender sus pastillas al próximo microbús que pase, tenga o no asientos vacíos. El niño no puede esperar a la felicidad.

En realidad el hombre sí miró al niño, pero sólo por un instante, el lapso aconsejable para evitar cualquier pensamiento que lleve a tomar alguna decisión importante. Puede ser peligroso. Muchos de los que tomaron decisiones después de mirar a niños sucios y desabrigados en esta ciudad ya no están. Y nadie sabe dónde están.

La mañana está muy oscura, pareciera que pronto va a anochecer, pero no es así. En realidad amaneció hace apenas unas horas, y la oscuridad perpetua todavía tardará en llegar. Tal vez para aclarar confusiones, el locutor de la radio dice la hora a cada momento. Por eso el hombre de pantalón azul sabe que ha subido al microbús a las siete y cuarentidós. El cobrador, con medio cuerpo afuera, no dice nada, sólo da dos golpes seguidos a la lata del microbús. El chofer embraga, mete primera y hace rugir la máquina. Apenas iniciado el movimiento tuerce su cuerpo para cambiar de estación en la radio, porque en esa emisora no hacen más que decir la hora y él quiere escuchar boleros. Es una decisión simple: todos los boleros le gustan.

El hombre encuentra un pedazo de tubo libre del cual sujetarse, mete la mano libre en el bolsillo donde guarda la billetera, y, ya instalado, se dedica a mirar por la ventana. No pasa nada, todavía. Afuera, en una mañana oscura (esto ya se dijo), la vida se arrastra con dificultad. Incluso los gritos, bocinazos, insultos y empujones están impregnados de esa monotonía gris que todo lo cubre, que llega con la niebla pero se queda cuando ésta se disipa. Las señoras cargando pesadas bolsas, los policías aturdiendo con sus silbatazos, y los mendigos resucitando en cada luz roja del semáforo, son de alguna manera la misma persona, todos protagonistas de escenas repetidas que nadie observa. Un periodista mediocre, ahogado en un mar de lugares comunes, los describiría como simples engranajes de una gran máquina. Error: no hay máquina ni voluntad superior, es sólo desorden.

El hombre renuncia a mirar por la ventana. Ahora observa el interior del microbús. Recién se da cuenta de que alguien detalla a viva voz las bondades de un corta-uñas japonés de acero inoxidable. Un anciano enfundado en una bufanda de lana intenta inútilmente cerrarse el saco raído sin botones y, ajeno a la oferta especial, apoya su cabeza en el vidrio y musita un huayno. El hombre de pantalón azul siente que algo se le calienta adentro del pecho al escuchar ese huayno, pero ese calor dura muy poco. Se transforma bruscamente en una corriente helada cuando el anciano llega a la parte en la que el huayno es indistinguible de un llanto desolado. El hombre no puede evitar recordar. Atrás del anciano está sentada una mujer que parece estar dormida pero no lo está. Viste de negro, y no es posible saber si esa vejez es hija de los años o de la repetición de la desesperanza y el dolor. El hombre continúa mirando a la mujer y nota que entre las arrugas de su mano asoma algo así como un ramo de flores marchitas y una fotografía ajada, en blanco y negro, con el rostro de una persona joven. El hombre reconoce la fotografía y cree estar viviendo un mal sueño, un perverso juego de coincidencias, pero un brusco frenazo del microbús le confirma que todo es real, que la mujer y el anciano no son espectros venidos a acosarlo. El hombre desvía la mirada, pero no lo hace como un intento de evasión sino como un gesto de resignación ante lo inevitable.

El hombre baja del microbús. Está en otro paradero, rodeado de otra gente. Parece que no ha pasado nada. Por lo general la gente no se mira, pero ésta vez repara en el extraño sujeto de chompa no-azul. Y es que al parecer el hombre está sonriendo, algo poco común en un paradero de esta ciudad. Nadie sabe por qué sonríe. El hombre sonríe, con la mirada fija en el suelo, por dos motivos: primero, porque está lloviendo y nadie lo ha notado, él es el único que se está mojando; segundo, porque ahora sabe que nunca más estará esperando en un paradero. Nunca volverá a esperar nada, ni un microbús, ni la felicidad. Hay cosas más importantes que la felicidad. La libertad, por ejemplo. Pero esos conceptos son quizás demasiado abstractos. Tal vez la liberación sea algo más concreto, y hasta accesible. Y aunque el hombre ahora no está pensando precisamente en esto, puede que, antes de que termine de oscurecer, lo haga.

La gente llegará a su casa y probablemente habrá olvidado ya aquella sonrisa fuera de lugar. Por ello es que se dirá "nada" si acaso durante la cena, mientras algún familiar unta el pan con mantequilla o mira la telenovela, alguien pregunta si pasó algo ese día. Fue, apenas, otro día sin lluvia en una ciudad donde no llueve nunca. Sin embargo, a esa misma hora o quizás algo más tarde, el hombre de pantalón azul, encerrado en el baño de un cuartel, ya se habrá colocado la pistola dentro de la boca.

La tarde está muy oscura. Alguien ha tomado una decisión. No ha pasado nada.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Cara de pepino

Según la psicología, uno de los hitos del desarrollo infantil se alcanza cuando los niños se dan cuenta de que existen otros puntos de vista aparte del de ellos mismos (uno por cada habitante del planeta). Creo que nunca terminamos de entender esto. Por ejemplo, cuando vemos a un sujeto X (llamémoslo imbécil, por razones que serán inmediatamente claras) estacionarse en los sitios reservados para minusválidos, no respetar la cola en el banco, o fumar en un lugar público, podemos pensar que el imbécil de marras padece alguna enfermedad degenerativa del sistema nervioso central que le impide comprender el idioma, o presenta una extraña mutación genética que hace que el tubo rectal deposite su contenido dentro de la cavidad craneana. Pero no. Si se le pregunta de manera amistosa las razones para ejercer su imbecilidad de manera tan poco discreta, escucharemos un discurso lleno de causas, razones y, finalmente, justificaciones. Nadie reconoce rápida y escuetamente “soy un imbécil”, todos tienen su razón para actuar de esa manera que –desde su particular perspectiva- el resto de la humanidad, equivocada al unísono, tilda abusivamente de imbécil. Cada persona, incluso los afortunados residentes de establecimientos con unas confortables paredes acolchadas y mucho tiempo libre, tiene un mundo interno donde la coherencia se define desde allí mismo y sin mirar hacia fuera.

La primera experiencia que recuerdo en la que me vi confrontado con el misterio de un mundo paralelo desarrollándose al interior de la cabeza del prójimo, fue en primer grado, yo tenía seis años, era un colegio mixto y religioso. Había un grupo relativamente grande de niños con los que compartía el gusto por el fútbol, las persecuciones, los empujones, los gritos, y los mitos: “hay una niña en tercer grado que tiene pene”, “el papá de Eduardo Álvarez es Blue Demon, yo vi cuando se quitaba la máscara”, “dicen que un niño que tuvo mucho hipo se volvió loco y ahora está escondido en el convento de las sisters”. Fuera de ese grupo, pero también en primer grado, había un niño cuya cara no me gustaba. Eso es un eufemismo. Me corrijo: ese niño me irritaba profundamente por el solo hecho de existir. En realidad, por existir con esa cara. Es que tenía cara de pepino. Si me hubieran interrogado acerca del tema tal vez hubiera explicado que, para ser más precisos, se parecía a un pepino con cara que aparecía en un libro de lectura para niños que había en mi casa. Y no es que yo odiara a los pepinos (con o sin cara) antes de conocer a ese niño. Era que su cara de pepino me parecía demasiado chocante, una afrenta estética inaceptable. ¿Por qué no tenía una cara de niño como todos los demás? Y encima tenía que verlo todos los recreos. Peor, tenía que verlo cuando el correteo de los recreos lo hacía verse más cara de pepino que nunca, debido al sudor y la cara sonrojada (tengo claro que los pepinos no son rojos, pero el del libro era verde y rojo, porque tenía mejillas, ¿OK?). Pasaban las semanas y yo iba acumulando rabia contra ese niño que se obstinaba en no cambiar de cara. No se lo comentaba a nadie. Tal vez me hubiera calmado un poco si hubiera socializado mi obsesión con los otros niños (“¿Han visto a ese que tiene cara de pepino?”), pero no lo hice. Guardé dentro de mí esa intranquilidad que no hacía sino crecer y que amenazaba ir arruinando gradualmente mi disfrute del recreo. Hasta que un día no pude más. Lo recuerdo nítidamente. No hubo premeditación, simplemente ocurrió. Yo corría por el patio y me lo topé corriendo en dirección contraria. Nunca le había hablado, y nunca lo haría después de ese día, pero eso no importaba nada, la necesidad de desfogarme era superior a cualquier otra fuerza humana o de la naturaleza. Y lo hice. Cuando estuvo frente a mí le grité con todas mis fuerzas: “!!!Cara de pepino!!!”. Lo grité con rabia, con una furia telúrica que debía horadar su conciencia, como culpándolo de haber tenido que obligarme a hacerlo, como arrojándole en la cara su execrable delito hasta ese momento impune. Un instante después, cuando ya sentía venir una paz infinita, definitiva, por haber dejado salir al demonio de esa obsesión y haber puesto las cosas en su lugar, escuché cómo el niño me gritaba, con similar pasión, “!!!Cara de manzana!!!”. Quedé congelado y sin saber qué hacer. Ni siquiera lo miré. La campana sonó y tuve que irme a mi clase, con una extraña mezcla de alivio e incomodidad, pero sobre todo con una profunda duda. Me preguntaba si ésa había sido un réplica automática, pudiendo haber sido yo un cara de cualquier otra cosa, y que entonces la cara de manzana fue sugerida por el elemento frutal contenido en mi apóstrofe, o si acaso -ése era mi temor- cara de pepino también me había estado odiando todo ese tiempo por, según su manera de ver el mundo, mi insoportable cara de manzana. Por supuesto que al llegar a mi casa me miré en el espejo y confirmé mi sospecha: yo no tenía cara de manzana. Pero mi certeza no servía de nada. Era la de él la que importaba. Eso me perturbó profundamente. Y nunca lo pude saber. No se lo pregunté (no estaban las relaciones como para eso) y al año siguiente él ya no asistió al colegio. Así que si algún día lees estas líneas, cara de pepino, por favor déjame un comentario que pueda aclarar ese misterio que por 33 años me ha acompañado. Sabré entender si aparece algo de resentimiento en tus líneas. Ah, y por favor mándame una foto reciente, sólo por curiosidad.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Promesas y traiciones

Ha pasado mucho tiempo desde el último post. Ha sido un tiempo de reflexión, sobre si seguir o no con el blog, encontrarle un sentido. Tal vez mis dos o tres lectores ocasionales, esos que llegaron buscando otra cosa, ya creen que este es otro blog abandonado. No es así. Vuelvo, como un político de gira por provincias, para prometer sin escrúpulos. Por ejemplo, habrá dos post por semana. Un miércoles y un sábado. Nada más y nada menos. Es que se necesita un poco de orden en todo. Hasta en una orgía hay que tener cierto esquema general del desarrollo de los íntimos acontecimientos. Hasta los anarkos u okupas tienen que hacer turnos para usar el baño.
Hoy es miércoles. Y como el que viene saliendo de un tratamiento contra la eyaculación precoz, haremos el intento.
Una de las ramas por las que me fui al meditar sobre esto del blog tiene que ver con la fidelidad a uno mismo. Es difícil determinar cuándo somos fieles y cuándo nos traicionamos. Por ejemplo, si un día cualquiera, tras larga reflexión e introspección por los meandros de mí mismo, como un Marlow por el río Congo, estoy convencido de un propósito (escribir un blog que nadie lee cada miércoles y cada sábado) y llegado el día (ya no tan cualquiera, es miércoles o sábado, esto es evidentemente un comercial), tras lúcidos análisis llego a la conclusión de que en el fondo no quiero hacerlo, que no es auténtico forzar esa disciplina de la creación (con perdón de los creadores), ¿estoy siendo fiel a mí mismo o me estoy traicionando? ¿Quién es más yo, el de hoy o el de hace unos días? No es un asunto de flojera simplemente (no es el caso de mañana comienzo a salir a correr y mañana no llega nunca). Creo que la respuesta es sí y es no. Y no estoy evadiendo. Ya lo dijo con mucho desparpajo antes Walt Whitman (Song of Myself):
“Do I contradict myself?
Very well then I contradict myself,
(I am large, I contain multitudes.)”
Esto de alguna manera se complementa con lo que nos dejó como arenga en voz baja Henry Miller (Sexus), otro epicúreo genial:
"Every day we slaughter our finest impulses. That is why we get a heartache when we read those lines written by the hand of a master and recognize them as our own, as the tender shoots which we stifled because we lacked the faith to believe in our own powers, our own criterion of truth and beauty. Every man, when he gets quiet, when he becomes desperately honest with himself, is capable of uttering profound truths. We all derive from the same source. There is no mystery about the origin of things. We are all part of creation, all kings, all poets, all musicians; we have only to open up, only to discover what is already there."
Escribí esto escuchando el concierto de Vivaldi para dos mandolinas. Y en la mañana me fui a trabajar escuchando El Asesino de la ilusión de Leusemia. No creo que sea una contradicción que Antonio Vivaldi y Daniel F hagan que se me apriete el corazón el mismo día.