lunes, 21 de septiembre de 2009

Sinatra, el interior y la ninfa

(este es un cuento que escribí el 2001. Es uno de los 15 que componen "No ha pasado nada", un libro de cuentos inédito)

No sabes el gusto que me da verte después de tantos años, Tomás. Salud por el reencuentro, compadre. Vaya coincidencia: dos ex-alumnos del Colegio Miguel de Cervantes se encuentran en un aeropuerto después de, a ver… sí, después de 15 años, y precisamente en España. Claro que las circunstancias son muy diferentes. Sí, hombre, no me dirás que se puede comparar mi cortísimo viaje a Napoles para sobornar a quién se ponga delante hasta conseguir el certificado de ciudadanía de mi difunta nona, con tu viaje a la tierra de los vikingos para unirte en pagano matrimonio a la usanza escandinava con una doncella sueca, nada menos. Caray, quién lo habría dicho en aquellos tiempos del colegio. Porque para serte franco, y no es porque el jerez se me haya subido a la cabeza, tú eras... cómo decirlo, más bien del grupo de los lornas. Hace años que no usaba esa palabra: lorna. Creo que ahora se dice nerd. Cómo nos han globalizado hasta los insultos. Bueno, no importa. Me alegra que no lo hayas tomado a mal. Pero es la verdad, hermano. Nunca me voy a olvidar de ese día en que, después de una clase de historia del zambo Loayza en la que una vez más nos había contado el cuento de las frases célebres de los héroes, porque no me vas a decir que alguien en su sano juicio puede tragarse que el glorioso Alfonso Ugarte antes de tirarse por el acantilado con la bandera peruana para evitar que fuera mancillada por el enemigo, y en medio del zafarrancho de disparos, cañonazos y gritos, se detuvo un instante para decir, mirando hacia la posteridad: “No tocaréis ni la cola de mi caballo”. No jodas pues hermano, ni de a vainas. Además, en el muy improbable caso que aquel soldado con dotes histriónicas efectivamente hubiera tenido semejante delirio tragicómico, ¿Me puedes decir quién carajo tuvo la fina gentileza de detenerse a escucharlo y anotar su frase para el bronce? Bueno, recuerdo que después que el zambo Loayza terminara de endilgarnos su patriotera lección, tú te paraste de pronto y le dijiste: “Qué emocionante es la historia del Perú, profesor”. Te juro que yo no fui el que te tiró el Pequeño Larousse por la cabeza. Honestamente me pareció un exceso; yo siempre he cuidado mucho los libros. Lo que yo te tiré fue un borrador, pero fallé. Siempre he tenido mala puntería. Pero ya ves, pasaron los años y el aspirante a monaguillo abusado por fraile de provincia (no te molestes, esa chapa te la puso el Gato Bernaola, que en paz descanse) se convirtió en un brillante... ¿ingeniero civil me dijiste? Ah, claro, en un brillante representante de ventas de Ericsson. Ojo que Ericsson es una de las transnacionales más grandes de este puto planeta. Y ahora te vas a casar con una sueca, nada menos. No sabes las ganas que tengo de conocerla. Sí, ya sé, las mujeres una vez que entran al Duty Free ya no las sacan ni con grúa. Pero tarde o temprano tiene que aburrirse, y entonces me la presentas. Además, si dices que la acompaña tu hermano no creo que se demore mucho: los hombres no nacimos para vitrinear. Espero no estar muy borracho para la ocasión. Como aquella vez de la fiesta del colegio en el Club Naval. ¿Te acuerdas? Cómo no te vas a acordar, si al final nos botaron a patadas por culpa de Mandibulín. ¿No te acuerdas de Mandibulín? No te creo. Haz memoria. Acuérdate que él se acercó a tu enamorada... Ah, era tu prima, bueno, da igual. Te decía (¿en serio no te acuerdas?) que el degenerado de Mandibulín se acercó a tu pareja y le preguntó si podía sacarse la prótesis dental en caso de sexo oral de emergencia. La que se armó, hermano. Porque parece que el Chino Lam escuchó todo y se le tiró encima a Mandibulín (tú sabes que el Chino nunca le perdonó a Mandibulín que desflorara a Sandrita Aguirre justo en la víspera de su regreso del viaje de intercambio) y allí saltó toda la patota de Punta Hermosa y se armó el despelote, o se armó la de San Quintín, como decía mi abuelito. Hasta los músicos contratados se metieron a repartir patadas voladoras y cabezazos en la cara, seguro que en solidaridad contigo porque tu terno de lentejuelas era igualito al del vocalista. Fue entre otras cosas por la pinta que traías esa noche que te hiciste acreedor al otro apodo, que nunca es tardetengo que reconocer que lleva mi firma. ¡No, no me digas que todavía no sabes por qué a partir de esa noche pasaste a ser Sinatra para todo el colegio! No, no es por la voz, yo no tengo la menor idea de si cantas bien, regular, mal, o como Julio Iglesias. No, tampoco es por los ojos azules; de hecho no me acordaba que tenías ojos claros. Mira, tú sabrás perdonar la chiquillada, es una cojudez muy infantil: en realidad Sinatra era por Sin-atractivo-alguno. Pero no te vas a molestar por eso, que ya está enterrado en el pasado. Así que Suecia, nada menos. Mira tú: otra coincidencia. Yo estuve en Suecia en el 94, fui –igual que ahora- pagado por mi hermano Julio a comprarle unos catálogos industriales que no se vendían por correo. ¿Te acuerdas de Julio? Bueno, no tienes por qué acordarte de él, aunque -no me vas a creer- el año pasado Julio me preguntó que qué sería de la vida de Sinatra. Y yo ni idea, pero fíjate lo que son las cosas, nos venimos a encontrar aquí, justo aquí. Te decía que estuve en Suecia, menos de una semana, pero fue suficiente para tener una de las experiencias más extrañas que me ha tocado vivir, una situación tan bizarra que parecía sacada de un libreto de Buñuel. Te la voy a contar con todo detalle, porque no vale la pena contarla por encima, además ni tu doncella sueca ni tu hermano aparecen todavía. Pero antes déjame pedir otra copita de jerez, compadre.
Como siempre ahorrando gastos (seguro que es así como llegó a amasar la fortuna que tiene, el desgraciado), Julio, en lugar de pagarme un hotel decente, me mandó a la casa de unos amigos de su ex, que vivían en Estocolmo. Una pareja mixta: él era sueco y ella uruguaya. Claro, lo primero que se le pasa a uno por la cabeza con esa información telegráfica es ¿Cómo estará la uruguaya? Mira, hermano, era psicóloga pero con ese físico podía hacer carrera como guardaespaldas de Arafat. Noventa kilos al menos, casi uno ochenta de estatura, brazos de estibador. Y el sueco no era precisamente el prototipo del vikingo. Uno sesenta y cinco, con suerte, y una cara de gnomo sátiro que hasta a mí me llegaba a dar miedo cuando se acercaba a mi sofá-cama a decir buenas noches. Eran muy amables, excelentes personas, no lo puedo negar, pero su sentido del humor era algo que yo no podía captar sin un par de psicotrópicos adentro. Todos los santos días Sven, que así se llamaba el gnomo, le pedía a Silvana -la sílfide- que hiciera la imitación de Göran Persson para mí. Y ella comenzaba a balbucear en sueco mientras se metía las manos en los bolsillos y se bamboleaba toscamente como un oso mareado. Todos reíamos. Ellos dos seguro se reían de Göran Persson, yo me reía de lo patético de la situación, de las nulas artes dramáticas de la osa, y de mi mala suerte. Porque si suficiente frustración era llegar a Suecia, con tanta historia de porno duro y liberalidad sexual femenina guardada en la memoria, y no poder escaparme por las noches a corroborar el mito, ya me parecía demasiado que la uruguaya no sólo no fuera un premio consuelo latino (como ahora hay Grammy latino para los cubanos de Miami) sino que además tuviera que padecer después de cada cena a la cómica hilarante y su entusiasta empresario. Ah, hasta ahora no sé quién es Göran Persson. Ya te lo dije, yo siempre he tenido mala puntería. No, no exagero. Porque lo peor vendría después. Resulta que el padre de Sven, el ilustre Stig Pettersson, cumplía 80 años en ese bendito fin de semana. Y adivina a quién designaron como invitado extranjero de honor. Llegamos temprano, antes que el resto de la familia, y a mi pareja de jóvenes anfitriones no se le ocurrió mejor idea que tener una pelea feroz en la cocina, porque Silvana me había traducido el menú para la cena y había dicho arenque podrido y Sven corrigió “fermentado”, como si fuera gran diferencia, y ella insistió podrido, y él comenzó a subir la voz y pasar del castellano al sueco, lo que interpreté sagazmente como una sutil invitación a salir de la cocina. No sé quién tenía razón, pero el olor a podrido del pescado llegaba hasta la casa de enfrente. Ni bien salí de la cocina me recibió muy amable y sonriente Don Stig, quien a pesar de su sordera parcial había manifestado desde el comienzo un interés particular en conversar conmigo. Modestia aparte, tantos años de hacer trabajos para mi hermano en lugares tan diferentes y con gente tan rara me han otorgado cierta cultura general que me permite defenderme en eventos sociales. Mi inglés no era malo, así que algo podíamos entendernos, aunque él a veces pasaba de pronto al sueco o al francés, con lo que me dejaba más perdido que Adán en el día de la madre. Pero en esos casos yo apelaba a lo mismo que hacen los diputados cuando no entienden lo que dijo el embajador yanqui en la recepción: reír si al terminar la frase el tipo se ríe, y asentir con la cabeza si es que este no se ríe. No falla. Hay muchos que han llegado hasta la ONU aplicando esa estrategia. Bueno, estábamos en que el viejo me agarró conversación. Yo, para devolver la gentileza, le pregunté cuál había sido su profesión. “Dediqué casi toda mi vida a la historia del interior” -me dijo. Tú tal vez creerás, como creí yo entonces, que el viejo era historiador especializado en las provincias. Pero no. Por eso fue que me miró con sorpresa cuando le pregunté si se había especializado en las provincias polares, donde vivían los lapones, quienes según el mito tenían costumbres antropófagas en épocas de hambruna. Al escuchar su horrorizada negativa pensé rápido y deduje que el simpático anciano se había dedicado a estudiar el interior del alma o de la mente, o sea que era psicólogo. Tampoco. Por eso se puso tan serio cuando le pregunté su opinión sobre la fase anal del desarrollo infantil según Freud. Resulta que el patriarca de los Pettersson era arquitecto; el interior era el interior arquitectónico. Y durante los siguientes treinta y cinco minutos fui sometido a un curso intensivo de arquitectura, que –para comenzar- me fue definida como “la organización artística de la realidad práctica”, recorriendo apasionantes senderos del conocimiento universal pasando por los orígenes de lo tectónico, el neoclasicismo basado en lo estereotómico, y la función del dintel y las pilastras en la tensión entre monumentalidad y gigantismo. Sin soslayar, por supuesto, los aportes verdaderamente revolucionarios de Le Corbusier, Maillart y los hermanos Perret. Confieso que no me aburrí. Prefería mil veces las lecciones de arquitectura de Don Stig a padecer una vez más la imitación de Göran Persson. De hecho no fue esto lo más bizarro de aquella velada. Porque finalmente hubo armisticio entre Sven y Silvana, llegó el resto de la familia –qué familia– nos sentamos todos a la mesa, y comimos y bebimos en abundancia. Para no aburrirte, y por respeto al buen Sven y su digno padre, no entraré en detalles escabrosos sobre el primo Niklas. Sólo diré que tenía cuarenta años, era estrábico, cojeaba, balbuceaba como si tuviera la lengua pegada al paladar, y babeaba. Hasta allí, al menos, un cuadro de esclerosis múltiple, se diría; y que el pobre primo andaba por la vida más solo que un leproso. Error. El buen primo Niklas –que recibía una pensión vitalicia del estado sueco– tomaba la cerveza como si fuera agua, tenía una colección de veinte años de Penthouse en su habitación, y –según supe después– tenía una enamorada que no estaba nada mal, a la que llevaba en su Harley-Davidson. Y no diré nada más del primo Niklas. Excepto que vino con su hermana menor. La muchacha tenía los ojos color cielo, el pelo rubio lacio cayéndole sobre los hombros, una sonrisa angelical, los pechos turgentes... era una preciosura; pero no debía tener más de diecisiete años, así que segundos después de registrar la generosidad de la naturaleza para con sus volúmenes la deseché como objeto de deseo. El problema es que ella no pensaba lo mismo. Tú dirás que estoy fanfarroneando, compadre, que ya estoy borracho, pues no. No sé si sería por mi look de latino con experiencia o por una apuesta adolescente en su colegio (vaya uno a saber), pero el caso es que la pequeña musa escandinava no me sacó los ojos de encima durante la cena. Cada vez que mis ojos se encontraban con los de ella su sonrisa angelical se transformaba en una invitación a la lujuria cuando se mordía el labio inferior y acto seguido cerraba los ojos. Esas escenas destilaban humedad. Al comienzo me ponía nervioso que se fueran a dar cuenta los demás comensales. Afortunadamente, los Pettersson en pleno estaban demasiado entretenidos con otra pantomima exagerada de Silvana como para notar la lascivia que se derramaba de los labios de la muchacha. El vino blanco (muy bueno) también ayudó a que me relajara un poco. Pero este mismo relajo hizo que no calculara que no era una buena idea pararme para ir al baño, abandonando la mesa familiar y entonces quedando inerme frente a una hipotética acometida de la dulce Karolina, que así se llamaba. Pues lo hipotético no duró mucho, y mi adulta resistencia moral tampoco. Se coló antes que cerrara la puerta del baño y allí mismo comenzó a desvestirse y desvestirme para consumar en menos de cinco minutos el primero de una serie de actos carnales que por pudor no te voy a referir en detalles. Bueno, esa jovencita (en realidad tenía dieciocho años recién cumplidos) no parecía contentarse con nada, y aparentemente había leído todos los manuales sexuales disponibles en el muy bien surtido mercado nórdico. En ese primer round me dejó absolutamente exhausto y con la espalda marcada con sus uñas. Pero no fue el único episodio, ya te dije que esa ninfa era insaciable, y yo no quería dejar mal parada la reputación de los latin lovers, aunque no fuera uno de ellos. Conforme avanzaba la noche y el alcohol o el sueño se apoderaban de los Pettersson, menos cuidado había que poner en las escapadas al baño (o al closet del cuarto de huéspedes, cuando el baño estaba ocupado). Fueron cinco rounds los que compusieron aquella noche salvaje, desatada, repleta de tentación y pecado –como diría una crónica rosa. Recorrí cien veces con los labios cada uno de los lunares de su cuerpo (tenía dos lunares justo al sur de su ombligo, esos dos eran la antesala de la locura). Agoté todo mi repertorio y aprendí muchas cosas nuevas de mi pequeña partenaire, que usaba la lengua con una maestría verdaderamente diabólica. Y aunque el dolor en ese lugar que tú bien imaginas me duró varios días, no me arrepentí. Fue una experiencia alucinante, muy intensa, que dudo que alguna vez se repita, y que me dejó marcado para siempre. Porque desde entonces mi vida sexual es mucho más rica y variada. Todo gracias a Karolina, a quien recuerdo con mucho cariño y de quien no supe nunca más nada porque temí que Sven deslizara algún comentario acusador si le preguntaba por ella en los pocos mensajes que intercambiamos después de mi viaje. Sólo estoy seguro que esa hermosa ninfa ha de haber hecho feliz a varios hombres en todo este tiempo, y que si se llega a casar va a obligar al afortunado consorte a dedicar buena parte de su tiempo al acondicionamiento físico. Larga vida a las mujeres capaces de refundar un cuerpo.
Mi estimado Tomás, creo que ya estuvo bueno de nostalgias escolares y relatos picarescos; además se me está haciendo tarde para ir a la sala de embarque. Por lo demás, hace rato que te noto muy serio, así que mejor es que nos despidamos de una vez. O te aburrió mi cháchara o al parecer todavía te afecta recordar los cariñosos maltratos que sufriste en la época del colegio, mi querido Sinatra. Pero no te tomes las cosas tan a pecho, ha sido una tremenda alegría el encontrarte aquí, de verdad. Lástima que no me hayas podido presentar a tu futura esposa, que parece se entretuvo demasiado en el Duty Free con tu hermano o decidió darse una manita de gato en el baño. Tú sabes, las mujeres son muy pretenciosas. Bueno, será para otra vez. Le dejas mis saludos y felicitaciones a ... ¿Cómo se llama? Hombre, no me mires así, sólo te pregunté cómo se llamaba tu novia. Está bien, si no me lo quieres decir no me lo digas, es cosa tuya, pero no te pongas así, si parece que me quisieras golpear. Mira, mejor me voy, creo que no valió la pena que me entusiasmara en contarte tanta cosa para que al final te pongas tan agresivo. ¿Y ahora te vas a poner a llorar? No, compadre, a ti algo te está fallando en la cabeza. Por Dios, estás igualito que aquella vez en la fiesta del colegio. Ya: me voy. Entre tantas personas que circulan por este aeropuerto, justo tenía que encontrarme contigo. En fin, ya digo que yo siempre he tenido mala puntería.


viernes, 18 de septiembre de 2009

El loco-micro

Leo en Sophimania que Buzz Lightyear por fin pudo viajar al espacio, tapándole la boca a todos los juguetes de poca fe que dudaron de él en su momento. Esta transformación de juguete en astronauta, cumpliendo un sueño de toda la vida, convirtiendo la simulación en realidad, me hace acordar al genial monólogo de La Agrado en Todo sobre mi madre, que cierra con la frase “porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma". Y también trae a mi memoria al loco-micro, a quien alguna vez recordé en una breve crónica en La Hoja Latinoamericana, que aquí incluyo ampliada.
La avenida Tacna (la misma que cruzara Zavalita momentos antes de preguntarse en qué momento se jodió el Perú, en Conversación en La Catedral) es un rosario de micros, uno tras otro tras otro tras otro. Todos casi detenidos pero todavía en movimiento. El ruido de bocinas, insultos y pregones se escucha como una sinfónica de ciegos. El centro de Lima parece tener más habitantes que metros cuadrados habitables. Escucho pero no veo a alguien que, después de pedir disculpas por interrumpir “tu lindo y hermosos viaje”, recita con voz impostada los pormenores de su desgracia y a continuación pide que pongamos una mano en el corazón y otra en el bolsillo. No puedo. Una mano me sujeta del tubo que evita que caiga al suelo empujado por la masa y la otra cuida que un samaritano despistado haga caso al doliente y meta la mano en mi bolsillo. Paciencia, falta mucho todavía para llegar a la universidad. Al menos me queda la ventana para distraer la vista y olvidar por un momento que alguien me pisa. Y allí está. Lo veo claramente. Es un loco (manera convencional de referirnos a aquellas personas que viven en la calle, no se asean, y tienen la mirada perdida en un punto inubicable) trotando sobre la avenida. Se le ve muy serio. Quizás se concentra para mantener ese paso notablemente rítmico, ese balanceo casi automotriz. Es que el loco no va por la vereda; ya se dijo que va por la avenida, como un micro cualquiera. Un loco-micro, diría un imaginativo lector.
Un par de meses después se repite la letanía de micros en la avenida Tacna camino a la universidad. Esta vez el dios de las probabilidades me premió con un asiento con ventana, desde donde observo el paisaje del caos habitual en la pista y, sobre la vereda, una escena que parece haber sido sacada de La doble vida de Verónica: una anciana totalmente encorvada que avanza apoyándose sobre un banquito de madera que desplaza 15 cm cada vez. Y allí está otra vez. Poca ropa para este otoño tan húmedo, pelo algo corto para el prototipo de loco callejero, mirada fija y paso rítmico trotador por la avenida. Repetición de escena, se diría. Pero no. Esta vez el loco lleva un timón en las manos. Sí, un timón grande, de carro antiguo o quizás de micro. Corre (o conduce) por la izquierda, le tocan bocina –tal vez para saludarlo- y no se inmuta. Va lento pero decidido, y logra avanzar más rápido que los carros y micros que tapizan la avenida. Ya no hay que ser tan imaginativo para reconocer al loco-micro.
Semanas después, cuando ya la historia tiene más que suficiente para ser contada, otra vez. El loco-micro va manejando (manejándose) por la avenida Tacna, con su trote ahora habitual, con su timón en las manos… y con un letrero de plástico adhesivo (de esos letreros que los micros-micros pegan en la ventana para indicar su recorrido) colgado del cuello. En letras negras sobre fondo amarillo dice “Alcázar”, como en la línea 13 y la 73. Ahora sabemos el recorrido del loco-micro. Llega hasta el Rímac.
García Márquez dijo alguna vez que en esta parte del mundo la realidad supera a la ficción, y que su Macondo tiene menos de hipérbole que de crónica. Tal vez el colombiano exagere. Pero yo puedo afirmar que en el año 1991 vi en Lima a un loco convertirse en micro. Y no lo volví a ver más. Tal vez lo atropellaron. Tal vez cayó preso por atropellar a un peatón.



jueves, 17 de septiembre de 2009

Ese de negro...

¿Qué convierte a una persona común, sin muchos brillos ni sombras, medianamente decente, con ilusiones y frustraciones como todo el mundo, en un árbitro de fútbol? Algo se torció en el camino, porque ningún niño dice “yo de grande quiero ser árbitro”. Mucho menos quieren las madres que sus hijos sean árbitros, porque es más fácil aceptar ser recordadas solamente el segundo domingo de mayo que ser mentadas a gritos cada fin de semana. Pero allí están, negros e indeseados como los cuervos en el maizal, dispuestos a ser insultados como nadie, corriendo el riesgo de ser linchados por la turba en un acto de justicia divina, todo a cambio de 90 minutos de poder. Antes de relatar la anécdota que motiva este post, y a propósito del tema, copio abajo un pedazo de un texto que escribí y leí cuando tenía un programa de radio en Uppsala, Suecia, para la comunidad de latinos, durante mi estancia doctoral. El programa se llamaba “Algo más que fútbol”.
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Aunque el fútbol cuenta con diversos ancestros, pudiendo trazarse sus orígenes en China, Grecia, la Amazonía o México, es en Inglaterra donde el fútbol moderno nace oficialmente en 1863. Tendría que pasar una década hasta que la figura del árbitro apareciera. Se quería así evitar las verdaderas masacres que ocurrían dentro del área para evitar el gol. Los espectáculos de huesos rotos y heridos sangrantes hacían rememorar las competencias de fútbol primitivo, que duraban días, se jugaban en campos sin límites, y muchas veces terminaban con más muertos que goles. El árbitro apareció entonces para ponerle freno al instinto. Desde entonces, la presencia del árbitro es la que determina el carácter oficial de un partido, por mas modesto que sea. No importa que la cancha sea de tierra, que los travesaños no sean horizontales, que los jugadores estén descalzos, o que el punto penal sea un hoyo; mientras haya un árbitro el partido es válido y ya hay motivo para celebrar o lamentar. Pero es precisamente su rol de sancionador de la verdad el que lo convierte en el depositario de todas las frustraciones. Durante un partido el árbitro es algo así como una deidad, él determina el tiempo y el espacio reales. No importa que todos los cronómetros marquen cuarenta y nueve minutos, es el tiempo del árbitro el que vale, el que determina que el partido terminó. No importa que treinta mil pares de ojos hayan visto una pelota salir de la cancha, es el árbitro el que decide si salió o no, o si cruzó la línea de gol. El árbitro es el encargado de convertir las apariencias en verdades. Y esa responsabilidad es a veces demasiado grande. Si se considera que el hincha basa su felicidad del domingo, o de toda la semana, en el resultado del partido, cada vez que el arbitro pita injustamente le esta robando a miles de hinchas un pedazo de realidad que podía ser un pedazo de felicidad. Es ese robo de la realidad desplegada ante los ojos (“yo vi que la pelota no entró”, “pero esa mano fue casual”, “no estaba en posición adelantada”) el que no se perdona, el que detona la barbarie en las tribunas y en las calles.
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Sigo. Todos hemos odiado alguna vez al sujeto en la pantalla del televisor, o allá abajo en el rectángulo verde, o aquí en frente en el potrero polvoriento. Como futbolista que fui durante años, viví en (sudorosa) carne propia muchas veces la impotencia de –frente a una decisión injusta sumada a una actitud abusiva y despótica– no poder hacer lo que cada célula de mi cuerpo me pedía: evaluar experimentalmente la posibilidad de que un ser humano viva sin su cabeza. Lo que me detenía no eran escrúpulos morales o el amor al prójimo (el árbitro, por definición, no es el prójimo). El freno al tacle purificador lo ponía el temor a una sanción que me dejara sin jugar por uno o varios años. Y yo quería seguir jugando. Largo tiempo el peruano la humillada cerviz no levantó. Hasta que un día de 1993 llegó la posibilidad de la venganza soñada. Por entonces, ya bastante devaluado como futbolista (considerando que otrora llevara sobre el henchido pecho la blanquirroja de la categoría pre-juvenil), jugaba en un liga en Jesús María, en el estadio municipal que estaba en el Campo de Marte. Resultó que la necesidad de continuar mi carrera científica me llevaba a emigrar a Chile para hacer una maestría, con lo que el partido de ese domingo sería el último para mí, lo que me dejaba más allá del castigo reglamentario. La conclusión era diáfana: si el árbitro de ese partido caía en las categorías de arrogante, inicuo, venal, mendaz, faltoso, o todas las anteriores, ya no habría razón para reprimir el patadón justiciero en el parietal. La mesa estaba servida.
Una rápida inspección al sujeto de marras al comienzo del partido lo catalogó como serio candidato al martirio. Era de baja estatura, hablaba mucho y con gestos ampulosos, y había un tufillo a burla en sus réplicas a los típicos reclamos que acompañan un partido. Era, por decirlo de alguna manera, un criollazo. El problema es que el partido no estaba particularmente caliente. Era un soso empate entre un equipo malo y otro más malo. La adrenalina viajaba en canoa a ritmo de bolero, y ya estábamos en el segundo tiempo. Entonces se me ocurrió forzar la situación. El árbitro no me cobró un foul que según yo era evidente y –comenzando a tomar las justicia por mis manos- agarré la pelota, deteniendo el juego, y le reclamé mientras me acercaba, desafiante. En ese momento en mi cabeza tomaba forma el siguiente esquema secuencial. Me saca tarjeta amarilla –> le tiro la pelota en la cara –> me saca tarjeta roja –> patada voladora a la cabeza. También consideraba la alternativa de que en lugar de sacarme la amarilla me dijera algo agresivo o burlesco, con lo que la respuesta sería igual tirarle la pelota en la cara y el resto de la secuencia quedaría invariante. Me acerqué hasta su cara de funcionario público y lo miré desde arriba (no soy alto, 1.74 m, pero el hombre apenas pasaba el metro sesenta), listo para la escena.
Y entonces sucedió, como diría Kevin Arnold. En lugar del enemigo arrogante, la encarnación del poder maligno, vi a un pobre hombre, padre de familia, que estaría perdiendo su fin de semana arbitrando partidos horribles a cambio de un pago que apenas compensaría los pasajes y una cerveza para pasar el calor. Me fijé en su uniforme, lustroso y viejo, y reparé en su estrabismo (seguro blanco de infinitas bromas en el barrio y el trabajo). No fui capaz. Y además, debo alegar en mi defensa, que él no colaboró en lo absoluto. Porque en lugar de ponerme la amarilla que mi conducta merecía, apenas me dijo algo así como “ya pues, gringo, no la hagas larga” con un tono de impaciencia, hasta de tedio, que estaba muy lejos de la afrenta. Me quitó la pelota casi con cortesía y reanudó el partido, ignorándome, postergando para siempre mi simbólica venganza contra todos los árbitros abusivos del mundo.