viernes, 18 de septiembre de 2009

El loco-micro

Leo en Sophimania que Buzz Lightyear por fin pudo viajar al espacio, tapándole la boca a todos los juguetes de poca fe que dudaron de él en su momento. Esta transformación de juguete en astronauta, cumpliendo un sueño de toda la vida, convirtiendo la simulación en realidad, me hace acordar al genial monólogo de La Agrado en Todo sobre mi madre, que cierra con la frase “porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma". Y también trae a mi memoria al loco-micro, a quien alguna vez recordé en una breve crónica en La Hoja Latinoamericana, que aquí incluyo ampliada.
La avenida Tacna (la misma que cruzara Zavalita momentos antes de preguntarse en qué momento se jodió el Perú, en Conversación en La Catedral) es un rosario de micros, uno tras otro tras otro tras otro. Todos casi detenidos pero todavía en movimiento. El ruido de bocinas, insultos y pregones se escucha como una sinfónica de ciegos. El centro de Lima parece tener más habitantes que metros cuadrados habitables. Escucho pero no veo a alguien que, después de pedir disculpas por interrumpir “tu lindo y hermosos viaje”, recita con voz impostada los pormenores de su desgracia y a continuación pide que pongamos una mano en el corazón y otra en el bolsillo. No puedo. Una mano me sujeta del tubo que evita que caiga al suelo empujado por la masa y la otra cuida que un samaritano despistado haga caso al doliente y meta la mano en mi bolsillo. Paciencia, falta mucho todavía para llegar a la universidad. Al menos me queda la ventana para distraer la vista y olvidar por un momento que alguien me pisa. Y allí está. Lo veo claramente. Es un loco (manera convencional de referirnos a aquellas personas que viven en la calle, no se asean, y tienen la mirada perdida en un punto inubicable) trotando sobre la avenida. Se le ve muy serio. Quizás se concentra para mantener ese paso notablemente rítmico, ese balanceo casi automotriz. Es que el loco no va por la vereda; ya se dijo que va por la avenida, como un micro cualquiera. Un loco-micro, diría un imaginativo lector.
Un par de meses después se repite la letanía de micros en la avenida Tacna camino a la universidad. Esta vez el dios de las probabilidades me premió con un asiento con ventana, desde donde observo el paisaje del caos habitual en la pista y, sobre la vereda, una escena que parece haber sido sacada de La doble vida de Verónica: una anciana totalmente encorvada que avanza apoyándose sobre un banquito de madera que desplaza 15 cm cada vez. Y allí está otra vez. Poca ropa para este otoño tan húmedo, pelo algo corto para el prototipo de loco callejero, mirada fija y paso rítmico trotador por la avenida. Repetición de escena, se diría. Pero no. Esta vez el loco lleva un timón en las manos. Sí, un timón grande, de carro antiguo o quizás de micro. Corre (o conduce) por la izquierda, le tocan bocina –tal vez para saludarlo- y no se inmuta. Va lento pero decidido, y logra avanzar más rápido que los carros y micros que tapizan la avenida. Ya no hay que ser tan imaginativo para reconocer al loco-micro.
Semanas después, cuando ya la historia tiene más que suficiente para ser contada, otra vez. El loco-micro va manejando (manejándose) por la avenida Tacna, con su trote ahora habitual, con su timón en las manos… y con un letrero de plástico adhesivo (de esos letreros que los micros-micros pegan en la ventana para indicar su recorrido) colgado del cuello. En letras negras sobre fondo amarillo dice “Alcázar”, como en la línea 13 y la 73. Ahora sabemos el recorrido del loco-micro. Llega hasta el Rímac.
García Márquez dijo alguna vez que en esta parte del mundo la realidad supera a la ficción, y que su Macondo tiene menos de hipérbole que de crónica. Tal vez el colombiano exagere. Pero yo puedo afirmar que en el año 1991 vi en Lima a un loco convertirse en micro. Y no lo volví a ver más. Tal vez lo atropellaron. Tal vez cayó preso por atropellar a un peatón.



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