domingo, 12 de diciembre de 2010

¿Tú escribes?

Esa pregunta rara vez era sincera. Cuando alguien te preguntaba “¿Tú escribes?”, antes que buscar identificarte como un animal de su misma especie, o un cómplice de sensibilidades particulares, casi siempre se trataba de acortar el tiempo de respuesta para añadir –con aire misterioso– “yo también escribo” y a continuación mencionar temáticas favoritas, estilos siempre especiales, autores preferidos, un nutrido catálogo de obras por escribir, o simplemente ruido en forma de palabras. Por eso, en un gesto que podría malinterpretarse como solidario, yo generalmente minimizaba la respuesta. Eso casi siempre. En un par de ocasiones contesté simplemente “Sí, y también sé leer”.

Bueno, a esta altura del blog, y de la novela aparentemente condenada a inedición perpetua, y el libro de cuentos con similar sentencia, creo que es claro que escribo. Si escribo mal o bien, esa es otra historia, de la que podemos hablar en otro momento (sin testigos). Entonces se puede pasar a la siguiente pregunta, esa que siempre le hacen a los escritores: ¿Por qué escribes? Vargas Llosa la acaba de contestar en su algo decepcionante discurso al recibir un largamente merecido Premio Nobel (ver Puente Aéreo): escribe para huir de un mundo que –sobran las razones– no le gusta. Alguien pensará que hacerme esa pregunta yo mismo es en cierto modo firmar un acta de rendición, una aceptación tácita de que nadie me lo preguntará nunca. Pues creo que ese alguien no se equivoca. Como sea, hoy sencillamente quiero intentar respondérmelo.

Aparte de ver a mi madre siempre leyendo (y releyendo; Anna Karenina, no menos de seis veces), lo que en realidad podría explicar el apego a los libros pero no el hecho de escribir, tengo dos recuerdos de infancia que hablan de un escribidor en ciernes. El primero es a una edad indeterminada (7, 8, 9). Había alguien de visita en mi casa y yo le mostré “un libro que acabo de escribir”. El “libro” consistía en cuatro o cinco páginas de cuaderno escritas por un solo lado. El título era “El hombre que se auto-destruyó”. El argumento era simple: un hombre al que la vida le sonreía razonablemente, un buen día comienza a usar drogas, pelearse con los vecinos, robar autos y matar gente… hasta que la policía lo encarcela. Por supuesto, los nombres de los personajes eran Richard, Mike, George, Tom, y similares. Puedo argumentar en mi defensa que la lectura que estaba siempre a mano en el baño era Selecciones del Reader’s Digest (hace poco quebró, para felicidad de los que aman la literatura y detestan el imperialismo cultural; recuerdo que en Rayuela el tiraje del Reader’s Digest era un motivo de depresión).

El segundo episodio fue en el colegio, a los ocho años. La maestra manda a hacer como tarea-concurso un poema al libro (dejando tranquila a la vaca por esta vez). Yo me entusiasmo y hasta intento hacerlo rimar. Remato con lo siguiente:

“… el libro es un valioso tesoro,

y le sirve al judío, al cristiano y al moro.”

En lugar de felicitarme, la maestra me descalifica porque “eso no lo puedes haber escrito tú, no vale que los padres hagan la tarea”. Vieja amargada, mal follada y peor abrazada, qué sabías tú lo que puede o no saber un niño curioso. Vieja infeliz, mal pagada y bien hecho que así fuera, no quisiste creerme cuándo repetía casi gritando, casi llorando, que eso lo había escrito yo. Vieja ignorante, preferiste la amenaza autoritaria antes que intentar usar por primera vez tu cerebro y descubrir –después de un par de preguntas– que no mentía. Hmm, parece que 32 años después todavía me molesta un poco el asunto. Vieja de mierda.

En el mismo colegio, ya en la adolescencia, recuerdo que después de un ejercicio de escribir un relato el profesor de Literatura me felicitó. Era un viejito muy tierno, sobre todo con las mujeres. Nosotros lo llamábamos “Don Juan Tenorio”, y él a veces lo escuchaba y no podía ocultar su orgullo por saberse reconocido como galán. Pero el apodo tenía otro origen. Resulta que el sexagenario profesor, bastante entrado en carnes, usaba pantalones que, al sentarse, ajustaban su entrepierna y entonces era muy evidente el relieve de un testículo de dimensiones colosales. Es por ello que el apodo completo era “Don Juan Tenorio… el huevo más grande de este territorio”. Pero él nunca se preocupó de entender la segunda parte. Bueno, se supone que iba a hablar de mis primeras inquietudes literarias y no de los genitales externos de mis profesores. El relato en cuestión se llamaba “Aventuras folklóricas en el micro” y narraba las peripecias de una mujer indígena en un micro atiborrado de pasajeros, buscando a su pequeño hijo extraviado en la hacinada multitud. Años después he reconocido algunos tintes racistas en esa historia, que primero me avergonzaron pero luego he podido perdonar al considerar el entorno en el que crecí. El caso es que al profesor le parecieron interesantes algunos giros humorísticos, como cuando la mujer le pide ayuda a un policía y al pedírsele una descripción del niño ella menciona una serie interminable de prendas de vestir, todas de diferente color, y añade que al niño, que se llama Johnny, lo apodan “Marciano” y que sabe contar hasta cinco.

Al entrar a la universidad a estudiar biología, ya había escrito un par de cuentos, en parte motivado por la lectura de Julio Ramón Ribeyro, a quien idolatraba (hablar de influencias sería petulante). A poco andar hubo un concurso y me animé a participar con dos nuevos cuentos, que terminaron ocupando el primer y el tercer lugar. No es mucho el mérito porque participaron menos de veinte concursantes y, según se supo, algunos cuentos eran de tal calidad que sus autores merecían un castigo ejemplarizador en una plaza pública. De todas maneras, esto me hizo pensar por primera vez que quizás yo tenía algún talento para escribir. El primer lugar lo obtuvo un cuento que ya posteé acá (No ha pasado nada) y el premio era una beca para asistir a un taller de narrativa que impartían los jurados, todos miembros de una asociación cultural, todos muy simpáticos y condescendientes. En ese taller aprendí varias cosas. Una de ellas es que hay gente muy rara en el mundo. Entre los alumnos, había una mujer que siempre quería leer sus textos, supuestamente cuentos, que en realidad eran delirios incomprensibles (una mezcla de poesía experimental y un generador aleatorio de palabras) y que terminaban súbitamente, al parecer cuando se le había terminado el espacio en el papel. Había una muchacha de expresión ida que nunca leyó nada ni dijo nada, aparte de saludar y despedirse (con lo cual descarté mi hipótesis inicial de que era muda). Destacaba también un hombre de ascendencia oriental que, invariablemente, demolía sin misericordia todo lo que escuchaba, con o sin buenos argumentos. Su rostro, en principio inescrutable y acosado por un sudor perenne, parecía sonreír cuando enumeraba su rosario de críticas devastadoras, ruines, malsanas. Cuando me tocó leer a mí un cuento más bien irregular, él no dejó el menor asomo de duda: yo no tenía ningún talento para escribir.

Han pasado casi veinte años desde entonces. Se me cayó el pelo, aparecieron las canas, perdí la fe en un ser superior y redefiní mis expectativas de y criterios para un mundo mejor, pero he seguido escribiendo. A pesar de la intensidad con la que me dedico a mi trabajo (investigador científico) y a mi familia, no he podido dejar de escribir. Creo que esa es la respuesta más precisa. Escribo porque no puedo dejar de hacerlo, porque es un desafío que me da placer, porque me seduce la belleza de las palabras y la agudeza de las tramas, porque encuentro un sentido en buscarlas incluso cuando no las encuentro. Creo que escribir es una forma de trascender, de dejar algo para después de haber pasado por este mundo, no importa que al final de los tiempos a uno lo haya leído apenas un puñado de lectores que en realidad buscaban otra cosa. En ese sentido veo a la creación literaria cercana a la creación humana: tener hijos, dejar frutos, con la esperanza de haberlo hecho bien. Entre los libros que leo y las letras que escribo, la literatura toma un pedazo de tiempo importante de mi vida. Imagino argumentos y me entretengo con juegos de palabras mientras manejo de regreso a mi casa, corto el pasto el fin de semana, pierdo el tiempo bajo la ducha, o desayuno en silencio. He subido al blog parte de todo lo escrito. Cada cierto tiempo junto ánimos, papel y tinta, y mando el libro de cuentos a concursos literarios. El mes pasado supe que había obtenido una mención honrosa en el concurso de la Asociación Peruano-Japonesa, que tiene bastante tradición. Un buen estímulo, claro, pero yo quería el primer lugar; no por la plata o por el reconocimiento, sino por la publicación del libro. Porque uno escribe para que lo lean (sí, ya sé que este blog no lo lee nadie, pero eso es otra cosa). La primera novela, que terminé el 2003, cuando mi hijo tenía un par de meses de nacido (hay una foto muy linda en la que escribo con una mano y con la otra lo sujeto dormido sobre mi hombro), la he mandado a una docena de editoriales, con una consistente cosecha de amables cartas de rechazo. Pero no me rindo. No solamente me alientan las decenas de historias de escritores ahora reconocidos que en su momento tuvieron que cruzar el desierto de la indiferencia repetida. También me ayuda a encontrarle un sentido a esta obstinación el que después de releer la novela vuelva a creer que es un texto rescatable. Se publica de todo, libros buenos, regulares, malos y los de Coelho. ¿No habrá un lugar para este inservidor? Por un momento pensé en la autoedición, pero al ver la calidad de los libros que se publicaban por ese medio me desanimé; no quería esa corte de los milagros como compañía. Hubo un tipo de una conocida editorial limeña que, como toda respuesta, me dio una tarifa (dos mil dólares), sin haber leído el manuscrito. No es cuestión de plata, es cuestión de orgullo, tal vez. En fin, seguiré escribiendo y seguiré insistiendo en publicar lo que escribo. No descansaré hasta encontrarme impreso en un anaquel de una librería, recinto sagrado al que acudo en peregrinación en cada ciudad que visito, y que se ha convertido en un hermoso vicio familiar. La segunda novela la comenzaré a escribir en las próximas semanas. Esta historia continuará.