sábado, 7 de abril de 2012

En París, con aguacero

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...

Cuando en el colegio nos hacían leer este poema de Vallejo  (Piedra negra sobre una piedra blanca) nos preguntábamos con cierto morbo si la profecía del poeta acerca de su muerte se había cumplido. No sé si fue culpa de un profesor despistado, de esos con sueldo insuficiente para sus necesidades pero exagerado para sus capacidades, o se trató de uno de los muchos mitos urbanos que acompañan nuestro paso por el colegio, tal vez apoyado en la confusión de poeta con profeta, pero juraría que alguna vez me dijeron que la profecía se cumplió. No es cierto. César Vallejo sí murió en Paris, pero con llovizna en lugar de aguacero, y no un jueves sino un viernes; un viernes santo, en la primavera boreal.  Sin embargo, más allá de mitos o confusiones, el primer verso del poema se ha grabado en la memoria de muchos lectores, sean admiradores de Vallejo o no. Y yo lo tenía muy presente la primera vez que estuve en París, en 1995, ocasión en la que, como ya conté en el post Hormigas y cigarras, caminé y observé mucho. Y comí muy poco.

Me alojaba en uno de esos albergues para la juventud (Auberges de Jeunesse) que están pensados para gente muy sociable e inmune a la incomodidad (ahora tengo medios para alojarme en mejores lugares, pero ya no tengo ni media juventud). Recuerdo que uno de mis compañeros de habitación (dos camarotes = cuatro extraños compartiendo cuarto) era un muchacho japonés al que -ya por 1995- su reloj le hablaba. Me explicó orgulloso que el reloj le decía la hora, el día, la temperatura, etc, y además le daba los buenos días. El compañero de viaje ideal. Pero al japonés y a su reloj los vi muy poco porque yo me pasaba el día entero recorriendo esa ciudad tan llena de historia. Uno de mis destinos fijos, al momento de planificar el viaje, fue el cementerio de Montparnasse. Siempre me ha gustado caminar por los cementerios. Son lugares ideales para la reflexión, porque tanto los visitantes como los visitados suelen estar muy tranquilos. El cementerio más famoso es el de Père-Lachaise, no sólo por sus mausoleos y estatuas de una belleza impactante, sino porque alberga a muchas celebridades, en el sentido antiguo de la palabra (aquellas personas que sobresalían del resto por la calidad de su obra; no como ahora, en que basta el escándalo y el dinero para ser llamado celebridad). Visité ambos cementerios, pero primero fui al de Montparnasse, porque allí está la tumba de Vallejo. Era cerca del mediodía cuando llegué, tras larga caminata. El cielo encapotado de París anunciaba aguacero en algún momento.

En ambos cementerios hay a la entrada una suerte de mapa con la ubicación de las tumbas de los personajes célebres. Pero gracias a mi notable capacidad para la desorientación espacial, rápidamente me perdí. Me preocupaban dos cosas: que pronto se largara el chaparrón, y yo sin paraguas, y que podía pasar mucho rato buscando a Vallejo y finalmente no encontrarlo, porque eran miles de tumbas y nadie me podía ayudar. Digo esto porque 1) la caseta de la entrada quedaba muy lejos, 2) yo no hablaba nada de francés en esa época, y 3) aunque 1 y 2 no fueran ciertos, el guardia del cementerio, con un destilado de la mítica amabilidad parisina, jamás movería un dedo para colaborar con el insignificante turista desorientado. Estaba yo inmerso en el desasosiego, en pleno frenesí de búsqueda casi ciega, cuando apareció una mujer de aspecto amable y me preguntó algo en francés. Al no entender lo que decía, simplemente le sonreí. No sé qué interpretaría la añosa dama (no, esta no es una crónica con final cargado de erotismo) y me dijo con un gesto que la siguiera. Intenté decirle con otro gesto que no, muchas gracias, pero ella ya estaba en movimiento. Decidí seguirla, porque no me inspiraba desconfianza y porque quizás, en un caprichoso giro del destino, ella me llevaría hasta la tumba de Vallejo. Después de unos cuantos cambios de dirección, de pronto se detuvo, y me mostró, radiante y reverente, un vistoso mausoleo que decía ... Famille Saint-Saëns. Inicialmente pensé que era el mausoleo de su familia, y comencé a temer un desenlace macabro de la historia, pero rápidamente me señaló la lápida de Camille Saint-Saëns, y entonces recordé lo poco que sabía del personaje: era un compositor clásico, y su música no me gustaba. Y allí estaba yo, en actitud contemplativa frente a la tumba de ese señor, fingiendo interés para no ser descortés con la amable señora que tenía al lado, mientras el pobre Vallejo languidecía sin visitas, y el cielo seguía amenazando tormenta. Afortunadamente la señora tenía apuro y se despidió como diciendo “Ahí lo dejo a Ud. para que disfrute a solas de este momento tan especial”. Le agradecí (que se fuera) y rápidamente reinicié la búsqueda de mi siempre afligido paisano. Salí del grupo de tumbas donde descansaba el músico hacia una de las calles internas del cementerio. Enfrentado a la decisión de qué dirección tomar, hice como siempre: hacia la izquierda. Y unos cuantos pasos más allá... ocurrió el milagro. Entre docenas de sepulturas, una placa blanca con el texto “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo” (el primer verso del poema Espergesia) me indicaba que la búsqueda había terminado. Allí estaba la lápida gris que decía César Vallejo, en un contraste de colores que lo hacía casi ilegible. Había restos de flores secas y un par de piedras, tal vez ofrendas de un visitante andino. Debajo del nombre del poeta se leía -en francés- algo así como “que quiso descansar en este cementerio”, seguramente puesto por su viuda francesa, Georgette, quien tuvo que enfrentar el tardío oportunismo de las autoridades peruanas, que querían repatriar los restos de quien fuera ignorado literariamente y perseguido políticamente en su país. Ella hizo prevalecer la voluntad de este hombre que murió de una enfermedad curable, abandonado y miserable, a los 46 años.

Una emoción ahora sí genuina me embargó y quedé mucho rato mirando su nombre, mientras en mi cabeza sonaban versos sueltos. Afortunadamente estaba solo. Me invadió ese sentimiento que él mismo definiera con una palabra que tuvo que inventarse, trilce: triste y dulce. Después de algunos minutos de invisible homenaje, tomé una foto (donde aparece mi mochila compañera de caminatas) y luego tomé prestada una flor roja de las muchas que le sobraban a una tumba cercana, y la dejé encima. Comenzaban a caer goterones, y la sombra de los miles de árboles que acompañan la visita a Montparnasse, una bendición en días de calor, no sería buen refugio si se terminaba de largar la lluvia. Me despedí entonces del cholo Vallejo, como quien se despide de un amigo muy querido al que no sabe si volverá a ver, y apuré el paso. Antes de salir, un grupo de gente alrededor de una lápida me ayudó a saber que allí descansaba Sartre, de quien ya había leído La náusea y Las palabras, así que también tenía razones para ir a agradecerle personalmente. Tomé una foto rápidamente (con mochila en el cuadro) y ahora sí salí, buscando un alero protector bajo el cual guarecerme del inminente aguacero.

Cada vez que inauguran una escuela o una biblioteca, los alcaldes de los pueblos peruanos proclaman, con toda la solemnidad que el alcohol en la sangre les permite, que César Vallejo es el mayor poeta del siglo XX en cualquier lengua; incluso sin haberlo leído. Pero lo mismo afirman sesudos, sobrios y renombrados críticos literarios americanos y europeos. Coinciden además dos enormes y distintos creadores, Silvio Rodríguez y Joaquín Sabina, en que descubrir la poesía de Vallejo les supuso una conmoción que no se extingue. Y este humilde servidor levanta la mano para decir en voz baja que Vallejo es el más grande. Con unos pocos libritos alcanzó el Monte Parnaso de la Poesía, llevando a su límite la expresión de la poesía del lugar, la de denuncia social, la simplemente humana, la filosófico-existencial y la vanguardista (adelantándose más de una década a los primeros ejercicios surrealistas). Pero mi primer contacto con Vallejo, a los 8 o 9 años, no fue un poema sino un cuento, Paco Yunque. Después sabría que ese cuento, supuestamente para niños, alguna vez fue prohibido de ser distribuido en las escuelas por ser demasiado triste. Leer Paco Yunque es descubrir de un solo golpe la brutalidad de la injusticia emanada del poder económico, ensañada en los indígenas peruanos pobres y sin derechos, y todo dentro de la sala de clases de una escuela primaria. Bien lo sabía Vallejo, que vivió un tiempo en una hacienda donde los indios eran tratados como animales, fue maestro de escuela, y estuvo en la cárcel rodeado de otros tantos inocentes. Leer Paco Yunque es terminar pensando que la lucha de clases es algo inevitable y que la integración es una utopía.

Cuando llegó el aguacero yo ya estaba a salvo, bajo un arco en una plaza. Tuve suerte, porque una mujer tocaba guitarra y cantaba para el grupo de refugiados de la lluvia. Era bonita, cantaba Gracias a la vida en un castellano con acento francés, y estaba acompañada por un viejo clochard y un perro tuerto (llevaba un parche negro en el ojo, como los piratas). En otras ocasiones tuve que esperar el fin de la lluvia en situaciones bastante menos románticas: la portada de un edificio comercial, un McDonald’s, un paradero de buses. Llovió mucho en París en esos tres días. El último día, 14 de julio, escampó totalmente y pude caminar tranquilo. Llegué a la Plaza de la Bastilla, el lugar donde la lucha de clases escribió la historia hace más de 200 años. Y fue allí donde vi la segunda muestra de que la sociedad parisina está más integrada que las sociedades latinoamericanas que conozco. La primera había sido el día anterior, en un McDonald’s. Allí, un mendigo muy maloliente hizo su cola para comprar una hamburguesa con una gran cantidad de monedas de baja denominación, y mientras esperaba iba comiendo los restos de comida abandonados en las mesas. Nadie se inmutó por su presencia, y la cajera lo atendió exactamente igual que a todos. En Chile o Perú hubieran llamado al personal de seguridad los clientes o las cajeras. Ese día despejado, en la Plaza de la Bastilla, había una pareja caucásica con una niñita muy rubia, vestidos impecablemente. Estaban sentados escuchando las pruebas de sonido, pues más tarde habría un concierto de Jean-Michel Jarre. De pronto se acercó un hombre de raza negra, con aspecto de vivir en la calle, y comenzó a jugar y bailar con la niñita. En Chile o Perú habrían salido huyendo de inmediato. Pero estos franceses se divirtieron mucho y aplaudían al ver a su niñita bailando con aquel moreno gigante que fingía caer a cada momento. Tengo claro que no se puede generalizar a partir de dos anécdotas, y leí bien las noticias de los saqueos e incendios de automóviles en los barrios marginales parisinos hace algunos años, no quiero pecar de candidez extrema. Sin embargo, me llamó la atención que justamente en ese París con aguacero que vivió y soñó el inmortal César Vallejo, el escritor que me inició en el sacro resentimiento social, encontrara yo esas postales de integración, en las antípodas de la lucha de clases.





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