sábado, 21 de abril de 2012

Reyes y reyezuelos

Falta una sota,
sobran dos reyes
Joaquín Sabina (Números Rojos)


Cuando uno escucha hablar de reyes inmediatamente piensa en personajes con nombre común seguido de números romanos, una peluca ridícula inmortalizada en un cuadro, en el que también aparecen enanos y una corte de personajes de aspecto estólido, y en el siglo XVI. Por eso llama tanto la atención que en pleno siglo XXI sobreviva la monarquía en algunos países que por otro lado parecieran ser civilizados. Si bien los monarcas ya no deliran proclamando “el estado soy yo” ni intentan convencer al iletrado pueblo de que son reyes por designio divino, el absurdo de su existencia es tan contundente hoy como ayer. Las familias reales tienen el privilegio de ser millonarias sin trabajar y -peor aún- perpetuar esa gracia en su rancia descendencia, que como único mérito ostenta un apellido. Su principal aporte al país es ayudar significativamente al gasto del presupuesto nacional y llenar las páginas de las revistas de sociedad. Eso es lo de todos los días. Pero cada cierto tiempo ocurre un bombardeo de los medios de comunicación para deleitar o castigar al público, según carezca éste de neuronas o no, con bodas reales y toda la parafernalia imaginable, que incluye a niñas pobres en todos los rincones del mundo bautizadas con el nombre anglosajón de la princesa de turno.

Hace poco el rey de España hizo noticia porque se fracturó la cadera mientras cazaba elefantes en Botswana. Bueno, lo de cazar es bastante relativo, porque a los osados y arterioescleróticos nobles un ejército de ojeadores les indica por donde andan los animales, los ayuda a acorralarlos, y luego de que el indigno dignatario mata a la presa, los servidores remolcan los cadáveres para que se tomen la foto de rigor en la que lucen gallardos y triunfales junto a las bestias muertas por valientes y certeros disparos a media distancia (alguien sugirió que mejor fuera a cazar al zoológico). El problema es que el rey Borbón estaba en un safari que cuesta 45 mil euros, en medio de una crisis económica desbocada que está arrasando con España, dejándola cada vez más lejos de Europa y más cerca de Latinoamérica. Otro irónico detalle consignado por la prensa es que el monarca era el presidente honorario de la WWF en España, lo que no se entiende mucho, porque este señor acumula ya varias historias de caza de osos, en la Rumanía del tirano Ceaucescu y en la Rusia del tiranuelo Putin (aquí se acusó de que le soltaron un oso domesticado). Para que quede claro el caracter heredable de estas nobles costumbres, el nieto del rey, llamado Froilán (que más que un nombre, es un agravio), una semana antes se había disparado accidentalmente una escopeta en la pierna. Hubo quien sugirió que le estaba apuntando a un elefante de peluche.

Pero las andanzas reseñables y onerosas de la familia real española no se limitan a la cacería por diversión en parajes remotos financiada por el erario público. No hace mucho se destapó el escándalo del yerno del rey, de apellido Urdangarín, que resultó ser un estafador de marca mayor. En una prueba contundente de la igualdad ante la ley que impera en España, mientras la mujer del socio de este Urdangarín ha sido considerada en el proceso como cómplice en base a que no podía no saber de las pillerías de su marido, la hija del rey, la infanta, con idénticas vinculaciones al chanchullo real, ha sido dejada al margen, limpia de polvo y paja. No sorprende mucho, si se considera que en medio de la crisis que este año ha reducido los presupuestos de ciencia en 34%, de educación en 22% (a lo que se sumó después un recorte de 3 mil millones de euros para la enseñanza pública), y así por el estilo, la Casa Real recibió una reducción del 2% en su presupuesto.

Todo esto puede parecer inaceptable, inmoral si se quiere, pero no es ilegal. Así lo sanciona la Constitución hoy vigente en España, que es la del genocida Francisco Franco, el mismo que tiranizó España durante más de 30 años y que un buen día decidió que volviera la monarquia, pero no con el Borbón todavía vivo, que le caía mal, sino con su hijo, el hoy rey Juan Carlos, nuestro avezado cazador de fieras. Reza la Constitución en su artículo 56, por ejemplo, que "La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.....". Lo de inviolable me deja dudas (no sé si alguien querría ponerlo a prueba), pero lo que sigue lo eleva a la categoría de intocable. Además, a diferencia de su familia, que se dedica a tareas bastante frívolas, las tareas concretas que la Constitución encomienda al Rey son de mayor importancia aparente, como la sanción de las leyes, la firma de los reales decretos, la disolución de las Cortes o la propuesta de presidente del Gobierno. Aclarando, eso sí, que lo que se le pide -para cautelar la legalidad de dichos actos- es únicamente su real firma; no tiene que proponer nada ni entender lo que firma, solamente estampar su noble rúbrica. O sea, el rey es simplemente un notario, excesivamente costoso, pero notario al fin, tan inútil y execrable como ellos.

Esta infamia de excesivos derechos e insignificantes deberes de los reyes y sus familias puede llevarnos a enojo, excerbado tal vez por el hecho de que se trata de personajes anacrónicos, obsoletos, escapados de un libro de historia medieval. Por otro lado, ese fastidio puede quizás moderarse al considerar que se trata de una rareza, un fenómeno lejano, muy ajeno a nuestras humildes realidades tercermundistas. Error. En estas latitudes también tenemos a personajes que detentan mucho poder sin merecerlo, que confunden inmunidad con impunidad, y cuya existencia y privilegios son absolutamente legales. Estos reyezuelos sin apellido, aunque a veces con ínfulas dinásticas, son los diputados y/o senadores que pueblan los parlamentos locales. Hace muy poco, los legisladores chilenos se aprobaron un aumento para sus gastos de 4 mil dólares, lo que equivale a más de diez veces el salario mínimo legal. Hay que indicar que estos sujetos, los mismos que plagian proyectos de ley desde Wikipedia, insultan a los policías que los multan por exceso de velocidad, y navegan por internet o simplemente duermen mientras se discuten los proyectos de ley, ya tenían un sueldo mensual de 16 mil dólares, al que se le agregan otros 20 mil dólares mensuales en asignaciones y gastos varios. Entre las muchas gollerías de las que disfrutan estos ciudadanos está el ir gratis a ver los partidos de fútbol nacional, lo que imagino se interpreta como parte de su servicio a la comunidad. En cualquier caso, están más allá de la ley, pues gozan de una graciosa inmunidad parlamentaria. Lo realmente paradójico es que las mismas personas que, con justa rabia y razón, vociferan hoy contra estos parásitos sociales, estos reyezuelos que aparentemente han perdido la capacidad de sentir vergüenza, el día de mañana volverán a elegirlos. Y aquí es donde los peninsulares pueden mirarnos con algo de conmiseración, pues mientras ellos no votan por ese rey que les ha sido impuesto, en nuestros países el sufragio ciudadano otorga una supuesta legitimidad democrática a ese despropósito. Así se perpetúa el abuso que significa mantener con el dinero de todos a esa casta de zánganos que aceleran o estancan la tramitación de proyectos legislativos de acuerdo a los intereses de las grandes empresas que financiaron sus ruidosas y contaminantes campañas electorales.

La gran historia de la humanidad recoge muchas pequeñas historias de revueltas ciudadanas contra el abuso de los poderosos, todas rotundamente justas, casi ninguna con final feliz. Una de tantas es la Revuelta Irmandiña, en el reino de Galicia a mediados del siglo XV. Hartos ya de estar hartos de las injusticias cometidas por los nobles, los irmandiños se armaron en multitudinaria guerrilla y durante dos años acosaron con furia al poder señorial. El detalle que me llamó la atención es que estos simpáticos irmandiños no se ensañaban tanto con los señores o sus bien vestidas familias como con sus bienes inmuebles. Así, en lugar de violar o degollar a mansalva, como solía ser la norma, la legión irmandiña se dedicaba a explorar empíricamente nuevas posibilidades arquitectónicas, llevando los castillos -otrora verticales- a una disposición horizontal. Aproximadamente 120 castillos fueron destruidos durante su breve revuelta, sofocada a sangre y fuego, como es la tradición. Pensando en que la labor de los parlamentarios es desaprobada por dos tercios de la población, que sus privilegios y prepotencias son rechazados con rabia por todos los ciudadanos de a pie, y que el congreso es apenas un solo edificio, me pregunto si no merecerán estos reyezuelos que algunos herederos de los irmandiños les recuerden, al menos simbólicamente, que su castillo se puede derrumbar.




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