sábado, 29 de septiembre de 2012

Orsai y el aplauso como castigo


Hace poco me enteré, gracias a mi amiga Ximena, de la existencia de Orsai (editorialorsai.com). Detrás de esa página/revista/blog/editorial hay una historia singular que vale la pena compartir. Todo comienza con un argentino, Hernán Casciari, que escribe muy bien. Viaja a Europa a recibir un premio literario, se enamora de una catalana, y entonces se queda a vivir en Catalunya. El 2001 le llegan dos impactantes noticias desde el Río de la Plata, una terrible (la Argentina de los presidentes desechables y el caos como ley), y una increíble (Racing campeón). En ambos casos lamenta estar tan lejos del epicentro emocional; se siente fuera de lugar, fuera de juego. Y como lo que sabe hacer es escribir, para espantar esa sensación arma un blog: Orsai (offside, fuera de juego, en el lenguaje futbolero argentino). A diferencia de La sonrisa del penúltimo, y probablemente debido a que el argentino sí escribe bien, Orsai rápidamente se convierte en un fenómeno de la blogósfera. Las crónicas y cuentos de Casciari encantan al público, y tanto es así que el mundo de la industria editorial fija sus poderosos ojos de rapaz en él. Las ofertas comienzan a llegar. En poco tiempo firma contratos para publicar sus textos de narrativa en editoriales de primer nivel, y escribe columnas para periódicos de renombre. Alcanzó el éxito, se diría.

Pero ese ascenso meteórico tiene un costo: cerrar el blog. Un año con Orsai en el congelador le basta a Casciari para darse cuenta de varias cosas: el éxito coarta su libertad (cada vez que había publicidad en el diario le recortaban la columna) y lo aleja de sus lectores; además, las editoriales y distribuidoras le roban (eso no es novedad, le roban tanto al lector como al escritor). Entonces decide, en sus palabras, mandar al carajo a todos. Vuelve al blog con la peregrina idea de armar un proyecto editorial que no dependa de nadie fuera de sus lectores. Si es rentable o no, le importa muy poco, lo que vale es intentarlo. Y es entonces cuando alcanza el verdadero éxito. La idea base es lanzar una revista contundente, de primer nivel en la gráfica y con redactores de calidad, que sea comprada por suscripción. Pero, fiel al principio de no marginar a los lectores que no pueden (o no quieren) pagar, junto con la revista en papel aparece el PDF de libre lectura. A punto de sacar en conjunto el N° 9 y el N° 10 de la revista, hace algunas semanas se alcanzó el número 5000 de suscriptores, el número mágico que -según sus cálculos- hace a la revista rentable. Ahora ya hay 5700 suscriptores, y el número seguirá subiendo. Y entonces, ¿qué hace Casciari? ¿se queda con el bien ganado excedente? No, eso sería demasiado capitalismo para esta historia de soñadores. Lo que hace es aumentar la extensión de la revista.

Orsai está reventando de éxito. Ahora no sólo es blog, revista y editorial. También es un bar, en San Telmo (Buenos Aires), y Casciari ha anunciado novedades mayores próximamente. No parece querer detenerse antes de conquistar el mundo, y lo merece largamente. No solamente por la base ética de su aventura sino porque escribe condenadamente bien. Un aplauso para Orsai. Dos aplausos. Pero (siempre tiene que haber un pero) hay un pequeño inconveniente asociado a ese éxito. Si uno quiere poner un comentario debajo de sus textos en el blog, se encontrará con un espectáculo bizarro y desalentador. Los primeros 100 comentarios, o algo así, reflejan una ansiosa competencia de sus lectores por ser los primeros en comentar SIN HABER LEÍDO EL TEXTO. Lo único que les importa es en qué puesto colocan su comentario mínimo (una, dos o tres palabras) y básicamente es ése el único tema de conversación. Y no son cuatro o cinco enajenados, son legión. Peor, cuando aparece algún advenedizo con criterio que pregunta en voz alta qué demonios es esa pelotudez o señala lo evidente (que es como salir de ver una película de Kieslowski y comentar sobre el color y textura del forro de los asientos), aparecen en patota para lincharlo y acusarlo de no saber nada. En consecuencia, es difícil encontrar comentarios con alguna sustancia debajo de esos textos notables, porque la jauría mononeuronal espanta a los posibles escribas. Después de reflexionar un poco, intentando entender, he llegado a concluir que esos lectores light, los sostenedores de Orsai, desperdigados por el mundo, usan esa plataforma como una suerte de red social interna; como en un club de socios, se apropian de ese espacio para encontrarse y reforzar su identidad de pares, sin que parezca importarles mucho que están cortando puentes hacia el origen de toda esta historia: la calidad de las letras de Casciari.

Cuando ejerzo de profesor de ciencias universitario, siempre digo que me basta un estudiante con ganas de aprender, uno solo, para justificar el esfuerzo de dictar la clase. Como en los grupos de teatro de autor, en los que a veces hay más actores que público (he sido testigo de ello), el acto de pararse enfrente de la audiencia tiene sentido porque se sostiene en principios que no se transan. Debería ser lo mismo al tratarse de la literatura y los lectores. Sin embargo, varias veces me he cuestionado el sentido de que el público del escritor, el mismo que lo consagra y le da ánimos para seguir, no esté a la altura de las circunstancias. Resulta paradójico que los mismos que permiten la consagración de la obra del escritor sean los que -en cierto modo- la degraden. La encantadora historia de Orsai es un ejemplo patente de ello. Sin embargo, puestos a elegir una postura, repito que lo queda es seguir aplaudiendo. Vayan y lean a Casciari, aunque después de hacerlo no les queden muchas ganas de volver a este blog.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Machos alfa


La semana pasada, sin querer queriendo, escuché una conversación entre dos sujetos que estaban detrás de mí en la cola para abordar un avión. Pude deducir que ambos tenían altos cargos en compañías mineras. Los dos se quejaban de tener que malgastar dinero de la empresa en temas ambientales, añorando los tiempos en que nadie molestaba con esos asuntos. También coincidían en señalar el abuso que sufrían por parte de los malagradecidos agricultores que usaban “su agua” en una región azotada por la sequía. O sea, un par de magníficas personas, de segura comunión dominical y matrimonio anunciado en páginas sociales. Hasta allí las semejanzas. La gran diferencia estaba en el tamaño de sus empresas. Claramente uno era un jerarca del negocio y hablaba con mucha familiaridad de ministros y senadores,  el otro recién estaba haciendo sus pininos en ese lucrativo arte del soborno político y la depredación. Esa diferencia en el número de ceros de facturación anual se reflejaba claramente en la dinámica de la conversación. Uno hablaba desde un escalón más arriba, interrumpía al otro, abría y cerraba los temas con frases que se admiraban a sí mismas... y el otro apenas lo intentaba, con prudente torpeza. Ambos se reían de lo que decía el primero, pero no podían reírse de lo que decía el segundo, simplemente porque nunca podía terminar una frase. Eran un macho alfa y un macho beta en estado puro: dominación y sumisión. Si hubieran sido elefantes marinos, a uno le habría correspondido copular, una a una, con todas las hembras de la colonia hasta caer desfallecido después de días y noches continuas de sonoro y maloliente frenesí. Al otro le habría tocado simplemente mirar desde lejos con cara de no me importa. Pero estos especímenes eran otro tipo de mamíferos. Monos desnudos, diría Desmond  Morris, quien nos recuerda que no hemos dejado de ser primates y que interpreta nuestras conductas siempre en función del éxito en cortejar, procrear y criar. Así, Morris nos explica por qué el 80% de las mujeres, sean zurdas o diestras, sujetan a sus bebés contra el costado izquierdo, porcentaje que cae al perfecto 50% cuando lo que se carga es un paquete. O por qué los labios y los pezones son rojos. Y en esa misma línea argumental se justifican los sistemas jerárquicos (macho alfa, macho beta) como funcionales a la persistencia de la especie. Todo bien. Pero, volviendo a los sensibles y solidarios empresarios del mineral, hay un punto que no termina de calzar con estos monos desnudos con corbata al cuello. Y es que no cuesta mucho imaginar al macho beta de la historia transportado hasta sus dominios al final de ese viaje en avión. Lo vemos de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, sermoneando o insultando con elocuencia a sus subalternos sin permitirles el uso de la palabra, ejerciendo de déspota implacable que posee toda la verdad y no la comparte. Se habrá evaporado en un instante toda la diligente y patética sumisión de la que hiciera gala horas atrás. Aprendemos aquí que, a diferencia de nuestros primos papiones, bonobos o gorilas, en los monos desnudos la posición en la jerarquía de dominancia no es genuina ni confiable; se disfraza, se esconde, muta instantáneamente de acuerdo al entorno humano inmediato. En la naturaleza, los simios jerárquicamente inferiores aprenden del macho dominante con humildad, observando con atención. Saben, o intuyen, que muy probablemente algún día -cuando crezcan y/o emigren- les tocará desempeñar ese rol, y ya no habrá vuelta atrás: serán otros los que tengan que agachar la cabeza. Es un proceso con dirección y sentido, como el vector del que nos hablaba la incomprendida profesora de matemáticas. Hoy estás abajo, mañana estarás arriba. Así ha sido y así será. Pero con nuestro dilecto y adinerado protagonista el asunto no queda tan claro. Porque así como hoy ruge estentóreamente en su feudo, si mañana el malvado azar lo vuelve a reunir con el otro sujeto, el gorila de espalda plateada, sin duda reaparecerá en escena el entrañable Smithers del aeropuerto. Lástima que no puedan estar presentes sus subalternos para disfrutar el sublime momento.