domingo, 21 de marzo de 2010

El terremoto en Chile

El tercer cataclismo en Chile, luego del terremoto y el tsunami, fue la barbarie en las calles. Junto con una minoría que justificadamente buscaba pañales o leche para niños, cientos (¿miles?) de chilenos de distintas clases sociales saquearon locales comerciales y casas, llevándose alimentos, ropa, colchones, lavadoras, televisores, bicicletas, telas, y lo que hubiera a mano, todo antes que llegara otro a robarlo. No era sólo gente pobre, algunos de los saqueadores se bajaban de costosas camionetas y hacían varios viajes para agrandar su botín. Hubo aislados ejemplos de dignidad y supervivencia de valores, pero el saqueo fue masivo.

Para el trasnochado pseudoanarquista que quiera ver esto como un acto de justicia popular contra las grandes cadenas de supermercados capitalistas y explotadoras, un par de detalles. Uno, justamente al saquear se impidió la distribución de bienes a todos los sectores. Todos tenían algo de plata para comprar lo suficiente para subsistir unos días, con el saqueo y destrucción ya no tuvieron dónde comprar. En lugares donde no se saqueó (pequeños pueblos) las tiendas vendían aunque no hubiera electricidad y entonces no hubo caos social por esa causa. Y ese saqueo fue cualquier cosa menos equitativo, porque no hubo reparto, y aquellos ancianos, niños, o gente con valores, que no querían o no podían competir con las hordas de rapiña simplemente se quedaron con las manos vacías. Dos, el saqueo no distinguió tamaño de negocios, y saquearon también almacenes de barrio o pequeñas tiendas donde la pérdida total significa un aumento en el número de personas sin trabajo. Eso no suena a reivindicación del pueblo.

Los saqueos a las tiendas no terminaban cuando ya no había más productos que robar, porque continuaban con los estantes, los focos, las sillas de las cajeras, los basureros; y recién entonces, le prendían fuego. Los que siempre decían que el lumpen que con su vandalismo ciego e inútil malograba las marchas y manifestaciones legítimas era un grupo minoritario, unos pocos tarados que en lugar de trabajar o levantarse temprano prefieren destruir y robar, se quedaban sin argumentos. Las hordas de animales bípedos atacaban además a los bomberos (para robarles gasolina), a los camiones que intentaban repartir agua o alimentos, y a las cuadrillas de trabajadores que intentaban reponer la electricidad. En Concepción la desgracia descomunal le hacía un lugar a los lugares comunes, y entonces no sonaba a periodista en práctica decir que era un caos dantesco, el “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago hecho realidad, la selva.

Esta barbarie horrorizó a los chilenos, que tenían otra imagen de sí mismos, o al menos creían en esa imagen que se intenta presentar ante el extranjero. Quienes sufrían o veían esto dijeron ante las cámaras palabras duras que hablaban del verdadero Chile, de la ausencia de alma, de miseria humana, de niveles africanos de civilización en contraposición al jaguar de Latinoamérica, etc. Por otro lado, días después se organiza una teletón y masivamente chilenos pobres, clase-media y ricos aportan generosamente, los gestos solidarios de empresas y particulares se multiplican, se ven casos conmovedores de damnificados tratando de contribuir con la poca plata que les queda, y se difunden historias de sacrificios y heroísmos reales durante y después de la tragedia. La meta de recaudación se supera largamente (se duplica), el orgullo nacional parece recuperarse, y la infaltable bandera –emblema de un nacionalismo tan tóxico como el que más- esta vez aparece para simbolizar la voluntad de una nación de recuperarse trabajando duro.

Las preguntas son, entonces, ¿Qué pasó? ¿Apareció algo genuino que estaba oculto, el lado B del Chile exitoso? ¿O fue sólo un descontrol minoritario, exagerado por los medios ansiosos de morbo? ¿Son, finalmente, de alma miserable o de alma generosa los chilenos?

Hay quienes creen que se ha exagerado con este tema. Que finalmente lo que se observó fueron robos, no crímenes contra personas (las hordas amenazaban a los vecinos con saquear sus casas, y éstos se atrincheraron con cuchillos, palos y escopetas; pero las amenazas no se cumplieron: no hubo –o fueron mínimos– casos de robo con violencia). Esto a primera vista parece un análisis lúcido, considerando que en Chile el código penal castiga los delitos contra la propiedad con mayor dureza que los delitos contra la vida. Esto se arrastra desde tiempos de la Colonia y la temprana República, en la que los patrones solían ajusticiar salvajemente a los peones u obreros acusados de robo. En Chile se puede blasfemar con cierta libertad, y declararse adherente de las causas más bizarras, pero apenas alguien insinúa algo que remotamente parezca un ataque al derecho de propiedad, se leen y oyen los desgarrados gritos de horror en los medios escritos y los solemnes edificios donde el poder reside. Se habla inmediatamente del fin del estado de derecho, de amenazas a los cimientos de la civilización occidental, de una hecatombe moral que anuncia el Armagedón. Pero creo que decir simplemente que se exageró con el tema del saqueo, que a fin de cuentas son bienes materiales, es ser un poco miope. El horror no está en las pérdidas económicas de las grandes y medianas empresas. Lo degradante fue que detrás de esa rapiña estaba la idea de apoderarse de algo (de todo lo posible, sin considerar criterios de necesidad) antes de que el otro lo tomara, y por eso atacar el agua, la gasolina, los camiones con alimentos donados. Es ese sálvese quien pueda, que incluye pisotear a niños o ancianos, ese todo vale que aniquila la posibilidad de que los demás se abastezcan, la mayor tragedia. Es la desaparición del otro como sujeto existente, la disolución de la idea de comunidad (pertenencia a un grupo que tiene sus derechos repartidos entre sus miembros), lo que merece las calificaciones de terremoto moral, pueblo maldito, escoria humana, entre otras que se escucharon, considerando además que el escenario NO era de supervivencia o muerte. No era una multitud huyendo de un incendio en un lugar cerrado. No estaba en riesgo la vida de esas personas, como para entender que un instinto animal tomara por asalto la cabina de control. No. No es fácil morir de inanición (lo saben los que han hecho huelgas de hambre) y ninguno de los saqueadores puede justificar lo que hizo apelando al hecho de subsistir.

Teniendo claro que la tragedia moral fue la desaparición de la idea de los demás, la pregunta es si fue casual que esto ocurriera en Chile. Y aquí comienzan a responderse los interrogantes planteados líneas arriba.

Creo que no fue casual. Chile lleva 25 años continuos de hegemonía de un sistema económico neoliberal que ha trascendido la naturaleza dictatorial o democrática de sus gobiernos, la ideología mayoritariamente afín a la derecha o la izquierda de sus parlamentos, y ha terminado por imponerse como una vía única, sin alternativas. Entre sus muchos resultados citables está que Chile, uno de los países más privatizados del planeta, ocupa el lugar 110 entre 124 países en el ranking de inequidad de los ingresos (la brecha entre ricos y pobres). En Chile hay una siniestra alianza entre el poder de los empresarios y el poder del gobierno para esquilmar abusivamente a los usuarios, pero siempre dentro de la legalidad. Las leyes de explotación de recursos naturales, el sistema de salud, de previsión social, de educación superior, etc., TODO está armado pensando en el lucro, en el negocio redondo de unos cuantos a costa del dinero de muchos, de la gente común. Chile es un país donde han convencido a la gente de que hay que pagar por todo si se quiere algo bueno, que lo que es gratis, o subvencionado, sólo puede ser malo. Y entonces –por ejemplo– se multiplican los peajes prohibitivos en carreteras urbanas e interurbanas, cobrando lo que se supone ya pagaba el permiso de circulación, y cuando pasan pocos autos entonces el estado indemniza a las compañías por recaudar menos de lo esperado. Se les dice a los que se quejan que la única manera de tener buenas carreteras es que sean caras. Basta viajar dentro de Sudamérica para darse cuenta de esa falacia, pero poco importa. Nada detiene al enorme y próspero negocio (para algunos) que es vivir en Chile. Pero la gran sociedad de consumo, en la que ya no hay ciudadanos sino clientes, en la que la gente tiene una decena de tarjetas de crédito que sólo le sirven para contraer deudas, la sociedad en la que sólo eres en función de lo que tienes, y si no tienes pues aparentas (aunque para eso haya que endeudarse), esa sociedad que de afuera se veía exitosa, estaba enferma y parece que no todos lo reconocían.

Chile es el país donde en los 90, cuando los teléfonos celulares todavía eran señal de status, la gente portaba y simulaba usar celulares de juguete o de madera. Es el país donde la gente del barrio alto transitaba en verano con más de 30 ºC, muertos de calor, con las ventanillas alzadas para que pareciera que el auto tenía aire acondicionado, e iba a los supermercados a llenar dos carretas con productos, saludar a los conocidos, y luego abandonarlas disimuladamente; y la gente del barrio bajo compraban lustradoras cuando su casa tenía el piso de tierra e instalaban antenas satelitales de cable cuando no podían pagar la cuenta de la luz. Este es el país en el que las entradas más caras de los conciertos (ubicación TOP VIP Platinum MAX ELITE) son más caras que las más costosas en Europa o EEUU, porque los que pueden, felices pagan precios absurdos para sentirse superiores a los que no pueden hacerlo. Debajo de ellos en esa pirámide de Babel, una enorme masa de arribistas se desespera por parecerse a la élite que los desprecia (o al menos a la clase inmediatamente superior), y les ponen a sus hijos los nombres de ellos (ya que no pueden ponerle sus apellidos), los inscriben en colegios a los que van los hijos de ellos, en los que duran lo que se puede durar sin pagar mensualidades, y compran autos que tienen que devolver a los pocos meses al no poder pagar las cuotas, y alquilan casas que no pueden pagar (y no pagan por un año hasta que el dueño pueda sacarlos), y así se arma toda una forma de vivir enfocada en la obtención de bienes para ser, y en el deseo de obtención de bienes para poder parecer lo que no se es.

En esa filosofía del trepado por la montaña social, y en medio de un sistema de todos contra todos, de envidiados y envidiosos, el atajo es validado como justo, no importa que no sea legal. Y eso es precisamente lo que vieron los saqueadores de Concepción en esos días sin policías suficientes para controlarlos: la oportunidad de un atajo hacia los TVs de plasma, las refrigeradoras de dos puertas, las bicicletas importadas, las casacas de cuero, etc. Todo válido, justificado por la noción de que el fin supremo de su existencia (la obtención de un bien) justifica los medios. Si los ricos hacen grandes negocios (y grandes estafas) amparados por el Estado, por la Ley, entonces los que no son ricos tienen el derecho de hacer eso mismo, pero a otra escala, rompiendo vidrios y forzando puertas metálicas, y fuera de la ley. Dos caras de lo mismo, un sistema que de afuera se ve exitoso pero que en realidad deshumaniza a las personas hasta convertirlas en lo que mostraron las imágenes a pocos días del terremoto. En ese proceso de mercantilización, de deshumanización, se desechan, por inútiles, por estorbar en el camino, las ideas de solidaridad, de generosidad, de compartir y disfrutar en comunidad lo que se tiene. Desaparece así la noción del valor de los demás, y queda el individuo solo (o con su familia nuclear), convertido gradualmente en animal babeante y agresivo, con instintos pero sin ideas, aturdido en medio de una noche peligrosa, sin saber a quién atacar. Una triste postal de lo que el neoliberalismo le puede hacer a una sociedad que los demás aplauden.

Para no terminar con tono de velorio, tal vez sea buena idea arrojar una vez más una piedra a la laguna quieta de la certeza y la conclusión. Allá va. Hay muchos chilenos que resisten, como los galos a los romanos en Astérix, y se niegan a obedecer a la gran máquina, chilenos que hacen suyo ese dicho de idealismo aggiornado que dice “antes luchaba por cambiar el mundo, ahora lucho por que el mundo no me cambie a mí”. Ellos son muchos aunque son una gran minoría, pero poco les importa la paradoja numérica o la correlación de fuerzas, porque para la gente con valores –aunque ganen poco y pierdan a menudo– la partida no termina en la llegada.