lunes, 19 de septiembre de 2016

de congreso

Entre otras cosas, no todas confesables, soy un científico, y es así como me gano el pan. Vivir del quehacer científico es un lujo: a uno le pagan por hacer lo que le gusta y -básicamente- por hacerlo como más le gusta (esta definición no me diferencia mucho de un actor porno, me doy cuenta; pero, créanme, allí terminan las semejanzas). Ser científico ayuda, además, a pasar migraciones en EEUU sin problemas, a pesar de tener un pasaporte peruano. No falla: cuando digo “scientist” el o la oficial a cargo dicen “cool” y ya todo es muy sencillo. Por supuesto, no todo es miel sobre hojuelas. Una de las cosas que uno tiene que hacer es ir a congresos. Como soy más bien antisocial, se entenderá que haya hecho lo posible por evitar esas grandes reuniones de gente tan parecida una a la otra, pero a veces no queda otra opción que asistir. Ahora mismo debiera estar en Puerto Iguazú en un congreso al que me había comprometido a ir. Pero al final conseguí que una científica brasileña que pasó un año en mi laboratorio presentara el trabajo por mí, además dos de mis estudiantes harán presentaciones en la que yo también participo; supongo que nadie me está echando de menos allí. Ahora mismo, también, se supone que en lugar de estar escribiendo en el blog estoy preparando mi presentación para un congreso la próxima semana en Orlando (sí, ya sé, congreso científico en Orlando suena como a reunión de monjas del sagrado corazón en Ibiza, pero es lo que hay). No pude rehuir la invitación y aproveché para convertirla en un plan familiar.

Evidentemente me interesa escuchar lo que mis colegas tienen que decir sobre sus investigaciones, mi problema con los congresos es lo que ocurre en los pasillos, comedores y -horror de horrores- pistas de baile. Ahora, como el horror siempre puede ser peor, también están los bailes en trencito en las fiestas de congreso, que es más de lo que yo puedo soportar. Si leyera que el Estado Islámico está planeando ametrallar a todos los que bailan en trencito en las fiestas pero está algo corto de fondos, yo creo que consideraría hacer una donación. Ahora bien, como en los malentendidos entre hombre y mujer, en estas cosas hay diferencias hemisféricas. En los congresos gringos o europeos uno tiene que padecer mayormente el desfile de vanidades (casi todas combinando ropa de un modo difícil de entender sin ayuda de psicotrópicos), las frases que en voz demasiado alta apuntan a la posteridad, pero rara vez le aciertan, e incluso -en el caso de los estudiantes a los que su madre y amigos cercanos han convencido de que son genios- escenas de muchachos sentados en el suelo, bloqueando el paso y garabateando ecuaciones diferenciales en la parte de atrás del programa impreso. En los congresos en Latinoamérica también hay desfile de vanidades, pero es menor, el problema principal está en las cacerías de presas y en el escenario final para su desenlace exitoso (o todo lo contrario): las fiestas.

Es un espectáculo a veces entretenido, otras veces patético, ver a estudiantes -y hasta académicos- rondando a las pocas chicas guapas que cada congreso puede ofrecer. Sí, pocas. No es culpa de nadie y es además irrefutable la correlación negativa entre belleza e inteligencia; pero como en todo conjunto grande de datos, siempre hay puntos anómalos (outliers) alejados de la tendencia general (es decir, chicas bellas e inteligentes) y uno puede guardar la esperanza de ser el favorecido con el hallazgo (a mí me ocurrió más de una vez, tengo más suerte de la que merezco). Bueno, volvamos a la realidad. El acecho, la danza de abejorros alrededor de la agraciada flor se incrementa con el paso de los días y -por supuesto- con la cantidad de alcohol en las venas. El clímax ocurre en las fiestas, las que normalmente son el último día pero a veces la sangre latina es más fuerte y hay fiesta cada noche. Estos ojos han visto cada cosa...desde peleas entre jóvenes abejorros borrachos disputándose la misma flor... hasta una científica muy senior verificando la turgencia del gluteus maximus de un estudiante... pasando por un académico borracho gritando a mitad de la madrugada observaciones acerca de la frigidez de una estudiante de postgrado a 50 cm de la puerta de su dormitorio... y un estudiante apareciendo en calzoncillos en el salón del desayuno de un hotel de 5 estrellas. He visto también a un académico de mediana edad, atractivo y divertido, además de casado, conformarse con una presa menor que los otros cazadores habían ignorado. Sabiendo que su mujer era bastante más guapa que la susodicha muchacha, me preguntaba si sería culpa del alcohol o de la convivencia.

Una vez me tocó a mí (no, no me refiero a la académica senior y mi gluteus maximus). Yo tenía unos 27 años y por acompañar al grupo terminé en la fiesta del congreso, muy a mi pesar. No me gusta mucho bailar, y cuando me gusta es con un tipo particular de música (además siempre bailo del mismo modo). Por eso no bailaba, solamente me divertía observando. Y entonces una chica desconocida que no estaba mal comenzó a sacarme a bailar, y yo de educadito que soy no me negaba, pero tampoco tomaba la iniciativa. Pasaba un rato y volvía por mí, una y otra vez. Mis compañeros ya señalaban lo evidente, pero yo no manifestaba interés, aunque no dejaba de mostrar mi buena educación y seguía sin negarme. En determinado momento la muchacha ya se desató y me ofreció un baile decididamente erótico, dándome la espalda (tipo Kim Basinger en 9 semanas y media). Y yo, apenas una sonrisa y luego retorno a mi esquina, como un boxeador que sospecha que va a perder la pelea por puntos. Entonces mis compañeros de laboratorio -incluyendo una mujer- me sorprendieron. Me dijeron arrogante, tarado, maricón, inútil, entre otras alabanzas, por no reaccionar. Ellos sabían que yo estaba casado, y si bien yo nunca he sido un modelo de fidelidad, no entendía que me animaran a olvidar tanto por tan poco. La chica tenía su gracia, pero no me gustaba, ¿era tan difícil de entender? Sí, lo era, porque un minuto después ella se acercó y ya se instaló con nosotros (bueno, conmigo). Yo no quería rechazarla abiertamente porque con todo lo que había pasado iba a ser una humillación en público (no eran pocos lo que habían aplaudido el show de Kim Basinger) pero tampoco quería que llegara a más. Al rato la fiesta terminó y nos encaminamos hacia la la zona de cabañas, quedaban unos 15 minutos de caminata en esa madrugada fría al sur de Chile. Ella me tomó del brazo y me quedó claro que no se había rendido. Entonces, sin soltarle el brazo, jugué mi carta. Me puse en modo erudito y comencé a hacer observaciones agudas a su conversación, siempre acompañadas de referencias culturales, de esas que solamente le interesan a unos pocos sexagenarios. No sé si fue el frío, la disolución del alcohol, mi charla de museo para jubilados, o todas las anteriores, pero el hechos es que funcionó. A poco de llegar a la cabaña la muchacha le dijo a su amiga que ya tenían que irse. Fue con muy poco público alrededor. Sin embargo, cuando dos años después me la encontré en un pasillo de otro congreso, y yo ya empezaba una sonrisa como saludo, ella hizo como si no me conociera.