domingo, 11 de septiembre de 2011

Ser o no ser mandril


Vivir en Suecia me permitió conocer muchas cosas nuevas, como el frío verdadero, las noches de 20 horas, y el arenque podrido con mostaza. También descubrí que en Suecia es ilegal sospechar que uno miente. No hay notarios ni copias legalizadas. Basta la palabra. El problema surge cuando algunos bribones se aprovechan del sistema en el que la credulidad es ley. Algunos latinos, por ejemplo. Cuando los solidarios y generosos escandinavos acogieron a muchos exiliados de las sangrientas dictaduras sudamericanas en los 70s, intentaron conseguirles un trabajo similar al que tenían en sus países de origen. Si no lo conseguían, el estado les proporcionaba un sueldo y bienes (casa, auto) acordes con el status de esos profesionales en Suecia. Todo iba bien, hasta que a algunos se les ocurrió olvidar su pasado de aburridos choferes de taxi o sufridos torneros mecánicos y de un día para otro convertirse en distinguidos médicos o abogados. Y los suecos les creyeron. Por otro lado, la culta televisión pública sueca se mantiene gracias al aporte que cada ciudadano realiza mensualmente por cada aparato de televisión que posee. Los inspectores suecos, sensor electrónico en mano, tocaban la puerta de los departamentos de ciertos individuos de origen latino, alertados por la intensidad de la señal que inequívocamente indicaba que allí había un aparato de TV, y que no estaba registrado. Se abría la puerta, y el volumen de la televisión invadía el pasillo. Sin perder la sonrisa, el inquilino afirmaba -en voz alta, para que lo escucharan en medio del ruido- que no tenía un televisor. Entonces el funcionario sueco, resignado, anotaba en su registro que en ese departamento no había un aparato de televisión. Suma y sigue. Las multas de tránsito sólo pueden ser cursadas si el infractor firma un papel en el que reconoce la falta. O sea que si después de pasarse una luz roja frente a un policía el chofer niega que la luz era roja... no hay multa. Ya pueden imaginar lo que sigue. Todo este sistema de confianza y bienestar ha sido gradualmente desmontado por los gobiernos de derecha, dejando en el pasado al estado benefactor y solidario que construyeron los socialdemócratas, y estableciendo una sociedad cada vez más individualista y entregada al capitalismo desregulado. Parte de la culpa del fin de esa utópica fábula del verde bosque la tienen los extranjeros (por supuesto, esos abusos no fueron monopolio de los latinos) que se aprovecharon de la candidez sueca. Lo interesante es que no eran muchos los sinvergüenzas, estadísticamente hablando. Ni remotamente socavaron los cimientos financieros del estado sueco con sus torpes pillerías. Pero sí lograron minar el entusiasmo de esos otrora abnegados anfitriones, porque -y aquí está el punto- desgraciadamente, las desviaciones de la norma conductual considerada aceptable son magnificadas por los ciudadanos observadores. Es simple de constatar. Basta que uno encuentre dos botellas vacías en una playa para hacerse la idea de que allí tienen lugar bacanales nocturnas donde reinan el desenfreno y la lascivia, cuando el grupo de bebedores puede representar menos del 1% de los usuarios de la playa. En las recientes manifestaciones de los estudiantes chilenos por la educación han llegado a marchar 200 mil personas, pero basta que 50 desadaptados (el 0.025%) rompan escaparates y semáforos para que se tilde a las marchas de violentas. Si uno está haciendo una cola y nota que un par de bellacos no la respetan y tienen éxito, la consigna es rompan filas porque ya no se respeta el orden. Lo que está detrás de todo esto es una concepción popperiana de la validez de los sistemas de convivencia. ¿Se puede combatir? Antes de discutirlo, hablemos un poquito de Popper.

Karl Popper era un filósofo y epistemólogo austriaco que escribió muchas cosas difíciles de entender, y por eso es que algunos sospechan que realmente era muy inteligente. Pero también escribió cosas bastante simples, y así es como queda claro que era una persona realmente brillante. Popper proclamaba que la ciencia es la búsqueda de la verdad a través de la crítica despiadada. O sea, se construye mediante la demolición. Hay que ser primero creativo, luego crítico, y luego volver al comienzo, decía. La mejor manera de llevar ese criterio a la práctica es armar hipótesis que puedan ponerse a prueba, sin enamorarte de tus ideas, sin fanatismos dogmáticos: somete tu predicción a la realidad, y ya veremos. En la cancha se ven los gallos. Las hipótesis -decía- sólo se pueden refutar, pero nunca verificar de manera definitiva, porque la excepción puede llegar pasado mañana. Por ejemplo, si yo digo que todas las plantas son verdes y alguien se aparece con una col morada en la mano (que espero se la coma solo), entonces mi hipótesis ha sido refutada: no es cierto que todas las plantas son verdes. Por el contrario, para poder verificar la hipótesis tendría que tener a la vista todas las plantas del mundo (incluso las ya extintas) y confirmar que son verdes, algo que no es realizable. Entonces, no hay seguridad en el saber. Nunca. El filósofo decía que el saber era conjetural, transitorio, que el aparentemente sólido edificio del conocimiento de la realidad no era más que un castillo de naipes que se caería apenas fallara un naipe. Uno. Ése es Popper, a pesar de su cara de abuelito querendón: si encuentro una excepción a tu teoría, ya puedes guardarte tu teoría donde no le dé el sol.

Bueno, toda esta perorata sobre el buen Popper es para ponerle un marco a mi rechazo al hecho de que mucha gente, sin saberlo, aplica criterios popperianos a su postura frente al grado de civilización (o no) que observa en sus semejantes. ¿Hay una alternativa? Más de una, creo. Hay dos trincheras de resistencia, dos diques de contención que nos pueden proteger de caer en la barbarie. La primera es el filtro estadístico. Se trata de ponderar objetivamente el peso de la situación observada. Si veo que un eunuco mental se estaciona en el lugar exclusivo de discapacitados, en lugar de generalizar en voz alta y decir “nadie respeta el estacionamiento de discapacitados”, lo que es la antesala de la decisión de convertirme en mandril y comenzar a estacionarme allí, lo que puedo hacer es el ejercicio de contar el número de autos que NO se estacionaron allí, y concluir que es una conducta minoritaria. Una situación minoritaria no debiera llevarme a modificar la conducta que consideraba adecuada. Y lo mismo con el que no paga el autobus, el que se mete en la cola para comprar entradas, el que se pasa a la berma de emergencia para adelantar en la carretera, etc. En resumen, me niego a convertirme en mandril por tan poca cosa. La segunda trinchera debe usarse cuando la primera no funciona muy bien, cuando la primera mirada no nos deja en claro que sea la minoría la que se que comporta salvajemente. En ese caso lo único que queda es aferrarse a los principios y resistir contra la corriente. En general, no conviene hacer ejercicios de análisis de ganancias y pérdidas, o costos y beneficios. Eso es ser pragmático, y el pragmatismo está en la vereda del frente del principismo. Los pragmáticos a menudo, y sin saber bien cómo, terminan convirtiéndose en cínicos; y los cínicos, casi sin darse cuenta, a veces terminan siendo ruines, despreciables. Intentar estar siempre en el bando de los ganadores tal vez te lleve al éxito, pero sin duda te llevará a la vileza. Así que, como decían las abuelitas, mejor no cruzar la calle porque el otro barrio es más peligroso (claro, las abuelitas del otro barrio decían lo mismo, pero esa ya es otra historia).

¿Es inviable, está condenado a la extinción el altruismo en un mundo mayoritariamente egoísta? Algo de eso se pregunta la teoría de juegos (game theory), que tiene aplicaciones en psicología, sociología, economía y evolución biológica. Uno de los próceres de este conjunto de ideas es John Nash, el genio esquizofrénico caricaturizado en la película Una mente brillante. En palabras simples, esta teoría investiga sobre la conducta del individuo, que se supone busca principalmente su éxito, enfrentado a otras conductas de individuos, donde la dualidad egoísmo/cooperación y sus respectivas ventajas marcan las decisiones. Uno de los ejemplos más conocidos es el dilema del prisionero. Dos sospechosos de haber robado un banco son encerrados por separado y el investigador a cargo del caso le plantea  a cada uno el siguiente esquema: si tú confiesas y el otro calla, tú sales libre y el otro queda preso 10 años; si ambos confiesan, quedan ambos presos 5 años; si ninguno confiesa, ambos salen libres después de apenas 3 meses. El dilema es que el mejor resultado para ambos sólo se obtiene si ninguno cae en la tentación de salvarse solo, pues si ambos ceden, e intentan perjudicar al otro, les va mucho peor que si apuntaran los dos a no perjudicarse.  Es un conflicto complejo entre el egoísmo, la cooperación y la confianza en el otro. En este contexto de la evolución del comportamiento cooperativo, dos matemáticos (Martin Nowak y Robert May) hicieron correr un modelo en el que plantean la existencia de dos tipos de personas: cooperadores y egoístas, los que aplican su conducta cada vez que por azar interactúan en un espacio definido. Luego de múltiples generaciones, uno de los resultados que se observa es una metáfora particularmente bella: se forman pequeñas islas de cooperadores en un mar de egoístas. Las islas subsisten porque al interior de ellas el éxito es mayor que en la matriz circundante. Este resultado de frías dinámicas fractálicas es una absoluta moraleja social.

En medio de la conmoción social, el pánico y el desamparo después del terremoto en Chile, sucedieron saqueos a supermercados en los que mucha gente tomó artículos de primera necesidad (pan, leche , pañales), pero muchos otros simplemente robaron artículos valiosos. En medio de la turba que saqueaba, la televisión, transmitiendo en vivo, captó a una señora que lloraba paralizada, abrazando a su pequeña hija. El reportero le preguntó qué le ocurría. La señora dijo que había venido porque había escuchado que iban a regalar cosas, y ella necesitaba, pero que al darse cuenta de que era saqueo... no pudo hacerlo. ¿Cómo le voy a enseñar eso a mi hija? dijo entre sollozos, momentos antes de irse del lugar. Días después, se organizaron en las redes sociales grupos que buscaban conocer la identidad de esa señora, ejemplo de integridad en la condiciones más adversas. La encontraron finalmente, y los regalos que recibió masivamente fueron muy superiores a lo que hubiera podido llevarse en un carrito de supermercado esa tarde. Esta fábula real pudo no tener ese final feliz y aún así hubiera sido una enorme lección. ¿Es relevante pensar o hablar de estos temas? No me parece de poca importancia, por más trivial o sermón de evangélico en práctica que parezca.  La semana pasada escuchaba en un aeropuerto cómo una vendedora con experiencia le contaba orgullosa a una más joven cómo ella había aprendido que no había que perder tiempo ayudando a los colegas, porque tarde o temprano te clavan la puñalada. He escuchado a muchos adultos hablar delante de sus hijos acerca de la inutilidad de respetar al otro si el otro no te va a respetar. Creo que uno puede elegir romper esa cadena de degradación moral, evitar al menos la contaminación de su círculo cercano (la isla en formación). Uno puede decidir no ser mandril.



domingo, 4 de septiembre de 2011

Derrota de la obsesión

La semi-anónima CZ, que constituye el 25% de los seguidores de este humilde blog, me pidió otro cuento. Como tengo un par de opiniones/crónicas a medio hacer que no me convencen todavía, decidí acceder al pedido, además porque -como dicen en la TV los que no tienen mucho que decir- uno se debe a su público. Pero entro al blogger y me entero de que hay una nueva interfaz, que tiene mucha información a la vista (gracias Google). Descubro así que uno de mis cuentos más queridos, publicado en diciembre de 2009, no fue leído por nadie. Tengo claro que el "0 lecturas" es uno de los destinos posibles de las palabras que uno escribe; es legítimo y hasta razonable. Pero me pareció contradictorio el añadir un cuento nuevo al blog si ya hay uno virgen e inmaculado, sobre el que nadie ha posado con frenesí, una y otra vez, su... par de ojos. Lo publico de nuevo, entonces, con algo de pudor. El título es otro porque hace unos meses lo cambié al armar -una vez más- mi libro de cuentos para un concurso (obtuve allí una mención honrosa, galardón que merece más de un comentario en burla, pero no es el momento para hacerlo). Si Google se equivoca y alguien lo había leído ya y está ahora leyendo estas palabras, mis sinceras excusas. Aunque, siendo honesto, la probabilidad de que esto ocurra (la doble lectura, no mi honestidad) es cercana a la de la colisión simultánea entre los nueve planetas del sistema solar (sí, nueve, lo siento, yo soy de los que no ha abandonado al viejo, querido y lejano Plutón). Sin más preámbulos ni circunloquios, el cuento repetido (o no).




Derrota de la obsesión 

Pablo, despierto hace veinte minutos, lee por tercera vez la leyenda del póster de Machado que lo ha acompañado en cada pared de cada cuarto alquilado desde que llegó a estudiar a Santiago, y que aún no ha despegado por no herir a la distancia al buen tío que se lo regaló hace seis cumpleaños y siete siglos. Hoy no hay camino por andar: es sábado, y el instituto de computación e informática que ya está en el siglo veintiuno y que tiene la clave para tu éxito no abre sus puertas los fines de semana. Tendrá que esperar hasta el lunes para ver a Verónica otra vez. Aprovecha para mirar sin herirse el foco apagado que cuelga del techo y que cada noche le posterga una respuesta. 
Toma su block, que se hacina en la pequeña mesa de noche junto con su despertador, una lámpara sin pantalla, El Libro del Desasosiego, y El Túnel, y, como si no lo supiera ya de memoria, vuelve a revisar sus apuntes. Lunes. A ver. Sí. Es la cafetería a diez para las nueve. Casi nunca estás sola. Odio a la enana rubia de la casaca de cuero, seguro que toma el café contigo para recoger miradas de rebote. Infeliz. Me gusta cuando ella te habla y tú no la miras, seguro te aburre comentando la telenovela, y la mirada se te pierde por la ventana, y te imagino imaginando, y ya no puedo evitar soñar despierto, ahora estás sentada sobre mí, iniciando una cadencia lenta, acompasada, mirándome a través de tu pelo que cae hacia adelante y luego otra vez hacia atrás, hasta que mis manos se alzan y aprietan, primero despacio, con cariño, hasta que la pasión se desboca y entonces con más fuerza, y tú llevas la cabeza para atrás al tiempo que gimes por primera vez... hasta que dan las nueve. El lunes está vacío después de las nueve. Lo que sigue es el miércoles a las cinco y media, a la salida del pabellón de aulas. Y de allí no la veo hasta el viernes a las tres, en el mismo lugar. Maldita semana que tiene apenas tres días. 
El hambre le indica que el mediodía está cerca, así que no vale la pena desayunar. Afuera, entonces. La calle es la sala de estar de los que alquilan cuarto a viejas mezquinas. Claro que en este caso la mezquindad de Doña Norma es casi una reciprocidad con la vida, que le dio apenas un marido que amenazó veinte años con dejarla y que sólo lo cumplió cuando la dejó viuda y sin sonrisa posible. Camina despacio hacia el parque y decide desviarse para pasar por la acera del instituto, sabe que no la encontrará pero quiere al menos compartir espacios a destiempo. Recuerda ese texto de la poeta polaca que habla de la perilla de una puerta como terco puente intemporal entre dos manos que se entrelazarán amantes algún día. Se entretiene haciendo crujir las hojas secas en la vereda, y se pregunta si las que no crujen fueron ya pisadas por otros (¿quiénes?). Inevitablemente vuelve a analizar sus posibilidades. 
Puede que se asuste. Bueno, tampoco es tan terrible. Supongo que tendría una segunda oportunidad. Pero ya estaría sesgada por la primera impresión. Sí, hay que pensarla muy bien. Sólo pido que me dé tiempo para preguntarle de qué color es el cielo desde sus ojos. Porque ese es el cielo en el que puedo creer, el otro no me ha servido de mucho hasta ahora. A lo mejor es una pregunta muy violenta para una primera vez. Pero no quisiera caer en la mediocridad de preguntarle la hora o comentar qué frío hace; todavía no desarrollo inmunidad a los lugares comunes. Mierda, ya se acerca la época de exámenes y ahí sí que la cosa se pone jodida: dos semanas sin saberle el rumbo. Todo sería más fácil si de una vez me animara a hablarle. No, no es un miedo común o timidez infantil y punto. Pasa que siento que arriesgaría esta especie de relación que tenemos. Porque soñarla, esperarla, adivinarla, seguirla y despedirla en secreto es para mí ya una relación; me da y me quita vida, me otorga objetivos cada mañana y me impone depresiones cada noche. La otra opción sería acercarme por cartas anónimas, mostrarle algo de lo que le he escrito, jugar a Cyrano. Tampoco me convence mucho. 
Sin entender. Amanecer sin entender y preguntar por el eterno regreso de las aves migratorias (alegoría de los deseos inconclusos, de los puñales sin mango). Tener por toda respuesta la inútil promesa del azar determinista y recordar --como si siempre se pudiera volver a empezar-- un pecho abierto inalcanzable como contraseña de una noche perdida en la memoria de un dios insomne. Descubrir por enésima vez la causa y justificación de todas las religiones, todos los poemas, todos los orgasmos y todas las muertes. Plagiar otros dolores al atormentarme con esa imagen de patricia romana concebida como ofrenda a los sentidos. Y llorar un glaciar desconocido que mañana sepultará a un pueblo en tu nombre. 
Pablo llega, como cada sábado, a leer a la misma banca del mismo parque. El otoño es el carnaval carioca de los árboles, piensa. El color verdadero nace y muere en otoño, el resto no es más que un estancamiento verde que dura meses, como la rutina de un oficinista, que se hace soportable sólo sabiendo que en febrero llegarán las vacaciones. Del mismo modo, el paréntesis del invierno, el exceso del verano, y la superficial belleza de la primavera se pueden tolerar porque tarde o temprano darán paso al otoño. ¿Cómo explicarle a un ciego los cien tonos del anaranjado? No sé, quizás hablándole de la melancolía del lugar de la niñez, allá lejos, del evocar sentimientos a la vez tristes y dulces, trilces diría el poeta. A veces lo complejo se soluciona con lo simple. El problema es que lo simple a menudo se disfraza de lo tonto. Saca su libro de la mochila y, para no quebrantar el ritual, mira a su alrededor asegurándose de que no haya nadie muy cerca. Pablo es muy sensible a la congestión de almas. Entonces reconoce a lo lejos la ataxia del andar del flaco Varela. Qué mala suerte, parece que justo viene para acá. El flaco es buena gente, pero de comentar los partidos del campeonato y sus seguramente inventadas aventuras sexuales con las amigas de su madre, no pasa. Y sus relatos suelen ser tan breves como la despedida de un borracho. 
Esta vez no ha sido ni el fútbol ni sus amantes veteranas. El flaco está muy atribulado porque en su casa le han sugerido, en un tono muy parecido a la amenaza, que se busque un trabajo. 
- Entonces tienes que buscarte un trabajo, Flaco, no queda otra. Hay que apechugar. 
- Claro, qué fácil: “busca trabajo“. ¿Tú crees que te pediría consejo si la cosa fuera tan fácil como contestar eso?. Parece que no entendieras Pablo, se trata de un conflicto íntimo con mi proyecto personal, con mis valores de vida, se va a truncar mi proceso. ¿No te das cuenta de la gravedad del asunto? 
Antes de dejarse llevar por la impaciencia que habitualmente rodea sus encuentros con el flaco, y en un extremo intento de raciocinio solidario, Pablo se abstrae de la perorata y reflexiona. Se da cuenta que su propio dilema, la terrible obsesión que lo acosa día y noche, también podría sonar como un asunto muy simple a oídos de cualquier persona. Del flaco Varela, por ejemplo. 
- Flaco, perdona que te cambie el tema pero... ¿Qué harías tú si estuvieras muerto por una chica que no te conoce pero que... 
- Haría que me conociera, para empezar. ¿No te parece? ¿O tú crees en esas huevadas de la telepatía? Si no juegas el partido no puedes ganarlo, Pablito. Claro, tampoco puedes perderlo. Pero no jodas, esa es la mentalidad típica del mediocre. Por ejemplo, el charlatán inepto que entrena a la selección... 
El flaco seguía hablando de las eliminatorias para el mundial pero Pablo ya no lo escuchaba. Quizás no había que darle tantas vueltas, al fin y al cabo de alguna manera había que empezar, y él ya había evaluado cien veces todas las posibilidades sin convencerse. A lo mejor bastaba con aferrarse a cualquiera de ellas, a la más elemental, y de allí para adelante confiar en su capacidad para tocar de oído. “Dale algún espacio a la inspiración, Pablito, no todo puede planificarse“. Le parecía estar oyendo a su madre hace años, en una ocasión muy distinta. Sonrío mientras comprobaba que extrañaba mucho a su madre --no en vano era otoño-- y supo que el lunes se acercaría por fin a Verónica. A veces lo complejo se soluciona con lo simple, se repitió. 

Pablo se sorprende de no estar nervioso. Allí está ella, sentada, diosa, hermosa, y aquí, a sólo unos metros, está él, parado e impidiendo la entrada de la gente a la cafetería. Un empujón cortés por detrás lo termina de decidir (no te olvides; busca lo simple, no te enredes; juega en primera; después habrá tiempo para laberintos y gongorismos). 
- Hola, ¿Me puedo sentar? 
- Ya te sentaste. Hola. ¿Te conozco? 
- (hmm; agresiva; o a la defensiva; de todas maneras no debo mostrarme débil; además sus ojos dicen otra cosa; adelante) No me conozco ni siquiera yo, así que es mucho aspirar a que me conozcan los demás. Soy Pablo. Y tú eres Verónica. 
- Sí, soy Verónica. Me imagino que tú también me vas a decir que merecí ganar el Miss 17 del año pasado… 
- (epa, información no registrada; igual: no mentir; la mentira tiene patas cortas, dice mi mamá; de todos modos, algo pretenciosa, ¿o no?). No, no veo, bueno, no tengo tele. No sabía que habías participado. Pero supongo que merecías ganar...(torpe, definitivamente pobre; la espontaneidad de un presentador del Oscar; vamos hombre, suéltate). 
- Eso ya pasó. Y ahora me tengo que ir. Lo siento, estoy aburrida de que me aborden así. 
- (al borde del knock out en el primer asalto; hay que arriesgar). Te invito al cine, hoy. A ver "Caballos Salvajes". Y no puedes decir que no hasta después de ver la película. Ya te explicaré por qué (no tengo la más puta idea de qué le voy a explicar; pero la intriga debería funcionar; una vez allá, algo se me ocurrirá). 
- La verdad es que pensaba ir a verla de todas maneras. (¿coincidencia? ¿excusa para no darme un sí abiertamente?). Y creo que mañana la sacan. Así que bueno. Nos juntamos en la puerta del Normandie a las nueve. Y ahora sí me voy. 
- Chau, Verónica. (toda una profesional; todo simple; fría sin ser distante; dejándose admirar, apenas). 

Pablo ha llegado cinco minutos antes y se entretiene leyendo la crítica de la película aparecida en los diarios. Vaya, otro pelmazo ilustrado exhibiendo su esnobismo. Si les cobraran por cada galicismo innecesario y por cada término ultratécnico la mitad de los críticos tendría que dedicarse a otra cosa. El nerviosismo de la espera le impide seguir leyendo. Ya está cinco minutos tarde. Y ahora diez. Comienza a irritarse con cada persona que llega y que no es Verónica. A todos les encuentra cara de tontos. Dos décimas de segundo de odio por cada uno. Y el reloj dice que son las nueve y cuarto. Esto se pone difícil. A lo mejor no va a venir. O quizás le ocurrió algo. De todos modos, no puede esperar eternamente. Si a las nueve y veinte no llega me voy. Veinte minutos es un tiempo razonable. ¿Razonable para quien?, diría su madre. Finalmente: las nueve y veinte. Bueno, cinco minutos más, sólo por si algún accidente cortó el tránsito, o algo así. No quiere darse cuenta que es capaz de empeñar todo su orgullo y su interminable escala de principios por no romper el lábil eslabón que ahora lo une a Verónica, su primera obsesión. Deja de mirar el reloj para no enfrentar lo evidente. Hasta que por fin. 
- ¡Pensé que ya no venías! (estás preciosa; te hubiera esperado otros cien años) 
- ¿Compraste las entradas? 
- (un momento, ¿ni siquiera "disculpa"?) … 
- ¿Las compraste? 
- (vamos mujer: no puedes ser así)... 
Pablo saca de su bolsillo las dos entradas y se las muestra junto con los restos de algo que hace veinte minutos hubiera sido una sonrisa. 
- Vamos entonces, ya debe haber comenzado. 
- (sí, y no será porque adelantaron la función; ¿te cuesta tanto ser un poquito más dulce?). 

Han salido del cine y Pablo camina mudo al lado de ella, esperando el comentario que no llega. Recuerda que en el instituto prometió explicarle por qué ella no podía rechazar la invitación al cine. Pero no se preocupa por no haber preparado una explicación verosímil. Intuye que Verónica no le preguntará nada. Finalmente, después de un rato,se decide a ser él quien inicie el diálogo. 
- La frase del viejo me pareció genial 
- ¿Cuál frase? 
- Esa. La de que la única manera de asegurarse el no sufrir es no amar nada ni a nadie. Genial. 
- A mí me parece trivial, no le encuentro nada muy especial. Además no me gustó ese personaje: demasiado complicado para decir las cosas más simples. Típico fanfarrón argentino. 
- Bueno, para hacer arte hay que de alguna manera complicar lo simple, ¿o no? Es más, yo creo que... 
- ¿Me acompañas a mi casa o nos despedimos acá? 
- (no sé si odiarte por interrumpirme o suponer que quieres que esta noche no termine todavía; en todo caso, si estás interesada en mí lo disimulas muy bien). Te acompaño (dejé decidir al piloto automático, ojalá no me arrepienta). 

Pablo no se arredra al enterarse que Verónica vive un poco más allá del fin del mundo, en ese barrio alto que él sólo conoce de nombre. No importa, aquí estoy y voy a seguir hasta el final. Cuántas noches soñé con vivir una situación como ésta... sí, pero hay algo que falta, o que sobra, no sé bien qué, pero me incomoda. En fin, ya habrá tiempo mañana para arrepentirse. Suben al microbús. Afortunadamente hay dos asientos vacíos juntos. Voltea a mirarla y la halla sonriendo desde el Olimpo. Y sigue sonriendo, abusando de su belleza, cuando se sienta a su lado. Maldita ambigüedad que se instala entre los instantes. El jardín de senderos que se bifurcan: Borges y las infinitas posibilidades finitas, eso es. Pablo siente que se aproxima al umbral de una decisión: el camino de la izquierda no se encontrará jamás con el de la derecha. Eso es lo que le incomoda. Al poco rato sube un vendedor ambulante y, antes de ofrecer sus parches-curita a cambio de una moneda, narra de modo sumario las más recientes desgracias de su vida, apelando a la buena voluntad del respetable pasajero que seguramente sabrá comprender. Pablo inmediatamente hurga en su bolsillo. No lo hace para impresionarla. Hace tiempo decidió que todo análisis o justificación sobre el dar o no dar sale sobrando frente a la inasible dimensión del sufrimiento ajeno: él simplemente da, sin sentirse por ello un poco más lejos del purgatorio, si es que existe. 
- No le creas, son puras mentiras. Seguro se va a gastar la plata en licor más tarde. Me parece realmente despreciable que estos tipos abusen de la candidez de la gente. Gente como tú, por ejemplo. No deberían dejarlos subir. 
- (oye, eso sonó muy parecido al prototipo de lo que odio). 
Casi inmediatamente, aparece una señora con bolsas del supermercado y sin asiento a la vista. Pablo se levanta y le cede el asiento, necesita pensar. Pero no ha logrado poner nada en orden todavía cuando la señora se levanta y agradeciéndole al joven se instala en otro asiento. Quizás lo hizo para no estorbar a la pareja que cree ver, quizás simplemente quería estar más cerca de la puerta del microbús. Poco le importa a Pablo resolver esa cuestión, necesita poner orden en su cabeza. 
- Oye, ¿Tú ejerces de buen samaritano siempre o estás tratando de impresionarme? Porque te aviso que no vas por buen rumbo. A mí me encanta el Jota (y quién carajo es el Jota) porque no se deja embaucar por las viejas devora-asientos. Cuando ellas comentan “parece que no hay caballeros en este micro” él les dice “No señora, caballeros sí hay, lo que no hay son asientos”. 
Pablo atisba que pronto va a escuchar ese ruido de vidrios quebrándose, y se aferra a una última opción. 
- Esa señora podría ser tu madre, ¿Te gustaría que no le dieran el asiento y encima se burlaran de ella? 
- Aparte de melodramático eres ingenuo. Mi mamá ni muerta se subiría a un micro. 

Y ahora sí. Pablo escucha ese sonido de vidrios quebrándose que escuchó por primera vez cuando Luisa, sin mediar preámbulo, le dijo “no quiero seguir”. La sensación de incomodidad se convierte en angustia y después en ahogo. No quiere luchar más contra sí mismo. Un ahora sí último intento por buscar una señal, un indicio sutil de que algo quizás valioso se esconda detrás de esa belleza tan apabullante como fría, se estrella contra la palabra “nada”. Entonces, todavía azotado por la marejada que va y vuelve de la frente al pecho, decide terminar con todo de una vez. Dedica todavía unos instantes a meditar las palabras de despedida, oscilando entre la ironía cáustica y la excusa cínica. No, no vale la pena, no se merece siquiera eso, yo me bajo ahora mismo. Pablo no alcanza a escuchar el “qué te pasa” que sin mucha emoción le lanza Verónica mientras se dirige a la puerta omitiendo la despedida. 
Apenas baja experimenta una sensación de alivio infinito, un torrente de aire fresco le llena los pulmones. Mira a los costados, identifica las avenidas, ubica un paradero cercano; pero finalmente decide volver caminando. Nunca hay apuro para quien no es esperado por nadie. Y esa vieja sólo espera la llegada del fin de mes, para poder cobrar. Se siente hasta arrullado por los ruidos y los juegos de luces y sombras de la avenida que le confieren el sano anonimato que en esos momentos necesita. Pablo se sorprende con un nudo en su garganta al recordar la emoción con la que se preparó para la cita. Tanta pasión para nada. Recuerda ese cuento en la antología de cuentos sobre fútbol que publicó Valdano. No se lo merece, ¡No seas huevón! Se detiene, respira profundamente, abre su mochila y, a manera de exorcismo, arruga y tira el papel que sólo cuatro horas antes había llenado con la mejor de sus caligrafías. Un papel donde una mano enamorada transcribió frases acerca del eterno regreso de las aves migratorias. Piensa ahora que el siguiente texto dirá algo así como “derrota de la obsesión a manos de la nada”, pero decide no trabajar en él antes de llegar a la casa: quiere tener la cabeza despejada. Sigue caminando y recuerda aquello de que las cosas más complejas pueden resolverse de la manera más simple. Y no sabe si sentirse por ello más niño o más adulto. Al llegar a la esquina se detiene a leer los periódicos en un quiosco. Experimenta un súbito afecto por las otras personas que leen a su lado, como si descubriera de pronto que es parte de una hermandad, algo así como la cofradía de los que no necesitan demasiado para ser felices, de los que buscan sin saber bien qué. Todos los titulares giran alrededor del próximo partido de la selección de fútbol. Dos minutos después reinicia su caminata, sin prisa. Sí, el flaco Varela tiene razón: con ese incapaz como entrenador no vamos a llegar a ninguna parte.