domingo, 11 de septiembre de 2011

Ser o no ser mandril


Vivir en Suecia me permitió conocer muchas cosas nuevas, como el frío verdadero, las noches de 20 horas, y el arenque podrido con mostaza. También descubrí que en Suecia es ilegal sospechar que uno miente. No hay notarios ni copias legalizadas. Basta la palabra. El problema surge cuando algunos bribones se aprovechan del sistema en el que la credulidad es ley. Algunos latinos, por ejemplo. Cuando los solidarios y generosos escandinavos acogieron a muchos exiliados de las sangrientas dictaduras sudamericanas en los 70s, intentaron conseguirles un trabajo similar al que tenían en sus países de origen. Si no lo conseguían, el estado les proporcionaba un sueldo y bienes (casa, auto) acordes con el status de esos profesionales en Suecia. Todo iba bien, hasta que a algunos se les ocurrió olvidar su pasado de aburridos choferes de taxi o sufridos torneros mecánicos y de un día para otro convertirse en distinguidos médicos o abogados. Y los suecos les creyeron. Por otro lado, la culta televisión pública sueca se mantiene gracias al aporte que cada ciudadano realiza mensualmente por cada aparato de televisión que posee. Los inspectores suecos, sensor electrónico en mano, tocaban la puerta de los departamentos de ciertos individuos de origen latino, alertados por la intensidad de la señal que inequívocamente indicaba que allí había un aparato de TV, y que no estaba registrado. Se abría la puerta, y el volumen de la televisión invadía el pasillo. Sin perder la sonrisa, el inquilino afirmaba -en voz alta, para que lo escucharan en medio del ruido- que no tenía un televisor. Entonces el funcionario sueco, resignado, anotaba en su registro que en ese departamento no había un aparato de televisión. Suma y sigue. Las multas de tránsito sólo pueden ser cursadas si el infractor firma un papel en el que reconoce la falta. O sea que si después de pasarse una luz roja frente a un policía el chofer niega que la luz era roja... no hay multa. Ya pueden imaginar lo que sigue. Todo este sistema de confianza y bienestar ha sido gradualmente desmontado por los gobiernos de derecha, dejando en el pasado al estado benefactor y solidario que construyeron los socialdemócratas, y estableciendo una sociedad cada vez más individualista y entregada al capitalismo desregulado. Parte de la culpa del fin de esa utópica fábula del verde bosque la tienen los extranjeros (por supuesto, esos abusos no fueron monopolio de los latinos) que se aprovecharon de la candidez sueca. Lo interesante es que no eran muchos los sinvergüenzas, estadísticamente hablando. Ni remotamente socavaron los cimientos financieros del estado sueco con sus torpes pillerías. Pero sí lograron minar el entusiasmo de esos otrora abnegados anfitriones, porque -y aquí está el punto- desgraciadamente, las desviaciones de la norma conductual considerada aceptable son magnificadas por los ciudadanos observadores. Es simple de constatar. Basta que uno encuentre dos botellas vacías en una playa para hacerse la idea de que allí tienen lugar bacanales nocturnas donde reinan el desenfreno y la lascivia, cuando el grupo de bebedores puede representar menos del 1% de los usuarios de la playa. En las recientes manifestaciones de los estudiantes chilenos por la educación han llegado a marchar 200 mil personas, pero basta que 50 desadaptados (el 0.025%) rompan escaparates y semáforos para que se tilde a las marchas de violentas. Si uno está haciendo una cola y nota que un par de bellacos no la respetan y tienen éxito, la consigna es rompan filas porque ya no se respeta el orden. Lo que está detrás de todo esto es una concepción popperiana de la validez de los sistemas de convivencia. ¿Se puede combatir? Antes de discutirlo, hablemos un poquito de Popper.

Karl Popper era un filósofo y epistemólogo austriaco que escribió muchas cosas difíciles de entender, y por eso es que algunos sospechan que realmente era muy inteligente. Pero también escribió cosas bastante simples, y así es como queda claro que era una persona realmente brillante. Popper proclamaba que la ciencia es la búsqueda de la verdad a través de la crítica despiadada. O sea, se construye mediante la demolición. Hay que ser primero creativo, luego crítico, y luego volver al comienzo, decía. La mejor manera de llevar ese criterio a la práctica es armar hipótesis que puedan ponerse a prueba, sin enamorarte de tus ideas, sin fanatismos dogmáticos: somete tu predicción a la realidad, y ya veremos. En la cancha se ven los gallos. Las hipótesis -decía- sólo se pueden refutar, pero nunca verificar de manera definitiva, porque la excepción puede llegar pasado mañana. Por ejemplo, si yo digo que todas las plantas son verdes y alguien se aparece con una col morada en la mano (que espero se la coma solo), entonces mi hipótesis ha sido refutada: no es cierto que todas las plantas son verdes. Por el contrario, para poder verificar la hipótesis tendría que tener a la vista todas las plantas del mundo (incluso las ya extintas) y confirmar que son verdes, algo que no es realizable. Entonces, no hay seguridad en el saber. Nunca. El filósofo decía que el saber era conjetural, transitorio, que el aparentemente sólido edificio del conocimiento de la realidad no era más que un castillo de naipes que se caería apenas fallara un naipe. Uno. Ése es Popper, a pesar de su cara de abuelito querendón: si encuentro una excepción a tu teoría, ya puedes guardarte tu teoría donde no le dé el sol.

Bueno, toda esta perorata sobre el buen Popper es para ponerle un marco a mi rechazo al hecho de que mucha gente, sin saberlo, aplica criterios popperianos a su postura frente al grado de civilización (o no) que observa en sus semejantes. ¿Hay una alternativa? Más de una, creo. Hay dos trincheras de resistencia, dos diques de contención que nos pueden proteger de caer en la barbarie. La primera es el filtro estadístico. Se trata de ponderar objetivamente el peso de la situación observada. Si veo que un eunuco mental se estaciona en el lugar exclusivo de discapacitados, en lugar de generalizar en voz alta y decir “nadie respeta el estacionamiento de discapacitados”, lo que es la antesala de la decisión de convertirme en mandril y comenzar a estacionarme allí, lo que puedo hacer es el ejercicio de contar el número de autos que NO se estacionaron allí, y concluir que es una conducta minoritaria. Una situación minoritaria no debiera llevarme a modificar la conducta que consideraba adecuada. Y lo mismo con el que no paga el autobus, el que se mete en la cola para comprar entradas, el que se pasa a la berma de emergencia para adelantar en la carretera, etc. En resumen, me niego a convertirme en mandril por tan poca cosa. La segunda trinchera debe usarse cuando la primera no funciona muy bien, cuando la primera mirada no nos deja en claro que sea la minoría la que se que comporta salvajemente. En ese caso lo único que queda es aferrarse a los principios y resistir contra la corriente. En general, no conviene hacer ejercicios de análisis de ganancias y pérdidas, o costos y beneficios. Eso es ser pragmático, y el pragmatismo está en la vereda del frente del principismo. Los pragmáticos a menudo, y sin saber bien cómo, terminan convirtiéndose en cínicos; y los cínicos, casi sin darse cuenta, a veces terminan siendo ruines, despreciables. Intentar estar siempre en el bando de los ganadores tal vez te lleve al éxito, pero sin duda te llevará a la vileza. Así que, como decían las abuelitas, mejor no cruzar la calle porque el otro barrio es más peligroso (claro, las abuelitas del otro barrio decían lo mismo, pero esa ya es otra historia).

¿Es inviable, está condenado a la extinción el altruismo en un mundo mayoritariamente egoísta? Algo de eso se pregunta la teoría de juegos (game theory), que tiene aplicaciones en psicología, sociología, economía y evolución biológica. Uno de los próceres de este conjunto de ideas es John Nash, el genio esquizofrénico caricaturizado en la película Una mente brillante. En palabras simples, esta teoría investiga sobre la conducta del individuo, que se supone busca principalmente su éxito, enfrentado a otras conductas de individuos, donde la dualidad egoísmo/cooperación y sus respectivas ventajas marcan las decisiones. Uno de los ejemplos más conocidos es el dilema del prisionero. Dos sospechosos de haber robado un banco son encerrados por separado y el investigador a cargo del caso le plantea  a cada uno el siguiente esquema: si tú confiesas y el otro calla, tú sales libre y el otro queda preso 10 años; si ambos confiesan, quedan ambos presos 5 años; si ninguno confiesa, ambos salen libres después de apenas 3 meses. El dilema es que el mejor resultado para ambos sólo se obtiene si ninguno cae en la tentación de salvarse solo, pues si ambos ceden, e intentan perjudicar al otro, les va mucho peor que si apuntaran los dos a no perjudicarse.  Es un conflicto complejo entre el egoísmo, la cooperación y la confianza en el otro. En este contexto de la evolución del comportamiento cooperativo, dos matemáticos (Martin Nowak y Robert May) hicieron correr un modelo en el que plantean la existencia de dos tipos de personas: cooperadores y egoístas, los que aplican su conducta cada vez que por azar interactúan en un espacio definido. Luego de múltiples generaciones, uno de los resultados que se observa es una metáfora particularmente bella: se forman pequeñas islas de cooperadores en un mar de egoístas. Las islas subsisten porque al interior de ellas el éxito es mayor que en la matriz circundante. Este resultado de frías dinámicas fractálicas es una absoluta moraleja social.

En medio de la conmoción social, el pánico y el desamparo después del terremoto en Chile, sucedieron saqueos a supermercados en los que mucha gente tomó artículos de primera necesidad (pan, leche , pañales), pero muchos otros simplemente robaron artículos valiosos. En medio de la turba que saqueaba, la televisión, transmitiendo en vivo, captó a una señora que lloraba paralizada, abrazando a su pequeña hija. El reportero le preguntó qué le ocurría. La señora dijo que había venido porque había escuchado que iban a regalar cosas, y ella necesitaba, pero que al darse cuenta de que era saqueo... no pudo hacerlo. ¿Cómo le voy a enseñar eso a mi hija? dijo entre sollozos, momentos antes de irse del lugar. Días después, se organizaron en las redes sociales grupos que buscaban conocer la identidad de esa señora, ejemplo de integridad en la condiciones más adversas. La encontraron finalmente, y los regalos que recibió masivamente fueron muy superiores a lo que hubiera podido llevarse en un carrito de supermercado esa tarde. Esta fábula real pudo no tener ese final feliz y aún así hubiera sido una enorme lección. ¿Es relevante pensar o hablar de estos temas? No me parece de poca importancia, por más trivial o sermón de evangélico en práctica que parezca.  La semana pasada escuchaba en un aeropuerto cómo una vendedora con experiencia le contaba orgullosa a una más joven cómo ella había aprendido que no había que perder tiempo ayudando a los colegas, porque tarde o temprano te clavan la puñalada. He escuchado a muchos adultos hablar delante de sus hijos acerca de la inutilidad de respetar al otro si el otro no te va a respetar. Creo que uno puede elegir romper esa cadena de degradación moral, evitar al menos la contaminación de su círculo cercano (la isla en formación). Uno puede decidir no ser mandril.



1 comentario:

  1. A mí siempre me sorprendió ver esas máquinas en las que se pone una moneda, abres una puerta y coges, supuestamente, sólo un periódico de una pila de diarios. Yo siempre me imaginaba que si esa maquina estaría en un país como el nuestro, no faltaría un canillita que luego de haber contribuído con el pago de sólo un diario, se agarre todos los disponibles y se ponga a venderlos a un metro de ahí. Qué Mandrilada!

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