domingo, 13 de diciembre de 2009

El sorteo

“Te vas a arrepentir de tanta cojudez solidaria”. Recordó esa frase –la última que le dirigieron al salir de su casa– en el momento más crítico. El sol, inusualmente fuerte para las ocho de la mañana de un lunes de octubre, estaba derribando sus últimas defensas físicas y, lo que era peor, amenazaba con poder lograr lo que dos amorosos, decididos, y finalmente tercos padres no habían logrado: estaba por convencerse de que realmente había sido una cojudez haber porfiado para ir a hacer la cola del sorteo del servicio militar, como cualquier hijo de vecino, cuando el tío Oscar le podía arreglar el asunto por un módico precio: un lonchecito de domingo, con valses, butifarras y mentiras sobre escaramuzas con los ecuatorianos, además de las infaltables cervecitas heladas. Pero él no quería venderse así de fácil. A sus diecisiete años tenía una ética y, sobre todo, una incipiente conciencia social de identificación con los más humildes que le había dado las fuerzas para enfrentar a sus padres, rechazar los privilegios y decidir acudir al llamamiento oficial aparecido en el periódico. Pero ahora el asunto no se veía tan fácil. Estaba parado allí desde las seis y veinte, hora en que, sobriamente, se colocó detrás de los ocho madrugadores que lo habían antecedido y se dedicó –qué remedio– a observar el paisaje. El cuartel estaba en un malecón, así que se podía observar la playa. No había bañistas, esa playa estaba convertida en un basural. En otro lugar o tiempo los coloridos promontorios de desechos habrían sido dunas grises y los escuálidos gallinazos plomizos serían vivaces gaviotas blancas, pensó. La única figura humana que se podía ver era la de un hombre con sombrero de paja que arrastraba un costal y rebuscaba en la basura. Imaginó la emoción de aquel hombre al descubrir algo valioso en medio de tanta podredumbre, y se dijo que hurgar la basura también podía ser emocionante. Mientras veía planear a los alcatraces hambrientos y constataba que sus limpias zapatillas blancas rompían una suerte de uniformidad de polvorientos zapatos negros de taco grueso (y medias guindas de nylon), transcurrió la primera media hora y la cola superó la veintena de potenciales víctimas del servicio militar.

En la cola, que nacía en las narices de un soldadito cetrino y retaco, y moría mucho más allá de la esquina visible, figuraban conspicuos representantes de una Lima cada vez más híbrida. Desde el hijo-ayudante de vendedor ambulante con algún Terokal en su niñez, hasta los arribistas de clase media venida a mucho menos, respirando superioridad y distancia desde su ropa moderna. No era casual la ausencia de niños-bien; la inmunidad nacida del dinero incluía estos menesteres. La espera se le hacía menos tediosa cuando entraba en escena ese recurrente comportamiento de masas tan cómico como absurdo: cada vez que alguien giraba la cabeza súbitamente, los vecinos de cola primero y luego, en efecto dominó, todos los demás, volteaban también la cabeza buscando la causa de la repentina curiosidad del otro, terminando por desilusionarse por la inexistencia del supuesto evento, sólo para más tarde repetir el inútil ritual ante el mismo estímulo. Se acordó de su profesor de biología, quien acostumbraba decir que no habíamos dejado de ser primates.

Eran ya las nueve y diez cuando abrieron por fin el portón y, al son de los gritos destemplados del alférez a cargo, reprodujeron en el patio interior la fila formada afuera, pero esta vez parados, firmes y en silencio. Le pareció inapropiado que los trataran como conscriptos cuando el trámite a realizar, el sorteo, era precisamente para definir si serían reclutas o no. Pero desechó pronto la idea de usar el sentido común para analizar la situación, recordaba muy bien la autosuficiencia y el desdén con el que el tío Oscar se refería a “los civiles”. No habían pasado diez minutos de tensa calma cuando la voz del alférez tronó.

- O sea que tú eres bacán, ¡Ah! ¿Vivo eres, no?

- ...

- !Ya carajo! ¡Cincuenta ranas o te quedas guardado tres días!

Algún imprudente había desobedecido la orden de mantenerse en pie e inauguraba así la serie de gritos y castigos que habría de marcar la rutina de la siguiente hora, en la que la angustia sustituiría de a pocos el tedio de la espera incierta. Los ánimos de aquellos jóvenes aún anónimos (pronto comenzarían a gritar sus apellidos por un megáfono) estaban ya mermados. La curiosidad y las sonrisas disimuladas que inicialmente habían acompañado la contemplación de los castigos físicos ahora daban paso al temor a ser los siguientes, sin razón aparente. Los demás comenzaban también a desterrar el sentido común de sus reflexiones. Él se preguntó si algún otro estaría pensando también en Kafka, y no pudo evitar un leve sentimiento de culpa después de prejuzgar que pocos o ninguno conocerían al escritor. De pronto le llamó la atención un muchacho pelirrojo, flaco y pecoso; parecía asustado. “Ese colorado fijo que sale sorteado. Tiene cara de perdedor innato, y encima pelirrojo, pecoso y cabezón el pobre. Cargar con esa cara y esa cabeza ya es abuso. Además mira como pidiendo disculpas por existir, eso va a provocar más a los aprendices de sádico que nos están vigilando. Pobre, ése es número fijo, ya está jodido”.


Escuchar sus nombres y apellidos fue una sorpresa. Quedó aturdido, sin terminar de creer que efectivamente era él a quien llamaban ahora para recoger su boleta con la fecha de presentación para el reclutamiento. Realmente no esperaba que el sorteo lo perjudicara. Basaba su confianza en una ley de compensación que él suponía se aplicaba para cada buena acción en la vida. Si él había insistido en rechazar los privilegios ofrecidos por su tío militar entonces lo que correspondía era que no saliera sorteado para hacer el servicio. Era lo justo. Definitivamente esa candidez todavía no cumplía diecisiete años.

Emprendió lentamente la caminata de regreso con ese andar tan particular que sólo los derrotados poseen, sin más compañía que la imagen recurrente del tío Oscar sonriéndole, cachaciento, victorioso; así volvió a ser asaltado por esa especie de odio que alguna vez había sentido escuchándolo hablar de la conveniencia de aplicar una política de “tierra arrasada” para combatir la subversión. “Mira Mechita, si tirándome cincuenta campesinos me voy a bajar a cuatro terroristas, bien tirados están. No hay alternativa. ¿O quieres que les tiremos piedritas con una honda? No pues, la cosa no funciona así. Estamos en guerra, y la guerra la saben hacer los militares, no los políticos blandengues que son puro bla-bla.”

La vereda agrietada, las paredes sucias exhibiendo todavía algunos panfletos de propaganda política, un grupo de perros persiguiendo a una perra en celo, una niña cargando una galonera vacía y cantando el último comercial de shampoo. No reparó en los componentes del paisaje que hacían un contrapunto con la luminosidad del día. Tampoco se dio cuenta de la súbita agitación que siguió al estruendo de dos detonaciones casi simultáneas. Estaba demasiado concentrado en el drama que se le avecinaba, y trataba de recordar si era Lalo o Arturo el que tenía un primo que podía conseguir una libreta militar falsificada. Un hombre y una mujer de aproximadamente su misma edad pasaron a su lado corriendo mientras una señora en alguna ventana gritaba desesperada.

Un golpe en la cabeza, inapropiadamente fuerte para alguien que está de espaldas y no está huyendo, lo derribó. Todavía consciente, sintió cómo llevaban sus brazos hacia atrás mientras algo pesado le apretaba la espalda y algo pequeño y frío entraba en contacto con su nuca.

- Te jodiste conchetumadre, te vas a arrepentir de haber nacido. Vamos a ver si eres tan valiente ahora, terruco de mierda.

Las sacudidas y el ulular constante de una sirena lo despertaron. Aparentemente estaba en un automóvil, a juzgar por el ruido del motor y las sacudidas, pero estaba muy oscuro. Dedujo que quizás estaba en la maletera. Tenía las manos atadas en la espalda. Estaba confundido, el dolor en la cabeza no le permitía pensar con claridad, descifrar la secuencia de hechos que lo había llevado a esa situación. Antes de buscar una salida, quería entender por qué estaba allí. Soportando el dolor y la falta de aire, pudo poco a poco rehacer el camino de la mañana, la espera en la cola afuera del cuartel, la ansiedad una vez adentro. De repente recordó al pelirrojo aquél, al nacido para perder. Reconoció entonces su error: el pelirrojo no había salido sorteado, y él sí.

El hombre con sombrero de paja intenta apurar el paso mientras revisa con un palo la basura en la playa. Sabe que los sábados los soldaditos allá enfrente en el cuartel se divierten disparándole para asustarlo, y no quiere estar en su mira por mucho tiempo. Arrastra con dificultad el saco y aguanta el dolor en la planta del pie cortada por un vidrio de botella. Aunque no ha sido un buen día, el saco ya está pesado: hoy no ha sido exigente con la mercadería. De pronto sus ojos descubren entre restos de verduras podridas y cartones chamuscados lo que parece ser un tesoro. El hombre se detiene, remueve un poco más la basura, y se arrodilla jubiloso. Olvida por un momento los disparos que ya comenzaron a silbarle cerca y abre su saco para guardar su valioso hallazgo. Es mi día de suerte, piensa, segundos antes de darse cuenta que esas zapatillas blancas están unidas a un cuerpo.

(1991)

domingo, 6 de diciembre de 2009

Nada de lo que brilla es oro

Otro cuento. Con el anterior ("La mujer ...."), forma hasta cierto punto un díptico, con miradas opuestas sobre la belleza, o al menos eso se me ocurrió alguna vez sin pensarlo mucho, al publicarlo también en la revista electrónica Ciberayllu. A diferencia del anterior, éste si tiene algo de biográfico, pero -como ya he dicho tantas veces- es una historia que en otro momento contaré.




Nada de lo que brilla es oro

Pablo, despierto hace veinte minutos, lee por tercera vez la leyenda del póster de Machado que lo ha acompañado en cada pared de cada pieza arrendada desde que llegó a Santiago, y que aún no ha despegado por no herir a la distancia al buen tío que se lo regaló hace seis cumpleaños y siete siglos. Hoy no hay camino por andar: es sábado, y el instituto de computación e informática que ya está en el siglo veintiuno y que tiene la clave para tu éxito no abre sus puertas los fines de semana. Tendrá que esperar hasta el lunes para ver a Verónica otra vez. Aprovecha para mirar sin herirse el foco apagado que cuelga del techo y que cada noche le posterga una respuesta.
Toma su block, que se hacina en la pequeña mesa de noche junto con su despertador, una lámpara sin pantalla, El Libro del Desasosiego, y El Túnel, y, como si no lo supiera ya de memoria, vuelve a revisar sus apuntes. Lunes. A ver. Sí. Es la cafetería a diez para las nueve. Casi nunca estás sola. Odio a la enana rubia de la casaca de cuero, seguro que toma el café contigo para recoger miradas de rebote. Infeliz. Me gusta cuando ella te habla y tú no la miras, seguro te aburre comentando la telenovela, y la mirada se te pierde por la ventana, y te imagino imaginando, y ya no puedo evitar soñar despierto, ahora estás sentada sobre mí, iniciando una cadencia lenta, acompasada, mirándome a través de tu pelo que cae hacia adelante y luego otra vez hacia atrás, hasta que mis manos se alzan y aprietan, primero despacio, con cariño, hasta que la pasión se desboca y entonces con más fuerza, y tú llevas la cabeza para atrás al tiempo que gimes por primera vez... hasta que dan las nueve. El lunes está vacío después de las nueve. Lo que sigue es el miércoles a las cinco y media, a la salida del pabellón de aulas. Y de allí no la veo hasta el viernes a las tres, en el mismo lugar. Maldita semana que tiene apenas tres días.
El hambre le indica que el mediodía está cerca, así que no vale la pena desayunar. Afuera, entonces. La calle es la sala de estar de los que arriendan pieza a viejas mezquinas. Claro que en este caso la mezquindad de Doña Norma es casi una reciprocidad con la vida, que le dio apenas un marido que amenazó veinte años con dejarla y que sólo lo cumplió cuando la dejó viuda y sin sonrisa posible. Camina despacio hacia el parque y decide desviarse para pasar por la acera del instituto, sabe que no la encontrará pero quiere al menos compartir espacios a destiempo. Recuerda ese texto de la poeta polaca que habla de la perilla de una puerta como terco puente intemporal entre dos manos que se entrelazarán amantes algún día. Se entretiene haciendo crujir las hojas secas en la vereda, y se pregunta si las que no crujen fueron ya pisadas por otros (¿quiénes?). Inevitablemente vuelve a analizar sus posibilidades.
Puede que se asuste. Bueno, tampoco es tan terrible. Supongo que tendría una segunda oportunidad. Pero ya estaría sesgada por la primera impresión. Sí, hay que pensarla muy bien. Sólo pido que me dé tiempo para preguntarle de qué color es el cielo desde sus ojos. Porque ese es el cielo en el que puedo creer, el otro no me ha servido de mucho hasta ahora. A lo mejor es una pregunta muy violenta para una primera vez. Pero no quisiera caer en la mediocridad de preguntarle la hora o comentar qué frío hace; todavía no desarrollo inmunidad a los lugares comunes. Mierda, ya se acerca la época de exámenes y ahí sí que la cosa se pone jodida: dos semanas sin saberle el rumbo. Todo sería más fácil si de una vez me animara a hablarle. No, no es un miedo común o timidez infantil y punto. Pasa que siento que arriesgaría esta especie de relación que tenemos. Porque soñarla, esperarla, adivinarla, seguirla y despedirla en secreto es para mí ya una relación; me da y me quita vida, me otorga objetivos cada mañana y me impone depresiones cada noche. La otra opción sería acercarme por cartas anónimas, mostrarle algo de lo que le he escrito, jugar a Cyrano. Tampoco me convence mucho.
Sin entender. Amanecer sin entender y preguntar por el eterno regreso de las aves migratorias (alegoría de los deseos inconclusos, de los puñales sin mango). Tener por toda respuesta la inútil promesa del azar determinista y recordar --como si siempre se pudiera volver a empezar-- un pecho abierto inalcanzable como contraseña de una noche perdida en la memoria de un dios insomne. Descubrir por enésima vez la causa y justificación de todas las religiones, todos los poemas, todos los orgasmos y todas las muertes. Plagiar otros dolores al atormentarme con esa imagen de patricia romana concebida como ofrenda a los sentidos. Y llorar un glaciar desconocido que mañana sepultará a un pueblo en tu nombre.
Pablo llega, como cada sábado, a leer a la misma banca del mismo parque. El otoño es el carnaval carioca de los árboles, piensa. El color verdadero nace y muere en otoño, el resto no es más que un estancamiento verde que dura meses, como la rutina de un oficinista, que se hace soportable sólo sabiendo que en febrero llegarán las vacaciones. Del mismo modo, el paréntesis del invierno, el exceso del verano, y la superficial belleza de la primavera se pueden tolerar porque tarde o temprano darán paso al otoño. ¿Cómo explicarle a un ciego los cien tonos del anaranjado? No sé, quizás hablándole de la melancolía del lugar de la niñez, allá lejos, del evocar sentimientos a la vez tristes y dulces, trilces diría el poeta. A veces lo complejo se soluciona con lo simple. El problema es que lo simple a menudo se disfraza de lo tonto. Saca su libro de la mochila y, para no quebrantar el ritual, mira a su alrededor asegurándose de que no haya nadie muy cerca. Pablo es muy sensible a la congestión de almas. Entonces reconoce a lo lejos la ataxia del andar del flaco Varela. Qué mala suerte, parece que justo viene para acá. El flaco es buena gente, pero de comentar los partidos del campeonato y sus seguramente inventadas aventuras sexuales con las amigas de su madre, no pasa. Y sus relatos suelen ser tan breves como la despedida de un borracho.
Esta vez no ha sido ni el fútbol ni sus amantes veteranas. El flaco está muy atribulado porque en su casa le han sugerido, en un tono muy parecido a la amenaza, que se busque un trabajo.
- Entonces tienes que buscarte un trabajo, Flaco, no queda otra. Hay que apechugar.
- Claro, qué fácil: “busca trabajo“. ¿Tú crees que te pediría consejo si la cosa fuera tan fácil como contestar eso?. Parece que no entendieras Pablo, se trata de un conflicto íntimo con mi proyecto personal, con mis valores de vida, se va a truncar mi proceso. ¿No te das cuenta de la gravedad del asunto?
Antes de dejarse llevar por la impaciencia que habitualmente rodea sus encuentros con el flaco, y en un extremo intento de raciocinio solidario, Pablo se abstrae de la perorata y reflexiona. Se da cuenta que su propio dilema, la terrible obsesión que lo acosa día y noche, también podría sonar como un asunto muy simple a oídos de cualquier persona. Del flaco Varela, por ejemplo.
- Flaco, perdona que te cambie el tema pero... ¿Qué harías tú si estuvieras muerto por una chica que no te conoce pero que...
- Haría que me conociera, para empezar. ¿No te parece? ¿O tú crees en esas huevadas de la telepatía? Si no juegas el partido no puedes ganarlo, Pablito. Claro, tampoco puedes perderlo. Pero no jodas, esa es la mentalidad típica del mediocre. Por ejemplo, el charlatán inepto que entrena a la selección...
El flaco seguía hablando de las eliminatorias para el mundial pero Pablo ya no lo escuchaba. Quizás no había que darle tantas vueltas, al fin y al cabo de alguna manera había que empezar, y él ya había evaluado cien veces todas las posibilidades sin convencerse. A lo mejor bastaba con aferrarse a cualquiera de ellas, a la más elemental, y de allí para adelante confiar en su capacidad para tocar de oído. “Dale algún espacio a la inspiración, Pablito, no todo puede planificarse“. Le parecía estar oyendo a su madre hace años, en una ocasión muy distinta. Sonrío mientras comprobaba que extrañaba mucho a su madre --no en vano era otoño-- y supo que el lunes se acercaría por fin a Verónica. A veces lo complejo se soluciona con lo simple, se repitió.
Pablo se sorprende de no estar nervioso. Allí está ella, sentada, diosa, hermosa, y aquí, a sólo unos metros, está él, parado e impidiendo la entrada de la gente a la cafetería. Un empujón cortés por detrás lo termina de decidir (no te olvides; busca lo simple, no te enredes; juega en primera; después habrá tiempo para laberintos y gongorismos).
- Hola, ¿Me puedo sentar?
- Ya te sentaste. Hola. ¿Te conozco?
- (hmm; agresiva; o a la defensiva; de todas maneras no debo mostrarme débil; además sus ojos dicen otra cosa; adelante) No me conozco ni siquiera yo, así que es mucho aspirar a que me conozcan los demás. Soy Pablo. Y tú eres Verónica.
- Sí, soy Verónica. Me imagino que tú también me vas a decir que merecí ganar el Miss 17 del año pasado…
- (epa, información no registrada; igual: no mentir; la mentira tiene patas cortas, dice mi mamá; de todos modos, algo pretenciosa, ¿o no?). No, no veo, bueno, no tengo tele. No sabía que habías participado. Pero supongo que merecías ganar...(torpe, definitivamente pobre; la espontaneidad de un presentador del Oscar; vamos hombre, suéltate).
- Eso ya pasó. Y ahora me tengo que ir. Lo siento, estoy aburrida de que me aborden así.
- (al borde del knock out en el primer asalto; hay que arriesgar). Te invito al cine, hoy. A ver "Caballos Salvajes". Y no puedes decir que no hasta después de ver la película. Ya te explicaré por qué (no tengo la más puta idea de qué le voy a explicar; pero la intriga debería funcionar; una vez allá, algo se me ocurrirá).
- La verdad es que pensaba ir a verla de todas maneras. (¿coincidencia? ¿excusa para no darme un sí abiertamente?). Y creo que mañana la sacan. Así que bueno. Nos juntamos en la puerta del Normandie a las nueve. Y ahora sí me voy.
- Chau, Verónica. (toda una profesional; todo simple; fría sin ser distante; dejándose admirar, apenas).
Pablo ha llegado cinco minutos antes y se entretiene leyendo la crítica de la película aparecida en los diarios. Vaya, otro pelmazo ilustrado exhibiendo su esnobismo. Si les cobraran por cada galicismo innecesario y por cada término ultratécnico la mitad de los críticos tendría que dedicarse a otra cosa. El nerviosismo de la espera le impide seguir leyendo. Ya está cinco minutos tarde. Y ahora diez. Comienza a irritarse con cada persona que llega y que no es Verónica. A todos les encuentra cara de tontos. Dos décimas de segundo de odio por cada uno. Y el reloj dice que son las nueve y cuarto. Esto se pone difícil. A lo mejor no va a venir. O quizás le ocurrió algo. De todos modos, no puede esperar eternamente. Si a las nueve y veinte no llega me voy. Veinte minutos es un tiempo razonable. ¿Razonable para quien?, diría su madre. Finalmente: las nueve y veinte. Bueno, cinco minutos más, sólo por si algún accidente cortó el tránsito, o algo así. No quiere darse cuenta que es capaz de empeñar todo su orgullo y su interminable escala de principios por no romper el lábil eslabón que ahora lo une a Verónica, su primera obsesión. Deja de mirar el reloj para no enfrentar lo evidente. Hasta que por fin.
- ¡Pensé que ya no venías! (estás preciosa; te hubiera esperado otros cien años)
- ¿Compraste las entradas?
- (un momento, ¿ni siquiera "disculpa"?) …
- ¿Las compraste?
- (vamos mujer: no puedes ser así)...
Pablo saca de su bolsillo las dos entradas y se las muestra junto con los restos de algo que hace veinte minutos hubiera sido una sonrisa.
- Vamos entonces, ya debe haber comenzado.
- (sí, y no será porque adelantaron la función; ¿te cuesta tanto ser un poquito más dulce?).
Han salido del cine y Pablo camina mudo al lado de ella, esperando el comentario que no llega. Recuerda que en el instituto prometió explicarle por qué ella no podía rechazar la invitación al cine. Pero no se preocupa por no haber preparado una explicación verosímil. Intuye que Verónica no le preguntará nada. Finalmente, después de un rato,se decide a ser él quien inicie el diálogo.
- La frase del viejo me pareció genial
- ¿Cuál frase?
- Esa. La de que la única manera de asegurarse el no sufrir es no amar nada ni a nadie. Genial.
- A mí me parece trivial, no le encuentro nada muy especial. Además no me gustó ese personaje: demasiado complicado para decir las cosas más simples. Típico fanfarrón argentino.
- Bueno, para hacer arte hay que de alguna manera complicar lo simple, ¿o no? Es más, yo creo que...
- ¿Me acompañas a mi casa o nos despedimos acá?
- (no sé si odiarte por interrumpirme o suponer que quieres que esta noche no termine todavía; en todo caso, si estás interesada en mí lo disimulas muy bien). Te acompaño (dejé decidir al piloto automático, ojalá no me arrepienta).
Pablo no se arredra al enterarse que Verónica vive un poco más allá del fin del mundo, en ese barrio alto que él sólo conoce de nombre. No importa, aquí estoy y voy a seguir hasta el final. Cuántas noches soñé con vivir una situación como ésta... sí, pero hay algo que falta, o que sobra, no sé bien qué, pero me incomoda. En fin, ya habrá tiempo mañana para arrepentirse. Suben al microbús. Afortunadamente hay dos asientos vacíos juntos. Voltea a mirarla y la halla sonriendo desde el Olimpo. Y sigue sonriendo, abusando de su belleza, cuando se sienta a su lado. Maldita ambigüedad que se instala entre los instantes. El jardín de senderos que se bifurcan: Borges y las infinitas posibilidades finitas, eso es. Pablo siente que se aproxima al umbral de una decisión: el camino de la izquierda no se encontrará jamás con el de la derecha. Eso es lo que le incomoda. Al poco rato sube un vendedor ambulante y, antes de ofrecer sus parches-curita a cambio de una moneda, narra de modo sumario las más recientes desgracias de su vida, apelando a la buena voluntad del respetable pasajero que seguramente sabrá comprender. Pablo inmediatamente hurga en su bolsillo. No lo hace para impresionarla. Hace tiempo decidió que todo análisis o justificación sobre el dar o no dar sale sobrando frente a la inasible dimensión del sufrimiento ajeno: él simplemente da, sin sentirse por ello un poco más lejos del purgatorio, si es que existe.
- No le creas, son puras mentiras. Seguro se va a gastar la plata en licor más tarde. Me parece realmente despreciable que estos tipos abusen de la candidez de la gente. Gente como tú, por ejemplo. No deberían dejarlos subir.
- (oye, eso sonó muy parecido al prototipo de lo que odio).
Casi inmediatamente, aparece una señora con bolsas del supermercado y sin asiento a la vista. Pablo se levanta y le cede el asiento, necesita pensar. Pero no ha logrado poner nada en orden todavía cuando la señora se levanta y agradeciéndole al joven se instala en otro asiento. Quizás lo hizo para no estorbar a la pareja que cree ver, quizás simplemente quería estar más cerca de la puerta del microbús. Poco le importa a Pablo resolver esa cuestión, necesita poner orden en su cabeza.
- Oye, ¿Tú ejerces de buen samaritano siempre o estás tratando de impresionarme? Porque te aviso que no vas por buen rumbo. A mí me encanta el Jota (y quién carajo es el Jota) porque no se deja embaucar por las viejas devora-asientos. Cuando ellas comentan “parece que no hay caballeros en este micro” él les dice “No señora, caballeros sí hay, lo que no hay son asientos”.
Pablo atisba que pronto va a escuchar ese ruido de vidrios quebrándose, y se aferra a una última opción.
- Esa señora podría ser tu madre, ¿Te gustaría que no le dieran el asiento y encima se burlaran de ella?
- Aparte de melodramático eres ingenuo. Mi mamá ni muerta se subiría a un micro.
Y ahora sí. Pablo escucha ese sonido de vidrios quebrándose que escuchó por primera vez cuando Luisa, sin mediar preámbulo, le dijo “no quiero seguir”. La sensación de incomodidad se convierte en angustia y después en ahogo. No quiere luchar más contra sí mismo. Un ahora sí último intento por buscar una señal, un indicio sutil de que algo quizás valioso se esconda detrás de esa belleza tan apabullante como fría, se estrella contra la palabra “nada”. Entonces, todavía azotado por la marejada que va y vuelve de la frente al pecho, decide terminar con todo de una vez. Dedica todavía unos instantes a meditar las palabras de despedida, oscilando entre la ironía cáustica y la excusa cínica. No, no vale la pena, no se merece siquiera eso, yo me bajo ahora mismo. Pablo no alcanza a escuchar el “qué te pasa” que sin mucha emoción le lanza Verónica mientras se dirige a la puerta omitiendo la despedida.
Apenas baja experimenta una sensación de alivio infinito, un torrente de aire fresco le llena los pulmones. Mira a los costados, identifica las avenidas, ubica un paradero cercano; pero finalmente decide volver caminando. Nunca hay apuro para quien no es esperado por nadie. Y esa vieja sólo espera la llegada del fin de mes, para poder cobrar. Se siente hasta arrullado por los ruidos y los juegos de luces y sombras de la avenida que le confieren el sano anonimato que en esos momentos necesita. Pablo se sorprende con un nudo en su garganta al recordar la emoción con la que se preparó para la cita. Tanta pasión para nada. Recuerda ese cuento en la antología de cuentos sobre fútbol que publicó Valdano. No se lo merece, ¡No seas huevón! Se detiene, respira profundamente, abre su mochila y, a manera de exorcismo, arruga y tira el papel que sólo cuatro horas antes había llenado con la mejor de sus caligrafías. Un papel donde una mano enamorada transcribió frases acerca del eterno regreso de las aves migratorias. Piensa ahora que el siguiente texto dirá algo así como “derrota de la obsesión a manos de la nada”, pero decide no trabajar en él antes de llegar a la casa: quiere tener la cabeza despejada. Sigue caminando y recuerda aquello de que las cosas más complejas pueden resolverse de la manera más simple. Y no sabe si sentirse por ello más niño o más adulto. Al llegar a la esquina se detiene a leer los periódicos en un quiosco. Experimenta un súbito afecto por las otras personas que leen a su lado, como si descubriera de pronto que es parte de una hermandad, algo así como la cofradía de los que no necesitan demasiado para ser felices, de los que buscan sin saber bien qué. Todos los titulares giran alrededor del próximo partido de la selección de fútbol. Dos minutos después reinicia su caminata, sin prisa. Sí, el flaco Varela tiene razón : con ese incapaz como entrenador no vamos a llegar a ninguna parte.



sábado, 28 de noviembre de 2009

La mujer más fea del mundo

Este cuento lo escribí hace una década y se publicó en Ciberayllu. Por aquella época me llegaron varios comentarios, todos de mujeres, curiosamente. Esperaba beligerancia por el título en alguna feminista a ultranza que no hubiera pasado de eso (del título), pero no, ellas fueron bastante elogiosas. Una me preguntó en qué editorial yo había publicado algo, para comprar el libro. Me dio hasta ternura la suposición. Tendría que mandarle hoy un mensaje diciéndole "Hola, hace diez años me preguntaste en qué editorial había publicado; pues la respuesta sigue siendo ninguna, pero no me rindo". Otra de ellas terminó siendo mi amiga e intentó ayudarme a publicar, en una historia con varios episodios surrealistas que algún día contaré.


La mujer más fea del mundo

No creerás que estoy diciendo esto para impresionarte o dármelas de raro, no Raúl, creo que tú me conoces lo suficiente como para saber que nada de lo que te cuento lo he inventado. Sí, ya sé que suena a fábula; pero es que tendría que contártelo todo, paso a paso, desde el comienzo, para que pudieras primero creer y después quizás entender. Está bien, ya que insistes lo voy a hacer. Tómalo como un gesto de agradecimiento por el favor que me estás haciendo. Te lo cuento, además, para que te entretengas y no te quedes dormido al volante; porque todavía faltan cuatrocientos kilómetros para llegar a Arica, el paisaje no es precisamente una inyección de anfetaminas, y no quiero morir hoy. Quizás acepte morir mañana, después de que haya hablado con Mónica, pero esa es otra historia.

Puede ser que tengas razón, que sea una exageración, y hasta un agravio, decir una cosa como esa, que era la mujer más fea del mundo, pero te juro que nunca había visto una mujer tan fea. Y vaya que he visto mujeres. No Raúl, no lo digo por joder, lo de Marcela y yo fue una tontería de una noche de fogata y guitarra en la playa, no pasó de eso. Y ya te lo he dicho mil veces: fue antes de que ustedes se comprometieran. Además ahora están felizmente casados, si no me equivoco ya son tres años, ¿no? Bueno, tampoco te pongas así, yo no sabía lo de ella con Alberto, ese hijo de puta, nunca me gustó. ¿Y cómo iba a saberlo si tú nunca me cuentas nada? A veces creo que olvidas quién soy. Soy Ricardo, tu mejor amigo desde hace 18 años, el que te presentó a Marcela en esa fiesta. En realidad no mereces que te cuente esto, pero en fin, todo sea por llegar a Arica con los huesos sanos. Bueno, volviendo al relato, te decía que era, lejos, la mujer más fea que alguna vez vi. Claro, tú dirás que las octogenarias desdentadas o verrugosas pueden ser más feas, pero no se trata de lo mismo. Uno ya no mira a las ancianas como mujeres-mujeres sino como abuelitas querendonas, amigas del dulce y del tejido, hay hasta algo de ternura en su fealdad. Además esos rostros arrugados ya no representan a esas mujeres, son apenas máscaras que la maldad ciega del tiempo les ha colocado encima. No, yo me refiero a la fealdad que choca, que obstruye y hasta inutiliza el deseo.

Mónica se despierta por segunda vez en la mañana. Se da una vuelta en la cama, se vuelve a cubrir con las sábanas y, al igual que hace una hora, desiste de levantarse. No le gusta dormir sin sueño, sabe que eso la aturde, pero hoy prefiere el aturdimiento al tedio que desgasta. El día se anuncia difícil, y no tiene sentido malgastar energías conjugando el verbo esperar.

Te decía que era la mujer más fea que conocí. Bueno, tampoco se puede decir que la conocía, ella era cajera del supermercado donde todos los martes y viernes yo compraba jugo de naranja, leche y cereal chocolatado para el desayuno. A veces me acompañaba Alberto, ese hijo de puta, mejor ni acordarse de él, mira que meterse con Marcela... No Raúl, no quiero hurgar en tu herida, si te cuento que iba con Alberto es porque fue a él al que primero le comenté sobre esa cajera: gorda con la obesidad esperándola en la siguiente cuadra, pálida como monja de clausura, un acné juvenil que ya llegaba a la adultez, una cola de caballo sin gracia, cero maquillaje; en fin, compadre, no la salvaba ni opinión de madre. Alberto decía que estaba como para Fellini, pero yo de cine no entiendo mucho. Eso sí, sospecho que esa fealdad no podía pasar desapercibida ante los ojos de un artista. Con esto no quiero decir que esa fuera mi mirada. De hecho, según Mónica yo comencé a elegir esa caja, cada martes y viernes, por una mezcla de curiosidad morbosa y caridad malentendida. Yo no sé, el caso es que no podía evitar pensar en esa cajera cada vez que entraba al supermercado.

Las primeras veces no me miraba, así que no podía percatarse de que yo sí lo hacía. Yo pensaba que no miraba a los clientes para no incomodar, pero luego me di cuenta que era para poder concentrarse en su trabajo y al mismo tiempo estar lejos de allí. Sí Raúl, cuando me decía: “Buenas noches“ o “Son mil doscientos treinta“ su mirada nunca se detenía en mí. O se dirigía a la imaginaria cola detrás de mí o simplemente me atravesaba para ir a estrellarse digamos en la jamonada de pavo y luego rebotar hacia sabe Dios dónde. Yo aprovechaba mi invisibilidad para observarla con detenimiento, para fijar cada detalle de su rostro y contrastarlo con el todo. En realidad trataba de descubrir el punto fuerte y el punto débil de su fealdad. Creo que el punto fuerte era el acné. Era difícil abstraerse de ese desolado paisaje lunar. Sin embargo, una vez pude concentrarme en su rostro obviando las odiosas manchitas rojas y créeme que sus facciones eran casi armoniosas, hasta lamenté ese ensañamiento de las hormonas. El punto débil de su fealdad eran, sin ninguna duda, sus ojos. No sé si por obra y gracia de los lentes de contacto o por misericordia de la naturaleza, ella no usaba anteojos. Entonces esos ojitos café aparecían como fuera de lugar, como invitados por error a una fiesta de disfraces. Eran ojos pequeños pero muy profundos. No sé por qué pero daban la sensación de esconder algo muy grande, algo difícil de entender. Sus ojos eran definitivamente el punto de partida para cualquier demolición hipotética de su fealdad. Por supuesto que sí, Raúl, es evidente que hubo todo un proceso, que no capté todo eso la primera vez. Y no es menos cierto que, por ese mismo proceso, después de seis o siete visitas a su caja, yo ya no pensaba que era la mujer más fea del mundo.

Mónica decide por fin levantarse de la cama. La habitación del hotel está demasiado iluminada para seguir durmiendo. Se levanta tambaleante y no puede evitar pisar el libro que la acompañó hasta más de las tres de la mañana. Quería despertarse tarde para no tener que esperar mucho hasta que dieran las dos, la hora límite. Llega hasta la ventana, descorre las cortinas demasiado blancas y descubre que la eterna primavera de Arica se parece mucho a una odiosa resolana, ese cielo brillante que no es alegre ni triste y que sólo puede engendrar torpezas.

Una de las primeras cosas que me pregunté fue si tendría pareja, incluso si sería virgen. Me acongojaba imaginarla los viernes a la hora de cierre, rodeada de las otras cajeras que, retocándose el maquillaje, ostentarían en voz alta de sus salidas a bailar o de sus encuentros clandestinos con hombres casados, todos exageradamente guapos, por supuesto. La imaginaba sufriendo en silencio y regresando a su casa para aburrirse viendo televisión al lado de su madre y luego lavar los platos con agua fría. Sí Raúl, ya sé que es una exageración, una caricatura cebollenta como tú dices, pero eso es lo que pasaba por mi cabeza, y hemos quedado en que yo te cuente las cosas tal y como fueron. Bueno, sigo. Un viernes no aguanté más y llegué a comprar al filo de la hora de cierre, esperé afuera, y la seguí. No fue incómodo viajar en micro después de tantos años, lo incómodo fue que el chofer me puteara a viva voz por pagarle con diez lucas. Es que había gastado todo mi sencillo en darle mil doscientos treinta pesos a la cajera que ahora se sentaba al lado de la ventana, delante de mí, y sacaba un libro de su cartera. Aunque no tenía muchas esperanzas de poder reconocer el texto, no pude siquiera intentarlo porque una vieja a mi costado, un híbrido entre institutriz prusiana y Doña Tremebunda, tosía cada vez que me inclinaba hacia adelante para tratar de leer por encima del hombro de la cajera. Y como no quería seguir llamando la atención del respetable público después del show de las diez lucas, me resigné. Me dediqué a mirar el paisaje urbano por la ventana y a rezar que encontrara mi auto a la vuelta. Veinte minutos después me bajaba detrás de ella y tras caminar dos cuadras descubría que entraba al cine a ver “No amarás“, el director era ruso o polaco, no recuerdo bien ahora. El caso es que el título le venía muy bien a mis sospechas. De cualquier modo esa información fue suficiente para mi espíritu aventurero esa noche. Al menos ya sabía que no la encerraban en mazmorras oscuras o planchaba la ropa de un regimiento. Esa cajera a lo mejor no era desgraciada. Pero ese título...

Pronto me di cuenta que este asunto me estaba afectando. Pasaba horas pensando en la misteriosa cajera fea. Incluso aumenté mis compras a tres veces por semana, sólo para verla más seguido. Pero la cosa no quedó allí. Empecé a mirar a todas las parejas por la calle, en especial a las que caminaban tomadas de la mano o se besaban. Inmediatamente me fijaba si ellas eran gordas, con acné, sin maquillaje, o todas las anteriores. A continuación buscaba señales de felicidad, de gozo, de amor o algo así en los rostros de ambos. No te imaginas, Raúl, la cantidad de bocinazos, recuerdos para mi madre y acusaciones de degenerado que recibí, sobre todo de los taxistas, por detenerme a mirar parejas en la calle. Poco me importaban los insultos. Lo que realmente me impactaba era descubrir que esas señales de felicidad eran más frecuentes en las parejas con mujeres... ya sabes... gordas, etcétera. No, Raúl, no me vengas a joder con significancias estadísticas o tamaños de muestra, eran más frecuentes y ya. Adivinarás que pronto los días de compra se hicieron casi diarios. Le sonreía, le decía “Buenas noches, señorita“ con el tono más Luis Miguel posible, pero nada: no acusaba recibo de mi creciente pero todavía sutil interés. Hasta que una mañana, teniendo como testigo a una de las nueve cajas de cereal que poblaban mi despensa, me decidí. Tenía que matar esa obsesión antes que siguiera creciendo, invadiendo mi rutinaria y por eso agradable existencia. Al menos así pensaba entonces. Tenía que averiguar qué había detrás de esa mujer, de la ex- más fea del mundo. Fue un viernes a la hora de cierre, igual que cuando la seguí al cine.

Mónica contempla los restos del desayuno sobre la mesita redonda mal puesta en una esquina y recuerda aquella discusión con Ricardo acerca del significado del hambre. Probablemente fue injusta, piensa, pero se repite que hay ingenuidades más peligrosas que la maldad. Suspira, hace una mueca, se dice que es mejor guardar las reflexiones para el vuelo, y comienza a empacar. Lo hace con calma, muy lejos de la angustia que rodeaba las primeras veces en que esperó a Ricardo sabiendo que no llegaría.

A esas alturas, cuando prácticamente era ya inquilino del supermercado, había logrado que contestara mis “Hola“, así que no tuve que forzar demasiado la situación para añadir una pregunta con aire casual. El problema fue que no se me ocurrió nada mejor que preguntarle si le gustaba su trabajo. Mal comienzo. Me miró como si me hubiese presentado como subcampeón sudamericano del escupitajo a distancia y, tras breve silencio, que me imagino fue un combate entre la irritación y la compasión, eligió ser cortés pero aguda. Me dijo, con una sonrisa falsa, que su trabajo le gustaba muchísimo, que desde niña había soñado con ser cajera del Supermarket, y que lo mejor de su trabajo era la oportunidad siempre cercana de conocer gente muy interesante. Acto seguido me dio el vuelto. Comprenderás que estuve a punto de salir corriendo gritando fuego, pero la intriga pudo más que el orgullo y seguí adelante. La poca lucidez que me quedaba me hizo ver que a esa mujer no había que dorarle la píldora, que no valían las fórmulas de abordaje de la televisión; tuve la revelación, tan fulminante como definitiva, de que esa mujer era más inteligente que yo. Entonces, sin más preámbulo barato, le propuse tomarnos un café a la salida. Me imagino que esta vez la pausa la tomó para descartar que yo fuera un degenerado (menos mal que no estaban cerca los taxistas para dar su opinión), y que mi cara de boy scout cuarentón la terminó de convencer de que era inocuo. El caso es que me regaló un tercio de sonrisa tirada hacia la izquierda para decir sí sin entusiasmo, y dijo “a las diez y media en el café Orpheu“. Te aseguro que si me hubiera dicho a las cinco de la mañana en el lago Titicaca igual habría llegado puntual (y eso que, tú sabes, la puntualidad no es mi fuerte), yo estaba realmente muy excitado.

Oye, hace buen rato que no sueltas uno de tus comentarios burlones, ¿No te estarás quedando dormido, no? Mira que ya falta poco y no negarás que el relato ha sido hasta ahora interesante. ¿Como? No pues Raúl, no te pongas tan vulgar, si estoy haciendo el esfuerzo de contarte con detalles todos los antecedentes y situaciones preliminares no es para que me vengas con una chabacanada de ese nivel. En lo último que pensaba ese viernes a las diez y veinticinco en el café Orpheu era en sexo, y mucho menos en semejantes detalles estilísticos. No entendiste lo que quise decir con excitado. A ver, cómo te explico. Yo me sentía a punto de descubrir un océano, un continente donde refundar un imperio, era una aventura del siglo dieciséis, la víspera de un cambio de paradigma. Pero es evidente que el lirismo no es tu fuerte. En realidad no me sorprende, no se puede esperar mucha sensibilidad de alguien que a los treinta y ocho años es fanático de Van Damme y Stallone. Marcela siempre se quejaba de eso en la sobremesa, pero tú nunca le diste pelota. Y claro, si hay algo que sabe hacer el hijo de puta de Alberto es escuchar. No, Raúl, no voy a empezar con eso otra vez. Discúlpame, en realidad no viene al caso. Mejor sigo con mi historia. Estábamos en que me aceptó la invitación al café.

Comenzó preguntando ella, tú sabes, lo de siempre, a qué te dedicas, de dónde eres. Yo, ingenuo de padre y madre, creí que eso demostraba un verdadero interés por mí, por su único observador, pensaba que podía tratarse de una imagen especular de la obsesión que me había estado atormentando por semanas. Error. Estaba solamente evaluándome, tasándome, dándome una segunda oportunidad, a ver si el aparente opa del supermercado podía ser en el fondo un tipo al menos entretenido. Pero esa tensión inicial duró menos que la primera botella de vino. Y al final, sin demasiado esfuerzo, la pasamos muy bien esa noche, cada uno desde sus posibilidades. Mientras ella soltaba frases y remates que yo ni con libro, yo lograba sacar lo que consideraba mi lado más honesto y la invitaba a compartir mis manías, delirios y actos fallidos recurrentes, sin muchas pretensiones de parecer original, pero con la creciente convicción de que ella podía estar también descubriendo digamos una islita, un arroyo, un prado donde hacer un buen picnic. Pero no se le podía pedir más a una primera noche. Más aún si se tiene la intuición de que efectivamente habrá una segunda. Sobra decir que esa noche, después de la segunda botella de vino, en ese rostro donde antes encontré tanta geografía yo sólo veía los ojos café más seductores del mundo.

Mónica sale de la ducha, mira la hora, y decide llamar a Claudia para que pase por ella. Buena amiga esta Claudia, no hace preguntas. A Mónica no le sorprende sentir alivio al saber que nunca más tendrá que esperar a Ricardo. Es mejor así, ella cree cada vez menos en el perdón. Lo que sí le sorprende es que ese alivio conviva con algo así como una tristeza incompleta pero sin cura.

Claro, Raúl, por supuesto que la vida no puede ser un cuento de hadas, y si alguna vez lo fuera seguro que yo sería, en el mejor de los casos, enanito, y de esos que aparecen al fondo y no tienen parlamento. Te digo esto porque no es casualidad que precisamente... ¿Qué? No, no jodas Raúl, no puede ser, ¿Cómo que se recalentó el motor? ¿Acaso no lo revisaste antes de salir? ¿No tenías claro que eran más de mil kilómetros de ruta? No, no jodas, si nos detenemos ahora no voy a llegar a tiempo, y Mónica no me lo va a perdonar. Por Dios, Raúl, ¡No me puedes hacer esto! Me importa un carajo que se pueda fundir, no podemos detenernos ¿Qué? No, ni hablar. Ni me calmo ni te termino de contar nada. Imagínate si voy a tener ganas de entretenerte con historias mientras arreglas la cagada que te mandaste. No, compadre, lo único que me importa es que Mónica me está esperando, y si no eres capaz de dejarme en Arica antes de las dos, olvídalo, yo me bajo.

Hay una inusitada cola de autos en el paso de frontera de Chacalluta, algo interesante debe estar ocurriendo en Tacna. Claudia se preocupa porque eso podría tardar más de una hora, pero Mónica la tranquiliza: el vuelo recién sale a las seis. Afortunadamente ella siempre se pone plazos más cortos que lo necesario. Afuera la resolana comienza a ceder de a pocos y Mónica se permite creer en primaveras que duren semanas. Después de un silencio cómodo pero innecesario, Mónica decide responder a la pregunta que Claudia todavía no le ha hecho:

Si comienzo por el final tendría que decir que, creyendo o no en complejos freudianos, es un hecho irrefutable que no se puede ser madre y amante a la vez. Pero eso no dice mucho, es poco original, y hasta suena mezquino. Así que prefiero comenzar por el principio, total, tenemos tiempo suficiente. Entonces debo empezar diciendo que, aunque suene muy exagerado, él era el hombre más tonto del mundo, y siempre hacía la cola en mi caja.


sábado, 21 de noviembre de 2009

La marea

Más poemas de otros tiempos, entre el 92 y el 98. El poemario tiene tres partes (La marea, La isla, La frontera). Estos tres son de la primera parte.

La marea

Va y viene el mar

sin que nadie lo mire o lo recuerde,

va y viene,

y la arena lo recibe tibia y se abre generosa;

es la misma arena que los navajos convierten en iconos

para protegerse del mal

y del desamparo que se presiente

cuando en la noche falta alguien;

luego, más tranquilos, vuelven a sus teepis,

se abrigan con bisontes,

se abrazan a sí mismos

y olvidan.

Miles de kilómetros al sur,

una estrella adolescente contempla nuestra insignificancia

y todas sus preguntas ignoradas,

el color infinito que nace en tus ojos

y se pierde al amanecer,

cuando la brisa llega y nos encuentra entrelazados,

sudando desconciertos,

sujetando los segundos que anteceden al espasmo;

así nos convertimos en los sueños prohibidos de un niño

que se ahoga en la sangre de los Andes,

donde un torrente de salmones nada ciegamente,

cuidando en sus entrañas el último sueño

sin perder la sonrisa en la derrota de las rocas

o en los días en que nada pasa por mis venas,

excepto la semilla hiriente de la miseria en esta parte del mundo,

donde existimos tú y yo y otros pedazos

de los que intento prescindir cada mañana,

cuando el país me da en la cara

y es un instinto extrañar el calor de tus manos

en el ecuador de mis angustias,

entre líneas olvidadas de un párrafo brillante

de autor desconocido,

desterrado a pasar la noche allá afuera

en la garganta de ese saurio triste que devora la duda,

que aplaca su ansia con niños que descubren la verdad antes de tiempo;

todos son lejanos motivos para intuir tu presencia

acá en mi cama solitaria,

regresando de mí mismo,

imaginando tu sonrisa rota

por el frío temblor que te recorre

cada vez que te descubres humana

y por eso pides monedas en todas las esquinas,

y retratas a Dios con los dedos

en la pared de ese preso

que compone sinfonías después de las torturas

y me dice al oído que no es tarde,

mientras yo me extingo en estos días de cosecha bajo el sol

y resucito cada noche a partir de tu nombre,

sobre el mar o la arena,

en los sagrados temblores

de un dolor original.


Sin palabras

(Porque no tengo otras palabras

para decir cómo te amé)

La polilla fugitiva de la luz,

el regreso del que ya nadie recuerda,

las ramas que no crujen en el bosque,

el grito solitario de un asceta.

El niño dormido en su escondite,

el perdón que llegó tras la condena,

las veces en que he dicho lo contrario,

los parques que ya no conoceremos.

El día después del fin de la lluvia,

las manos de piedra de la lavandera,

el árbol que crece en la tumba sin nombre,

los besos que quedan cuando ya nada queda.


Despedida insomne

Sin entender.

Amanecer sin entender.

Preguntar por el eterno regreso de las aves migratorias.

Tener por toda respuesta la inútil promesa del azar

y recordar un pecho abierto inalcanzable,

contraseña de una noche perdida

en la memoria de un dios insomne.

Sí.

Telemann agoniza en un charco que se evapora

y otro zorzal se ha ceñido una corona de espinas.

Es el sol que calcina los rincones indefensos,

la razón que golpea las paredes.

Decidir abortar sin dolor esa pregunta,

derrota de la obsesión a manos de la nada.

Desterrar de la memoria todas las palabras que no dijiste

y escuchar al pastor que predice eclipses y pleamares

bajo la almohada de alguien que ya no espera.