domingo, 30 de marzo de 2014

Como decíamos ayer...

Después de quince meses de elocuente silencio, decido que la sonrisa del penúltimo regrese del cementerio de los blogs, convencido -contra toda la evidencia disponible- de que vale la pena seguir escribiéndolo. Es tal vez momento de confesar las verdaderas motivaciones que me llevaron a comenzar este blog. Mi objetivo era que Angelina Jolie se enamorara de mí (o al menos me adoptara), pero parece que no resultó. Quizás se deba a que no lee castellano. Quizás se deba a que nadie lee este blog. Imagino que aquí llegarán por error los que buscaban algún e-book de la colección La Sonrisa Vertical, o los que buscaban el horario del último o penúltimo tren a alguna parte. Quién sabe. Eso no importa ahora, que se multiplicarán las oportunidades para no leer mis textos. Hablando de eso, es claro que en estos tiempos de reality shows lobotomizantes, y vulgares fisgoneos convertidos en prensa, cualquier blog de un ilustre desconocido que ventile asuntos íntimos tiene asegurado el rating. Porque nadie abandonará la lectura de un post que comience diciendo “Lo bueno de tener sexo con desconocidos es que...” o “Ayer decidí decirle a mi mujer que nunca estuve enamorado de ella...”. Poco importará que el firmante maltrate el estilo y desprecie la ortografía. Lo siento, yo paso. No solamente porque no he tenido sexo con desconocidos (¿intercambiar fugazmente los nombres cuando todavía queda ropa puesta, cuenta?), sino porque no me interesa atraer a voyeurs con banda ancha y mente estrecha. Mi público objetivo lo tengo claro: maestros jubilados, directivos del Club de Leones, aficionados al horóscopo chino, estudiosos de la obra del poeta Roque Dalton, y amigas de mi mujer. Así que, como decía Charly Menem horas antes de seguir robando, no los defraudaré. 
Retomemos el último post. Esta historia quedó en la publicación de “Amarilis y el país imposible” por la editorial de la Universidad de La Serena. Un par de meses después la editorial organizó el lanzamiento del libro. Llegaron casi 20 personas (contando a mi mujer y a mi hijo) y se quedaron casi todas. Tal vez tuvo que ver el hecho de que había un sabroso cóctel al final. En el público había estudiantes de mi grupo de investigación, colegas del Departamento de Biología de mi universidad, el afable conserje del lugar donde vivo, y hasta un recién nacido. No me puedo quejar, no sería un público muy docto en literatura latinoamericana contemporánea, pero cariño había. Los comentarios de los presentadores fueron muy generosos, llegando el suscrito a sentir pudor. En otro medio de la prensa local apareció una reseña de la novela.

Medio año después decidí ponerme en campaña para que la novela, ambientada en Lima, se vendiera allí. Aprovechando un viaje de trabajo, me propuse visitar 5 librerías y ofrecer un ejemplar de cortesía (para la dama y el caballero) a fin de que evaluaran si querían vender el libro, y entonces la editorial les podía enviar los que pidieran. Pasar por esa incómoda experiencia me hizo agradecerle a la vida que nunca haya tenido que trabajar como vendedor ambulante. En la primera librería (Sur) me atendió un muchacho que amablemente me recibió un libro, pero me dijo que él no tomaba las decisiones, que hablaría con la encargada. Buen comienzo, me dije. Con el entusiasmo al alza, llegué a Crisol, donde una suerte de híbrido entre vendedor y vigilante me dijo “espere un momento, voy a consultar”, volviendo a los 30 segundos con un “lo siento, no estamos interesados”. Ése es el momento en que te sientes como un vendedor de shampoo para la calvicie puerta por puerta, en lugar del escritor que se supone que eres. En la siguiente estación (Íbero) los chicos que atendían se mostraron genuinamente interesados, de hecho se disputaron el ejemplar de regalo, pero me advirtieron con pesar que la administradora no acostumbraba recibir mercancía por libre sino mediante transacciones con distribuidoras, lo que reconfirmaron tras ubicarla por teléfono. Les dejé el libro de todas maneras, a pesar de tener claro que allí no había futuro. La penúltima librería a visitar (Zeta Bookstore) era la única en la que tenía una especie de “contacto” gracias al novio de una prima, pero el contacto no me recibió; mandó decir a una secretaria que le dejara el libro y que más tarde me mandarían por Email los requerimientos, que una vez leídos me parecieron tan engorrosos como repatriar el cuerpo de un mutilado en la guerra y enterrarlo en distintos países. 

Con el ánimo bastante mermado me encaminé al último destino: la tradicional librería El Virrey. Comenzaba a considerar la opción de dejar libros abandonados en el banco de una plaza, para que poco a poco se los llevaran interesados futuros lectores. Pero, claro, también se los podían llevar semianalfabetos para venderlos como papel al peso, o podían ser simplemente ignorados, y entonces serían dañados por la mierda que las palomas depositaban -inclementes- por doquier. Me adentraba en una zona de Miraflores donde algunas de las casas tradicionales de clase media resisten el acoso de los edificios que crecen como la mala hierba en un jardín olvidado. Esos barrios me hacían recordar algunos de los cuentos de Ribeyro y entonces me sentí mejor, como acompañado por la sensibilidad del escritor que me deslumbró, que quizás tuvo algo que ver en que años después recorriera este camino. En la librería me recibió un hombre joven que percibí como un lector asiduo y no un vigilante a sueldo. Le expliqué, con el alivio de hacerlo por quinta y última vez. Le entregué la novela. Me dijo que consultaría con la dueña. Demoró un poco, lo que aproveché para mirar libros, un viejo vicio. Volvió y me dijo “Está bien. Déjanos cinco libros y los ponemos a la venta”. Exactamente eran cinco los libros que me quedaban en la mochila, porque en un arrebato de infundado optimismo había llevado libros de sobra por si ocurría el milagro que acababa de ocurrir. Apenas me hicieron firmar un sencillo recibo en el que en el campo de “registro único de contribuyente” puse mi Email. Y ya. No sé si fue muy legal, pero creo que sí fue legítimo. Al final de esa tarde gris en que me volví un vendedor ambulante sin vocación ni talento, Amarilis ya estaba en una librería de Lima.
Meses después, volví a la ciudad que me vio nacer, y fui a comprar libros a El Virrey, esta vez con mi mujer y mi hijo, cumpliendo el rito que ocurre en cada ciudad que visitamos, y que nos complica el peso del equipaje de regreso. Estaba el mismo muchacho y me dijo que se había vendido un libro (el 20% de las existencias, nada mal). Así que tengo mis primeros derechos de autor por cobrar (lo que me interesa menos que un depilado con cera). Le comenté que estaba por salir una reseña de la novela en la revista de literatura Buensalvaje y él decidió sacar la novela del anaquel en la sección Literatura Peruana y la volvió a poner en exhibición, que es lo que la foto muestra aquí abajo. Evidentemente Vargas Llosa, Bryce Echenique, y Bayly se están aprovechando del gancho de Amarilis para vender sus cositas, pero no voy a hacer un escándalo por eso. La reseña salió hace un par de meses y se puede leer aquí.
Finalmente, con la ayuda de mi hermano estoy organizando la presentación de Amarilis en Lima, para mediados de mayo. La meta es superar el éxito de la presentación en La Serena. Para eso estamos trabajando sobre todo en un cóctel atractivo. Bueno, hasta aquí llega el post del retorno. Prometo que en el próximo no habrá tanto autobombo para Amarilis. ¿Y la otra novela, la que fue la causa principal de este paréntesis de quince meses? Avanza. Retrocede, pero sobre todo avanza. En estas cosas hay que tener la filosofía del camionero en subida. Lo que importa es llegar.

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