jueves, 26 de julio de 2012

No soy un runner


Me gusta mucho salir a correr. Tiene que ser así, salir, a la calle, al parque, a la playa. Hacerlo en máquinas estáticas es como tener sexo con muñecas inflables. No es que no lo haya hecho (me refiero a las máquinas), pero trato mucho de evitarlo. Diría que es como volar en una jaula, pero eso suena arjonianamente cursi, así que mejor no lo digo. Corro desde hace más de 30 años. Pero no soy un runner, eso lo tengo claro. No puedo ser un runner porque corro con camisetas viejas y no con vistosas camisetas de marca, con tecnología para el sudor, el mal olor, o algo así. No he gastado un centavo en medidores de pasos, ritmo cardíaco, calorías quemadas, glicemia, fenilcetonuria, o feng-shui. Me compré zapatillas de correr, es cierto, porque no hacerlo sería condenar a mis rodillas al dolor eterno;  pero son simples, y las sigo usando a pesar de que mi mujer dice que la palabra que le viene a la mente al verlas es “miseria”. Pero por encima de todo no soy un runner porque nunca he creído que mi identidad tenga que ver con salir a correr. No me siento parte de una tribu o de un grupo especial por hacer algo tan simple y placentero. No me identifico con esa moda que, potenciada por el mercado, de pronto le ha dado lugar en los periódicos al viejo y querido trote, pero esta vez rodeado de muchas palabras en inglés, negocio, y esnobismo. Sospecho de esas personas que hacen del salir a trotar una fosforescente señal de identidad, adivino un ligero vacío existencial que hoy se llena con el running y tal vez mañana con el gin tonic.
Como los chasquis incaicos que atravesaban los Andes como quien va a la esquina a comprar pan, como los tarahumara que se pasan la existencia subiendo y bajando a trote la Sierra Madre, como los kenyanos de las tierras altas que por asistir a escuelas lejanas terminaron acostumbrándose a ganar el oro olímpico, para mí el correr es una actividad individual y solitaria, íntimamente silenciosa y no histéricamente gregaria. En este punto me vuelvo a acordar del sabio Schopenhauer cuando dice “Lo que hace a la gente ser sociable es su incapacidad para soportar la soledad y por lo tanto a sí mismos“. Por eso es que no participo de las corridas masivas que son cada vez más frecuentes y visibles. Por eso y porque no le veo la gracia a pagar por hacer lo mismo que hago siempre gratis. No me convencen si lo que obtengo a cambio es una camiseta, para que todo el mundo sepa que estuve allí, o el tiempo de mi carrera. Para eso, tengo muchas camisetas viejas y un cronómetro. Corro conmigo y contra mí mismo, para mejorar mis tiempos, mi ritmo y mi disfrute; para pensar con claridad en asuntos varios que ocupan mi cabeza, y por eso de “mente enferma en cuerpo sano hace menos daño”. Pero no corro para que me miren. “El mejor corredor es el que no deja huella”, se lee en el Tao Te Ching.
He corrido en muchos lugares y de algunos puedo rescatar pequeñas historias de necedades anecdóticas. Como cuando en la sabana de Kenya, aludiendo a la bravura vikinga, desafié a un muy espigado sueco a cumplir su palabra y salir a trotar una tarde en la que el termómetro marcaba 40 °C (y sin gorro, añadí a la apuesta). Los masai, sentados a la sombra de los arbustos, se reían al vernos pasar. No sé si por el aspecto desgarbado y los rostros colorados o por el tremendo descriterio de trotar a horas en las que los seres vivos se ausentan del escenario natural. Aguantamos apenas 12 minutos y recuperar la normalidad nos tomó más de una hora. En el otro extremo térmico, una noche salí a correr en Suecia con 7 grados bajo cero. No es tanto, me dije, y hubiera sido cierto si no fuera porque en ese descampado corría un viento helado que seguramente bajaba un buen trecho la sensación térmica. Como el dolor de los huesos de la cara era muy intenso, bajaba por momentos el gorro de lana hasta taparme el rostro, para calentármelo con el aliento. El problema era que el pavimento estaba congelado en varias partes y dos veces casi me desmadro de un resbalón, así que tuve que abortar a la mitad la misión del corredor enmascarado.
Cuando corría a orillas del río Biobío en Concepción, alguna vez creí tener el poder de maldecir. En mi recorrido, habitualmente tranquilo salvo por los camioneros aburridos que para matar el rato me asustaban con su bocina o invadían la berma, comenzó a aparecer un perro-ladilla que amenazaba con morderme cuando pasaba frente a la casa que pretendía custodiar (había otros perros a su lado, pero solamente él me atacaba). El antipático y multiétnico can me obligaba a recoger piedras en el camino para ahuyentarlo. Como Cristiano Ronaldo pateando tiros libres en el Real Madrid, entre muchísimos tiros desviados, una vez por fin le acerté, y el desgraciado (me refiero al perro) dejó de molestar por un par de semanas: miraba para otro lado, haciéndose el gil. Pero luego volvió a las andadas, y entonces yo a las pedradas. La desagradable situación desnaturalizaba el acto de salir a correr: hacerlo ya no me relajaba. Así que un día, cual gitana de plaza a la que no le permiten estafar a un parroquiano, le eché una vitriólica maldición, deseando con todas mis fuerzas que algún camión lo redujera a dos dimensiones.  Después tuve que viajar y dejé de correr allí por un par de semanas. Al retomar la rutina vi que en la pequeña jauría que montaba guardia frente a esa casa ya no estaba mi némesis. A la segunda o tercera vez que pasé por allí me fijé bien, y allí estaba: quedaba apenas un montón de huesos y algo de pellejo. El ángel exterminador de 12 toneladas había cumplido con mi maldición.
Pero toda esta historia comenzó con mi mayor necedad. Quien me inició en salir a correr fue un tío que nos llevaba a los sobrinos al club de Golf de Lima, con sus imponentes 4 km de perímetro, para intentar completar una vuelta. Un par de años después, cuando mi abuelo (su padre) murió, se me ocurrió que un buen homenaje sería correr el día de su cumpleaños, el 1 de enero, nada menos que (casi) una maratón: 10 vueltas al club de Golf. Hasta entonces había logrado, una sola vez y con mucho esfuerzo, dar dos vueltas. Ese día me levanté tarde, como en todo Año Nuevo, así que cuando llegué al Golf caminando desde mi casa (unos 3 km, según me indica hoy Google Maps) ya el sol estaba arriba. Por supuesto, no llevaba gorro ni agua, y mis zapatillas eran más bien de vestir, pero mi convicción espartana no se preocupaba por esos detalles insignificantes. Entonces comencé, emocionado y desde mis imberbes 12 años, el silencioso homenaje. Tras cumplir la segunda vuelta me sentía bien y el optimismo me rondó, con su habitual desconexión de la realidad. Pero duró poco. Al terminar la tercera vuelta (12 km) ya estaba muy cansado y comencé a dudar de que fuera posible cumplir con mi promesa. Al cumplir la cuarta vuelta ya me sentía mal y el paso era muy lento, pero no quería rendirme tan pronto. Así que decidí intentar completar al menos la mitad de lo planeado. La quinta y última vuelta (20 km) fue sólo sufrimiento y una constante lucha interna entre detenerme o seguir. Gradualmente todo perdía sentido y lo único que quería era no estar allí. Finalmente completé la vuelta y pude detenerme. Caminé como un zombie, las piernas temblando, perfectamente deshidratado, hasta encontrar una sombra. Y un poco más allá, pude ver la mayor felicidad imaginable: un buen hombre regando un jardín. Con mucho esfuerzo me levanté, mareado, y le pedí la manguera. Estuve bebiendo mucho rato y luego volví a la sombra. Media hora después, emprendí la caminata de regreso, más triste que satisfecho. No he vuelto a correr una distancia tan larga.
Cuando corro por la Av. Del Mar, en La Serena, al lado del Pacífico, no cuesta mucho distinguir a los corredores de siempre de los que siguen la moda del running. Los puedes diferenciar por el ritmo del trote, unos corren y los otros apenas no caminan. También los diferencias por el estilo, unos avanzan con un paso marcado y los otros martirizan a sus articulaciones con movimientos que recuerdan al mambo y parecen anunciar una caída. El sobrepeso notable es también un indicador fiable. Pero la señal definitiva es la parafernalia. Si a las evidencias anteriores les sumas indumentaria nueva y de marca, y algún adminículo extra, ya puedes estar seguro: ese ser humano hace muy poco era devoto del Big Mac o pasaba sus horas de vigilia sentado frente a una pantalla. Por supuesto, uno tiene que alegrarse de que la gente haga ejercicio, por la razón que sea. Pero supongo que esa alegría solidaria puede convivir con la opinión ruin y desalmada del observador. Correr es gratis y mejora la vida. Mejora el humor, el peso, las defensas, el sueño, y hasta el sexo (me refiero a los aspectos funcionales, no a los anatómicos). Hace que tu cerebro funcione mejor; claro, dentro de los límites de cada uno (tampoco hace milagros) y hasta nos protege del Sr. Alzheimer que acecha allá adelante. Por eso, queridos feligreses,  si quieren vivir más y mejor, salgan a correr tres veces por semana. Pero, por favor, no digan que son -o actúen como- runners.   

7 comentarios:

  1. Tambien me encanta correr. Reconosco que no me causa rechazo usar un poco de parafernalia. Siento que se disfruta mas cuando la zapatilla es la adecuada (la amortiguacion interna de una suela no dura mas de 500 km, despues de eso estas machacando las articulaciones) o la polera ayuda a evaporar el sudor. Participo en corridas masivas esporadicamente, pero el trote habitual es solo con uno mismo y unos audifonos. No creo que compartir una afision tan simple califique para formar tribu ni mucho menos. (habria que formar tribu por cada par de zapatos que guardo en el ropero).

    De pasadita y a proposito de lo mismo te recomido un libro. El autor es (a mi modesto parecer) un escritor soberbio. Nadie me habia impresionado tanto desde que descubri a Julio Verne a los 8 años o Tolkien a los 14. http://goo.gl/eHw6

    Saludos cordiales

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    1. Coincidimos en lo importante. Al final, que cada uno corra como quiera, eso está claro. No tomes muy en serio los comentarios ruines y desalmados. Es sólo una opinión. Siguiendo con las opiniones, he leído en otros lugares que lo de la amortiguación gastada es un mito armado para que compremos más zapatillas. Es más, hay gente que piensa (historia, biofísica y estadísticas en mano) que son las zapatillas las que causan las lesiones, al hacernos caer sobre el talón. Son los que prefieren el correr descalzo, o con suelas planas (como las sandalias de los tarahumaras). Respecto a la evaporación del sudor, me pregunto si no será un caso más de necesidad ficticia impuesta por el mercado (en nombre de la comodidad). Nunca me ha molestado que mi camiseta se moje de sudor, me parece lo más normal. Yo no uso audífonos por un tema de seguridad, para poder escuchar (al camión o al perro, ya me ha ocurrido), pero entiendo que puede hacer la experiencia más grata.
      Muchas gracias por el dato del libro. Sabía que Murakami corría maratones, y alguna vez tuve un libro suyo en las manos en una librería, pero desconocía ese libro. Pude leer un fragmento en la página que me diste y ya estoy convencido de comprarlo.
      ¿Y éste libro lo conoces? (http://www.chrismcdougall.com/)Lo tuve en mis manos hace unos días pero no lo compré porque me pareció obsceno que la librería del aeropuerto casi duplicara el precio original. Pero ya lo conseguiré.

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  2. Corredor vs. Runner........
    Yo jamás hubiera pensado en una diferencia. Sin duda hay personas que nacieron para deportes y hay otras como yo que con la justas caminamos. Pensar en runners me recuerda a Patrick!

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  3. He oido de los que creen que correr descalzos es mejor y me parece de lo mas razonable. Asi evolucionamos. Pero de igual forma que si uno saca una planta de una camara de cultivo en donde nacio y la pone de golpe en su sitio de origen probablemente no le vaya muy bien, creo que estamos entre los que necesitamos zapatillas, jejeje.
    A modo de testimonio: cuando empece a correr con alguna frecuencia al poco andar me gane una periostitis caballa. 3 meses costo superarla y volver a pensar en correr. Me puse a estudiar un poco del tema y descubri (segun la literatura vernacula) que habia cometido todos los errores posibles de corredor tardio en lucha contra los kilos. El mas gravitante era la zapatilla. Descubri que por mi peso y pisada no era recomendable usar cualquier zapatilla y que habian unas "especiales". Gaste mas tiempo que dinero en encontrar lo que buscaba y luego de pelear con charlatanes varios en las tiendas que trataban de hacerme comprar la mas cara del lote, apenas distinguiendo entre zapatilla de trote y de futbol, encontre la parafernalica zapatilla de marca japonesa diseñada por italianos y armada por algun semi-esclavo preadolescente de Singapur. En sintesis, mis periostios no me han vuelto a reclamar ni menos a declararse en huelga. Debo tener los periostios mas mercantilistas del Biobio.
    Se ve interesante el libro. Buscare alguna version en formato epub (le declare la guerra al papel). Si quieres el de Murakami, te lo envio.

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    1. Gracias por el aporte, Alejandro. Tuviste suerte (e ingenio) porque por lo general la periostitis llega para quedarse. Que te duren la suerte y las zapatillas multinacionales. Tengo suerte de no haber sufrido lesiones importantes como consecuencia del trote, salvo un dolor en la rodilla por mal estiramiento de la banda iliotibial que solucioné gracias a San Google. Pero no sigo con el tema para que esto no comience a parecerse a un foro de runners.
      Soy bibliófilo confeso (no es una perversión sexual, por si acaso) y por lo tanto valoro mucho el objeto libro en papel. Pero eso no impide que, antes de conseguir el libro, no quiera leerlo en pantalla, así que por favor compártelo. Gracias.

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