Leo hoy dos noticias sobre la justicia
chilena. En la primera, a un hombre lo condenan a 5 años de cárcel por robar la
ropa colgada en un cordel. En la segunda, una mujer que asesinó a sus
tres hijos arriesga, como pena máxima, 15 años de cárcel. O sea, para los
enanos mentales que son actores principales de ese circo llamado poder
judicial, la ropa de un cordel tiene el mismo valor que la vida de un niño. Es
la misma justicia que mandó detener y pasar la noche en prisión a una señora
que se negaba a regar el jardín frente a su casa, y que liberó a un
narcotraficante apenas capturado porque en el procedimiento se olvidaron de
cumplir con ciertos formalismos triviales. Es la misma justicia que hace poco
reconoció que el cura Karadima abusó sexualmente de varias personas que eran
menores de edad en aquellas épocas, pero como había pasado mucho tiempo... el
delito ya había prescrito. Es decir que no importa lo aberrante que sea el
abuso, pasado cierto tiempo... aquí no ha pasado nada. Pase y vea, señor criminal,
descuartice, torture, mutile, haga lo que su buen corazón le susurre, porque
después bastará esperar el paso de los años para que el santo codo de la ley
borre lo que Ud. hizo con el brazo. Es legalmente impecable, sí, y además
moralmente abominable. Las disquisiciones éticas no tienen lugar aquí, lo que
se hace es aplicar la ley, dirá el leguleyo o su aprendiz. De acuerdo, salvo
por un pequeño detalle: la justicia es un valor, y se supone que todo el
ostentoso y churrigueresco edificio de códigos y leyes se construyó sobre la
noción de defender ese preciso valor. Pero todos parecen haberlo olvidado.
Cuando uno mira a tanto abogado defendiendo lo indefendible y a tanto juez
sentenciando absurdos monumentales, se pregunta cuándo se perdió el sentido de
todo eso. Es como si los médicos, que son técnicos entrenados para cuidar la
vida, se dedicaran a acuchillar pacientes, contaminar sueros, recetar venenos.
La diferencia es que un médico atenta contra la vida de un paciente por error o
negligencia, y se avergüenza por ello, mientras que los abogados y jueces
atentan contra la justicia aplicando al pie de la letra, o interpretando a su
gusto, alguna normativa escrita en un oscuro código, y no se avergüenzan un
poquito. Cuando miro a esos estudiantes de leyes que se enorgullecen de
vestirse como para un matrimonio cuando acuden a rendir un simple examen, me
pregunto si es ingenuidad, un idealismo desinformado, desconectado de la
realidad, o es perversión prematura, conciencia exacta de la inmundicia en la
que se van a convertir.
Aclaración. En todo lo que digo no estoy metiendo todavía a la
corrupción. Por supuesto que hay corrupción en la justicia chilena, mucha.
Seguramente no tanta como en la justicia peruana, donde los fallos tienen
tarifa y hay que coimear a todos, desde el policía que te traslada hasta el
juez de la corte, pasando por secretarios, escribanos y vendedores de
emolientes, pero de que hay trapos sucios, hay. De hecho, a mediados de los 90
se publicó un libro-reportaje (El libro negro de la justicia chilena) en el que
se detallaba cómo la justicia chilena durante la dictadura había sido corrupta,
cómplice de las violaciones a los derechos humanos, y un escaparate del tráfico
de influencias. Por supuesto, en plena (supuesta) democracia, el libro fue
vetado y los periodistas perseguidos por el entonces jerarca de la Corte
Suprema, un cocainómano con aires de marqués. Pero hoy ese no es el punto. Me
refiero al proceder estrictamente apegado a la ley, pero a un abismo de
distancia del más elemental sentido común y de justicia.
Volviendo a las
noticias que motivaron este comentario, alguna vez leí que el código penal
chileno sanciona más severamente los delitos contra el patrimonio que los
delitos contra la vida. Sería una herencia de tiempos coloniales en los que el
sirviente explotado o el vecino menesteroso podían caer en tentación y robar
algo al poderoso hacendado (un delito imperdonable) y el patrón a menudo tomaba
revancha mandando al osado infractor a dormir bajo tierra (una pequeñez). Sea
como sea, me cuesta imaginar que ese juez o jueza que perpetra el absurdo
jurídico llegue muy tranquilo en la noche a su casa a ver la televisión
mientras cena con su familia, satisfecho de la labor cumplida, como un bombero
que vuelve de apagar un incendio. La única explicación que se me ocurre es que
sean profundamente estúpidos. Que tantos años memorizando textos abstrusos o
anodinos hayan atrofiado su capacidad cognitiva profunda, al punto de no ser
capaces de distinguir lo justo de lo legal. En este punto me acuerdo de un amigo
que siempre cita a su profesor diciendo “los idiotas son más dañinos que los
malos”. Nunca he estado muy convencido de esa frase. Sin embargo, ahora pienso
que el problema de los sistemas judiciales corruptos y malvados, como la cloaca
judicial del fujimontesinismo en el Perú, tiene solución probable, o cercana,
porque su evidente vileza llama a su destrucción en algún momento por parte de
“las fuerzas del bien”. Pero los sistemas esencialmente injustos que se basan
en leyes absurdas o torcidas, como el sistema judicial chileno, no son
visualizados como un problema serio y entonces pueden perpetuarse en esa
tiniebla. Dicho de otro modo, al ser la estupidez invisible, indetectable, es
un enemigo muy poderoso, extremadamente difícil de combatir. Es lo mismo que
ocurre al interior de las religiones, donde a fuerza de repetir la monserga de
disparates sobre seres todopoderosos e historias inverosímiles ya todos los
asumen como normales y ciertos (hay que ver el documental Religulous, está
completo en youtube). O en los tediosos comentarios de futbolistas y
periodistas antes de los partidos, siempre iguales, siempre insignificantes,
incapaces de transmitir una idea. O en los programas de farándula, donde
panelistas y público logran conectarse en una meta-realidad en la que la
estupidez y la banalidad se expanden gradualmente hasta no dejar lugar para
nada más. Es muy difícil darse cuenta desde adentro, como cuando el movimiento
de un objeto se acompaña con el movimiento de los puntos de referencia. Para
empezar, se necesita un Giordano Bruno, un Nietzsche, un hereje solitario que
en medio del rebaño que camina en orden sea capaz de darse cuenta y dar el
grito original. Y luego se requiere que la turba ignorante, deseosa de
aniquilar al diferente, azuzada por el poder dominante, no linche o arrastre a
la hoguera al hereje solitario.
Hola Ernesto, te dejo el link de la película "la educación prohibida", que está recién estrenada. Pienso que te podría interesar.
ResponderEliminarhttp://www.educacionprohibida.com/