sábado, 11 de agosto de 2012

La justicia chilena y la estupidez invisible

Leo hoy dos noticias sobre la justicia chilena. En la primera, a un hombre lo condenan a 5 años de cárcel por robar la ropa colgada en un cordel. En la segunda,  una mujer que asesinó a sus tres hijos arriesga, como pena máxima, 15 años de cárcel. O sea, para los enanos mentales que son actores principales de ese circo llamado poder judicial, la ropa de un cordel tiene el mismo valor que la vida de un niño. Es la misma justicia que mandó detener y pasar la noche en prisión a una señora que se negaba a regar el jardín frente a su casa, y que liberó a un narcotraficante apenas capturado porque en el procedimiento se olvidaron de cumplir con ciertos formalismos triviales. Es la misma justicia que hace poco reconoció que el cura Karadima abusó sexualmente de varias personas que eran menores de edad en aquellas épocas, pero como había pasado mucho tiempo... el delito ya había prescrito. Es decir que no importa lo aberrante que sea el abuso, pasado cierto tiempo... aquí no ha pasado nada. Pase y vea, señor criminal, descuartice, torture, mutile, haga lo que su buen corazón le susurre, porque después bastará esperar el paso de los años para que el santo codo de la ley borre lo que Ud. hizo con el brazo. Es legalmente impecable, sí,  y además moralmente abominable. Las disquisiciones éticas no tienen lugar aquí, lo que se hace es aplicar la ley, dirá el leguleyo o su aprendiz. De acuerdo, salvo por un pequeño detalle: la justicia es un valor, y se supone que todo el ostentoso y churrigueresco edificio de códigos y leyes se construyó sobre la noción de defender ese preciso valor. Pero todos parecen haberlo olvidado. Cuando uno mira a tanto abogado defendiendo lo indefendible y a tanto juez sentenciando absurdos monumentales, se pregunta cuándo se perdió el sentido de todo eso. Es como si los médicos, que son técnicos entrenados para cuidar la vida, se dedicaran a acuchillar pacientes, contaminar sueros, recetar venenos. La diferencia es que un médico atenta contra la vida de un paciente por error o negligencia, y se avergüenza por ello, mientras que los abogados y jueces atentan contra la justicia aplicando al pie de la letra, o interpretando a su gusto, alguna normativa escrita en un oscuro código, y no se avergüenzan un poquito. Cuando miro a esos estudiantes de leyes que se enorgullecen de vestirse como para un matrimonio cuando acuden a rendir un simple examen, me pregunto si es ingenuidad, un idealismo desinformado, desconectado de la realidad, o es perversión prematura, conciencia exacta de la inmundicia en la que se van a convertir.

Aclaración. En todo lo que digo no estoy metiendo todavía a la corrupción. Por supuesto que hay corrupción en la justicia chilena, mucha. Seguramente no tanta como en la justicia peruana, donde los fallos tienen tarifa y hay que coimear a todos, desde el policía que te traslada hasta el juez de la corte, pasando por secretarios, escribanos y vendedores de emolientes, pero de que hay trapos sucios, hay. De hecho, a mediados de los 90 se publicó un libro-reportaje (El libro negro de la justicia chilena) en el que se detallaba cómo la justicia chilena durante la dictadura había sido corrupta, cómplice de las violaciones a los derechos humanos, y un escaparate del tráfico de influencias. Por supuesto, en plena (supuesta) democracia, el libro fue vetado y los periodistas perseguidos por el entonces jerarca de la Corte Suprema, un cocainómano con aires de marqués. Pero hoy ese no es el punto. Me refiero al proceder estrictamente apegado a la ley, pero a un abismo de distancia del más elemental sentido común y de justicia.
Volviendo a las noticias que motivaron este comentario, alguna vez leí que el código penal chileno sanciona más severamente los delitos contra el patrimonio que los delitos contra la vida. Sería una herencia de tiempos coloniales en los que el sirviente explotado o el vecino menesteroso podían caer en tentación y robar algo al poderoso hacendado (un delito imperdonable) y el patrón a menudo tomaba revancha mandando al osado infractor a dormir bajo tierra (una pequeñez). Sea como sea, me cuesta imaginar que ese juez o jueza que perpetra el absurdo jurídico llegue muy tranquilo en la noche a su casa a ver la televisión mientras cena con su familia, satisfecho de la labor cumplida, como un bombero que vuelve de apagar un incendio. La única explicación que se me ocurre es que sean profundamente estúpidos. Que tantos años memorizando textos abstrusos o anodinos hayan atrofiado su capacidad cognitiva profunda, al punto de no ser capaces de distinguir lo justo de lo legal. En este punto me acuerdo de un amigo que siempre cita a su profesor diciendo “los idiotas son más dañinos que los malos”. Nunca he estado muy convencido de esa frase. Sin embargo, ahora pienso que el problema de los sistemas judiciales corruptos y malvados, como la cloaca judicial del fujimontesinismo en el Perú, tiene solución probable, o cercana, porque su evidente vileza llama a su destrucción en algún momento por parte de “las fuerzas del bien”. Pero los sistemas esencialmente injustos que se basan en leyes absurdas o torcidas, como el sistema judicial chileno, no son visualizados como un problema serio y entonces pueden perpetuarse en esa tiniebla. Dicho de otro modo, al ser la estupidez invisible, indetectable, es un enemigo muy poderoso, extremadamente difícil de combatir. Es lo mismo que ocurre al interior de las religiones, donde a fuerza de repetir la monserga de disparates sobre seres todopoderosos e historias inverosímiles ya todos los asumen como normales y ciertos (hay que ver el documental Religulous, está completo en youtube). O en los tediosos comentarios de futbolistas y periodistas antes de los partidos, siempre iguales, siempre insignificantes, incapaces de transmitir una idea. O en los programas de farándula, donde panelistas y público logran conectarse en una meta-realidad en la que la estupidez y la banalidad se expanden gradualmente hasta no dejar lugar para nada más. Es muy difícil darse cuenta desde adentro, como cuando el movimiento de un objeto se acompaña con el movimiento de los puntos de referencia. Para empezar, se necesita un Giordano Bruno, un Nietzsche, un hereje solitario que en medio del rebaño que camina en orden sea capaz de darse cuenta y dar el grito original. Y luego se requiere que la turba ignorante, deseosa de aniquilar al diferente, azuzada por el poder dominante, no linche o arrastre a la hoguera al hereje solitario.

1 comentario:

  1. Hola Ernesto, te dejo el link de la película "la educación prohibida", que está recién estrenada. Pienso que te podría interesar.

    http://www.educacionprohibida.com/

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