domingo, 25 de diciembre de 2011

Lo que nos diferencia de


Esto ocurrió hace unos cinco años, cuando todavía vivía en Concepción, una ciudad para amar en el verano y odiar en el invierno. Lástima que allí el verano dure dos meses y el invierno diez. Era una noche de invierno. Había estado lloviendo y -para variar- se anunciaba más lluvia. Pero, al final de la jornada, y con amenaza de mal tiempo, en lugar de correr como animales prudentes a la madriguera cálida y segura, un grupo de estudiantes y profesores acudimos a un concierto gratuito en la pinacoteca de la universidad. Éramos muchos, demasiados, y rápidamente el ambiente se caldeó, las pocas sillas estaban ocupadas por personas mayores y el resto estaba sentado en el suelo o de pie, cada vez más apretado y acalorado en ese lugar cerrado. Incomodaban las mochilas y los paraguas húmedos, incomodaban las columnas de una sala pensada para ser recorrida a pie y no para que se observara su centro, pero era muy agradable la buena voluntad de los presentes para no incomodar más al vecino. Todo aspecto práctico pasó a un noveno plano cuando se instalaron los músicos y, tras una breve introducción, permitieron que el oboe, la viola y el clavecín invadieran nuestros sentidos con la obra de Bach. Imposible no recordar a Cioran cuando dice que la música de Bach es la única prueba de que el universo no es un completo fracaso. Era Bach el que le daba sentido a todo ahora, y uno pasaba de los ojos cerrados, la comunión con el genio íntimo, ésa que no se puede compartir, a los ojos abiertos y la contemplación de las manos y los instrumentos que nos traían en ese instante al genio que es de toda la humanidad y para siempre; por ratos también miraba a los demás, los otros habitantes de esa tribu efímera que una noche decidió postergar la comida y el abrigo para obtener una ración del alimento que nos diferencia de los animales. Mientras regresaba a mi casa pensaba que ese acto gratuito de acudir en grupo a escuchar la música de Bach, innecesario para la subsistencia de la especie o el funcionamiento del organismo, inútil desde una perspectiva pragmática, difícilmente clasificable como diversión o entretenimiento, es la constatación de la riqueza de la condición humana, la esencia a la que siempre podemos apelar para ser (y sentirnos) mejores personas. Una riqueza que, así como antes soportó el ataque represivo y castrador de la religión, y sobrevivió, seguramente podrá resistir los embates actuales de banalidad, atontamiento  y superficialidad desde la TV, el cine, internet y las redes sociales.

Recordaba ese episodio del concierto nocturno en Concepción hoy mientras leía la crónica de Ian McEwan sobre los últimos días de Christopher Hitchens. Periodista, escritor, pensador, y uno de los más lúcidos defensores de la causa agnóstica (si es que existe algo así), Hitchens siempre tuvo algo que aportar al debate. Yo lo menciono en el post Contra la Religión, cuando compro uno de sus libros (god is not Great) en un aeropuerto. A Hitchens se lo llevó el cáncer, pero hasta sus últimos instantes, rodeado de su familia y amigos, estuvo trabajando, creando, aumentando su legado cada vez que la morfina le permitía algunos minutos sin dolor. Aquí un par de fragmentos del texto de McEwan:

Y este era un hombre en constante dolor. Como ya no podía beber ni comer, succionaba pequeños trozos de hielo. Donde otros habrían caído en divagaciones religiosas (¿por qué a mí?) y sueños de una vida mas allá de la muerte, Christopher se dedicó a la literatura. Los tres últimos días de mi visita tomé nota de sus temas. No mucho después de robar mi libro de Ackroyd, me hablaba de un novelista de Eslovaquia; de si Dreiser en sus novelas sobre el mundo financiero era una guía de la crisis actual; del catolicismo de Chesterton; de los Sonetos del portugués, de Browning, que yo le había traído en una visita anterior; de La montaña mágica de Mann, que había releído por pasajes sobre las ambiciones imperiales alemanas en Turquía, y porque habíamos comenzado a hablar de viejas épocas en Manhattan, quería citar y alabar Un réquiem alemán, de James Fenton: "Que reconfortante es, una o dos veces al año, / reunirse y olvidar los viejos tiempos".
[...]
A la mañana siguiente, a petición de Christopher, Alexander [su hijo] y yo le instalamos un escritorio debajo de una ventana. Lo ayudamos a cruzar la sala con su poste lleno de tubos de alimentación, ajustamos los cojines en su silla, ajustamos la altura de su computador. Conversar y dormitar estaba muy bien, pero Christopher tenía solamente algunos días para escribir 3.000 palabras sobre la biografía de Chesterton de Ian Ker.

En uno de los primeros posts de este blog, citaba el poema de Bukowski en el que te grita en la cara que (si tienes algo que decir) vas a a escribir aunque estés muerto de hambre, explote el mundo allá afuera o haya un gato arañándote la espalda. Lo de Bukowski apunta a dejar de lado las excusas para no escribir, permitiendo así salir a la superficie la creación genuina. Pero en el caso de Hitchens y su crítica literaria se trata de una creación que él ya no vería impresa en papel u opinada por los demás. Tiene otro valor. Su urgencia es por arrancarle un pedacito de victoria a la muerte y dejarle un poco más de sí mismo, de su mundo interior, a la cultura de la humanidad, para hacerla avanzar unos milímetros. Aunque digo que esto es lo que nos diferencia de los animales, no puedo evitar pensar en una analogía con la escena de las hormigas que ofrecen sus cuerpos como puentes a sus congéneres para que atraviesen riachuelos. Veo a Hitchens, a Bach, a Cioran, a McEwan, y a tantos otros, como hormigas que tributan con su creación (que muchas veces implica sacrificios personales y familiares) a una causa mayor que es la humanidad. Lejos de los designios de dioses y otros seres mitológicos, el legado de la humanidad, lo que gozamos hoy, el conocimiento, las ciencias, las artes, se compone del aporte de miles de personas que -en lugar de contentarse con satisfacer sus necesidades básicas o conformarse con el anonimato del promedio- intentaron ir unos pasos más allá, internarse donde ya no llega la luz. Con ellos estaremos siempre en deuda.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Diario de un suicida


“Suena interesante” dijo Susana sin entusiasmo, continuando el movimiento de la mano que llevaba la taza de café hacia su boca, consciente de que no diría más, que no sería necesario fundamentar su opinión. Rafael acababa de contarle su proyecto para el próximo cuento, el que completaría por fin la docena que le prometió al editor. El diario de un suicida: sus últimos días. “La primera persona facilita la intimidad, la introspección; y me ahorra las descripciones de lugar que tanto me agotan” dijo Rafael una vez que se puso de pie, mirando por el ventanal el mismo tejado descolorido de siempre allá abajo, sabiendo que ella ya no lo escuchaba, que había vuelto a la lectura del periódico. Confirmó que ya no le afectaba como antes el poco apego de ella a sus proyectos vitales, pero no lamentó la certeza de esa distancia: al fin y al cabo el proceso creativo necesita de soledad, de cierto aislamiento, se dijo; pero no se convenció del todo.

Septiembre 22
Hoy fui a renovar la visa de estudiante a Extranjería. Una cola de dos horas para que al final un idiota que hablaba con faltas de ortografía me diera un formulario y me dijera que regresara dentro de dos semanas con el formulario lleno. “Y sin emendaduras” añadió el idiota con bigote de Cantinflas, parado detrás de su escritorio. A lo mejor todavía no descubre que la silla es para sentarse. No debe estar consignado en el manual que le dieron. Podrían tener una mesa llena de formularios y así le ahorrarían a la gente la cola y las inasistencias al trabajo. Pero claro, entonces dejaría de tener razón de ser la existencia del idiota con terno lustroso y prendedor en la solapa, con caspa sobre y prendedor en la solapa. En realidad no creo que su existencia tenga mucha razón de ser a pesar de que todavía no hay mesa con formularios. Su triste existencia de imitar los modos del jefe, adular a la secretaria amante del jefe, sonreírle a las extranjeras de ojos claros y maltratar a los extranjeros de piel oscura. Pobre diablo que regresará a casa apretado en el micro, codo a codo con el extranjero de piel oscura, y sin poder ver el automóvil en el que viaja la extranjera de ojos claros. Pero ya estuvo bueno de hablar del idiota, que no fue lo peor de la mañana perdida en Extranjería. Lo peor fue soportar la cola. Escuchar el desfile interminable de lugares comunes como síntoma de la compulsiva necesidad de hablar de la gente. De hablar pero no escuchar. No importa de qué tamaño fuera la peripecia que acababa de relatarle la señora de pelo teñido a la señora gorda, ésta replicaba (cuando no interrumpía) con “Eso no es nada, imagínese que a mí...” y así hasta que el tipo con calvicie prematura aportara su “Al menos a usted le dijeron que esperara, en cambio a mí...”. Nadie escucha un carajo, sólo esperan su oportunidad para enrrostrarte su pequeña desgracia tamaño pasaporte, su apocalíptica espera de media hora, subiendo el volumen de su perorata si no alzas las cejas o manifiestas de alguna manera tu asombro solidario. Solidaridad....já. Con meticulosidad digna de mejor causa registré las primeras palabras de las intervenciones de los colistas. Diecisiete de veinte comenzaron con “Yo” o “A mí”. Y así quieren solidaridad los miserables. Si la cola no fuera con ticket las ancianas nunca llegarían a la ventanilla, serían aplastadas por esa turba bien vestida y perfumada. Allí está la náusea de Sartre, ni siquiera hay que leer el libro. En fin, no sigo con la historia de la cola para no darle la razón a Rosita, que siempre decía que yo era un amargado. No soy un amargado. Soy un observador con algo de lucidez (perdóneseme la autocomplacencia y la inmodestia mal disimulada). Bueno, al menos lo era hasta hace poco. Últimamente la resignación me está quitando las ganas de observar. Y si no observo ya no sé de qué me sirva mi lucidez. Si Rosita no se hubiera ido tendría la posibilidad de abandonarme a la sinrazón del amor por un rato. Opio, Maya, ilusión fugaz pero necesaria. El problema es que ella se fue precisamente en nombre de la razón.

“Así que si quieres anda buscando un abogado, a mí me va a representar mi primo Patricio” remató Susana. Rafael la miraba sin saber cómo reaccionar ante el aplomo de ella. Todo se había desencadenado muy rápido. Él le preguntó si ya había hecho las reservas para los pasajes de Navidad y ella respondió que no, porque no pensaba volver a pasar una Navidad en Lima si la madre de él no se disculpaba antes con ella por lo que le había dicho la última vez que hablaron por teléfono. Él, todavía sorprendido, le había recordado que su madre estaba muy enferma, que podía ser su última Navidad, que por último correspondía –de acuerdo al pacto que se había respetado durante 5 años– que ese veinticinco de diciembre lo pasaran en Lima porque el anterior se habían quedado en Santiago. “Si quieres te vas solo, pero yo no voy. Y por supuesto que los niños se quedan conmigo” había dicho ella. “No puedes ser tan dura” dijo él, moviendo la cabeza. “Lo que yo pueda o no pueda ser no lo decides tú. Nunca terminarás de entender eso. Por más librepensador que te declares, sigues albergando a un macho que quiere dominar. Pero yo no soy como tu madre, que fue capaz de someterse al maltrato de un hombre por el supuesto bien de los hijos. Yo no tengo vocación de víctima. Y quieres que te diga una cosa: estoy harta de que tu madre maneje nuestra relación por control de remoto con la eterna excusa de su salud deteriorada”.  Allí comenzaron a subir los tonos y a perderse el respeto. En cuestión de minutos habían llegado al tema del divorcio. A Rafael no le sorprendió sentir que estaba en la víspera de una sensación de alivio, pero ésta se esfumó súbitamente cuando le escuchó decir a Susana que ella no le permitiría ver a los niños hasta que se dictara la sentencia y se estipulara el régimen de manutención; y que tuviera paciencia, porque el proceso no tomaría menos de un año y medio. “Sabes muy bien que tengo todas las de ganar, no sólo porque soy la mujer, sino porque tú eres extranjero. Esto me lo dijo Patricio la semana pasada”.

Septiembre 23
Aferrarse a algo. Se supone que uno debe buscar un motivo simple y concreto, un ancla, algo a qué asirse cuando se pierde el sentido. Esas “ideas-fuerza” son sólo una receta más, un producto marketeable diseñado para mentes débiles. Como “la visualización positiva es la clave del éxito” o “el fracaso nunca me sobrecogerá si mi decisión para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa”. El éxito según Og Mandino y los 40 editores. Me cago en su éxito, sus cuentas millonarias, su cocaína diaria y sus bestsellers para tontos útiles. Toda esta diatriba se debe a la torpe bondad de mi madre por el día de mi cumpleaños: me envió por correo un libro de superación personal. Pobre mamá, no tiene idea de nada. Se puso a llorar al teléfono cuando le dije que no quería hablar con mis tíos, que saldría a caminar hasta tarde, que mi cumpleaños no me importaba. Perder el sentido. Ocurre de un momento a otro, como la epifanía que le revela el conocimiento al científico inspirado, pero al revés. Y ya no hay marcha atrás. No vale arrepentirse de ser el espermatozoide ganador. Perder el sentido. Un instante, un relámpago dentro de la cabeza, como las ideas geniales. Claro que a mí nunca se me ha ocurrido una idea genial. En qué momento se jodió el Perú, se preguntaba Zavalita en Conversación en la Catedral. En qué momento me jodí yo, podría preguntar. Pero no, no me interesa hacer una investigación histórica de este desapego al que comienzo a acostumbrarme. La lectura de Pessoa es buena compañía, pero ya estoy terminando el libro. A lo mejor después sigo con Bukowski. O no sigo. Esteban decía que prefería a Bukowski antes que a Henry Miller porque le desagradaba que Miller siempre cayera de pie en su muladar, que conservara la distancia precisa para transmitir la imagen que quería, que tuviera tan bien diseñada su desgracia que hasta daba envidia. En cambio Bukowski era más honesto, no temía hacerse mierda frente al lector, podía escribir pésimo porque su vida era pésima, y así había que leerlo. Bukowski. Yo creía que era un director de cine polaco, hasta que Esteban me explicó. Ojalá estuviera aquí ahora para explicarme algo, cualquier cosa. Quizás perder el sentido sea no querer caer de pie en medio del muladar y no querer escribir, aunque sea pésimo. No. Perder el sentido es que no te importe cómo ni dónde caes, que no te importe si escribes o no, porque al final todo termina en lo mismo. Todo comienza y termina en el mismo punto. Como una figura geométrica que se cierra para siempre. Pero allí hay armonía, ésa es la pequeña diferencia. La enorme, insalvable, cañón del Colorado, diferencia. En fin, no sigo porque voy a tener que salir a dar una vuelta: hay fiesta en el piso de arriba. Horror. La música a todo volumen es lo de menos. El mal gusto de la música a todo volumen es lo de menos. Lo que no soporto (y no entiendo) es esa obsesión por decir cosas supuestamente graciosas cada vez que hay más de cuatro personas reunidas y es de madrugada. Una carcajada tras otra. Y otra más. Y otra. No hay nada que me ponga de peor humor que escuchar las risotadas huecas, forzadas, de las taraditas que al no poder aportar a la conversación aportan al ruido. Son las que necesitan un poco de alcohol en la sangre para olvidarse que son feas y así poder sentirse objetos de deseo. De deseo de otros igualmente feos pero con cinco gramos más de cerebro; suficiente para armar dos frases seguidas que generen risotadas huecas. El problema es que después se aparean, se reproducen, y traen al mundo a más tarados necesitados de alcohol para sentirse felices. Es la plaga bíblica que no se detectó a tiempo. La misantropía la fundó alguien que vivía en un edificio de departamentos.

La nueva crisis conyugal no pudo llegar en peor momento. Gustavo –el editor– había vuelto a llamar, recordándole que el ya tres veces postergado plazo había vuelto a vencer el martes pasado. Rafael le dijo que ya estaba terminando el último cuento, que tuviera un poco de paciencia, hasta le contó lo de Susana y los niños. Pero todo lo que obtuvo fue una profesionalmente amistosa palabra de aliento (“ya verás que todo se va a solucionar”) y una igualmente profesional amenaza de denuncia por incumplimiento de contrato. Tras larga discusión finalmente acordaron que a la mañana siguiente el editor pasaría a recoger el manuscrito a su casa. “No falles, Rafael; esto ya no depende de mí, me están presionando de arriba. Si no tienes el manuscrito listo con los doce cuentos que el contrato estipula, te estarás metiendo en un grave problema. No puedo defenderte más”. Ahora miraba a su alrededor y no podía reconocer en ese paisaje de desolación y abandono lo que hasta hacía unos días había sido su casa, un hogar. Susana se había llevado a Gabriel y a Silvia primero, y a los muebles y artefactos poco tiempo después. Se paró de la cama y caminó hasta la cocina sorteando la ropa sucia y los cartones de comida rápida que poblaban el suelo. Ya no había refrigerador. Lo recordó al buscar hielo para el vaso de Amaretto que acababa de servirse. Volvió a su cuarto-escritorio, que era lo único que todavía se parecía a su pasado, e intentó concentrarse una vez más para poder terminar el cuento. Tenía que sobreponerse, tenía que vencer a esa demoledora alianza de la depresión y la  angustia. Él era un profesional de la creación literaria, la más sólida promesa de la narrativa actual – en las generosas palabras de un amigo periodista. No pudo. La sonrisa de sus hijos en la inmensa fotografía en la pared hizo que las lágrimas volvieran a nublarle la visión de la pantalla del computador.

Septiembre 24
Hoy no llamó nadie ni me escribió nadie. Menos mal. No tengo ganas de fingir. Pensaba ir al cine (hoy era el último día de “No Amarás”) pero sólo imaginar a los imbéciles de siempre comentando la película en la fila de atrás me quitó todas las ganas. Prefiero pasar el día contemplando las manchas de humedad en el techo o mirando por la ventana, mirando las vidas de otros, deseando ser cualquiera de ellos (la viejita que apenas puede con las bolsas del supermercado, el escuálido recogedor de cartones que se estira las mangas de la chompa para no congelarse las manos al empujar su carreta al amanecer, la niñita que animada le cuenta su día en el jardín infantil a su madre mientras ésta no la escucha porque está pensando en cómo llegar a fin de mes). Mañana se cumplen dos semanas sin tomar las putas pastillas. No puedo decir que esté ganando la batalla, pero de ninguna manera voy a regresar a la alegría artificial, a las tres dosis diarias de entusiasmo, a la vida con respirador mecánico. Si no puedo solo, no puedo y ya está. “Hay que darle para adelante nomás, porque el camino de regreso está muy congestionado”. Difícil de creer que fui yo el que escribió esa frase alguna vez. Me suena a la prehistoria. Cazador-recolector de frases bonitas o ingeniosas. Ése era yo. En un pasado reciente tuve un gran futuro, pero ese futuro terminó hace unos días. Y no se ve nada más adelante. Debe ser el esmog, la inversión térmica de los cojones, o un frente de mal tiempo proveniente del Pacífico sur, o ninguna de las anteriores. Ya, basta por hoy. Tengo mucho sueño y pocas ganas de escribir.

El canto de los pájaros le indicó que comenzaba a amanecer. Recién entonces se dio cuenta del paso del tiempo. No había dormido en toda la noche y había avanzado apenas unas cuantas líneas. Releyó una vez más el cuento escrito a medias, volvió a quedar insatisfecho con el producto, y constató que la angustia comenzaba a esfumarse. Ya no le importaba tanto. Ya no le importaba, quizás. Se puso de pie, abrió las cortinas, y se quedó observando el tejado descolorido de la casa de enfrente. Desde el cuarto piso se tenía una vista total de esa casa. Era una casa antigua, con un amplio zaguán poblado de hierbas silvestres y donde todas las tardes jugaban los niños a perseguirse y esconderse. No sabía sus nombres pero sí sabía que eran amiguitos de Gabriel y Silvia. Vio que todavía no encendían las luces y pensó –sin tener motivos para hacerlo– que en esa casa dormía una familia feliz. Un escalofrío le recorrió el cuerpo e inmediatamente pensó en hacerse un café. Imposible por ahora: no había cocina. Regresó al escritorio y se sentó frente a la máquina. Todavía le quedaban un par de horas antes de que llegara Gustavo.

Septiembre 25
Creo que perdí. Me quedé sin fuerzas, sin razones, sin ganas de que vuelva a amanecer. Estar en este lado o en el otro lado me da exactamente lo mismo. Y en el otro lado por lo menos tengo el incentivo de la novedad, la incertidumbre, la sorpresa. Por supuesto que no creo que me esté esperando una corte de serafines afeminados tocando la trompeta a la entrada de un luminoso reino sobre las nubes. A lo mejor no hay nadie ni nada al otro lado. Ya veremos (dijo un ciego lleno de esperanzas). Paren el mundo que aquí me bajo, decía Mafalda. Yo no pido que pare; voy a saltar de este microbús en movimiento, como cada día al llegar a la universidad. Imagino que mañana todos dirán que fue por Rosita, que no me pude recuperar de su abandono. Lo dirán con un tono a medias sabiondo y a medias compungido. Y no sabrán nada. Lo dirán porque algo hay que decir, eso creen. Todas sus palabras sobran, nunca nos han regalado un pedazo de silencio. Hablan mucho y no saben nada. No tienen la más remota idea de lo que es perderlo todo. Nadie puede saber lo que es esto, nadie sabe cómo se siente quedarse vacío, cómo se siente el no-sentir. Lo único que lamento es el tono de tragedia griega de todo esto, el titular de tabloide amarillo, el mal gusto de la sangre y del cuerpo deshecho contra el suelo; si se pudiera simplemente apretar un botón y desaparecer, invadir el pasado sin pasar por el presente. Pero no, hay que hacer el esfuerzo de dar un último paso real: abrir el ventanal. Sea, entonces, pero con un breve trámite como preámbulo: el testamento. Un testamento imaginario, por cierto, porque no tengo posibilidad de dejar algo oficial. El inventario actual es bastante pobre, así que no tomará mucho tiempo nombrarlo. Lego la computadora a mi hermano, con la esperanza de que la utilice para algo distinto a los embrutecedores juegos de combate. Los libros a mi hermana, que nunca tuvo tiempo para leer y ahora tendrá un motivo más para sentirse obligada a hacerlo. Todo lo que he escrito se lo dejo mi madre, que algún día entenderá que ella no tuvo la culpa de nada. Por supuesto que en lo anterior no se incluye este cuento incompleto, Gustavo; espero que sepas perdonar que no cumpliera con el último plazo acordado. Finalmente, lego mi inútil lucidez y mi amor desesperado a Gabriel y Silvia, que llevan en sus ojos todas las palabras que ya no podré decirles.

(2001)




martes, 8 de noviembre de 2011

Objetivos


«Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo
F. Nietzsche


Bertrand Russell vivió casi 100 años, y tomaría páginas describir de manera general sus aportes a la filosofía, las matemáticas y la epistemología; pero este no es un post sobre su obra. Russell, que recibió el Premio Nobel de Literatura por sus escritos filosófico-humanistas,  fue además un activista convencido, razón por la que purgó meses de cárcel siendo ya un hombre maduro, y hasta de nonagenario fue arrestado durante una marcha pacifista. A todas luces, fue un hombre realizado. Hace tiempo leí que cuando le preguntaron los periodistas acerca de “el secreto de la felicidad” (típica pregunta para el gran público, que podrá memorizar la respuesta pero nunca leerá un libro de Russell) él contestó “no plantearse objetivos”. Acabo de hacer una búsqueda sobre las citas de Russell, y no encuentro esa frase. Puede ser otro caso de citas apócrifas, pero igual sirve para la reflexión. Cada vez que recordaba esa supuesta cita de Russell, me cuestionaba bastante, porque si bien entiendo que no plantearse objetivos reduce la frustración por no cumplirlos (y así se reduce el stress y las úlceras al duodeno), aumentando entonces la felicidad, no me cabía en la cabeza que alguien como Russell pudiera haber logrado tanto sin una búsqueda consciente y determinada de esos objetivos. Además, y aquí vamos entrando en materia (repito, aunque no lo parezca, este post no es sobre Russell), siempre me han causado una extraña admiración las personas que en algún momento de su vida dedican todas sus energías a un único objetivo. Esa obstinación unidimensional, esa obsesión que pulveriza la importancia de todo lo que no es el objetivo,  me parece fascinante. No tengo certeza de que ese fanatismo puro sea una receta para la felicidad propia o de los seres cercanos, pero sí es una llamativa manifestación de las posibilidades extremas de lo humano. En cierto modo, la vida de esas personas se simplifica, por cuanto es absolutamente claro para qué se levantan cada mañana de sus vidas, una situación que algunos envidiarían. Eso sí, hasta ahora no aparece en la discusión el componente moral del objetivo buscado, porque evidentemente no son igualmente admirables la Madre Teresa, Chico Mendes o Nelson Mandela, que dedican su existencia de manera exclusiva a causas muy nobles, y el sujeto aquél que se ha hecho decenas de cirugías para parecerse a “Superman” (a Christopher Reeve), o esa ex-actriz porno que ya no puede respirar ni caminar con facilidad por los implantes de silicona cada vez más monstruosos que cada año se coloca en los senos para superar su propio récord.

En el mundo de esos seres especiales, hay dos casos que me impactaron mucho y todavía me conmueven cada vez que los recuerdo.  Son los ejemplos de Vitaly Kolayev y Thelma Toole. ¿Qué harías si de un momento a otro perdieras lo que más amas? Le ocurrió a ambos, y a partir de ese instante su vida tuvo un solo sentido, pero diametralmente opuesto.

Vitaly Kolayev vivía con su mujer, Svetlana, y sus dos pequeños hijos, Konstantin y Diana, en Ossetia del Norte, una república del Cáucaso que pertenece a Rusia. Como el trabajo escaseaba, aceptó un empleo temporal de arquitecto-constructor en Barcelona. Llegadas las vacaciones, la familia decidió reunirse en España. El avión de Bashkirian Airlines estaba sobre el lago Constanza, en la frontera entre Alemania y Suiza, cuando se acercó a la trayectoria de un avión de carga de DHL. En ese momento, el danés Peter Nielsen era el controlador responsable del espacio aéreo de esos vuelos y estaba solo en la torre de control de Zurich, a cargo de dos pantallas porque su compañero estaba descansando en un cuarto anexo (una violación de las regulaciones). Además, algunos sistemas de alarma extras estaban en reparación. Los aviones tienen un sistema automático de detección de trayectorias de colisión e instruyen al piloto para evitar el choque. Esa noche, los sensores automáticos se activaron e indicaron a los pilotos del avión de  DHL: descender, y a los pilotos rusos: ascender. Pero, por error,  Peter Nielsen -quien llevaba rato ocupado con un aterrizaje complicado por comunicaciones intermitentes- les dijo a los rusos:  descender. El manual de operaciones del avión de Bashkirian Airlines presenta información ambigua respecto a quién obedecer en un caso de contradicción, si al sensor automático o al humano en la torre de control. Decidieron confiar en el controlador. No hubo sobrevivientes. Vitaly Kolayev llegó a la zona de la tragedia mientras se realizaba la búsqueda de restos y él mismo encontró el cuerpo de Diana, de 4 años. Konstantin tenía 10 años. Ese día terminó lo que había sido su vida. Durante muchos meses permaneció más tiempo en el mausoleo que construyó para su familia que en cualquier otra parte, aislándose del mundo, superando una y otra vez los límites del dolor. Hasta que tomó una decisión. Ahora su vida vacía tenía un sentido. Intentó contactarse con la empresa a cargo del control aéreo, para preguntar nombres, pero no lo recibieron. A pesar de que el nombre del controlador se mantuvo en reserva durante el juicio que finalmente lo absolvió, Vitaly Kolayev lo logró obtener: Peter Nielsen. Luego contrató a un detective privado que le informó que Nielsen, quien había sido retirado del trabajo, vivía en Kloten, un pueblo a  las afueras de Zurich. Hasta allí llegó Vitaly Kolayev a fines de febrero de 2004, casi dos años después del accidente. Se sentó frente a la entrada de la casa de Peter Nielsen, y esperó. Alarmado por la presencia del extraño sujeto, el danés salió a preguntarle qué buscaba. Vitaly Kolayev dice que discutieron -su inglés es muy rudimentario- y que él sacó fotos de sus hijos para mostrarle a Nielsen que había acabado con su tesoro más amado. Dice también que en medio de la discusión Nielsen se sacó de encima de un golpe las fotos que Kolayev le enrostraba y que eso lo enfureció. Dice no recordar nada más. Peter Nielsen, de 36 años, murió desangrado delante de su mujer y sus tres hijos, en el portal de su casa, tras ser apuñalado múltiples veces por Vitaly Kolayev.








A Thelma D. Toole los médicos le dijeron que no podía tener hijos, pero a los 37 años fue madre de John. Nacido en 1937, en Nueva Orleans, John K. Toole fue siempre un niño muy creativo y con sensibilidad artística. A principios de los 60, mientras cumplía con su servicio militar en Puerto Rico, comenzó a escribir una novela: La Conjura de los Necios (A Confederacy of Dunces). Terminó la novela de vuelta en casa, a inicios de 1964. John, un muchacho algo reservado pero dotado de una chispa irónica particular, vivía con sus padres mientras estudiaba un doctorado en lengua inglesa y daba clases en un college.  Con la obra lista, intentó publicarla en una editorial prestigiosa (Simon & Schuster), donde inicialmente tuvo una buena recepción, porque notaban a un escritor talentoso, pero la novela en sí no les convencía, les parecía algo desordenada y banal. Nunca estuvieron satisfechos con las sucesivas correcciones que John hizo al texto, y él mismo no veía posible modificar aspectos que constituían la esencia de su novela. Después de dos años de idas y venidas, y muchas páginas de correspondencia escritas, la decisión de la editorial fue: no se publica la novela hasta que se modifique significativamente. Pero John no veía cómo podía modificarla más sin que dejara de ser su obra. Ya estaba deprimido, frustrado, cuando su madre lo convenció de que intentara mostrarle su novela a un periodista-editor, quien la rechazó con poca cortesía. Esto hundió todavía más a John Toole, y comenzó a beber en exceso y recluirse, además de padecer de jaquecas y mostrar síntomas de paranoia. En agosto de 1968 le confesó a un amigo cercano que la humillación de no poder publicar su libro y las “burlas y confabulaciones secretas” de la gente lo tenían acorralado. En enero de 1969 John Toole desapareció de su casa y dos meses después, en un poblado apartado, conectó el tubo de escape de su automóvil a una manguera y la introdujo en el auto. Tenía 31 años. Entonces, a los 68 años, Thelma Toole se vio despojada de “su tesoro” (así lo llamaba) y enfrentada a la epopeya de sacar adelante un hogar con un marido sordo y con demencia senil. Durante dos años fue el turno de Thelma de hundirse en la depresión y perder el sentido de la existencia. Hasta que un día entró a la habitación de John y encontró sobre el armario el manuscrito de La Conjura de los Necios. Entonces supo que su vida todavía tenía sentido. En los siguientes 5 años, superando la muerte de su marido y el resquebrajamiento de su salud, Thelma envió el manuscrito a ocho editores distintos, obteniendo ocho rechazos. Pero no se rindió. En 1976, se enteró de que un escritor conocido estaba dando clases en una universidad cercana y comenzó a llamarlo y escribirle, para que leyera la novela de su hijo muerto. El escritor la evitó como pudo, hasta que ella se presentó en persona en su oficina con el manuscrito en la mano. Para librarse de una buena vez de la anciana insistente, el escritor decidió leer las primeras páginas, seguro de que encontraría un bodrio intragable. Pero no pudo parar de leer, o más bien sólo se detuvo para reírse a carcajadas, porque la novela de John Toole es una sátira picaresca -y algo disparatada- de la sociedad de su tiempo. Entusiasmado, decidió apoyar a Thelma, pero el camino no sería fácil: tres años más de fracasos editoriales los esperaban. Finalmente, en 1980, cuando Thelma estaba a punto de cumplir 80 años, el escritor consiguió que La Conjura de los Necios se publicara en la pequeña editorial de la Universidad Estatal de Louisiana, con una tirada de apenas 2500 ejemplares. Thelma Toole murió en 1984, pero pudo descansar en paz, ya que alcanzó a ver el éxito meteórico del libro de su hijo, que lo hizo merecedor en 1981 del Premio Pulitzer -el mayor galardón literario en EEUU- y del Premio a la mejor novela en lengua extranjera, en Francia. La Conjura de los Necios ha sido traducida a 18 idiomas y ha vendido más de un millón y medio de ejemplares. John Toole ha sido comparado con Cervantes y Dickens, y es considerado por la crítica como uno de los grandes escritores norteamericanos de todos los tiempos.

sábado, 29 de octubre de 2011

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Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. 
Si sobra algo, me compro ropa y comida.
Erasmo de Rotterdam


Es una paradoja recorrer las hermosas avenidas de Buenos Aires, contemplando los magníficos edificios que hablan de la grandeza pasada, y al mismo tiempo escuchar al amargado taxista que dice que esto no tiene solución, que cada día la cosa está peor, que es un país condenado a la miseria. Hay datos para todo. A finales de los años veinte, Argentina era un país del primer mundo, que tenía más automóviles que Francia y más líneas de teléfono que Japón. Por entonces era considerado el granero del mundo, y su inversión en educación, el tamaño del aparato productivo y el ingreso per cápita eran similares a los de Alemania y Francia. Menos de un siglo después, el 2001, tocó el fango del fondo, y en medio de niveles africanos de desnutrición en algunas regiones y la amenaza de guerra civil agazapada en cada esquina, hubo cinco presidentes distintos en un lapso de dos semanas. Desde entonces la situación ha mejorado, pero lo que no ha cambiado es la sinonimia entre política y mafia, lo que abre un interrogante sobre la solidez de ese progreso aparente. En suma, nadie puede saber qué futuro le aguarda a este país enorme y extremo, si seguirá cuesta abajo en la rodada o se reencontrará con el esplendor de antaño, y no habrá más penas ni olvido.

Es usual que se alimenten esperanzas de un futuro próspero con historias centenarias o milenarias. A los niños peruanos se les alecciona con la idea de que el Perú es heredero de la grandeza del imperio inca, a pesar de que los índices actuales de desarrollo humano son vergonzantes. A los mexicanos se les intoxica con historias de la patria del oro y la gloria azteca mientras la violencia vesánica del narcotráfico se convierte en la ley. Si el esplendor pretérito de un país tuviera algo que ver con su situación actual, entonces Grecia, la cuna de la civilización occidental, debería ser el centro de Europa y no su puerta trasera, manteniéndose a flote hasta hace poco gracias al turismo hedonista, y hoy al borde de la quiebra y el estallido social . Si así fuera, Portugal y España, que alguna vez se repartieran a medias el mapa del mundo conocido, no estarían hoy ahogándose en una crisis que ha malvendido la dignidad de trabajadores y jubilados para rescatar a los bancos, los verdaderos culpables.  Y la Mongolia de Genghis Kan, que engullera China, Irán y Afganistán como quien sale de picnic, no sería hoy una nación con la misma mortalidad infantil que Bolivia. ¿Alivia en algo la hambruna rampante en la Etiopía de hoy el saber que en el siglo II la dinastía Salomónida floreció en su meseta infinita?

Como digo, nadie puede saber si la condena argentina es a cadena perpetua, pero -en medio de un mar de datos reales y ficticios que describen esa realidad y la pretenden proyectar- yo me quiero quedar con un detalle. Argentina tiene, por lejos, el mejor índice de librerías por habitante de Latinoamérica, triplicando los números de quien le sigue en la lista. No puede estar perdido un país que lee tanto. Quiero creer que la cultura es el bastión de la resistencia, el punto de partida de la reconquista del orgullo, el superhéroe que acudirá en rescate del país en cenizas en el último minuto. Mi experiencia en las librerías argentinas ha sido siempre encantadora. Mientras en Perú y Chile uno es sospechoso de haber entrado a robar libros, y el que te atiende (y te vigila) demuestra el mismo interés por los libros que por el horóscopo, allá tu puedes intercambiar opiniones de tus autores favoritos con el vendedor, y te puedes sentar a leer las horas que quieras. Y esto me ha pasado en Bariloche, Mendoza y Buenos Aires: no es cosa de una persona excepcional en una librería singular en un día en particular. Una vez, en Mendoza, un vendedor me consiguió el libro que buscaba (una biografía de Leonardo) en otra librería, llamó por teléfono y lo trajeron, con el precio visible. Pedí rebaja y él consultó por teléfono; yo pude escuchar el último precio que ponía el librero al otro lado del teléfono. Era algo caro, pero razonable (es un libro de 700 páginas con ilustraciones a color en papel couché). Como me vio todavía dudando, me dijo que yo pusiera el precio, y él ya le pagaba la diferencia al otro librero. Ante mi cara de sorpresa, me dijo que lo hacía porque ya le había comprado varios libros y que por la conversación previa él tenía claro que yo era un amante de los libros, y no quería que me fuese sin el que andaba buscando.

Hace poco acudí otra vez en devota peregrinación esa joya visual que es El Ateneo Grand Splendid, en Buenos Aires (un teatro construido a comienzos del siglo XX, donde alguna vez cantó Gardel, hoy reconvertido en una librería bellísima). Todas las librerías grandes en algún momento me hacen recordar a Borges. Aunque quizás esta librería está demasiado iluminada. A Borges uno se lo imagina mejor en un cuarto secreto en la penumbra de las velas, en El Nombre de la Rosa (no es casual el nombre que Eco le coloca al personaje ciego: Jorge de Burgos), o recorriendo el lúgubre y laberíntico Cementerio de los Libros Olvidados que se describe en La Sombra del Viento. Estuve muchas horas en El Ateneo, gozando con la posibilidad de leer con calma, sentado en un palco, mientras alguien tocaba el piano en el escenario convertido en café-restaurante. Disfruté también mirando a los demás, gente leyendo de pie y sentada, y hasta echada, como el niño que con uniforme de colegio se acostó boca abajo sobre la alfombra para leer un libro sobre perros. Pero lo que más me llamó la atención esta vez fue el tipo que leía una novela en voz alta, sentado en una de cuatro butacas que rodeaban una mesa. En dos de las otras tres butacas sus ocupantes escuchaban con atención la dedicada lectura que con buena dicción y adecuadas pausas les era obsequiada. El detalle está en que el hombre que flanqueaba al generoso lector-locutor llevaba un bastón en las manos y usaba gafas negras. Era un ciego que, con una sonrisa que no puedo describir, escuchaba las palabras que la oscuridad le había negado. Y entonces no hubo necesidad de recordar a Borges.

lunes, 10 de octubre de 2011

Todos contra la pared

Cuento escrito en Lima, el año 2000, cuando ya no se soportaba más la siniestra dictadura de Fujimori y Montesinos.




Todos contra la pared



Nadie dice nada. Nadie llora o finge llorar. Definitivamente morirse no es como en las películas yanquis. No estamos en medio de un vasto prado verde, fondo preciso para el contrapunto de flores rojas o amarillas y cabizbajos personajes envueltos en negro; tampoco desciende el ataúd a las entrañas de la tierra ni llora una seductora viuda detrás de un velo. No. Aquí el polvo flota visible, el sudor nubla la vista y el tiempo se arrastra despacio, impasible. Quizás algún día se sepa por qué en los cementerios siempre hace más calor. Aunque ahora, bajo este cielo sin cielo de Lima, eso importa poco o, mejor dicho, no tiene por qué ser contestado. Ahora habría que contestarle al chiquillo desnutrido y mugriento que, allá arriba, equilibrándose sobre una escalera destartalada, pregunta por el nombre del difunto. Está listo, brocha en mano, para perpetuar aquel nombre sobre la tapa de cemento del nicho, aplicando ese estilo quizás gótico que era típico de los micros (“Protégeme Señor de Muruhuay”) antes de que estos desaparecieran a manos de las “combis asesinas”, mueca violenta del nuevo rostro chicha de Lima. Nadie le contesta. Sólo se oye el zumbido grotesco de un moscardón de ojos verdes que parece también estar sufriendo este febrero. Seguramente los familiares de Francisco callan inundados por la tragedia que, una vez más, se les restriega en la cara. Nosotros (la cofradía en pleno sin contarlo a él, que no está, pongan o no su nombre) hacemos este silencio a coro como una suerte de protesta tibia, seguros de que él nunca hubiera aprobado nuestra complicidad en este rito vacío y sin sentido. De algún modo nuestra presencia ya es una claudicación, pero Mariana nos convenció de asistir con el argumento de la solidaridad con la familia, a pesar de lo absurdo, a pesar de que casi no los conocíamos. El chiquillo se impacienta y con razón: la pichanga está por comenzar allá en el cuartel San Ignacio, y hoy es la revancha. Mientras ese silencio se hace eterno, recuerdo aquella vez en que él nos aseguró que alguna vez había logrado hacerse invisible. Que en la universidad nadie lo saludó durante una semana. Fue en enero del 93, era la tercera o cuarta reunión de la cofradía; todavía no le poníamos nombre.
- Qué fijación la tuya por ponerle nombre al grupo –se quejó Eduardo.
- Cofradía por favor, co-fra-dí-a.
- Grupo, cofradía, hermandad, logia, club de leones... es la misma huevada.
-Ya. Reapareció el rupturista amateur. Deberíamos denunciar al que te prestó ese libro de Bakunin y te dejó a merced de tu descriterio –replicó Alejandro.
- ¿Quién va a querer tallarines? –terció Mariana, apareciendo en la escena con la fuente en las manos.
- Eduardo no va a querer –adelantó Alejandro– dice que no le gusta que los tallarines anden siempre en grupo, hasta enredados, hasta ... mazacotudos... por lo que veo.
- Si quieres come y si no, ayuna –dijo Mariana depositando la fuente en la mesa.
- Madre sólo ayuna, dicen. No entiendo por qué la mía engorda –murmuró Pablo.
- Mi tío decía que en Italia era pecado cortar los tallarines –aportó Miguel.
- Típico del sudaca arribista con apellido italiano de novena generación. Ridículos –sentenció Francisco mientras cortaba sus tallarines.
- Lo bueno de los tíos arribistas era que siempre dejaban buenas propinas –dijo Pablo. Yo recuerdo que de niño mi ranking de afectos a los tíos se basaba en cuánta propina me daban. Es más, llegué incluso a asociar su rostro con el del personaje decorativo del billete: mi tío Alfredo era un muy hispanizado Garcilaso de la Vega, dos veces más valioso que mi tío Juan, que apenas era el inca Pachacutec. Sin embargo dudo que en aquella temprana influencia estuviera el origen del materialismo que me atrapara años más tarde. Aclaro que yo logré ser un monstruo materialista con mi propio y consciente esfuerzo: toda una adolescencia dedicada a envidiar –y a veces expropiar– los bienes de mi benemérito primo (hoy un ejemplo de mala imitación de yuppie). ¿Y para qué? Para terminar desandando el camino en el momento menos oportuno, justamente en estos tiempos en que “el combate es la escalera” como dice Aute. No hay caso, siempre estoy a contramano. Seré yo a quien le crezcan los enanos cuando ponga el circo.
- Oye, tú podrías escribirle algunas letras a Sabina –se burló Eduardo.
- Y tú puedes irte un poquito a la mierda, si tienes tiempo.
- Bueno, cambiando de tema, yo creo que tendríamos que decidir si le ponemos nombre al grupo, digo, a la cofradía –intentó una vez más Alejandro.
- ¿No sería mejor que nos pusiéramos de acuerdo sobre el porqué, o para qué, ser un grupo? –dijo Mariana. El nombre puede ser una anécdota, un juego, pero –hasta donde yo sé– fuera de conversar hasta el amanecer, fumar como chino en quiebra, reírnos como idiotas y tomar vino barato, no hemos hecho nada como grupo.
Nadie replicó. Quizás revisaban lo dicho por Mariana; quizás no querían que se enfriaran los tallarines. Francisco rompió el silencio con su voz grave, mirando el mismo punto fijo de siempre.
- Perdón. Yo creo que más allá del vacilón de la amanecida y el eterno retorno de los esperpentos televisivos, los congresistas semianalfabetos o los políticos batiendo records de corrupción que, aunque nos patee el hígado reconocerlo, representan hoy al ciudadano promedio; más allá del hueveo esencialista, aquí se han dicho cosas que no se las lleva el viento así nomás. Alguien habló hace un par de horas acerca de las razones –o sinrazones– que te llevan a seguir en este barco y no tirarte al agua a trabar las hélices con tu cuerpo. Ese es un buen punto de partida. Por supuesto que no dejan de ser palabras y nada más que palabras, pero de algo hay que aferrarse mientras no llegue la hora. Regalarnos espejos menos turbios, sacarnos la basura de los oídos, reaprender a mentir; todo eso es oxígeno para un cianótico entre ocho millones de cianóticos. Sí. Si no nos hemos terminado de ir a la mierda como tantos otros debe ser por algo, y si reunirnos cada fin de mes ha tenido que ver con eso, entonces, como dije, es un punto de partida. ¡Y que resucite Vallejo, carajo!
Nunca tuvimos muy claro qué fue lo que nos reunió inicialmente alrededor de esa mesa de cocina. Tampoco nos preocupamos mucho por desentrañar las causas. Comenzó, como todo, casi por casualidad, superando las diferencias que podrían haber conspirado contra la formación y mantenimiento del grupo. Nihilista a tiempo parcial, soñador sin argumentos, materialista dialéctico, católica a pesar del Vaticano, frívolo sin culpa, filósofo de esquina suscrito al neoliberalismo; teníamos casi de todo, incluso hinchas del Alianza Lima y de Universitario reunidos sin trifulca. O casi. Ni siquiera hubo resistencia por la llegada de Mariana, la única mujer en un grupo que parecía estar condenado a ser otro “Club de Tobi”. En suma, nada muy particular en el origen. Después sobrevendrían los hachazos de absurdo que cercenaron al grupo, llevándose a Francisco primero a una celda y luego a lo indefinido (o a mejor vida, como suele decirse en estos casos).
Ha terminado la ceremonia. Creo que a fin de cuentas Mariana tuvo razón: la familia pareció sentirse acompañada a pesar de nuestra distancia. Incluso han hecho el ademán de acercarse para despedirse, pero algo los ha detenido. La incomunicación del dolor en lugar del falso “lo acompaño en su dolor”. Hay que seguir. Una vez más nos logramos acomodar (incomodar) en el destartalado Volkswagen amarillo de Eduardo y, mientras ruidosamente se renueva el milagro de la ignición, continuamos con ese silencio a cinco voces que no se condice con tanta declaración altisonante y casi siempre irreductible de aquellos días de la cofradía. A pesar de que se robaron la radio del carro hace meses juraría estar escuchando el adagio de Albinoni. Casi me sonrío al comprobar -ahora sí- la semejanza con una película yanqui y me digo que es un premio consuelo, y que es patético. Allá afuera, la miseria de la ciudad parece estar más despierta hoy, más viva, los colores del subempleo y el caos hieren la vista sin tener brillo. Es como si la miseria se sonriera con cinismo al contemplarnos más próximos, sabiéndonos transidos y sin recursos para enfrentar una situación que a ella le es cotidiana. Con la cabeza apoyada en la ventana, golpeándola a cada bache, golpeándola sin cesar, recuerdo que alguna vez - no me acuerdo por qué- habíamos discutido sobre quién sería el primero en morir de todos nosotros. Curiosamente no puedo recordar detalles ni la conclusión de esa conversación. Quizá se trate de un mecanismo para evitar un simulacro de remordimiento. Tan inútil como esa luz roja que acabamos de ignorar, imitando al taxista que va adelante. Taxista. ¿Será un taxista samaritano, como aquellos que alguna vez fueron tema de una tertulia nocturna?
-         Vaya inyección de optimismo. No sé para qué vemos el noticiero si siempre es el mismo rosario de desgracias sin solución.
-         Al menos nos queda el consuelo de que siempre se puede estar peor
-         Bueno, desde ese punto de vista, todavía no estamos en Sao Paulo, con escuadrones de la muerte asesinando 5 pirañitas por noche para limpiarles la calle a los grandes comerciantes.
-         Más creativo y mucho menos macabro me parece el negocio de la subasta de borrachos en la plaza San Martín.
-         ¿Y eso?
-          Pasada la medianoche, en el centro de Lima, si un borracho aborda un taxi, el taxista lleva al infeliz a la plaza San Martín y allí lo ofrece al mejor postor. Le quitan todo lo que le puedan quitar y lo dejan durmiendo en la plaza. Casi sin violencia.
-         Lindo taxista samaritano.
-         Ya lo decía Marx... –comenzó diciendo Pablo.
-         ...Groucho, por supuesto –añadió cuando Eduardo ya volteaba a mirarlo sorprendido. “Surgiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria
-         Salud por eso –dijo Miguel mientras vaciaba su vaso de vino.
-         A mí me gusta más: “Iremos de fracaso en fracaso, sin detenernos, hasta alcanzar la derrota final” –dijo Francisco. Pero no es de Groucho, la leí en una pared en Surquillo.
-         Puta que nos pusimos optimistas. ¿Alguien tiene por allí una cimitarra para rebanarme el colon ahora mismo? –dijo Pablo
-         Podrías ser más ritual y hacerte un ikebana - sugirió Mariana.
-         ¿Eso no es un arreglo floral? ¿No habrás querido decir harakiri?
-         Qué falta de cultura-Mafalda, por Dios, por eso estamos como estamos.
-         Sí. Qué falta de ignorancia –añadió Eduardo.
-         A ver, a ver, ilustre chofer de la caravana del fracaso, espérate un poco –dijo Alejandro dirigiéndose a Francisco. Creo que estamos todos de acuerdo en que si te animas a mirar por la ventana la lucidez te conduce –atajos más, atajos menos– a la frustración, a la rabia impotente. Claro, siempre estará la opción cobarde de decir “no llueve porque yo no me mojo”, pero creo que ninguno de nosotros es de esa calaña. Lo que no me parece buena idea es que nos quedemos en el barro revolcándonos, casi disfrutando, jactándonos de nuestra pericia para reconocer, identificar y clasificar la basura. ¿Y? Lindo ejercicio de taxonomía existencialista ... pero habría que ser algo más creativo. Tratar de sacarle la vuelta a la realidad sin aplicar la táctica del avestruz. Hacer sonreír a la depresión penetrándola por sorpresa.
-         Escupir al cielo para que llueva café en el campo –completó Miguel.
-         Cosechar las peras del olmo –añadió Eduardo
-         Y exportarlas –siguió Pablo
-         Ya la cagaste.
-         Mira Alejandro, no pongas las cosas como si yo fuera el abanderado del pesimismo en este grupo. Quizá solamente se trate de mi poco escrúpulo para decirle gris al blanco y negro al gris, pero –al menos por ahora– no se me ocurriría sustentar una posición nihilista ni nada que se le parezca. No. Yo sólo creo que hay que reconocer el fracaso, asumirlo cabalmente, tragarlo sin agua, antes de pretender recuperar terreno. Porque pienso que una mala digestión de una derrota puede destruir los embriones de un nuevo orden. No reniego de la alegría, simplemente no la encuentro pertinente para estos tiempos. No descalifico la opción que propones, ocurre que no termino de entenderla, nada más. Tú estás hablando de un escepticismo idealista. Algo así como esa mazamorra del agnosticismo místico de Wittgenstein –pudo contestar Francisco a través de la pantalla de joda que habían armado los otros tres.
-         ¿Y eso qué es? –preguntó Pablo– ¿No era Wittgenstein al que se le quemaba el arroz?
-         Su condición sexual no tiene nada que ver con el punto –contestó impaciente Alejandro. Mira, dejemos a Wittgenstein para otro día. Estábamos hablando de la inercia que se origina en la lucidez, o algo así.
-         O la falta de huevos, para ser más prosaico –dijo Pablo.
-         Butler decía que una gallina era el medio que utilizaba un huevo para hacer otro huevo –añadió Miguel.
-         ¿Y quién era ese Butler? –preguntó Mariana.
-         Yo qué sé, pero seguro tenía mucho tiempo libre –dijo Eduardo.
-         Ya veo que una vez más las ideas se van a diluir en chacota –dijo Alejandro, de todos modos sigo pensando que habría que intentar hacer algo, aunque sea pequeñito, aunque sea como entrenamiento. Quizás sea demasiado pedirles una definición, como bien apunta Mariana. Intentemos entonces comenzar por algo tan simple como bautizar al grupo.
-         ¡Y dale con lo mismo!
-         Este muchacho necesita ayuda psiquiátrica –dijo Eduardo. Yo creo que cuando era niño sus padres le decían “oye tú, niño”, “niño, alcánzame el periódico” y nunca lo llamaban por su nombre; por eso le quedó el trauma de ponerle nombre a las cosas. Se me ocurre que podríamos intentar una terapia de cura aquí mismo. Simplemente tenemos que incluir la palabra “Alejandro” en todas las frases. Le ahorraríamos la plata de la terapia.
-         Buena idea –continuó Pablo. Por ejemplo: “Yo creo que, aunque Alejandro no lo diga, hace calor en Guayaquil”
-         O “yo tengo un primo con hepatitis que se llama Manuel, o sea que no se llama Alejandro”.
Apenas cesaron las carcajadas, Mariana acudió en rescate de Alejandro.
-         Ya. Vamos a ver. Qué nombre sugieres tú Eduardo.

-         Seguro que Alejandro jode y jode con el nombre porque íntimamente quiere que nos parezcamos al “Club de la Serpiente” de Rayuela, así que podríamos llamarnos “la fraternidad de la Anaconda”, para añadirle un tinte vernacular-amazónico al asunto.
-         ¿Nadie tiene algo sensato que proponer?
-         “La cofradía de Partula turgida” –decretó Francisco.
-         Eso me suena a sexo en grupo. Interesante.
-         ¿Quién es ese? ¿El sucesor del Maharishi?
-         Tengo en mi casa guardado el recorte del periódico. Partula turgida es, bueno, era, un caracol arbóreo de la Polinesia que se extinguió oficialmente hace unos meses y que se distinguía por su velocidad: avanzaba sólo 7 centímetros en un año.
-         Carajo...
-         Como la justicia
-         ¡Qué esperanza ! La justicia no avanza...retrocede.
-         Pobre bicho, seguro que para cuando llegaba a algún lado ya era hora de regresar.
-         Está claro que se tomaba las cosas con calma. Lento pero seguro. Así clasificaremos al mundial.
-         Ya caigo, seremos la cofradía de Partula turgida para seguir su ejemplo de inquebrantable constancia...
-         ... en el largo camino que conduce a la utopía. Bravo compañeros.
-         Venceremos
-         No pasarán
-         Hasta la victoria
-         Patria o muerte
-         Al fondo hay sitio
-         Salud por eso, y por la fundación de la hermandad de Parvula frigida
-         Par-tu-la tur-gi-da
-         Bueno tampoco pretendas que nos aprendamos el nombrecito de un viaje. O crees que Nabucodonosor conquistó el Popocatepetl en apenas unas carnestolendas hebdomadarias.
Hace más de veinte minutos que salimos del cementerio y por fin alguien se anima a romper el silencio, que ya se estaba pareciendo demasiado al luto. Mariana propone que vayamos a su casa en la noche, dice que es el momento de extender el certificado de defunción de la cofradía. Una última reunión que quizás sirva para encontrarle sentido a todo lo que ha pasado. O para encontrarle sentido a olvidarlo todo y seguir viviendo. Tras una tibia resistencia se aprueba la moción, pero sólo después de parar en “El Orificio” a comprar vino.
Mi idea los ha convencido a todos. A manera de tardío homenaje a Francisco (como son tardíos casi todos los homenajes), y también como primera y última actividad concreta, la cofradía pondrá en práctica algo que él propuso muchas veces y nunca fue aceptado: salir a pintar graffitis en la madrugada. Mientras Mariana y Eduardo discuten el itinerario, todos los demás –con excepción de Pablo, que reclama inútilmente otra ronda de vino– nos dedicamos a copiar en cuadernos los textos de los graffitis.
El recorrido comenzó por Barranco y Miraflores. Dos barrios residenciales con escaso patrullaje policial (los guardias privados contratados son más eficientes y menos sobornables), ideales para entrar en calor y terminar de desterrar el miedo natural que todos, advenedizos al fin, ocultábamos a medias. Las dos primeras pintas ocurrieron sin mayores incidentes. La primera, demasiado larga a juicio de Miguel, demasiado sofisticada (por la diéresis) para Eduardo, fue en la pared de un lote baldío en Barranco, donde debajo de un SE VENDE - RAZÓN: 467 10 15, ahora se puede leer Nuestras derrotas sólo demuestran que todavía somos pocos luchando contra la infamia; y de nuestros espectadores esperamos al menos que se avergüencen. En Miraflores nos interrumpió un borracho que eligió la misma pared de una playa de estacionamiento (Queremos vivir, no sobrevivir) para descargar su vejiga al tiempo que maldecía y pedía la renuncia del presidente anterior. Ahora la avenida Arequipa nos lleva hacia Santa Beatriz, donde esperamos encontrar una pared cerca del canal cuatro, que ha sobresalido entre la prensa sojuzgada y adocenada por su desvergonzado servilismo hacia la dictadura. El nivel de riesgo ya no es menor y se puede palpar la tensión en un detalle: nadie celebró la ocurrencia de Pablo en el semáforo anterior, cuando le preguntó al melifluo travesti que se acercó a ofrecer sus servicios si podía pagarle con tarjeta de crédito. Allí está la pared elegida, a sólo una cuadra y media del canal que tiene resguardo militar las veinticuatro horas del día. Hay que actuar rápido. Eduardo mantiene el carro encendido y enganchado en primera; Miguel observa por el vidrio trasero para dar la voz de alerta; Mariana y Pablo caminan abrazados lentamente, tapando la visión de la pared desde el canal; yo llevo el texto escrito en un papel en la mano izquierda y el aerosol de pintura en la derecha. Ay Canal 4, ¿Quién jalará la cadena? Todo ha salido bien. Mariana suspira y dice gracias a Dios. Yo replico y cito a Juan Gelman diciendo “que no sea lo que Dios quiera”. Pablo dice que los soldados deben estar dormidos o viendo revistas pornográficas.  Miguel ríe y Eduardo mantiene la seriedad: es el chofer y sabe que el siguiente destino sí es peligroso. La avenida Argentina, el corazón del barrio industrial, otrora escenario de contiendas de volanteo al alba entre grupos de izquierda y lugar de mil batallas callejeras ente los sindicalistas y la policía antimotines, cuando todavía existían los sindicatos. Allí las paredes sobran, pero el patrullaje es continuo.
Se repite la operación. Ahora la frase es algo más larga, lo que aumenta el nerviosismo de la espera. Ya está. El policía te golpea en nombre de la ley, tú golpéalo en nombre de la libertad. De pronto todo pasa muy rápido: se escucha una sirena al tiempo que una luz potente me encandila cuando estoy entrando al carro. Apenas logro entrar el sacudón me tira contra el parabrisas: Eduardo ha decidido huir en retroceso. Alcanzo a cerrar la puerta justo cuando el carro da una vuelta en U para darle la espalda al patrullero que ha tardado en iniciar la persecución. Pregunto por Mariana y Pablo mientras Eduardo acelera a fondo para ganar la esquina. Miguel, que aparentemente ha logrado ver todo, me dice que ellos han huido corriendo, que el patrullero amagó perseguirlos pero que al final se decidió por nosotros. Al menos dos estarán a salvo. Eduardo está parado sobre el acelerador intentando llegar a la siguiente esquina, pero finalmente ocurre lo inevitable: nos han alcanzado y podemos ver las ametralladoras sobresaliendo de las ventanas. Miguel le grita a Eduardo que se detenga, pero no es necesario, él decidió parar apenas escuchó la primera ráfaga. O fue al aire o tienen mala puntería. Da igual, el caso es que estamos todos ilesos, al menos por ahora.
La lúgubre comisaría a la que nos han traído, luego de la consabida andanada de patadas en las canillas y varazos en la espalda al subir y bajar del carro porta-tropa, no luce tan insana como las miradas de los dos guardias que nos vigilan. Tenemos que rendir manifestación, nos ha dicho el que parece ser el jefe de la unidad que nos detuvo. Ese matiz burocrático en el habla del comisario hace juego con el ambiente de oficina de trámites inútiles que tiene la comisaría. Una luz mortecina proviene de un foco colgado de una pared y no del techo (imagino que el presupuesto miserable prohíbe pasar de los cuarenta Watts). Un almanaque con la foto de Fujimori es lo único que adorna las paredes, aparte del escudo peruano en el dintel de la puerta.
El jefe abre el libro de partes con gesto a medias ceremonioso y a medias aburrido. Acto seguido busca, primero sobre el escritorio, con calma todavía, y luego en los cajones, ya con vehemencia, un simple lapicero para poder registrar las declaraciones. Nada. Los guardias niegan haberlo visto, y tampoco tienen uno. Finalmente, Miguel ofrece su lapicero. El jefe, ofuscado a estas alturas, lo acepta de mala gana y le dice que se lo devolverá apenas termine con nosotros. Miguel, con esa inveterada candidez que más que divertirnos siempre nos ha intrigado (¿es o se hace?), le pregunta qué es lo que va a hacer si los próximos detenidos no tienen lapicero para prestarle. Eduardo y yo apenas podemos contener la risa, lo que irrita aún más al jefe, quien manda callar y opta por iniciar la toma de declaraciones precisamente con Miguel. Mala idea. El nombre completo no ha traído problemas. Pero...
-         ¿Sexo?
-         Poco frecuente
-         Mira, no te hagas el chistoso, porque aquí nadie está de humor para escuchar payasadas. ¿Estado civil?
-         No.
-         ¿Cómo que no?
-         Es que este es un estado militarizado, no es civil.
El policía amaga reaccionar, gritar algo, pero se ha contenido después de asentir. Pareciera haber decidido algo.
-         ¿Dirección de residencia?
-         Avenida Brasil 2580, Pueblo Libre.
El policía sigue ignorando a Miguel, que dijo el nombre del distrito casi como una arenga. Nosotros estamos cada vez más preocupados.
-         ¿Nombre del partido político al que pertenece?
-         No es un partido político, es una cofradía.
-         ¿Una qué?
-         Una cofradía. Una reunión de cofrades. Es algo así como una logia, pero sin advocación alguna; no profesamos un credo en particular. Se trata más que nada de una agrupación de tertulia con fines lúdicos.
-         Mira cojudo, hasta ahora te he tenido paciencia, pero sigue jodiendo y vas a terminar mal, muy mal.
-         Yo no me estoy burlando de usted, general.
-         No me llames general, imbécil. Soy sargento, el sargento Gutiérrez para ti, pero me bastaría con ser cabo para ahorita mismo sacarte la mierda por desacato a la autoridad.
-         Yo sólo estaba respondiendo a su pregunta, sargento Gutiérrez.
-         Te repito la pregunta, y espero que esta vez respondas en serio. Dame el nombre de la agrupación política a la que pertenece su célula.
-         Ya le dije que no es una agrupación política. En cuanto al nombre, se llama Partula turgida. Es en homenaje a un extinto caracol arbóreo de la Polinesia, que en todo caso era multicelular...
-         ¡Cállate carajo! Ya basta, consignaré que el detenido se niega a responder las preguntas. ¡Aguayo, llévate a este payaso a la celda!
Unos minutos después Eduardo y yo seguimos el mismo camino que Miguel al negarnos a admitir que militamos en un partido político, y mucho menos aceptar que esas pintas representen apología del terrorismo. Esta es la única excusa formal que tiene el régimen para encarcelar a quienes no forman parte de agrupaciones de izquierda.
Estamos sólo los tres en la celda, aunque no por mucho tiempo según el sargento Gutiérrez. Dijo que pronto nos trasladarán a Seguridad del Estado, en la avenida España, y que allí sí que vamos a hablar. El miedo nos hace estar en silencio. Todos sabemos que en ese local se tortura habitualmente y que hay gente a la que se le ha perdido la huella desde que entró allí. No estamos preparados psicológicamente para la tortura. Me pregunto si alguien puede estarlo. Recuerdo a ese exiliado chileno, ex-militante del MIR, que en una entrevista contaba que después del golpe del 73, cuando era inminente que los capturaran, ellos se acondicionaron físicamente para resistir la tortura y no delatar. Pero todo eso fue inútil a la hora de la verdad, nadie podía siquiera imaginar el nivel de sadismo y degradación al que podían llegar los órganos de inteligencia. No, nadie puede estar preparado para la tortura. Ese local de la avenida España lo conocemos muy bien. Fuimos tres veces allí a preguntar por Francisco después que en cada comisaría visitada nos sugirieran lo mismo. Y tres veces negaron que hubiera estado detenido en esa dependencia a pesar que dos periodistas que hacían guardia en la puerta aseguraran que un joven flaco, de aproximadamente un metro ochenta y cinco de estatura, trigueño, pelo negro largo, de anteojos con molduras redondas, había entrado esposado en la madrugada del jueves santo. Nadie supo nunca dónde estuvo Francisco los seis días que pasaron entre ese martes que se despidiera en su casa para ir a un concierto en la universidad y ese lunes en que su cuerpo fuera encontrado en los basurales de la ribera del río Chillón, camino al aeropuerto.
Ya está amaneciendo. Casi no hemos hablado. Hace un rato Miguel preguntó por el derecho que teníamos a hacer una llamada telefónica. Yo sólo lo miré como quien mira a un niño que pide limonada en medio de una película en el cine; Eduardo le contestó que eso sólo ocurre en la televisión. La luz permite ahora ver que la celda está llena de inscripciones, y que los detenidos no perdían el humor. En la pared hay letreros de Baño, Bar, Piscina y Restaurant, todos señalando a la misma esquina ennegrecida y pestilente. A un costado se puede leer ese texto mil veces copiado en las paredes de los baños de Latinoamérica, cambiando el último sustantivo: Prohibido cagar más de dos kilos porque de la mierda nacen los fujimoristas. Pero también hay inscripciones más serias y dramáticas. Algunas me hacen recordar el texto que dejara Miguel Hernández en las paredes de la cárcel de Alicante, poco antes de morir: Adiós hermanos, camaradas y amigos, despedidme del sol y de los trigos. Ahora Miguel y Eduardo están sentados en la misma posición: la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre las rodillas. No me atrevo a interrumpir sus meditaciones, rezos o lamentos para compartir con ellos las inscripciones que me parecen notables. Me pongo de pie para poder leer un texto bastante largo, escrito muy arriba, que no se puede leer desde el suelo.
Queridos compañeros y compañeras de infortunio,
Los torpes esbirros de la dictadura, los tontos útiles con sueldo y criterio mínimos, los hijos de la intolerancia que siempre nacen con malformaciones, me han traído aquí por convertir las paredes de las fábricas en pizarra del más elemental catecismo: aprender a decir No. Si ahora apresan a los que escriben, mañana apresarán a los que lean, y entonces todos estaremos en prisión, sea detrás o delante de los barrotes. Este triste retorno al oscurantismo medieval debe combatirse con dignidad y valentía, lo que en estos tiempos equivale apenas a no callar. Ya que no existe la prensa libre y la televisión está secuestrada, sólo nos queda nuestro grito. Aquellos que renuncien a ser mudos y salgan con vida de este trance han de difundir la consigna: tomar las paredes para luchar todos contra la gran pared del terror y la opresión del régimen fujimorista.

No había terminado de leer la tercera línea cuando sentí una opresión en el pecho al reconocer la letra de molde y el estilo épico y panfletario del amigo perdido. Pero ahora que he terminado de leer esta suerte de testamento de Francisco me siento por un lado aliviado y por otro con mucha fuerza. El alivio es por saber algo más de su itinerario antes de desaparecer. Quizás se trate de un resabio de racionalismo, la impronta de la modernidad, el consuelo de tener datos objetivos de la desgracia (ya Mariana me había criticado alguna vez la compulsión por leer periódicos y ver noticieros). La súbita fortaleza que me invade no la puedo explicar, es como si algo hubiera entrado dentro de mí y tomara el mando. Tal vez sea simplemente orgullo solidario por haber recorrido el mismo camino que él para llegar primero a esta celda, luego a Seguridad del estado, y después quién sabe. Sea lo que sea, y sin tener razón alguna, ahora me siento con fuerzas para enfrentar lo que viene, para encontrarle sentido incluso a la barbarie. Por eso es que me apuro en recoger este pedacito de carbón cuando escucho el ruido de pasos que indica que ya vienen por nosotros, y escribo ese verso de la canción que tanto le gusta a Mariana. Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón.