lunes, 31 de diciembre de 2012

Amarilis... y hasta luego



Hace un mes, por fin, pude publicar mi primera novela. Claro, no es una noticia para que aparezca en los periódicos, o para que se convierta en un viral en las redes sociales (no puede competir con un gato que jala el WC o con un baile simiesco con ritmo pegadizo), pero para mí fue algo muy importante. Ha sido una historia larga. No, no se preocupen, no la voy a contar completa. Todo comienza a inicios del 2001 cuando, envalentonado por los comentarios positivos recibidos por un par de cuentos en una revista online, me dije que ya estaba bueno de refugiarme en la comodidad del texto breve, que un cuento lo escribe (casi) cualquiera, y que ya era hora de ponerme los pantalones largos e ir por la novela. Obviamente, lo que hice fue escribir más cuentos (los pantalones cortos han sido siempre muy cómodos). Pero la idea era soltar la mano, y funcionó. Porque a fines del 2002 ubiqué frente a una pared, la única con ventana, una mesa pequeña que con esfuerzo podría llamarse escritorio, y comencé a escribir. No duré mucho tiempo con el plan de escritura diaria, pero ya había comenzado. Estaba en la lluviosa Concepción (la pared con ventana se humedecía mucho cuando llovía, o sea casi siempre) y acababa de recibir la mejor noticia posible: iba a ser padre. Luego nos mudamos a otra casa más cómoda, para esperar la llegada del primogénito, y ahí sí que pude avanzarla mucho, a pesar de que el cuarto-escritorio era el más frío de la casa (por entonces no teníamos calefacción central, que -en invierno- es lo más parecido a la felicidad). Tengo una foto muy linda en la que con una mano sostengo a mi hijo de dos meses contra mi pecho y con la otra estoy escribiendo (terminando de escribir) la novela. Estoy abrigado como para cruzar la cordillera, y es que ese lugar era un frigorífico. La primera versión la terminé en junio de 2003. Las correcciones, que requieren pausas, alejarse del engendro para poder volver a quererlo, me tomaron poco más de un año. Tal vez ayude a comprender la lentitud de todo el proceso el saber que había un fuerte componente de investigación en la novela, por lo que recopilar y chequear los datos me tomó mucho tiempo. Eran muchos frentes: la historia política reciente del Perú, las sublevaciones indígenas milenaristas, la vida y obra de la poetisa Amarilis y Lope de Vega, etc. Tendría que haber sido menos ambicioso para mi primera vez, pero ya estaba embarcado. Finalmente, cuando ya se terminaba el 2004 me dije que ya estaba listo para conquistar el mundo editorial. Me equivoqué por 8 años. Pero no nos saltemos etapas.
Además de mandar la novela a concursos literarios (en esa época no sabía que estaban todos arreglados), lo que era al fin y al cabo un gasto inútil de papel, tinta, correo e ilusiones, comencé a intentarlo con editoriales conocidas. Estuve cerca de lograrlo con la primera, pero la editora a cargo, después de manifestarme sus dudas sobre si publicarla o no, y que coincidían con una etapa de dudas y cambios en su vida personal (¿quién se lo preguntó?), me dijo que no. Y aquí comenzó el rosario de fracasos, consistente en cartas-tipo diciendo que “sin desmerecer su valor, en este momento su obra no se ajusta a nuestra línea editorial”, envíos que nunca obtuvieron respuesta y esperpentos varios, como el de un editor-negociante que apenas lo contacté me dijo que publicaría mi novela (sin haberla leído) si le daba dos mil dólares. Pasados 4 años de intentos infructuosos, decidí bajar mis pretensiones y lo intenté con editoriales pequeñas, independientes, que publicaban compartiendo los gastos con el autor. Tampoco. O simplemente no me contestaron o me dijeron, después de meses de devaneos, que no. En varias ocasiones llegué a pensar que simplemente lo mío no era bueno. Pero lo releía y me gustaba, me volvía a convencer de que era un buen libro, y entonces me decía que tenía que insistir, que algún día tenía que resultar. Averiguando en foros varios (ya estamos en el 2008), entendí que lo que necesitaba era una agente literaria (por alguna razón que nadie conoce, son siempre mujeres). Le escribí a varias, y casi siempre me contestaron que tenían la agenda llena (o simplemente no me contestaron). Una me dijo que le mandara la novela (en papel, un mamotreto, hasta Barcelona). Lo hice, y casi no usó palabras para, 6 meses después, decir que no le interesaba. Por supuesto, todo lo que estoy contando estaba puntuado por meses en los que no intentaba nada, me rendía temporalmente y me dedicaba a ganarme el pan con lo que se supone que sé hacer (investigación científica). Lo más bizarro que se me ocurrió fue la auto-publicación. Fue el 2010, un año después de llegar a La Serena. Hay muchas páginas que ofrecen el paquete completo: instrucciones para armar el libro, plataforma online de venta, gestión de ganancias, etc., y a un precio muy conveniente (muy conveniente para ellos). Estuve a punto de caer, pero lo que me detuvo no fue el sentirme esquilmado (uno se acostumbra después de tantos años lidiando con el banco, la AFP, la ISAPRE) sino los compañeros de vitrina virtual. Me faltan las palabras (y me sobran los insultos) para describir los libros que allí se ofrecían. Apasionantes autobiografías de sujetos que ni siquiera podían escribir una mini-reseña sin errores de sintaxis, poesía a raudales (de una cursilería Arjoniana), enseñanzas para alcanzar la felicidad, el orgasmo o una mejor hipoteca…, en fin, era la corte de los milagros y yo no quería aparecer en el cuadro. Tenía que haber otra alternativa. 
Hasta que un día de abril de 2012, viendo el catálogo de la editorial de la Universidad de La Serena (mi lugar de trabajo), vi que tenían cosas de narrativa y poesía (o sea, no editaban solamente libros técnicos). Lo dudé. Por un momento pensé que no tendría mucho mérito publicarlo allí. Suponía que los profesores lo tenían fácil por el hecho de serlo (de ser profesores, no de ser fáciles). Eso fue antes de conocer al editor, Alejandro, con una larga experiencia en el mundo editorial, quien después me dejaría en claro que no tenía problemas en decirle a los científicos con ínfulas literarias que NO. El caso es que ese abril le escribí a Alejandro, contándole que tenía una novela que quería publicar, y todo eso. Como me había ocurrido tantas veces, no contestó. La novela está dedicada a mi madre, a quien le debo el amor por los libros (ver el post ¿Tú escribes?). Ella murió el 2001 y su cumpleaños era el 26 de agosto. Pues bien, consciente del simbolismo, el 26 de agosto de este año decidí insistir con Alejandro. Y esta vez sí contestó. Todo ocurrió muy rápido. Cuando le escuché elogiar mi escritura con entusiasmo y -lo que es mejor- con argumentos (“estoy francamente sorprendido”, repetía), sentí lo que siente el corredor de maratón olímpica cuando llega al estadio, sentí lo que dos veces antes sentí al divisar la ciudadela de Machu Picchu después de haber recorrido con mucho esfuerzo el Camino Inca durante cuatro días. Mi novela se publicaría, ya lo había logrado. Por supuesto que la editorial de la Universidad de La Serena es una editorial menor, y la tirada inicial ha sido bastante humilde, pero por algo se empieza. No olvidemos (me digo cuando dejo de tener los pies sobre la tierra) que el libro de John Toole se publicó con una pequeña tirada, después de muchos años de intentos fallidos, en la editorial de la Universidad de Louisiana (ver el post Objetivos). Como la distribución es solamente a nivel nacional (Chile), en mi último viaje a Lima llevé una docena de libros en la maleta, apuntando a contactar a libreros para ver si pican el anzuelo y les interesa pedir ejemplares para vender. Y es que la novela transcurre en Lima. 
No lo dije todavía. La novela se titula “Amarilis y el país imposible” y si quieren saber de qué se trata, copio a continuación el texto de la contratapa. 
Felipe es un estudiante peruano de literatura en la Universidad Complutense y viaja al Perú para revisar un archivo documental. Busca información confirmatoria para su tesis doctoral, que revela detalles ocultos de la relación entre Amarilis, la incógnita poetisa colonial peruana, y Lope de Vega, a quien escribiera la célebre "Epístola a Belardo". Buscando contactos para llegar al Archivo, Felipe conoce a Claudia, quien lo introduce a un grupo de estudiantes que participa de una tertulia literaria. Son los últimos meses del año 2000, y el régimen autoritario y corrupto de Fujimori parece negarse a desaparecer. Gradualmente Felipe se involucra sentimentalmente con Claudia y descubre que el grupo de la tertulia prepara un magnicidio redentor. Dejándose llevar por Claudia a pesar de su escepticismo, y postergando sus pesquisas literarias, Felipe se ve envuelto en el operativo. El telón de fondo para la lucha constante entre un idealismo temerario y la desesperanza más irrefutable es la ciudad de Lima y su historia, donde nada parece ocurrir por primera vez. 
Pasando a la sección marketing, la novela se puede encontrar en buscalibre.com. Se supone que se podría comprar desde cualquier parte del mundo, pero esto hay que confirmarlo todavía. En Chile (Santiago) ya debe estar en las librerías LOM, Universidad Católica y Editorial Universitaria. Llame ahora, llame ya. 
En el post anterior hablaba de la necedad y la suerte. Falta indicar el componente de suerte en esta historia (creo que el de la necedad es evidente). Alejandro, el editor, vivió varios años en Lima, y la lectura de mi novela le hizo revivir muchos episodios de su vida. Alguna vez me tenía que tocar la suerte buena. 
Para terminar, y usando el simbolismo de hacerlo el último día del año (escribo esto en el aeropuerto), anuncio un hasta luego. El blog entra en receso. Hay distintas maneras de explicarlo. La más simple es que quiero avanzar con la segunda novela (llevo apenas una veintena de páginas) y, aunque no se note, el blog me quita tiempo (de intentos de escritura en la cabeza). Más que tiempo real, ocupa el espacio de Escribir en mi vida (no queda mucho disponible) y si sigo así no voy a escribir la segunda novela nunca. Y es que, si me voy a demorar 8 años en publicarla, más me vale apurarme en escribirla. ¿Cuánto durará el receso? No lo sé, digamos que unos meses, a lo más un año. Mientras tanto, para ese puñado de fieles lectores que me han acompañado en este blog, que tuvo su primer post el 26 de agosto de 2009, quedan más de 70 posts para releer cuando no tengan nada mejor que hacer, o se hayan aburrido de ver al gato que jala el WC. Se agradece su visita. Buenas noches y hasta luego.



domingo, 9 de diciembre de 2012

La necedad y la suerte

Eran los días previos a la Navidad de 1994. Un año antes, en la primera Navidad después de haber dejado mi país (y mi familia, mi casa, la comida rica y una habitación digna) para irme a Chile a estudiar una maestría en ecología, me había quedado sin viajar a casa por fiestas porque un curso tenía un examen el 28 de diciembre. Lamenté mucho mi torpeza de entonces, mi apego absurdo a las normas que me llevó a ni siquiera intentar negociar esa fecha. Pero esta vez había aprendido la lección y no hubo cronograma académico que pudiera evitar que aquella noche tomara el bus Santiago-Arica. Llegué puntual al terminal Los Héroes, cuyo nombre imagino alude a los trabajadores que están todo el día respirando el monóxido de carbono que satura su aire. El plan era claro y seguro: apenas 32 horas después de subirme al Flota Barrios amanecería en Arica, y ya todo sería hacer el trámite de cruzar la frontera en un colectivo Arica-Tacna, para llegar al aeropuerto de Tacna a más tardar al mediodía, y abordar el avión de Faucett que salía a las 13:00 y me depositaría en la ciudad en la que nací (tenía ya el boleto). Nada que temer, ya había hecho ese periplo tres veces antes. Como siempre, el paisaje del viaje en bus era un homenaje a la monotonía, pero el desierto no deja de tener su gracia, y facilita la introspección y el ascetismo. Como siempre, el inicialmente aromatizado bus con las horas pasaba a oler a la esencia del ser humano (con lo que se verifica la hipótesis nihilista de que en esencia somos materia en putrefacción). Me daba igual. Así hubieran colocado cartones de cajas de plátano en las ventanas o animales de la granja en los asientos de atrás, no me hubiera parecido muy terrible; yo no estaba allí para disfrutar el viaje, todo se trataba de llegar a Lima a pasar Navidad. Y esta vez nada me lo iba a impedir.

Después de pasar dos noches en el bus, y cuando ya comenzaba a olvidar mis facultades motoras, por fin apareció Arica y su anodino perfil de ciudad incompleta. Eran casi las siete de la mañana. Tomé el taxi a la estación de colectivos y al llegar... la sorpresa. Había un tumulto de gente a la entrada. Mis sospechas de problemas se confirmaron: el sindicato de camioneros había decidido bloquear la carretera que va de Arica a la frontera. Los colectivos no podían salir. Plop. Entonces me dije lo mismo que me repetiría varias veces en las siguientes horas: yo voy a llegar a Tacna antes del mediodía, y nada me lo va a impedir. Después de que me dijeran por segunda vez que nadie saldría, porque los camiones bloqueaban la carretera y a los que intentaban esquivar el bloqueo (no olvidar que lo que rodea a la carretera es la nada) los apedreaban, yo dije en voz alta “¿Es que nadie se atreve?” y salí a tomar aire. En ese momento se me acercó un hombre de unos 30-40 años, obeso y aparentemente muy seguro de sí mismo, no sólo por el tono con el que se dirigió a mí, sino por no importarle el hecho de que buena parte de su abdomen colgara a la vista del respetable público, por fuera de su mugrienta camisa. No era alguien a quien uno le encargaría el cuidado de sus hijos, ni de sus perros, ni de las pulgas de sus perros, pero era el único chofer que se animaba a intentar pasar el bloqueo. Eso sí, me advirtió en voz alta cuando ya otros se habían congregado, el camino clandestino que usaríamos pasaba cerca de un campo minado. Eso disolvió al grupo como por encanto y quedamos solamente tres valientes (o tres idiotas): un chileno, un ecuatoriano y yo. No sé si haya chistes de un peruano, un chileno y un ecuatoriano, pero en ese momento nadie estaba para bromas. Lo que me diferenciaba más claramente de los otros dos no era el color de la piel o del pasaporte. La gran diferencia estaba en que mientras ellos cargaban mochilas o bolsos pequeños, yo llevaba -además de una mochila mediana- un bolso de aquellos que crecían en altura conforme uno iba abriendo cierres (una maldición gitana). Era un bulto de 1 m de altura y más de 20 kg de peso. Finalmente pagamos -con recargo- y emprendimos el temerario viaje, pero éste no duraría mucho: los huelguistas también habían bloqueado el camino alternativo. Al volver, y viendo que el patibulario conductor no tenía la menor intención de devolvernos el dinero, le dije que al menos nos dejara en la carretera, en el punto donde comenzaba el bloqueo. ¿Para qué?, preguntó. Para cruzar caminando, le dije muy convencido. Primero se rió y luego dijo OK. Los otros dos pasajeros dudaron, pero al ver mi resolución decidieron acompañarme en la aventura.
Yo no sabía la distancia que nos separaba de la frontera, pero sí recordaba que en colectivo el viaje duraba unos 10-15 minutos, lo que me daba como resultado unos 20 km a recorrer. Casi nada. Eran poco más de las 9 am cuando cruzamos el piquete de camioneros, los que se divirtieron aplaudiéndonos, silbándonos o simplemente insultándonos. Yo solamente miraba hacia adelante. A poco andar comenzaron las dificultades porque mi bolso tenía tanto peso que apenas rodaba (también es cierto que las ruedas eran ridículamente pequeñas), y si lo inclinaba un poco ya tomaba contacto con el suelo y comenzaba a raerse. Los otros dos caminantes avanzaban sin problemas. En otras circunstancias uno podría haber disfrutado el escenario cinematográfico de una carretera vacía rodeada de desierto, pero el radiante sol de verano que ya pegaba fuerte a esa hora, el maldito peso a arrastrar, y los cálculos matemáticos de distancias y tiempos que no me cerraban, me tenían de un humor alejado de la contemplación estética. Cada vez que se asomaba por mi mente una evaluación racional de los hechos, la que inevitablemente indicaba que perdería el avión a Lima, yo la espantaba repitiendo el mantra (nada me va a impedir tomar ese avión en Tacna) y me concentraba en avanzar más rápido. Mis esfuerzos terminaban siendo patéticos. Por momentos tomaba el bolso y lo colocaba sobre mi espalda, afianzando una de las agarraderas en mi frente, pero apenas aceleraba un poco el paso se volcaba hacia los lados. Afortunadamente los otros dos no tenían apuro, así que me esperaban cada vez que me retrasaba, y aprovechaban para conversar entre ellos. Yo básicamente me dedicaba a sufrir y a negar la contundencia de la realidad. A las 9:30 ya estaba empapado en sudor y apenas habíamos superado el primer kilómetro. Las cosas no pintaban nada bien, pero regresar no era una opción. Me puse en piloto automático y seguí adelante, con la necedad como único combustible.
Eran casi las 9:45 cuando escuché el ruido de un motor. Al comienzo pensé que se trataba de una alucinación auditiva causada por la deshidratación, pero mis compañeros de viaje exclamaron con júbilo “¡viene un furgón!”. Y cuando volteé a mirar, todavía escéptico, allí estaba: un furgón blanco desacelerando conforme se acercaba a nosotros. No tuvimos que levantar un dedo, era obvio que ellos eran nuestra salvación y nosotros unos náufragos. Resultó ser personal de la aduana chilena que tenía amigos entre los camioneros y por eso excepcionalmente los dejaron pasar. Igual que los camioneros, se reían por nuestra ocurrencia de recorrer caminando los -entonces lo supimos- 22 km que nos separaban del puesto de frontera de Chile. No pudimos tener más suerte. Ellos nos facilitaron un trámite rápido (aunque evidentemente no había cola), y nos esperaron para llevarnos hasta el puesto de frontera peruano, a 1 km de distancia. Allí encontraría muchas opciones de traslado. No me cansé de agradecerles. Finalmente llegué al aeropuerto muy temprano, poco después de las 10, cuando no había allí más que un aburrido vigilante. Bebí mucha agua en el baño y me senté a descansar, disfrutando del éxito de la misión, y agradeciendo a sus dos protagonistas principales: la necedad y la suerte.



PD: en el próximo post, otra historia de necedad y suerte: la publicación de mi primera novela.