domingo, 9 de diciembre de 2012

La necedad y la suerte

Eran los días previos a la Navidad de 1994. Un año antes, en la primera Navidad después de haber dejado mi país (y mi familia, mi casa, la comida rica y una habitación digna) para irme a Chile a estudiar una maestría en ecología, me había quedado sin viajar a casa por fiestas porque un curso tenía un examen el 28 de diciembre. Lamenté mucho mi torpeza de entonces, mi apego absurdo a las normas que me llevó a ni siquiera intentar negociar esa fecha. Pero esta vez había aprendido la lección y no hubo cronograma académico que pudiera evitar que aquella noche tomara el bus Santiago-Arica. Llegué puntual al terminal Los Héroes, cuyo nombre imagino alude a los trabajadores que están todo el día respirando el monóxido de carbono que satura su aire. El plan era claro y seguro: apenas 32 horas después de subirme al Flota Barrios amanecería en Arica, y ya todo sería hacer el trámite de cruzar la frontera en un colectivo Arica-Tacna, para llegar al aeropuerto de Tacna a más tardar al mediodía, y abordar el avión de Faucett que salía a las 13:00 y me depositaría en la ciudad en la que nací (tenía ya el boleto). Nada que temer, ya había hecho ese periplo tres veces antes. Como siempre, el paisaje del viaje en bus era un homenaje a la monotonía, pero el desierto no deja de tener su gracia, y facilita la introspección y el ascetismo. Como siempre, el inicialmente aromatizado bus con las horas pasaba a oler a la esencia del ser humano (con lo que se verifica la hipótesis nihilista de que en esencia somos materia en putrefacción). Me daba igual. Así hubieran colocado cartones de cajas de plátano en las ventanas o animales de la granja en los asientos de atrás, no me hubiera parecido muy terrible; yo no estaba allí para disfrutar el viaje, todo se trataba de llegar a Lima a pasar Navidad. Y esta vez nada me lo iba a impedir.

Después de pasar dos noches en el bus, y cuando ya comenzaba a olvidar mis facultades motoras, por fin apareció Arica y su anodino perfil de ciudad incompleta. Eran casi las siete de la mañana. Tomé el taxi a la estación de colectivos y al llegar... la sorpresa. Había un tumulto de gente a la entrada. Mis sospechas de problemas se confirmaron: el sindicato de camioneros había decidido bloquear la carretera que va de Arica a la frontera. Los colectivos no podían salir. Plop. Entonces me dije lo mismo que me repetiría varias veces en las siguientes horas: yo voy a llegar a Tacna antes del mediodía, y nada me lo va a impedir. Después de que me dijeran por segunda vez que nadie saldría, porque los camiones bloqueaban la carretera y a los que intentaban esquivar el bloqueo (no olvidar que lo que rodea a la carretera es la nada) los apedreaban, yo dije en voz alta “¿Es que nadie se atreve?” y salí a tomar aire. En ese momento se me acercó un hombre de unos 30-40 años, obeso y aparentemente muy seguro de sí mismo, no sólo por el tono con el que se dirigió a mí, sino por no importarle el hecho de que buena parte de su abdomen colgara a la vista del respetable público, por fuera de su mugrienta camisa. No era alguien a quien uno le encargaría el cuidado de sus hijos, ni de sus perros, ni de las pulgas de sus perros, pero era el único chofer que se animaba a intentar pasar el bloqueo. Eso sí, me advirtió en voz alta cuando ya otros se habían congregado, el camino clandestino que usaríamos pasaba cerca de un campo minado. Eso disolvió al grupo como por encanto y quedamos solamente tres valientes (o tres idiotas): un chileno, un ecuatoriano y yo. No sé si haya chistes de un peruano, un chileno y un ecuatoriano, pero en ese momento nadie estaba para bromas. Lo que me diferenciaba más claramente de los otros dos no era el color de la piel o del pasaporte. La gran diferencia estaba en que mientras ellos cargaban mochilas o bolsos pequeños, yo llevaba -además de una mochila mediana- un bolso de aquellos que crecían en altura conforme uno iba abriendo cierres (una maldición gitana). Era un bulto de 1 m de altura y más de 20 kg de peso. Finalmente pagamos -con recargo- y emprendimos el temerario viaje, pero éste no duraría mucho: los huelguistas también habían bloqueado el camino alternativo. Al volver, y viendo que el patibulario conductor no tenía la menor intención de devolvernos el dinero, le dije que al menos nos dejara en la carretera, en el punto donde comenzaba el bloqueo. ¿Para qué?, preguntó. Para cruzar caminando, le dije muy convencido. Primero se rió y luego dijo OK. Los otros dos pasajeros dudaron, pero al ver mi resolución decidieron acompañarme en la aventura.
Yo no sabía la distancia que nos separaba de la frontera, pero sí recordaba que en colectivo el viaje duraba unos 10-15 minutos, lo que me daba como resultado unos 20 km a recorrer. Casi nada. Eran poco más de las 9 am cuando cruzamos el piquete de camioneros, los que se divirtieron aplaudiéndonos, silbándonos o simplemente insultándonos. Yo solamente miraba hacia adelante. A poco andar comenzaron las dificultades porque mi bolso tenía tanto peso que apenas rodaba (también es cierto que las ruedas eran ridículamente pequeñas), y si lo inclinaba un poco ya tomaba contacto con el suelo y comenzaba a raerse. Los otros dos caminantes avanzaban sin problemas. En otras circunstancias uno podría haber disfrutado el escenario cinematográfico de una carretera vacía rodeada de desierto, pero el radiante sol de verano que ya pegaba fuerte a esa hora, el maldito peso a arrastrar, y los cálculos matemáticos de distancias y tiempos que no me cerraban, me tenían de un humor alejado de la contemplación estética. Cada vez que se asomaba por mi mente una evaluación racional de los hechos, la que inevitablemente indicaba que perdería el avión a Lima, yo la espantaba repitiendo el mantra (nada me va a impedir tomar ese avión en Tacna) y me concentraba en avanzar más rápido. Mis esfuerzos terminaban siendo patéticos. Por momentos tomaba el bolso y lo colocaba sobre mi espalda, afianzando una de las agarraderas en mi frente, pero apenas aceleraba un poco el paso se volcaba hacia los lados. Afortunadamente los otros dos no tenían apuro, así que me esperaban cada vez que me retrasaba, y aprovechaban para conversar entre ellos. Yo básicamente me dedicaba a sufrir y a negar la contundencia de la realidad. A las 9:30 ya estaba empapado en sudor y apenas habíamos superado el primer kilómetro. Las cosas no pintaban nada bien, pero regresar no era una opción. Me puse en piloto automático y seguí adelante, con la necedad como único combustible.
Eran casi las 9:45 cuando escuché el ruido de un motor. Al comienzo pensé que se trataba de una alucinación auditiva causada por la deshidratación, pero mis compañeros de viaje exclamaron con júbilo “¡viene un furgón!”. Y cuando volteé a mirar, todavía escéptico, allí estaba: un furgón blanco desacelerando conforme se acercaba a nosotros. No tuvimos que levantar un dedo, era obvio que ellos eran nuestra salvación y nosotros unos náufragos. Resultó ser personal de la aduana chilena que tenía amigos entre los camioneros y por eso excepcionalmente los dejaron pasar. Igual que los camioneros, se reían por nuestra ocurrencia de recorrer caminando los -entonces lo supimos- 22 km que nos separaban del puesto de frontera de Chile. No pudimos tener más suerte. Ellos nos facilitaron un trámite rápido (aunque evidentemente no había cola), y nos esperaron para llevarnos hasta el puesto de frontera peruano, a 1 km de distancia. Allí encontraría muchas opciones de traslado. No me cansé de agradecerles. Finalmente llegué al aeropuerto muy temprano, poco después de las 10, cuando no había allí más que un aburrido vigilante. Bebí mucha agua en el baño y me senté a descansar, disfrutando del éxito de la misión, y agradeciendo a sus dos protagonistas principales: la necedad y la suerte.



PD: en el próximo post, otra historia de necedad y suerte: la publicación de mi primera novela.

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