domingo, 21 de agosto de 2016

El burro y el genio

Estoy leyendo un libro de entrevistas/conversaciones con David Foster Wallace. Y lo disfruto de a sorbos, como quien toma un café exquisito en sabor y aroma en una taza pequeña, cuidando que no se me acabe demasiado pronto, sabiendo que no habrá más entrevistas. DFW tiene una densidad intelectual, una complejidad que se da el lujo de ser formal y no caótica/hermética, que hace mucho tiempo no leía (no veía). Un consumidor de toda la cultura, la pop, la docta y la académica; un consumidor honesto y autocrítico. Fue adicto a la TV gringa (difícil imaginar algo peor) pero te cita a los filósofos de memoria, porque además tuvo una formación filosófica y científica (matemática) importante. Y se nota. Encima de todo... el tipo es sincero, no pretende venderte una linda botella de cristal de Bohemia llena de humo, como tantos otros devotos de sí mismos que acaparan la atención de los medios. En fin, está en otra galaxia si lo comparo con tantos autores -incluyo cantautores- que uno admira por sus creaciones artísticas pero en las entrevistas te decepcionan por banales, superficiales, pueriles, predecibles, ególatras, envidiosos, en suma humanamente mediocres. Para qué dar nombres y casos, sería un triste ejercicio de disección de la decepción.

No he leído más que algunas páginas de cuatro de sus libros, pero ya tengo un par de ellos en mi biblioteca esperando su turno. En los últimos años tuve en mis manos un par de veces las más de 1000 páginas de La Broma Infinita, dudando mucho, pero finalmente el libro-ladrillo no entró en la mochila de regreso, será para la próxima. Sabía de su existencia, del ruido que generó su obra, pero mi verdadero descubrimiento de DFW ocurrió no hace mucho, viendo en la pantalla de un avión una especie de documental, una dramatización de la experiencia de un periodista que lo entrevistó. Me ayudó mucho a entenderlo a él y por lo tanto a entender su suicidio. Me conmovió hasta las lágrimas. Pobre David, demasiado lúcido para poder perdonarse a sí mismo, demasiado sensible para aceptar este mundo.

Hoy me encuentro en El País con un artículo del -se supone- escritor Rodrigo Fresán sobre La Broma Infinita y DFW a propósito de los 20 años de la publicación del libro, y no puedo sino indignarme. Fresán es uno de esos escritores latinoamericanos que siempre salen en la foto, cuyo nombre siempre te va a sonar, que tienen buenos contactos, pero que rara vez -salvo descuido o regalo inocente- aportarán con un libro a tu biblioteca. Yo ya había dedicado unos minutos en mi vida, en más de una librería, a descartar la compra de libros de Fresán. Después de leer el artículo, confirmo que no me equivoqué. Para comenzar, tal vez para hacerse el gracioso, se refiere a su suicidio de esta manera “su cuerpo nacido en 1962, su alma estrenada en 2008, previo veloz trámite de suicidio”, “se ha convertido casi en un producto de éxito, potenciado por la pena infinita de su temprano auto-eject”. Y luego no hace más que convencer al lector de que no sabe estructurar un artículo periodístico, que divaga, se desordena, cita sin criterio, y termina con apuro. En fin, una pérdida de tiempo.

A esa herejía de que Fresán nos hable de David Foster Wallace, equivalente a que Enrique Iglesias nos explique a Joaquín Sabina, hay que sumarle dos detalles. El primero, en el título, el error común de referirse a DFW como “Foster Wallace” (sí, en las librerías a menudo lo encuentro en la F, cuando su apellido era Wallace). Algún día aprenderán que Martin Luther King se apellidaba King y no Luther, como Wallace no se apellidaba Foster Wallace ¿O les suena bien hablar del asesinado presidente Fitzgerald Kennedy? Si les parece exagerado mi reclamo por confundir nombres con apellidos, prueben a imaginar a un norteamericano hablando de esos dos grande escritores, el colombiano Márquez y el peruano Llosa. El segundo, el escritor Fresán nos habla de la “autoficción tan en voga”. Caracoles. Bueno, en francés la palabra es vogue (leerá mucho la revista de modas Vogue, supongo) pero en castellano es boga. Sí, ya sé, me dirán que la b y la v son vecinas en el teclado. Puede ser, pero basta revisar una vez para que el error te grite desde el texto, si es que conoces bien tu idioma. Que sean vecinas no es excusa para confundirlas (Doña Florinda y Doña Clotilde lo eran, y Don Ramón nunca las confundió).

Al referirse a la tortura de escribir en una de las entrevistas, DFW señala que si el escritor permite que uno solo de sus lectores se meta en su cabeza, o si lo siente asomarse por encima de su hombro mientras escribe... está jodido (imagino que era fucked up en el original), y confiesa que batallaba contra ello, porque le ocurrió más de una vez. Pues bien, tengo que reconocer que algo de eso explica mis lagunas al escribir este blog que no lee nadie. No es solamente la (real) falta de tiempo o tranquilidad para escribir, o las ganas de dedicar el poco tiempo disponible a avanzar mi segunda novela. Es que, una vez más, el maldito David Foster Wallace tiene razón, y una vez más no hay razones para celebrarlo.