domingo, 27 de junio de 2010

El Mundial II. El catchascán global

Ayer (Argentina 3-México 1) veía a los hinchas mexicanos con sus máscaras de catchascanistas y me acordé de aquella época de mi niñez en los 70's en que asombrado contemplaba por TV esas luchas titánicas en el ring del viejo coliseo Amauta en Lima, un espectáculo importado desde México que fue un éxito (para el empresario; los luchadores seguían siendo taxistas, estibadores en el terminal pesquero u hombres forzudos de circo pobre, después de la función). Me daban verdadero terror los malos (Rasputín, el Vikingo, Atila), casi siempre subidos de peso, nunca respetando las reglas, y me emocionaba hasta los saltos con los buenos (El Hombre Araña, El Santo, Blue Demon), más estilizados y honestos. Pues bien, algo de esa farsa del catchascán, en el que un niño ingenuamente creía los golpes y los sillazos eran de verdad, tiene el mundial de fútbol que organiza la mafia legal más globalizada. Sí, porque muchos espectadores ingenuamente creen que el mundial es el súmmum del fútbol, el evento donde cada cuatro años se encuentran los mejores equipos del planeta, los mejores árbitros, y la mejor pelota. Tres veces no. Vamos por partes.

No están los mejores equipos. La FIFA, que tiene más países miembros que las Naciones Unidas, reparte cupos con criterios políticos y no deportivos. Así, asigna casilleros ganadores en las eliminatorias para tener contentas a las asociaciones continentales, cuyos países votan para re-elegir o no al presidente (a veces estimulados por dádivas futuras, a veces directamente sobornados en efectivo), pero NO para que sean los mejores equipos los que asistan. Por eso en cada mundial tenemos estos tristes espectáculos de equipos no-competitivos que vienen a hacer turismo dentro de la cancha, usurpando el lugar que merecerían otros. Para hacerse una idea, compiten en las eliminatorias para el mundial las Islas Feroe (los jugadores son amateur, no hay canchas de pasto, entre 2004 y 2008 perdió 25 partidos seguidos), San Marino (perdió 13-0 con Alemania el 2006, ha ganado un partido oficial en toda su historia, pero fue amistoso), Samoa Americana (Australia le ganó 31-0 el 2001, nunca ha ganado un partido oficial, acumulando un total histórico de 2 goles anotados, y hace un par de años perdió 6-0 con la selección del Vaticano) y Anguila (no es el pez con descargas eléctricas sino una isla en el Caribe de 13,000 habitantes). Si eso le garantizara un voto más en la elección, Blatter (presidente de la mafia) seguro les daría cupos para el mundial a los habitantes de las bases antárticas, los cráteres de la Luna, y la Tierra Media.

No están los mejores árbitros. Es el mismo (des)criterio explicado en el párrafo anterior. Sólo así se puede entender que en este mundial haya árbitros o jueces de línea de países tan futbolizados como Malasia, Uzbekistán, Islas Seychelles (su selección actualmente en el puesto 178 del ránking FIFA, lo que no es tan malo porque alguna vez estuvo en el 195), Singapur, Kirzgistán, Ruanda, Tonga (perdió 22-0 con Australia el 2001; el único deporte desarrollado en esta monarquía nunca sometida como colonia es el rugby) e Islas Salomón. Los malos arbitrajes, que en cada mundial conceden goles que no son y viceversa, se podrían remediar con tecnología, pero la FIFA se niega tozudamente a incorporarla. Al respecto ya pronunció el visionario Blatter -un administrador de empresas que nunca jugó al fútbol- las siguientes frases: “No insistan con esto de la tecnología. Porque si el árbitro y sus asistentes se ponen a discutir una jugada en un video, el público se va del estadio. Aunque el árbitro se equivoque, el fútbol tiene que ser humano". Se necesita algo así como dos segundos para que un quinto árbitro en una sala de TV se comunique con el árbitro y le diga "la pelota traspasó la línea" o "el 5 tiró un codazo al 9". Aparentemente Blatter cree que es posible que el público abandone el estadio en dos segundos (¿le habrá ocurrido alguna vez dando un discurso?). La explicación es más simple. Una institución intrínsecamente deshonesta necesita que la decisión del árbitro (un producto que se puede manipular o comprar) no pueda cuestionarse.

La pelota es un asco. Ya se quejaron los arqueros de que es una pelota de playa que zigzaguea en el aire. Ya reclamaron los jugadores que la pelota no hace caso al pretender imprimirle efectos. Ya dijo Maradona -supongo que algo sabe del tema- que los cambios de frente se volvieron imposibles porque la pelota hace lo que le da la gana. Ya informó la NASA que por encima de 72 km/h su comportamiento es impredecible. Pamplinas. En la página de la FIFA se lee que la infame Jabulani tiene "precisión máxima y vuelo excepcionalmente estable" (esto lo dice un funcionario de relaciones públicas de Adidas) y que es una obra maestra. Esta es una muestra más de que a la hora de armar uno de los muchos negocios en los que la FIFA basa sus nunca auditadas ganancias, los que saben de fútbol no son consultados. Se trata de vender una pelota nueva que tenga alguna característica novedosa (esta vez son 8 paneles en lugar de los tradicionales 32, ahora ensamblados térmicamente y no cosidos a mano por semi-esclavos en aldeas de Pakistán como los modelos anteriores) y no de hacer una pelota buena. No en vano el antecesor de Blatter, un tal Joao Havelange (estudió leyes y jugaba waterpolo) decía "yo vendo un producto que se llama fútbol". Bueno, parece que también vendía otras cosas, porque fue investigado por tráfico de armas, tráfico de drogas, y recepción de sobornos.

Pero el fútbol sobrevive. A pesar de la farsa del mundial, de los intentos de la FIFA por convertirlo en otra cosa, a pesar de los millones de euros que alienan y ofenden, a pesar del circo televisivo, de los entrenadores cobardes que juegan a no perder, de los árbitros corruptos, el fútbol sobrevive. Y lo hace gracias a que algunos jugadores siguen siendo los niños que jugaban en barrios miserables, en canchas con límites imaginarios, donde se jugaba hasta que la pelota no se podía ver, y todavía después, cuando la felicidad era un gol, la tristeza una derrota, y la vida siempre daba otra oportunidad.

domingo, 20 de junio de 2010

Saramago sí nació para esto

Cuando a Saramago le hicieron la primera entrevista después de ganar el Nobel dijo "Yo no nací para esto". Poco rato antes la noticia se la había comunicado una azafata, en la Feria del libro de Frankfurt. Entonces -después contaría- comenzó a caminar sin saber bien a donde ir, sintiéndose profundamente solo.
En este punto retrocedamos la película. Imaginemos a un adolescente que ha tenido que dejar los estudios secundarios para entrar a aprender el oficio de cerrajero mecánico porque la familia es muy pobre y se necesita que todos aporten, porque se pasa hambre y frío. El padre ha conseguido trabajo como guardia en la gran ciudad (Lisboa) y la familia se ha traslado con él. Cada tarde, este muchacho llamado José, al salir de la escuela de formación de cerrajeros, se va caminando hasta la biblioteca pública y devora en silencio los libros que ama y no puede tener, hasta que anochece. Si a este humilde cerrajero, proveniente de una familia de analfabetos sin tierra, alguien le hubiera dicho que 60 años después ganaría el Premio Nobel de Literatura, él seguramente se hubiera sentido herido por la burla cruel, convencido de que no había nacido para eso.
En su discurso de aceptación del Nobel, Saramago narra con bellas palabras la dureza de su infancia en el campo al lado de sus abuelos (y las higueras, bajo las cuales el abuelo le contaba historias al pequeño José en las noches de verano; y las cerdas, cuyos lechones arropaban bajo sus cuerpos en las noches de invierno). El discurso ante la Academia Sueca comienza diciendo "El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir". Desde la primera frase avisa que él va contra la corriente, y eso fue lo que hizo permanentemente este "comunista libertario", como le gustaba definirse. Denunció, utilizando el megáfono que el Nobel significa, cada injusticia legal, cada farsa global, cada guerra abusiva, mientras tuvo voz. No solamente dirigió sus palabras precisas y valientes contra las invasiones yanquis en Afganistán o Irak, la hipocresía criminal del Vaticano, el genocidio de los palestinos a manos de Israel, la industria de armas, el capitalismo transnacional que se lleva las ganancias y reparte las pérdidas, las tragedias sin prensa de los saharauis o Darfur, etc. También le tocó a Cuba su "hasta aquí llegué", cuando fue indefendible la opresión y la existencia del delito de opinión en la isla. En un mundo en el que todos quieren salir en la foto de los ganadores, siempre eligió estar del lado de los perdedores. Pero antes que cualquier otra cosa, Saramago fue un magnífico escritor, con estilo propio y arriesgado. Sí, porque en sus libros, siempre ambiciosos -aunque la historia parezca ser muy simple- y casi siempre muy lúcidos, a menudo se subía a una frase infinita que podía terminar en el más vulgar de los tedios o en la más sublime de las epifanías. Pero así era él. Cuando le reclamaban la falta de puntuación para orientar los diálogos él respondía de buen humor "léalo en voz alta, funciona" (y así es). Trabajador incansable, como honrando la jornada interminable de trabajo de sus abuelos en Azinhaga, la muerte lo encontró a los 87 años con 30 páginas escritas de su siguiente novela. Nos dejó, entre otras contribuciones a la historia de las ideas y la literatura, esa parábola inmisericorde de lo que es la sociedad humana en "El ensayo sobre la ceguera" y ese personaje más entrañable que nadie que es Don José, en "Todos los nombres". Bueno, no es este el lugar para hacer crítica literaria de la obra de Saramago ni yo la persona adecuada. Lo que no quería dejar de decir es que, a la vista de su obra, que es un encuentro de la belleza con la certeza, de la ética con la estética, y a la vista de los alcances de su voz multiplicada por la fama, que deja muchos seguidores para luchar con entusiasmo por esas causas perdidas, creo que Saramago se equivocaba. El mundo necesitaba que naciera, creciera, escribiera y hablara. Saramago nació para esto.

Para terminar, una breve historia personal.

Era 1998. Yo estaba en Uppsala, Suecia, haciendo el doctorado. Como colaboraba en una ONG y una radio de latinoamericanos (ya le llegará su post a esas historias), supe pronto del Nobel concedido a Saramago y de las ideas que defendía. Hasta entonces yo no lo conocía, lo confieso. Poco tiempo después de saberlo, y con curiosidad por el personaje, estando en una librería en Madrid frente a varios de sus libros, elegí comprar El año de la muerte de Ricardo Reis, para comenzar a conocer al escritor. Elegí ese libro porque Ricardo Reis es uno de los heterónimos (otros-yo para decirlo en pocas palabras) de Fernando Pessoa, un poeta existencialista que quiero mucho, y me llamó la atención la ficción que plantea Saramago de Ricardo Reis en Lisboa, conociendo a Pessoa, enamorándose, y defiendiendo su posición de intelectual ajeno al mundo (el marco es la Guerra Civil española). El libro me encantó y ese fue el inicio de mi afición por Saramago (una docena de sus libros me acompaña ahora en mi biblioteca). El caso es que llegó diciembre del 98 y Saramago visitó Uppsala para dar una charla en una biblioteca. Allí estuve y por primera y única vez hice una cola para que me autografiaran un libro (no me gusta ese aspecto de superstar de los escritores, a ellos tampoco, pero esa vez cedí a la tentación). La mayoría de la gente en la cola era sueca y casi todos tenían El evangelio según Jesucristo, su obra más mediática, en su edición en sueco. Cuando llegó mi turno, le pasé El año de la muerte de Ricardo Reis y él hizo un gesto audible de sorpresa grata. Supongo que fue por el libro, editado en 1984, cuando recién comenzaba a sonar en Europa (ese libro y el Memorial del Convento, de 1982, lo llevan a ser conocido por el gran público europeo) o por el idioma del libro. Al agradecerle la firma, y dirigiéndome sobre todo al pensador en voz alta y no al escritor, le dije "El mundo necesita a más gente como Ud.". Inmediatamente me contestó "Todos somos importantes, cada uno en lo suyo, cada uno haciendo su trabajo".

sábado, 12 de junio de 2010

El Mundial 1

Imposible ignorar el mundial. No sólo por su importancia global o por el fanatismo que uno, hay que reconocer, padece. Hay también una razón histórica. Uno puede reconstruir su biografía a trazos gruesos recordando lo que rodeó cada mundial, las escenas -a ambos lados de la pantalla- que se quedaron en la memoria son los hitos, los puntos de partida para desmadejar relatos íntimos o grupales. Comencemos por los dos primeros.

Argentina 78, el primero, a mis 8 años, es un penal contra Perú frente a Escocia y mi tío grita y repite que el arquero Quiroga (argentino nacionalizado peruano) lo ataja; me sorprende su optimismo tan decidido, porque yo ya estoy triste suponiendo que Escocia pasa adelante. Pero finalmente tiene razón, y el estallido de felicidad y gritos deja vasos volcados en el suelo. Primeros encuentros con el optimismo sin razón y la pasión desbordada que, aunque casi por definición no se entienden, después yo entendería. No sabía en ese momento que al arquero héroe le meterían 6 goles después en un partido sospechoso (un cóctel de amedrentamiento con milicos en el camarín, jugadores dopados y jugadores sobornados) que le daría a Argentina el paso a la final que finalmente ganaría. Esa final la veo en blanco y negro, en un televisor al que había que colocarle en el sintonizador de canales un lápiz como palanca para que no se perdiera la imagen. Estoy arropado en mi cama, aturdido por la fiebre y cautivado por los papelitos en la cancha del Monumental y la melena ganadora de Kempes, una fiera perteneciente al mismo linaje evolutivo que después engendraría a un tal Batistuta. No tenía idea que rodeando esa fiesta blanca y celeste había una dictadura atroz y genocida que con ella pretendía lavar su cara. Uno creía que las únicas tristezas asociadas al mundial eran las derrotas de la selección y la imposibilidad material de llenar el álbum de cromos de los jugadores como lo hacían mis compañeros de colegio, hijos de padres más pudientes. Tampoco podía saber que en la noche anterior a ese frío 25 de junio en que Passarella levantaba la Copa en Buenos Aires había nacido en Santiago la que sería mi mujer y la madre de mi hijo.

España 82 es la gran frustración. Nos permiten llevar televisores al colegio y yo llevo orgulloso el mío, un pesado armatoste a colores (y sin lápiz-palanca necesario) que tuvo que cargar mi padre. Todo está listo para celebrar, las clases suspendidas, las banderitas agitándose, y el cantito tradicional pero terriblemente irreal de "Perú Campeón", pero Perú se va del mundial sin ganar un partido (y hasta ahora no vuelve). Ya comenzaba a ser el fanático del fútbol que soy, y por eso escuchaba por radio los otros partidos durante la clase. Estamos en clase de inglés y la profesora es chilena, una muy simpática mujer bastante entrada en kilos a la que apodábamos la Naranjito, por la mascota del mundial. Ella me manda a apagar la radio y yo desobedezco. Segundos después de la segunda amenaza yo replico "¡Penal para Chile!" y ella se desarma y me dice "sube el volumen". Ahora toda la clase me rodea y pongo la radio sobre la carpeta (los otros niños comienzan a decir, cada vez más fuerte, "lo falla, lo falla"). Yo no quiero que lo falle porque la profesora me cae bien. Y parece que es recíproco, porque cuando años después ella regresa a Chile, y debe desarmar su biblioteca, me busca y me regala una veintena de libros en inglés, la mayoría clásicos de mucho valor. Después pude deducir que llegó al Perú exiliada; yo entonces sabía muy poco de la dictadura de Pinochet y cómo trastornó la vida de tantos miles de sobrevivientes. Lamentablemente la historia no termina muy bien, porque Caszely falló ese penal (y ella fue una sombra el resto de la clase), y un triste día, el tarado de mi hermano mal-vendió esos libros (sin consultarme) a un ropavejero en Lima. Cada vez que veo mi biblioteca actual con varios títulos en inglés me acuerdo primero de la profesora y después de mi hermano, con sentimientos distintos. Por eso es que nunca la busqué ya viviendo en Chile, por vergüenza a explicar el destino de los libros que tan generosamente me había cedido.

sábado, 5 de junio de 2010

Contra la religión

Hace algunas semanas estaba en una librería del aeropuerto de Toronto, la ciudad más cosmopolita de Canadá, y me llamó la atención escuchar unas risas constantes que sonaban a genuina alegría y no a esa risotada adolescente impostada que busca hacerse notar, y que puede ser tan irritante. Las risas provenían de la muchacha que atendía y dos amigas que la visitaban. Ella era musulmana y vestía velo, las otras dos no, pero las tres hablaban en árabe. Me gustó el cuadro de eclecticismo y de espontaneidad a pesar del yugo que esa vestimenta sugiere. Cuando estaba haciendo la cola para pagar los cuatro libros elegidos, ella todavía tenía la sonrisa puesta, a pesar que ya se había despedido de sus amigas. Me dijo Hello mirándome a los ojos y con una sonrisa que se disipó al ver lo que compraba. Los dos libros de arriba eran de Darwin; mal comienzo. Los dos de abajo, ya eran demasiado: The GOD delusion, de Richard Dawkins, y god is not Great. How Religion Poisons Everything, de Christopher Hitchens (las mayúsculas y minúsculas son tal cual). Cuando me dio el vuelto y la bolsa con los libros, tenía un rictus de amargura y ya no me miró a los ojos. Antes de salir volteé a mirar cómo atendía al siguiente cliente, y ya no sonreía. No puedo saber si le afectaba más la conmiseración de tener tan cerca a un futuro material de combustión en el infierno, o sentirse impura –traicionando alguno de los múltiples y demenciales preceptos del Corán- tocando esos libros que afirmaban lo peor imaginable, que ese Dios (Allah, en su caso) no existe, alojándose tal vez en ella el sentimiento estrella que usan las religiones para manipular a los individuos: la culpa. Como sea, me dio pena ver esfumarse esa alegría que sonaba tan sana. Y el subtítulo del libro de Hitchens me pareció más cierto todavía.
En una carta de 1884 a un amigo cercano, decía el pobre Nietzsche sufrir “… una angustia tan grande y tan profunda, que me pregunto siempre si algún otro hombre la ha padecido. Sí, ¿Quién se da cuenta de lo que significa sentir con todas las fibras de su ser, que tienen que determinarse de nuevo los pesos de todas las cosas?”. Semejante abatimiento se siente de antemano al intentar explicar (¿explicar?) las razones por las que uno se opone a la religión, en particular a la religión católica, que es la he conocido más de cerca por ser la religión hegemónica en occidente (y debo confesar, con algo de vergüenza, que hasta pasados los 20 años me consideré católico; por mi culpa, por mi culpa, por la gran culpa de mis padres que me matricularon en un colegio católico). Digo lo del abatimiento ante la tarea hercúlea porque a primera vista pareciera ser obvio, algo que cualquier persona con un mínimo de intelecto debiera notar, el hecho de que la iglesia – la encargada de administrar y normar la religión- es una institución abominable. Así, abominable; palabra que solemos asociar al inocente hombre de las nieves (el Yeti de los Himalayas, o su variante norteamericana, Pie grande) de quien, hasta donde llega mi vasta ignorancia, no hay registros de crímenes, torturas, atrocidades o enriquecimiento ilegítimo. No se puede decir lo mismo de la católica, apostólica y romana madre de tanto pedófilo que anda suelto (y con la tranquilidad de saberse inmune a las leyes de los hombres y protegido por la jerarquía eclesial). Sí, pareciera ser obvio que si se hiciera una encuesta en la calle preguntando si se desea formar parte de una institución que ha practicado sistemáticamente la tortura, el despojo, la discriminación, que se ha aliado con regímenes genocidas, que es incongruente hasta el hartazgo, y que es falsa en cuanto a su historia, ritos y estructuras (o sea, es una estafa; recomiendo leer La Puta de Babilonia de Fernando Vallejo y Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica de Pepe Rodríguez) y falsa en todo lo que sale de la boca del líder (o sea, es mentirosa), la mayoría de la gente diría yo paso. Sin embargo, allí está, en pleno siglo XXI todavía ostentando mayoría nacional y encaramada en lo más alto del poder en la sociedad. Es difícil de entender y con algo de tristeza uno recurre a la primera explicación a mano: la mayoría de la gente es sencillamente idiota. Ojo, no me refiero al hecho de creer en una divinidad. Como agnóstico civilizado que intento ser, respeto –con algo de indulgencia, eso sí- a quienes quieren creer en que hay un ser superior que los cuida. Esto tiene un cierto valor adaptativo, es a veces hasta razonable, y no en vano la creencia en los dioses es una característica que atraviesa a casi todas las culturas. Porque, seamos sinceros, si estás muerto de miedo atravesando un paraje oscuro y los lobos aúllan cerca, es mejor idea pensar que alguien te protege y no que estás librado a tu suerte (Cioran decía que Dios es una desesperación que comienza donde terminan todas las desesperaciones). Pero de allí a dejarse estafar por los intermediarios (el clero), que no sólo te pintan un dios castigador (por eso no hay que pecar) sino encima te cobran plata, te quitan tu tiempo y –si tienes un poco de mala suerte- abusan sexualmente de ti… creo que hay que ser profundamente idiota. O sea, si quieres negar la aplastante evidencia de la historia antigua y reciente (genocidios, el triunfo permanente de los malos, el poder de la fuerza que siempre se impone, el dolor en los niños), que indica que si ese Dios es todopoderoso entonces es un sádico, y si no lo es (todopoderoso) entonces para qué te sirve… OK, no hay problema, a rezar y colmarlo de salmos y alabanzas por su maldad o inutilidad. ¿Pero para qué la religión, la causante de tantas muertes hace 2000 años y el próximo mes? Me declaro incapaz de entender.
A pesar de la universalidad de la religión, que apunta a una característica intrínseca de la especie, prefiero ser optimista y decido creer que es un asunto de tiempo, de evolución. Morris Schlick, del Círculo de Viena, decía que con la evolución cultural de la humanidad la religión terminaría desapareciendo. Dios lo oiga. Mientras tanto, crío a mi hijo sano y feliz, lejos de la religión, y por lo tanto lejos de las mentes podridas que nos arruinaron el derecho a gozar de nuestro cuerpo sin sentir culpa, que nos trataron de convertir en tarados útiles a su servicio, que gozaron al reprimirnos. Y felices bailamos con frecuencia la Fiesta Pagana de Mago de Oz. Y tranquilos decidimos que es mejor hacer el bien que hacer el mal, o ser solidario en lugar de ser egoísta, no porque esté escrito en unos mandamientos o porque seremos recompensados o castigados en otro mundo por un juez, sino porque uno se siente mejor haciéndolo. Nosotros sonreímos más que ellos. Vamos ganando.

PS: Un par de semanas después de escrito este post, se nos ha muerto Saramago. Sin sorpresa, pero no por eso sin dejarnos un sabor triste y amargo en el alma. Se va uno de los nuestros, uno mejor que nosotros. Ya sigo con el post sobre él, ahora termino copiando una frase suya que me encontré leyendo el especial que hizo El País. Belleza y certeza reunidas, Saramago en estado puro:
"Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio"