sábado, 14 de agosto de 2010

Andante con brío

Andante con brío


- Mario. ¿Leíste esto? –grita Isabel desde la mesa donde el desayuno dominical por fin agoniza.

- Qué –responde él sin gritar, como proponiendo calma. No quiere cortarse.

- Hay otro concurso de cuentos. Lo organiza el suplemento de literatura del diario. Esta vez el tema tiene que estar relacionado con la música.

- Hmm. Puede ser. ¿Hasta cuando hay plazo? –replica mecánicamente. Sólo le falta la barbilla.

- Siempre preguntas por el plazo y por hacerlo a última hora nunca alcanzas a presentar nada.

- Siempre, nunca, nada. Tres absolutos en una sola frase. Digna representante de tu género.

- ¿Vas a empezar otra vez?

- No, no mi amor. A ver, pásame el diario.

Mario se titulará de periodista pronto, ya practica. Y como muchos de sus pares, alberga a un escritor cobarde, pragmático, o francamente malo, no importa. El hecho es que -como otros tantos- no se atrevió a seguir los cantos de sirena. Esos cantos que escuchó tantas veces mientras caminaba de regreso del taller de narrativa donde ese afable profesor -cuándo no- le auguraba un futuro insospechado. Lo sospechado era que el susodicho augur acostumbraba endilgarle sus verbosas apologías los días de pago. Con todo, Mario se sabe no-malo. Pero tiene un handicap, como diría un locutor deportivo. Edita bien, desarrolla con fluidez a partir de un núcleo ajeno, le pone alas a ideas centrales, pero difícilmente es capaz de crear. La página en blanco se queda en blanco. Por ello fracasó sin competir en todos esos concursos anteriores y ahora reincide en la pequeña angustia de encontrarse un tema mientras recorre absorto esa avenida larga que alguna vez tuvo árboles.

Música. Relacionado con la música. Inspirado en la música. Vamos a ver...

Juan Diego, exitoso vocalista líder del movimiento marginal Latinjunk, acaba con su vida arrojándose bajo el metro de New York al no soportar la fama que tarde o temprano desvirtuaría las raíces de su movimiento, el que le dio una nueva estética a la protesta de los...

Sí claro, cualquier coincidencia con Kurt Cobain y Nirvana corren por cuenta de la desbocada imaginación del lector. No sirve.

Al borde de cumplir sesenta años, y con el diagnóstico de un cáncer terminal, Alfredo Larrazabal aprende a tocar el violín y renace a la vida. En su primer concierto aficionado conoce a Ximena, una joven mujer de la que se enamora perdidamente. Ignorando la verdad, ella...

Tampoco. Es pariente cercano de un melodrama de telenovela venezolana. Tiene que ser una idea original. A lo mejor es más fácil por el lado de la música clásica. ¿Cómo se llama esa obra larguísima que repite y repite la misma melodía añadiendo instrumentos? No me puedo acordar.

En ese momento Mario ve saliendo de un banco a Mercedes Bonilla. Se sorprende de recordar, en medio de esa crisis de amnesia, el nombre y apellido de aquella ex-compañera de colegio. Más aún si Mercedes nunca fue de las populares del curso. Claro, era difícil serlo cuando su pasión era el oboe y no los actores de cine. Está casi igual. De pronto una idea cruza por su cabeza.

- ¿Mercedes?

- Sí –contesta sin reconocerlo

- Hola Mercedes. Soy Mario Salas, del liceo 1091, ¿Te acuerdas? Yo fui el editor de la revista del colegio el último año. Incluso recuerdo que te entrevisté por un concierto que...

- Sí, ahora me acuerdo. Estás un poco cambiado.

- Ya sé, la panza y la pelada. Parece mentira que en diez años la vida nos haga esto. Tú en cambio estás igualita.

- No sé si tomar eso como un cumplido, considerando que en la época escolar los muchachos sólo se me acercaban el día anterior a los exámenes de música.

Es cierto. Mercedes estaba catalogada dentro de las semi-feas. Pero, mirándola bien, no era justo. Esos ojitos negros que se esconden detrás de los anteojos son más que interesantes. Y el pelo largo le queda mejor. Claro, estos ojos de hombre pueden rescatar lo que la idiota mirada de adolescente jamás podría. Una rara belleza que se esconde pero que deja una huella sutil para quien quiera seguirla. Además ese par de kilos que ha ganado le vienen muy bien.

- No me vas a creer, y hasta me da vergüenza confesarlo, pero ahora mismo tengo una consulta musical que hacerte.

- Parece que hay cosas que no han cambiado en los últimos diez años.

- No, no. Esta vez no será igual. Déjame invitarte a tomar un café y verás que no sólo se trata de aprovechar tu cultura musical.

La idea inicial de Mario era únicamente preguntarle por aquella obra que no puede recordar, porque cree que a partir de esa estructura se podría armar un cuento. Sin embargo, ahora no tiene apuro por conseguir esa información; después de veinte minutos se siente cómodo conversando con Mercedes en ese café tan íntimo que finalmente ella eligió.

- ¿Por qué el oboe? ¿Por qué no el violín o el piano?

Mercedes sonríe compasiva.

- Estoy casi segura que esa fue una de las preguntas que me hiciste hace diez años. Podrías haber guardado tus notas y hoy tendrías la respuesta.

- Pero, ¿En diez años no has cambiado tu percepción del instrumento con el que te enfrentas a diario?

- Hmm. Sí, tienes razón. En realidad ya no lo veo como antes...

Mario cobra valor por el punto concedido y prolonga su argumento. Está ejerciendo de periodista: explotar los flancos débiles del entrevistado, colarse por entre las grietas, como decía el viejo Martínez. No importa ser redundante, no importa ser impertinente. No importa que el viejo Martínez esté desempleado hace dos años.

- Claro, porque una pareja de hermanos, o amigos, o enamorados, cambia con el tiempo la manera de mirarse. En tu caso me imagino que el oboe es para ti como un amigo cercano, o mejor dicho como...

- Estuve casi un año sin tocar – interrumpe Mercedes, comenzando a impacientarse. Hace tres semanas que lo retomé y sí, ha habido un cambio. Es extraño – dice ahora más tranquila –, es como si ese periodo de alejamiento me hubiera vuelto más fría pero a la vez más entusiasta. Ya no creo en el instinto, el talento innato, el hálito inspirador de los dioses. Ahora creo en el trabajo duro, en el esfuerzo cotidiano a conciencia.

- O sea que ahora crees más en la transpiración que en la inspiración, como dice Vargas Llosa, creo.

Mario duda de si es efectivamente Vargas Llosa el autor de esa frase. Se siente un poco azorado. No sabe dónde colocar sus manos.

- Más que eso. Creo que Wilde tiene razón cuando dice que toda obra que aspire a ser arte, genio, debe tener plena conciencia de sí misma. Sospecho mucho del automatismo creativo que preconizaba con tanta alharaca Bréton, no creo en el arrebato que engendra la quintaesencia del arte. Hay que ser alfareros. Eso, alfareros.

La aparente erudición de Mercedes apabulla a Mario. Por algún motivo que no tiene claro creía que la conversación la manejaría él, pero ahora hasta se siente algo tonto. Hace tiempo que no se sentía así. La temida página en blanco ahora se instala en su cabeza. Sin mayores recursos, decide insistir en su inquisición inicial.

- Pero por qué dejaste de tocar el oboe un año. No me lo has dicho todavía.

- El amor.

- ...

- Pero no vamos a hablar de eso ahora. Tú me preguntaste hace diez minutos, y hace diez años, por qué el oboe. Bien. Todo es culpa de Albinoni y de las telenovelas brasileñas. ¿Conoces a Albinoni?

- Me suena. ¿Es italiano, no?

Mercedes no puede evitar reírse, pero se da cuenta que Mario no la está pasando muy bien. Decide entonces ser más generosa en sus respuestas.

- Sí, es italiano. Nació y murió en Venecia. Es una de las cumbres del barroco. Sus conciertos de oboe son una maravilla, una aventura por las fronteras de la sensación humana. A diferencia de Vivaldi, que lo ejecutaba como reemplazando al violín, el oboe de Albinoni parecía querer emular a la voz humana. Y a veces lo logra. Dicen que su mujer era cantante de ópera, y que eso influyó en su manera de acercarse al oboe. No sé, el caso es que me cautivó desde la primera vez, cuando ni siquiera sabía que lo que escuchaba era oboe y menos que era un concierto de Albinoni.

- Pero tú mencionaste también a las telenovelas brasileñas.

- Sí. Es que la historia comienza con mi madre planchando mientras veía la telenovela brasileña, y yo a su lado haciendo las tareas del colegio. Tenía nueve o diez años. No recuerdo cómo se llamaba la telenovela, pero sí me acuerdo que era muy triste, y que en los momentos más dramáticos sonaba al fondo una melodía tristísima, arrebatadora. Comprenderás que a esa edad uno no se dedica precisamente a investigar sobre bandas sonoras de televisión, así que, una vez terminada la telenovela, pasaron los años y yo olvidé la melodía. Hasta que un día, recorriendo el dial de la radio –yo tenía ya quince años y escuchaba de todo, incluida la música clásica– me topé con el final de aquella melodía, que yo creía olvidada. Fue un ramalazo de sensaciones, quedé completamente arrobada. Además de llevarme de regreso a esa época de mi niñez, me impresionó la claridad del tema que trasuntaba esa melodía tan triste: se trataba sin duda de una persona que volvía después de mucho tiempo a reencontrarse con alguien o algo que amaba, y ya no encontraba lo que tanto añoró y que orientó su retorno, ahora inútil. Estaba conmovida. A pesar de tanta emoción, alcancé a copiar la información que dio el locutor al final. Y lo dijo así, nunca lo voy a olvidar: “Ese era el concierto a cinque Opus nueve número dos en D menor, para oboe, cuerdas y continuo, de Tomaso Albinoni”. Fue una revelación. Tuve claro en ese momento que estudiaría música y que el oboe sería mi instrumento.

- Qué interesante. No sabes las ganas que tengo de escuchar ahora mismo ese concierto. Quisiera saber si yo capto el mismo mensaje de la melodía. Recuerdo que una vez escuché en la televisión a un viejito que comentaba el mensaje que el concierto de Aranjuez supuestamente transmitía y yo francamente creía que el tipo deliraba.

- Mira, yo vivo a seis cuadras de aquí. Si quieres vamos un momento a mi casa para que lo escuches. Pero no nos podemos quedar mucho tiempo porque tengo un compromiso dentro de una hora. El concierto dura unos trece minutos, así que podemos escucharlo con calma.

- Me parece una excelente idea. Yo tengo la tarde libre.

- Vamos, entonces. Ah, ¿Y qué pasó con la consulta musical que me ibas a hacer?

- Ya lo había olvidado –dice Mario levantándose de la mesa. Estaba muy entretenido escuchándote. Seguro tú debes saber cómo se llama esa composición que se repite una y otra vez variando los instrumentos. Creo que en algún momento suena un platillo. Era el fondo musical del comercial del Banco de la Nación, ¿Te acuerdas?

Del bolero de Ravel pasan rápidamente a Cantinflas, y luego al Chavo del Ocho y a Shakespeare. La conversación fluye por cauces muy diversos, y Mario –que ya se siente mejor– comienza a lamentar por adelantado que ese encuentro vaya a terminar tan pronto. Está tan encantado con Mercedes que ya no piensa en su cuento para el concurso, ni en la cita con su asesor de tesis, a la que ya no llegará, ni en Isabel.

La casa de Mercedes es lo que él imaginó minutos antes: un rinconcito acogedor lleno de cultura. Chagall en las paredes, libros desbordando los estantes, una colección de velas y candelabros, una mesa de centro muy baja poblada de artesanías mexicanas y peruanas, unos grandes cojines invitando a recostarse sobre la alfombra... y un atril con partitura dominándolo todo desde una esquina. El escenario ideal para una velada de largo aliento, con música barroca de fondo, un buen vino, y con promesa de nuevas revelaciones, no necesariamente doctas, no necesariamente correctas. Pero para cuando expira el tercer movimiento del concierto ya casi es hora de irse. Al despedirse, con el tiempo justo, Mario duda entre exteriorizar su admiración por el oboe de Albinoni –a esa altura es casi una obligación– o insinuar la posibilidad de una próxima cita. Siente muchos deseos de volver a verla, pero teme ser demasiado apresurado, más aún si ha recibido señales ambiguas por parte de ella. Sí, porque un par de veces lo había mirado con un brillo en los ojos, sonriéndole con la mirada, pero también –piensa Mario– había sido poco curiosa cuando él habló de sus gustos personales. Al final opta por un paso intermedio: pedirle el número de teléfono.

Mercedes lo sorprendió diciéndole que prefería ser ella la que lo llamara, que le dejara su número. Y no pudo discutirlo. Ahora, mientras regresa a pie, Mario no cesa de recriminarse el no haber sido más directo. Le disgusta que todo quede en manos de Mercedes. También le preocupa la posibilidad de que ella llame cuando él no esté en casa. Y es que Mario no mencionó a Isabel en toda la conversación. Bueno, ella tampoco me habló de ese amor que le hizo abandonar por un tiempo el oboe, estamos a mano. Además, para qué tanta paranoia: si llama le digo a Isabel que es para una entrevista. Total, en el fondo no es totalmente falso que se trate de una especie de entrevista.

Es domingo, después de almuerzo. Isabel hojea el diario recostada en la cama mientras Mario transcribe con desgano sus notas de la entrevista al diputado.

- Este sujeto es un plomazo, un collar de melones, sus respuestas son un himno al narcisismo de manual; qué manera de ser auto-referente. Me hace recordar al vanidoso que encontró el Principito en su recorrido por los planetas. Pobre su mujer, tiene dos opciones: ser su admiradora – o sea, renunciar a la inteligencia – o desarrollar sordera voluntaria.

- Señor adjetivador, escucha esto: ya dieron el fallo del concurso de cuentos en el que, para variar, no alcanzaste a participar. Otros dos mil dólares que se te escaparon.

- Bah.

- ¿Te leo el comentario sobre el cuento ganador?

- Bueno.

- “Este magnífico relato, firmado por Oboe (aún no se devela el seudónimo), se construye a partir de una anécdota sencilla: el reencuentro, a la salida de un banco, entre dos ex-compañeros de colegio, un periodista y una concertista clásica. Una consulta de índole musical (identificar el Bolero de Ravel) es la excusa argumental, el punto de apoyo para el inicio de una trepidante pasión amorosa. Así, antes de que caiga la noche, y sobre una alfombra, los protagonistas se enfrascan en una desenfrenada contienda de lascivia y salacidad. La maestría con que el autor o autora erige un contrapunto entre los tiempos de un concierto barroco (Allegro, Adagio non troppo, Vivace assai) y las etapas del encuentro sexual aludido, inscribe este cuento dentro de la mejor tradición de literatura erótica de Hispanoamérica. Por otro lado, desde una perspectiva estrictamente musical...”

Mario deja de escuchar la lectura que Isabel continúa. Una profunda sensación de rabia impregnada con algo de derrota se apodera de él. Otra vez se siente tonto, como hace tiempo no se sentía. Puede perdonarle a Mercedes que haya armado la historia de su cuento ganador a partir del breve encuentro de hace un mes; al fin y al cabo la ficción es una cuestión de talento, y él se sabe no-malo pero no mucho más que eso. Está bien. Pero lo que no le perdona es que lo haya tenido esperando tanto tiempo y que finalmente no llamara nunca.

(2001)