domingo, 12 de diciembre de 2010

¿Tú escribes?

Esa pregunta rara vez era sincera. Cuando alguien te preguntaba “¿Tú escribes?”, antes que buscar identificarte como un animal de su misma especie, o un cómplice de sensibilidades particulares, casi siempre se trataba de acortar el tiempo de respuesta para añadir –con aire misterioso– “yo también escribo” y a continuación mencionar temáticas favoritas, estilos siempre especiales, autores preferidos, un nutrido catálogo de obras por escribir, o simplemente ruido en forma de palabras. Por eso, en un gesto que podría malinterpretarse como solidario, yo generalmente minimizaba la respuesta. Eso casi siempre. En un par de ocasiones contesté simplemente “Sí, y también sé leer”.

Bueno, a esta altura del blog, y de la novela aparentemente condenada a inedición perpetua, y el libro de cuentos con similar sentencia, creo que es claro que escribo. Si escribo mal o bien, esa es otra historia, de la que podemos hablar en otro momento (sin testigos). Entonces se puede pasar a la siguiente pregunta, esa que siempre le hacen a los escritores: ¿Por qué escribes? Vargas Llosa la acaba de contestar en su algo decepcionante discurso al recibir un largamente merecido Premio Nobel (ver Puente Aéreo): escribe para huir de un mundo que –sobran las razones– no le gusta. Alguien pensará que hacerme esa pregunta yo mismo es en cierto modo firmar un acta de rendición, una aceptación tácita de que nadie me lo preguntará nunca. Pues creo que ese alguien no se equivoca. Como sea, hoy sencillamente quiero intentar respondérmelo.

Aparte de ver a mi madre siempre leyendo (y releyendo; Anna Karenina, no menos de seis veces), lo que en realidad podría explicar el apego a los libros pero no el hecho de escribir, tengo dos recuerdos de infancia que hablan de un escribidor en ciernes. El primero es a una edad indeterminada (7, 8, 9). Había alguien de visita en mi casa y yo le mostré “un libro que acabo de escribir”. El “libro” consistía en cuatro o cinco páginas de cuaderno escritas por un solo lado. El título era “El hombre que se auto-destruyó”. El argumento era simple: un hombre al que la vida le sonreía razonablemente, un buen día comienza a usar drogas, pelearse con los vecinos, robar autos y matar gente… hasta que la policía lo encarcela. Por supuesto, los nombres de los personajes eran Richard, Mike, George, Tom, y similares. Puedo argumentar en mi defensa que la lectura que estaba siempre a mano en el baño era Selecciones del Reader’s Digest (hace poco quebró, para felicidad de los que aman la literatura y detestan el imperialismo cultural; recuerdo que en Rayuela el tiraje del Reader’s Digest era un motivo de depresión).

El segundo episodio fue en el colegio, a los ocho años. La maestra manda a hacer como tarea-concurso un poema al libro (dejando tranquila a la vaca por esta vez). Yo me entusiasmo y hasta intento hacerlo rimar. Remato con lo siguiente:

“… el libro es un valioso tesoro,

y le sirve al judío, al cristiano y al moro.”

En lugar de felicitarme, la maestra me descalifica porque “eso no lo puedes haber escrito tú, no vale que los padres hagan la tarea”. Vieja amargada, mal follada y peor abrazada, qué sabías tú lo que puede o no saber un niño curioso. Vieja infeliz, mal pagada y bien hecho que así fuera, no quisiste creerme cuándo repetía casi gritando, casi llorando, que eso lo había escrito yo. Vieja ignorante, preferiste la amenaza autoritaria antes que intentar usar por primera vez tu cerebro y descubrir –después de un par de preguntas– que no mentía. Hmm, parece que 32 años después todavía me molesta un poco el asunto. Vieja de mierda.

En el mismo colegio, ya en la adolescencia, recuerdo que después de un ejercicio de escribir un relato el profesor de Literatura me felicitó. Era un viejito muy tierno, sobre todo con las mujeres. Nosotros lo llamábamos “Don Juan Tenorio”, y él a veces lo escuchaba y no podía ocultar su orgullo por saberse reconocido como galán. Pero el apodo tenía otro origen. Resulta que el sexagenario profesor, bastante entrado en carnes, usaba pantalones que, al sentarse, ajustaban su entrepierna y entonces era muy evidente el relieve de un testículo de dimensiones colosales. Es por ello que el apodo completo era “Don Juan Tenorio… el huevo más grande de este territorio”. Pero él nunca se preocupó de entender la segunda parte. Bueno, se supone que iba a hablar de mis primeras inquietudes literarias y no de los genitales externos de mis profesores. El relato en cuestión se llamaba “Aventuras folklóricas en el micro” y narraba las peripecias de una mujer indígena en un micro atiborrado de pasajeros, buscando a su pequeño hijo extraviado en la hacinada multitud. Años después he reconocido algunos tintes racistas en esa historia, que primero me avergonzaron pero luego he podido perdonar al considerar el entorno en el que crecí. El caso es que al profesor le parecieron interesantes algunos giros humorísticos, como cuando la mujer le pide ayuda a un policía y al pedírsele una descripción del niño ella menciona una serie interminable de prendas de vestir, todas de diferente color, y añade que al niño, que se llama Johnny, lo apodan “Marciano” y que sabe contar hasta cinco.

Al entrar a la universidad a estudiar biología, ya había escrito un par de cuentos, en parte motivado por la lectura de Julio Ramón Ribeyro, a quien idolatraba (hablar de influencias sería petulante). A poco andar hubo un concurso y me animé a participar con dos nuevos cuentos, que terminaron ocupando el primer y el tercer lugar. No es mucho el mérito porque participaron menos de veinte concursantes y, según se supo, algunos cuentos eran de tal calidad que sus autores merecían un castigo ejemplarizador en una plaza pública. De todas maneras, esto me hizo pensar por primera vez que quizás yo tenía algún talento para escribir. El primer lugar lo obtuvo un cuento que ya posteé acá (No ha pasado nada) y el premio era una beca para asistir a un taller de narrativa que impartían los jurados, todos miembros de una asociación cultural, todos muy simpáticos y condescendientes. En ese taller aprendí varias cosas. Una de ellas es que hay gente muy rara en el mundo. Entre los alumnos, había una mujer que siempre quería leer sus textos, supuestamente cuentos, que en realidad eran delirios incomprensibles (una mezcla de poesía experimental y un generador aleatorio de palabras) y que terminaban súbitamente, al parecer cuando se le había terminado el espacio en el papel. Había una muchacha de expresión ida que nunca leyó nada ni dijo nada, aparte de saludar y despedirse (con lo cual descarté mi hipótesis inicial de que era muda). Destacaba también un hombre de ascendencia oriental que, invariablemente, demolía sin misericordia todo lo que escuchaba, con o sin buenos argumentos. Su rostro, en principio inescrutable y acosado por un sudor perenne, parecía sonreír cuando enumeraba su rosario de críticas devastadoras, ruines, malsanas. Cuando me tocó leer a mí un cuento más bien irregular, él no dejó el menor asomo de duda: yo no tenía ningún talento para escribir.

Han pasado casi veinte años desde entonces. Se me cayó el pelo, aparecieron las canas, perdí la fe en un ser superior y redefiní mis expectativas de y criterios para un mundo mejor, pero he seguido escribiendo. A pesar de la intensidad con la que me dedico a mi trabajo (investigador científico) y a mi familia, no he podido dejar de escribir. Creo que esa es la respuesta más precisa. Escribo porque no puedo dejar de hacerlo, porque es un desafío que me da placer, porque me seduce la belleza de las palabras y la agudeza de las tramas, porque encuentro un sentido en buscarlas incluso cuando no las encuentro. Creo que escribir es una forma de trascender, de dejar algo para después de haber pasado por este mundo, no importa que al final de los tiempos a uno lo haya leído apenas un puñado de lectores que en realidad buscaban otra cosa. En ese sentido veo a la creación literaria cercana a la creación humana: tener hijos, dejar frutos, con la esperanza de haberlo hecho bien. Entre los libros que leo y las letras que escribo, la literatura toma un pedazo de tiempo importante de mi vida. Imagino argumentos y me entretengo con juegos de palabras mientras manejo de regreso a mi casa, corto el pasto el fin de semana, pierdo el tiempo bajo la ducha, o desayuno en silencio. He subido al blog parte de todo lo escrito. Cada cierto tiempo junto ánimos, papel y tinta, y mando el libro de cuentos a concursos literarios. El mes pasado supe que había obtenido una mención honrosa en el concurso de la Asociación Peruano-Japonesa, que tiene bastante tradición. Un buen estímulo, claro, pero yo quería el primer lugar; no por la plata o por el reconocimiento, sino por la publicación del libro. Porque uno escribe para que lo lean (sí, ya sé que este blog no lo lee nadie, pero eso es otra cosa). La primera novela, que terminé el 2003, cuando mi hijo tenía un par de meses de nacido (hay una foto muy linda en la que escribo con una mano y con la otra lo sujeto dormido sobre mi hombro), la he mandado a una docena de editoriales, con una consistente cosecha de amables cartas de rechazo. Pero no me rindo. No solamente me alientan las decenas de historias de escritores ahora reconocidos que en su momento tuvieron que cruzar el desierto de la indiferencia repetida. También me ayuda a encontrarle un sentido a esta obstinación el que después de releer la novela vuelva a creer que es un texto rescatable. Se publica de todo, libros buenos, regulares, malos y los de Coelho. ¿No habrá un lugar para este inservidor? Por un momento pensé en la autoedición, pero al ver la calidad de los libros que se publicaban por ese medio me desanimé; no quería esa corte de los milagros como compañía. Hubo un tipo de una conocida editorial limeña que, como toda respuesta, me dio una tarifa (dos mil dólares), sin haber leído el manuscrito. No es cuestión de plata, es cuestión de orgullo, tal vez. En fin, seguiré escribiendo y seguiré insistiendo en publicar lo que escribo. No descansaré hasta encontrarme impreso en un anaquel de una librería, recinto sagrado al que acudo en peregrinación en cada ciudad que visito, y que se ha convertido en un hermoso vicio familiar. La segunda novela la comenzaré a escribir en las próximas semanas. Esta historia continuará.

sábado, 20 de noviembre de 2010

De gigantes y genios


Ahora que MVLL ganó el Nobel de Literatura muchos entendidos han vuelto a creer en el premio, y me anoto en la lista. No es poca cosa que un premio mantenga su integridad, en estos tiempos viles en los que se sabe que los premios Planeta y los Alfaguara se ofrecen a plumas connotadas, siendo entonces mera comparsa la centena de ingenuos que envían manuscritos y guardan esperanzas (yo estoy en la foto, aunque no se me ve). Debieran guardar sus manuscritos y enviar sus esperanzas a otra parte donde sean algo menos imposibles.

Hablaba de la opinión de los entendidos. Bueno, también están los desentendidos que, por desgracia o mala suerte, nos hacen llegar su opinión porque escriben en los medios que leemos. Muchos de los que hoy llenan columnas sobre MVLL -y hablan del genio por fin reconocido- no han leído sus libros, así que son algo así como ruido de estática en una transmisión radial de un concierto de Brandenburgo. En medio del océano de lugares comunes, chauvinismos que lo dejan a uno con ganas de ser apátrida, y simples monsergas, siempre hay alguna isla que rescatar. Me gustó mucho una columna aparecida en El País y firmada por el novelista Javier Cercas (tengo "Soldados de Salamina", pero todavía no la leo, así que no puedo opinar de la calidad literaria del sujeto) en la que decía que con las primeras tres novelas el peruano ("el Perú soy yo" dijo en su primera conferencia de prensa, vaya frase para el bronce y el análisis) ya estaba para Nobel, y que lo que vino después ha sido, y seguirá siendo, una sacada de lengua desde el horizonte a todos los que tratan de seguirle el paso. Me encantó la humildad del colega que se reconoce incapaz de competir con el gigante. En Vargas Llosa hay tanto, pero tanto oficio (y disciplina, y pasión) que llegó a un Parnaso inalcanzable sin ser un genio. Y eso es lo que quería comentar.

Genio era Vallejo. A MVLL se nota que le cuesta (y esto no lo oculta, todo lo contrario) al leer las columnas para las que no dispone de tanto tiempo para corregir ni tanto espacio para desplegar su portentosa arquitectura del texto. Su libro de "Así se escribe" (Cartas a un Joven Novelista) es opaco, un anticlímax constante; uno parece estar escuchando a un profesor con mucha dedicación pero sin talento natural para la enseñanza. Todo lo contrario del delicioso On Writing de Stephen King. Vargas Llosa no es un genio que, como dice Sabina, para hacer poesía sólo tiene que mover los labios. Por eso tiene más mérito su logro, porque es alguien que no nació para eso. Es la historia de un gordito con pie plano que un día descubrió que su pasión era la maratón y dejó a un lado todo (todo) para correr y correr. Todos los días. Todos los santos (o malditos) días. Hasta que una mañana de otoño boreal alguien con acento sueco le dijo al teléfono que había ganado la maratón olímpica. MVLL dejó sus estudios, su seguridad económica, su país y su familia (materna) para seguir su pasión por escribir. Una vez instalado como escritor, postergó a sus hijos y convirtió a su mujer en algo así como su manager-secretaria para ocuparse únicamente de su oficio de escritor, exonerándose de todas las obligaciones domésticas y mundanas. Tanto postergó todo lo demás que su desarrollo de ideas políticas es de una simpleza y fragilidad escalofriantes, reduciendo toda la complejidad del mundo a cuatro ideas en las que sobresale la libertad para dominar a y hacer negocios a costa de los perdedores (El Lenguaje de la Pasión es insufrible por esa razón). Pero si uno se olvida del mentecato político puede admirar mejor al gigante literario. Mi favorita es Conversación en La Catedral, por lo local y universal, por la intimidad y la crónica política, por el desencanto milimétricamente lúcido, porque es un monumento a la novela, finalmente. También me cautivó La Fiesta del Chivo, un thriller impecable que al mismo tiempo abre las cloacas de la condición humana hasta hacernos ver que no hay aguas totalmente limpias ni sucias.
Me gustan las definiciones de genio de Schopenhauer (Talent hits a target no one else can hit; genius hits a target no one else can see) y de Sábato (Un genio es alguien que descubre que la piedra que cae y la luna que no cae representan un solo y mismo fenómeno). Dicho esto, es claro que MVLL es gigante, pero no genio. La lista de genios la tenemos todos. Pero también están lo que fueron al mismo tiempo genios y gigantes. Los que teniendo la chispa divina trabajaron como si no la tuvieran, los semidioses griegos que sudaban como esclavos negros, los que nunca se sintieron satisfechos con su enormidad, los que multiplicaron distancias que ya eran inalcanzables. Esos son pocos, pero les debemos buena parte de lo que somos. Newton, Darwin, Bach, Leonardo, quizás Edison. Allí están, en el Olimpo, sonriéndonos cada noche desde el cielo estrellado, repitiéndonos -aunque no lo entendamos- que el mayor de los recorridos no deja de ser una suma de pasos.

lunes, 18 de octubre de 2010

Palabras que no sobren

Palabras que no sobren

Uno de los temas inevitables en este blog, y tantos otros, es su sentido. Este liviano blog-existencialismo hay que tratarlo como a los defectos propios o a los hijos feos, con cariño y paciencia. Es decir, no maldecir por el permanente replanteo del curso de navegación o el color del barco. No hay camino sino estelas en la mar, dijo el poeta lejos del hogar. Hay que quererse, con perdón de la cacofonía.

Las Palabras se llama la biografía de Sartre (hablando de hijos feos). Y eso es todo. El resto es silencio. Quiero decir, como decía alguien que no recuerdo bien, que si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor quédate callado. Qué maravilloso sería el mundo. Y cuando digo belleza quiero decir tanto música, eufonía y juego virtuoso, como profundidad, revelación y sentido. El texto puede ser bello de muchas maneras distintas, pero nunca debe dejar de ser necesario. Si le falta fondo, que encandile la forma, y viceversa generosa. Un viejo profesor de Lengua en una Facultad de Ciencias -personaje decimonónico de bastón y monarquismo- decía, refiriéndose a las mujeres: “Si bella… para qué virtuosa. Si virtuosa… para qué bella”. Sabiduría químicamente pura.

Volviendo a las palabras. Basta que Sabina diga “este rosario de cuentas infelices, calla más de lo que dice, pero dice la verdad” para que el ida y vuelta del entendimiento gozoso, con repaso y sospecha, sea como una figura imposible de Escher que se cierra al quedar abierta. Pero, cruzando la calle, también están las palabras con peso. De eso trataba un artículo que escribí a fines del 2001 y que se publicó en Espaces Latinos. Aquí lo copio.

Palabras, palabras, palabras

Se escribe mucho. Todo el mundo se queja de que se lee poco, pero nadie se queja de que se escribe mucho. Las palabras vacías llenan nuestro tiempo. Acechan desde revistas, periódicos y libros; desde el papel y desde la pantalla de internet. Hay discretas copias de copias de bestseller, ostentosas reiteraciones de verdades de Perogrullo, y serenos homenajes a la estupidez promedio. La levedad se hace cada día más insoportable. Hace más de medio siglo se agobiaba ya Vallejo: “¡Y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra!”. Aquel que pueda refutarlo que lance el primer silencio.

Sin embargo, también hay palabras que pesan. Palabras que no sólo no se las lleva el viento sino que cargan las espaldas de nuestras conciencias. Palabras duras, en el borde de la derrota final; palabras llenas de absoluto, que no se escriben para el aplauso. El mismo Vallejo escribió alguna vez:

“...El dolor nos agarra, hermanos hombres, por detrás, de perfil (...)

Y también de resultas del sufrimiento, estoy triste hasta la cabeza,

y más triste hasta el tobillo (...)

¡Cómo, hermanos humanos, no deciros que ya no puedo y ya no puedo...”

Y en ese Paris con aguacero en el que durmiera el peruano Vallejo se desvelaba años después el rumano Emil Cioran. El insomne y maldito Cioran que antes de cumplir treinta años escribiera:

“Ni los hombres, ni siquiera los santos, tienen nombre. Sólo Dios lo posee.

Pero, ¿Qué sabemos nosotros de El, sino que es una desesperación que

comienza donde acaban todas las demás?”

Finalmente, mucho más allá de los Pirineos, y mucho antes que Cioran y Vallejo, hubo un empleado en una oficina de contabilidad que escribía cada noche en su buhardilla. Un enjuto y taciturno burócrata que descubrió a orillas del Tajo que era él y otros más al mismo tiempo. En algo así como su diario, y sin saber jamás que sería leído, Fernando Pessoa escribió:

“Me he dado cuenta, en un relámpago íntimo, de que no soy nadie. (...)

Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo

a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé

pensar, no sé querer.”


Muy lejos de Europa y cerca del fin del mundo, Eduardo Miño escribió a fines de noviembre del año 2001 una frase cargada de dolor verdadero: “Mi alma, que desborda humanidad, ya no soporta tanta injusticia”. Pero, a diferencia de Vallejo, Cioran y Pessoa, Eduardo Miño no era un escritor, ni tampoco escribió otros textos después de esa frase. Con esas palabras terminaba la carta que Eduardo Miño, un obrero chileno, entregó a los testigos minutos antes de prenderse fuego enfrente del Palacio de La Moneda en Santiago. En un juego de espejos para la ironía, Eduardo Miño se inmoló en el mismo lugar donde se inmolara el socialista Salvador Allende en 1973, pero protestando por la omisión cómplice del gobierno del socialista Ricardo Lagos, cuya política económica es la misma que la de los enemigos de Allende. Eduardo Miño (repito su nombre para que se grabe en la memoria) no murió en un combate callejero como Carlo Giuliani, a quien alguna prensa despistada ha bautizado como “el primer mártir de la globalización”, como si buena parte de los más de 20,000 muertos diarios por hambruna y enfermedades curables no fueran a la cuenta del neoliberalismo global. No, Eduardo Miño se quemó a lo bonzo. Su coraje supremo tiene más de derrota interna que de rabia desatada. Eduardo Miño se rindió y quiso que todos lo supiéramos. Y para eso eligió cuidadosamente sus palabras últimas e identificó a los culpables de su sacrificio, para que no quedara lugar para la especulación o la desinformación interesada.

Así partió Eduardo Miño, ignorando que sus palabras, al menos por un día, darían la vuelta al mundo. Pero la prensa ya no habla de él, porque ahora la rabia es argentina y apedrea los bancos y saquea supermercados. Los responsables locales del desastre siguen reciclándose en candidatos a mesías. Los responsables foráneos siguen exigiendo orden y garantías para poder continuar con su política de saqueo institucional de las riquezas de Latinoamérica. Y mientras el Río de la Plata se acerca cada vez más a la Costa de Marfil, los corruptos de siempre exigen moralización hoy. El mundo sigue de cabeza. Quizás por eso el aturdimiento de los lectores. Quizás no sea culpa de tantas palabras vacías.

· La carta de Eduardo Miño:

"Mi nombre es Eduardo Miño Pérez, CI: 6.449.449-K, militante del Partido Comunista.

Soy miembro de la Asociación Chilena de Víctimas del Asbesto. Esta agrupación reúne a más de 500 personas que están enfermas y muriéndose de asbestosis. Participan las viudas de los obreros de la industria Pizarreño, las esposas y los hijos que también están enfermos solamente por vivir en la población aledaña a la industria.

Y han muerto más de 300 personas de mesotelioma pleural que es el cáncer producido por aspirar asbesto.

Hago esta suprema protesta denunciando:

1.- A la industria Pizarreño y su holding internacional, por no haber protegido a sus trabajadores y sus familias del veneno del asbesto.

2.- A la Mutual de Seguridad por maltratar a los trabajadores enfermos y engañarlos cuanto a su salud.

3.- A los médicos de la mutual por ponerse de parte de la empresa Pizarreño y mentirle a los trabajadores, no declarándoles su enfermedad.

4.- A los organismos de Gobierno, por no ejercer su responsabilidad fiscalizadora y ayudar a las víctimas.

Esta forma de protesta, última y terrible, la hago en plena condición física y mental como una forma de dejar en la conciencia de los culpables el peso de sus culpas criminales.

Esta inmolación digna y consecuente la hago extensiva también contra:

- Los grandes empresarios que son culpables del drama de la cesantía que se traduce en impotencia, hambre y desesperación para miles de chilenos.

- Contra la guerra imperialista que masacra a miles de civiles pobres e inocentes para incrementar las ganancias de la industria armamentista y crear la dictadura global.

- Contra la globalización imperialista hegemonizada por Estados Unidos.

- Contra el ataque prepotente, artero y cobarde contra la sede del Partido Comunista de Chile.

Mi alma, que desborda humanidad, ya no soporta tanta injusticia".

sábado, 14 de agosto de 2010

Andante con brío

Andante con brío


- Mario. ¿Leíste esto? –grita Isabel desde la mesa donde el desayuno dominical por fin agoniza.

- Qué –responde él sin gritar, como proponiendo calma. No quiere cortarse.

- Hay otro concurso de cuentos. Lo organiza el suplemento de literatura del diario. Esta vez el tema tiene que estar relacionado con la música.

- Hmm. Puede ser. ¿Hasta cuando hay plazo? –replica mecánicamente. Sólo le falta la barbilla.

- Siempre preguntas por el plazo y por hacerlo a última hora nunca alcanzas a presentar nada.

- Siempre, nunca, nada. Tres absolutos en una sola frase. Digna representante de tu género.

- ¿Vas a empezar otra vez?

- No, no mi amor. A ver, pásame el diario.

Mario se titulará de periodista pronto, ya practica. Y como muchos de sus pares, alberga a un escritor cobarde, pragmático, o francamente malo, no importa. El hecho es que -como otros tantos- no se atrevió a seguir los cantos de sirena. Esos cantos que escuchó tantas veces mientras caminaba de regreso del taller de narrativa donde ese afable profesor -cuándo no- le auguraba un futuro insospechado. Lo sospechado era que el susodicho augur acostumbraba endilgarle sus verbosas apologías los días de pago. Con todo, Mario se sabe no-malo. Pero tiene un handicap, como diría un locutor deportivo. Edita bien, desarrolla con fluidez a partir de un núcleo ajeno, le pone alas a ideas centrales, pero difícilmente es capaz de crear. La página en blanco se queda en blanco. Por ello fracasó sin competir en todos esos concursos anteriores y ahora reincide en la pequeña angustia de encontrarse un tema mientras recorre absorto esa avenida larga que alguna vez tuvo árboles.

Música. Relacionado con la música. Inspirado en la música. Vamos a ver...

Juan Diego, exitoso vocalista líder del movimiento marginal Latinjunk, acaba con su vida arrojándose bajo el metro de New York al no soportar la fama que tarde o temprano desvirtuaría las raíces de su movimiento, el que le dio una nueva estética a la protesta de los...

Sí claro, cualquier coincidencia con Kurt Cobain y Nirvana corren por cuenta de la desbocada imaginación del lector. No sirve.

Al borde de cumplir sesenta años, y con el diagnóstico de un cáncer terminal, Alfredo Larrazabal aprende a tocar el violín y renace a la vida. En su primer concierto aficionado conoce a Ximena, una joven mujer de la que se enamora perdidamente. Ignorando la verdad, ella...

Tampoco. Es pariente cercano de un melodrama de telenovela venezolana. Tiene que ser una idea original. A lo mejor es más fácil por el lado de la música clásica. ¿Cómo se llama esa obra larguísima que repite y repite la misma melodía añadiendo instrumentos? No me puedo acordar.

En ese momento Mario ve saliendo de un banco a Mercedes Bonilla. Se sorprende de recordar, en medio de esa crisis de amnesia, el nombre y apellido de aquella ex-compañera de colegio. Más aún si Mercedes nunca fue de las populares del curso. Claro, era difícil serlo cuando su pasión era el oboe y no los actores de cine. Está casi igual. De pronto una idea cruza por su cabeza.

- ¿Mercedes?

- Sí –contesta sin reconocerlo

- Hola Mercedes. Soy Mario Salas, del liceo 1091, ¿Te acuerdas? Yo fui el editor de la revista del colegio el último año. Incluso recuerdo que te entrevisté por un concierto que...

- Sí, ahora me acuerdo. Estás un poco cambiado.

- Ya sé, la panza y la pelada. Parece mentira que en diez años la vida nos haga esto. Tú en cambio estás igualita.

- No sé si tomar eso como un cumplido, considerando que en la época escolar los muchachos sólo se me acercaban el día anterior a los exámenes de música.

Es cierto. Mercedes estaba catalogada dentro de las semi-feas. Pero, mirándola bien, no era justo. Esos ojitos negros que se esconden detrás de los anteojos son más que interesantes. Y el pelo largo le queda mejor. Claro, estos ojos de hombre pueden rescatar lo que la idiota mirada de adolescente jamás podría. Una rara belleza que se esconde pero que deja una huella sutil para quien quiera seguirla. Además ese par de kilos que ha ganado le vienen muy bien.

- No me vas a creer, y hasta me da vergüenza confesarlo, pero ahora mismo tengo una consulta musical que hacerte.

- Parece que hay cosas que no han cambiado en los últimos diez años.

- No, no. Esta vez no será igual. Déjame invitarte a tomar un café y verás que no sólo se trata de aprovechar tu cultura musical.

La idea inicial de Mario era únicamente preguntarle por aquella obra que no puede recordar, porque cree que a partir de esa estructura se podría armar un cuento. Sin embargo, ahora no tiene apuro por conseguir esa información; después de veinte minutos se siente cómodo conversando con Mercedes en ese café tan íntimo que finalmente ella eligió.

- ¿Por qué el oboe? ¿Por qué no el violín o el piano?

Mercedes sonríe compasiva.

- Estoy casi segura que esa fue una de las preguntas que me hiciste hace diez años. Podrías haber guardado tus notas y hoy tendrías la respuesta.

- Pero, ¿En diez años no has cambiado tu percepción del instrumento con el que te enfrentas a diario?

- Hmm. Sí, tienes razón. En realidad ya no lo veo como antes...

Mario cobra valor por el punto concedido y prolonga su argumento. Está ejerciendo de periodista: explotar los flancos débiles del entrevistado, colarse por entre las grietas, como decía el viejo Martínez. No importa ser redundante, no importa ser impertinente. No importa que el viejo Martínez esté desempleado hace dos años.

- Claro, porque una pareja de hermanos, o amigos, o enamorados, cambia con el tiempo la manera de mirarse. En tu caso me imagino que el oboe es para ti como un amigo cercano, o mejor dicho como...

- Estuve casi un año sin tocar – interrumpe Mercedes, comenzando a impacientarse. Hace tres semanas que lo retomé y sí, ha habido un cambio. Es extraño – dice ahora más tranquila –, es como si ese periodo de alejamiento me hubiera vuelto más fría pero a la vez más entusiasta. Ya no creo en el instinto, el talento innato, el hálito inspirador de los dioses. Ahora creo en el trabajo duro, en el esfuerzo cotidiano a conciencia.

- O sea que ahora crees más en la transpiración que en la inspiración, como dice Vargas Llosa, creo.

Mario duda de si es efectivamente Vargas Llosa el autor de esa frase. Se siente un poco azorado. No sabe dónde colocar sus manos.

- Más que eso. Creo que Wilde tiene razón cuando dice que toda obra que aspire a ser arte, genio, debe tener plena conciencia de sí misma. Sospecho mucho del automatismo creativo que preconizaba con tanta alharaca Bréton, no creo en el arrebato que engendra la quintaesencia del arte. Hay que ser alfareros. Eso, alfareros.

La aparente erudición de Mercedes apabulla a Mario. Por algún motivo que no tiene claro creía que la conversación la manejaría él, pero ahora hasta se siente algo tonto. Hace tiempo que no se sentía así. La temida página en blanco ahora se instala en su cabeza. Sin mayores recursos, decide insistir en su inquisición inicial.

- Pero por qué dejaste de tocar el oboe un año. No me lo has dicho todavía.

- El amor.

- ...

- Pero no vamos a hablar de eso ahora. Tú me preguntaste hace diez minutos, y hace diez años, por qué el oboe. Bien. Todo es culpa de Albinoni y de las telenovelas brasileñas. ¿Conoces a Albinoni?

- Me suena. ¿Es italiano, no?

Mercedes no puede evitar reírse, pero se da cuenta que Mario no la está pasando muy bien. Decide entonces ser más generosa en sus respuestas.

- Sí, es italiano. Nació y murió en Venecia. Es una de las cumbres del barroco. Sus conciertos de oboe son una maravilla, una aventura por las fronteras de la sensación humana. A diferencia de Vivaldi, que lo ejecutaba como reemplazando al violín, el oboe de Albinoni parecía querer emular a la voz humana. Y a veces lo logra. Dicen que su mujer era cantante de ópera, y que eso influyó en su manera de acercarse al oboe. No sé, el caso es que me cautivó desde la primera vez, cuando ni siquiera sabía que lo que escuchaba era oboe y menos que era un concierto de Albinoni.

- Pero tú mencionaste también a las telenovelas brasileñas.

- Sí. Es que la historia comienza con mi madre planchando mientras veía la telenovela brasileña, y yo a su lado haciendo las tareas del colegio. Tenía nueve o diez años. No recuerdo cómo se llamaba la telenovela, pero sí me acuerdo que era muy triste, y que en los momentos más dramáticos sonaba al fondo una melodía tristísima, arrebatadora. Comprenderás que a esa edad uno no se dedica precisamente a investigar sobre bandas sonoras de televisión, así que, una vez terminada la telenovela, pasaron los años y yo olvidé la melodía. Hasta que un día, recorriendo el dial de la radio –yo tenía ya quince años y escuchaba de todo, incluida la música clásica– me topé con el final de aquella melodía, que yo creía olvidada. Fue un ramalazo de sensaciones, quedé completamente arrobada. Además de llevarme de regreso a esa época de mi niñez, me impresionó la claridad del tema que trasuntaba esa melodía tan triste: se trataba sin duda de una persona que volvía después de mucho tiempo a reencontrarse con alguien o algo que amaba, y ya no encontraba lo que tanto añoró y que orientó su retorno, ahora inútil. Estaba conmovida. A pesar de tanta emoción, alcancé a copiar la información que dio el locutor al final. Y lo dijo así, nunca lo voy a olvidar: “Ese era el concierto a cinque Opus nueve número dos en D menor, para oboe, cuerdas y continuo, de Tomaso Albinoni”. Fue una revelación. Tuve claro en ese momento que estudiaría música y que el oboe sería mi instrumento.

- Qué interesante. No sabes las ganas que tengo de escuchar ahora mismo ese concierto. Quisiera saber si yo capto el mismo mensaje de la melodía. Recuerdo que una vez escuché en la televisión a un viejito que comentaba el mensaje que el concierto de Aranjuez supuestamente transmitía y yo francamente creía que el tipo deliraba.

- Mira, yo vivo a seis cuadras de aquí. Si quieres vamos un momento a mi casa para que lo escuches. Pero no nos podemos quedar mucho tiempo porque tengo un compromiso dentro de una hora. El concierto dura unos trece minutos, así que podemos escucharlo con calma.

- Me parece una excelente idea. Yo tengo la tarde libre.

- Vamos, entonces. Ah, ¿Y qué pasó con la consulta musical que me ibas a hacer?

- Ya lo había olvidado –dice Mario levantándose de la mesa. Estaba muy entretenido escuchándote. Seguro tú debes saber cómo se llama esa composición que se repite una y otra vez variando los instrumentos. Creo que en algún momento suena un platillo. Era el fondo musical del comercial del Banco de la Nación, ¿Te acuerdas?

Del bolero de Ravel pasan rápidamente a Cantinflas, y luego al Chavo del Ocho y a Shakespeare. La conversación fluye por cauces muy diversos, y Mario –que ya se siente mejor– comienza a lamentar por adelantado que ese encuentro vaya a terminar tan pronto. Está tan encantado con Mercedes que ya no piensa en su cuento para el concurso, ni en la cita con su asesor de tesis, a la que ya no llegará, ni en Isabel.

La casa de Mercedes es lo que él imaginó minutos antes: un rinconcito acogedor lleno de cultura. Chagall en las paredes, libros desbordando los estantes, una colección de velas y candelabros, una mesa de centro muy baja poblada de artesanías mexicanas y peruanas, unos grandes cojines invitando a recostarse sobre la alfombra... y un atril con partitura dominándolo todo desde una esquina. El escenario ideal para una velada de largo aliento, con música barroca de fondo, un buen vino, y con promesa de nuevas revelaciones, no necesariamente doctas, no necesariamente correctas. Pero para cuando expira el tercer movimiento del concierto ya casi es hora de irse. Al despedirse, con el tiempo justo, Mario duda entre exteriorizar su admiración por el oboe de Albinoni –a esa altura es casi una obligación– o insinuar la posibilidad de una próxima cita. Siente muchos deseos de volver a verla, pero teme ser demasiado apresurado, más aún si ha recibido señales ambiguas por parte de ella. Sí, porque un par de veces lo había mirado con un brillo en los ojos, sonriéndole con la mirada, pero también –piensa Mario– había sido poco curiosa cuando él habló de sus gustos personales. Al final opta por un paso intermedio: pedirle el número de teléfono.

Mercedes lo sorprendió diciéndole que prefería ser ella la que lo llamara, que le dejara su número. Y no pudo discutirlo. Ahora, mientras regresa a pie, Mario no cesa de recriminarse el no haber sido más directo. Le disgusta que todo quede en manos de Mercedes. También le preocupa la posibilidad de que ella llame cuando él no esté en casa. Y es que Mario no mencionó a Isabel en toda la conversación. Bueno, ella tampoco me habló de ese amor que le hizo abandonar por un tiempo el oboe, estamos a mano. Además, para qué tanta paranoia: si llama le digo a Isabel que es para una entrevista. Total, en el fondo no es totalmente falso que se trate de una especie de entrevista.

Es domingo, después de almuerzo. Isabel hojea el diario recostada en la cama mientras Mario transcribe con desgano sus notas de la entrevista al diputado.

- Este sujeto es un plomazo, un collar de melones, sus respuestas son un himno al narcisismo de manual; qué manera de ser auto-referente. Me hace recordar al vanidoso que encontró el Principito en su recorrido por los planetas. Pobre su mujer, tiene dos opciones: ser su admiradora – o sea, renunciar a la inteligencia – o desarrollar sordera voluntaria.

- Señor adjetivador, escucha esto: ya dieron el fallo del concurso de cuentos en el que, para variar, no alcanzaste a participar. Otros dos mil dólares que se te escaparon.

- Bah.

- ¿Te leo el comentario sobre el cuento ganador?

- Bueno.

- “Este magnífico relato, firmado por Oboe (aún no se devela el seudónimo), se construye a partir de una anécdota sencilla: el reencuentro, a la salida de un banco, entre dos ex-compañeros de colegio, un periodista y una concertista clásica. Una consulta de índole musical (identificar el Bolero de Ravel) es la excusa argumental, el punto de apoyo para el inicio de una trepidante pasión amorosa. Así, antes de que caiga la noche, y sobre una alfombra, los protagonistas se enfrascan en una desenfrenada contienda de lascivia y salacidad. La maestría con que el autor o autora erige un contrapunto entre los tiempos de un concierto barroco (Allegro, Adagio non troppo, Vivace assai) y las etapas del encuentro sexual aludido, inscribe este cuento dentro de la mejor tradición de literatura erótica de Hispanoamérica. Por otro lado, desde una perspectiva estrictamente musical...”

Mario deja de escuchar la lectura que Isabel continúa. Una profunda sensación de rabia impregnada con algo de derrota se apodera de él. Otra vez se siente tonto, como hace tiempo no se sentía. Puede perdonarle a Mercedes que haya armado la historia de su cuento ganador a partir del breve encuentro de hace un mes; al fin y al cabo la ficción es una cuestión de talento, y él se sabe no-malo pero no mucho más que eso. Está bien. Pero lo que no le perdona es que lo haya tenido esperando tanto tiempo y que finalmente no llamara nunca.

(2001)

domingo, 25 de julio de 2010

Vida mía

Vida mía

A Gregorio Torres no le gustaba su vida. Tampoco le gustaba su nombre o, mejor dicho, el proverbial apelativo de Goyo, o peor aún el diminutivo –Goyito– con su inevitable alusión a un infantilismo poco viril. Sin embargo, había aprendido a capear el desagrado de escuchar esos apelativos simplemente ignorándolos, concentrándose en la observación minuciosa del objeto más cercano cada vez que un compañero de trabajo lo llamaba así. Se había acostumbrado a lidiar con los infaltables creativos que, en cada uno de los cinco colegios en los que había trabajado como profesor de computación, celebraban el descubrimiento de que podían llamarlo Goyito para jolgorio de los demás. Pero el problema de Gregorio Torres no era su nombre, sino su vida. Un cronista se vería en apuros para escribir un resumen de los hitos más destacados de los treinta años que Gregorio llevaba en este mundo. Para evitar entregar una página en blanco, probablemente el cronista se resignaría a mencionar los sacramentos católicos a los que Gregorio fue sometido por obligación o costumbre, la fecha en que se graduó del colegio (Gregorio no aparecía en la foto de su promoción porque ese día la alergia al polen lo mandó a la cama), y el día de su matrimonio con Angélica (Gregorio sí aparecía en las fotos, pero sonreía menos que los mozos), cuando ninguno de los dos pasaba de los noventa kilos. A lo mejor añadiría el cronista que un vecino de Gregorio llamado Wilfredo se sacó la lotería y nunca más volvió a saberse de él, o que Bobby, el perro pekinés de Angélica que pasó a ser parte de su familia, sobrevivió al atropello de una moto con apenas una leve cojera y cierto descontrol de los esfínteres.

A pesar de la evidencia en contra, Gregorio era un tipo inteligente. Si no lo hubiera sido no habría podido darse cuenta de que no le gustaba su vida. Pero él no lo demostraba (ni que era inteligente ni que no le gustaba su vida). Siempre prefería callar antes que hablar, tanto en la sala de profesores del colegio, donde todos se disputaban la oportunidad de opinar sobre los asuntos más insignificantes, como en la mesa de su casa, donde Angélica lo ponía al día cada tarde-noche sobre los últimos acontecimientos de la vida de sus tres hermanas o de cualquiera de los vecinos. Cuando Gregorio descubrió que a nadie le molestaba su silencio, y que incluso era tomado con simpatía, se adiestró en el arte de fingir atención mientras su mente lo llevaba a otros lugares. En la sala de profesores acostumbraba buscar números primos de tres cifras o imaginar que Mónica Bellucci era su esclava sexual (tenía un envidiable archivo de fotos bajadas de Internet). En su casa, mientras miraba a Angélica y asentía periódicamente, a Gregorio le gustaba urdir sonetos alejandrinos sobre temas diversos, desde un hipotético romance entre Bobby y la hija quinceañera de la vecina hasta el monto de las cuentas de la luz y el teléfono. Pero en los últimos años estas simulaciones y juegos mentales habían empezado a cansarlo y se preguntaba si no sería posible vivir otra vida. Tenía claro que su vida no era ningún suplicio, que poseía –en modestas cantidades, eso sí– las tres cosas que existen en la vida según los boleros y los que no tienen idea de lo que hablan: salud, dinero y amor. La insatisfacción que rondaba a Gregorio parecía ser la expresión final de algún intrincado mecanismo hormonal regulado por el clima, porque estos cuestionamientos esenciales eran mucho más frecuentes durante el invierno: las tardes oscuras o lluviosas lo ponían especialmente melancólico de esa vida que nunca había tenido, y por alguna razón consideraba afortunados a todos los seres humanos que no eran él mismo. Entonces, al volver del trabajo cada tarde, apoyaba la cabeza en la ventana del microbús y, superando su miopía y la suciedad de los vidrios, se dedicaba a mirar hacia las casas más cercanas en cada una de las detenciones que ocurrían en los cuarenta minutos del recorrido. Como quien hace zapping, Gregorio miraba fugazmente hacia las casas o departamentos que tenían encendidas las luces y abiertas las cortinas. En los quince o veinte segundos de observación de los que disponía se imaginaba viviendo esa vida, sentado a la mesa tomando un café con leche (el menú en su casa era, invariablemente, té y tostadas con mantequilla o mermelada de piña; Angélica, que engullía al menos seis tostadas cada vez, había eliminado el café por caro y la leche por hipercalórica). Por un instante Gregorio se imaginaba que aquella niña delgada de vincha blanca y pelo lacio muy negro era su hija, o que esa mujer con elegante uniforme de secretaria ejecutiva era su esposa. Por supuesto que eran menos estimulantes las ocasiones en que el inquilino avistado era un anciano enjuto viendo televisión o un adolescente desgarbado extinguiendo sus neuronas con una Play Station, pero en general a Gregorio le quedaba al final del viaje la sensación de haber desperdiciado una oportunidad de salvarse. En cada tarde invernal, en el momento en que con un gesto de resignación Gregorio metía la llave en la cerradura de su puerta, se prometía que al día siguiente todo podría cambiar.

Todo empezó a cambiar un jueves por la tarde, a fines de junio. Había llovido toda la mañana y el cielo todavía estaba cubierto, pero apenas caía una llovizna. El pavimento resbaladizo o la imprudencia temeraria habían causado un choque múltiple un par de cuadras adelante del microbús, el que esperaba detenido a que la vía se despejara junto a muchos automóviles. Cuando ya llevaban quince minutos sin moverse un centímetro y los pasajeros comenzaban a quejarse en voz alta, como si el chofer tuviera poderes sobrehumanos para solucionar el problema, Gregorio, que estaba sentado del lado de la ventana, se percató de que se encendía la luz de una casa que habitualmente estaba a oscuras cuando él pasaba por allí. Vio entonces a una mujer entrar a un ambiente de sala-comedor y, aparentemente, encender un equipo de música. Luego ella se quitó el abrigo, lo dejó apoyado sobre una silla del comedor, y se sentó en un sillón. La buena iluminación de la casa y la poca distancia le permitieron a Gregorio distinguir las facciones de la mujer, que ahora reclinaba la cabeza con los ojos cerrados. Su rostro era atractivo, y el pelo negro largo y una figura delgada la hacían parecer menor de treinta años. El interés que la mujer ya había despertado en Gregorio aumentó cuando la vio cubrirse el rostro con las manos. Tal vez estaba llorando. En ese instante Gregorio fue consciente de la posibilidad de que hubiera otros como él observando a la mujer desde el microbús, buscando espantar el tedio de la espera y no una nueva vida. Por eso la decepción que sintió un momento después, cuando el microbús reinició su marcha, tuvo también algo de alivio: no quería compartir su hallazgo con fisgones ocasionales. Sentado en el microbús, Gregorio sonreía; estaba muy entusiasmado con lo que el destino, Dios, o el anticiclón del Pacífico Sur le habían regalado esa tarde. Quince minutos de retraso habían sido suficientes para asomarse a una nueva ventana y a otra realidad, y las posibilidades futuras, como siempre, parecían ser infinitas. Al llegar a su casa, Gregorio tuvo que controlar su buen humor para no despertar sospechas en Angélica, que ya lo estaba interpelando por su tardanza.

Si quería ver otra vez a esa mujer Gregorio debía retrasar en quince minutos su salida del trabajo y su llegada a la casa. Por eso le dijo a Angélica que a partir del día siguiente el colegio organizaría un ciclo de mini-charlas sobre superación personal y reingeniería del desempeño laboral. Ella no se sorprendió en lo absoluto. El viernes Gregorio se ubicó afanosamente en el mejor lugar de observación del microbús, pero al paso de la ventana deseada no pudo ver más que cortinas cerradas delante de una habitación con las luces apagadas. Su frustración se repitió el lunes y martes, y cuando el miércoles tampoco trajo resultados comenzó a considerar el abandono de su plan. Pero el jueves todo cambió. En los cinco segundos de los que dispuso pudo notar que otra vez la mujer estaba allí, sentada en el mismo sillón, con la cabeza reclinada. No pudo notar si su expresión era de calma o sufrimiento. Emocionado, Gregorio se dijo que había resuelto el enigma: los jueves la mujer volvía a su casa más temprano. Pero una observación fugaz por semana no bastaba para aplacar su ansiedad, lo que situaba el problema en averiguar a qué hora regresaba ella los otros días de la semana. El sábado en la mañana Gregorio tuvo que acompañar a Angélica al bautizo de un sobrino, y mientras el cura preguntaba a los padrinos si prometían ser lámpara inextinguible de luz, o algo así, él calculaba horarios de salida e imaginaba excusas para el lunes, martes y miércoles. Sin embargo, sólo horas después, mientras soportaba con estoicismo el martirio de una tarde presidida por Sábado Gigante en la televisión, Gregorio decidió que –por primera vez en su vida– se arriesgaría: él no esperaría la suerte por cuentagotas, el lunes mismo, o a más tardar el martes, esperaría a la mujer en la puerta y se presentaría ante ella. Se daba cuenta que su decisión no tenía más razones que unos segundos de observación de un posible estado de tristeza, pero Gregorio tenía la corazonada de que esa mujer era el inicio de un camino hacia una vida llena de misterio, emociones y felicidad. Poco le importaba el hecho de que su anterior corazonada había terminado con la cuarta parte de su sueldo perdida en la ruleta del casino, cuando no salió el diecinueve rojo.

El lunes llovía con furia cuando Gregorio salió del trabajo, y el cielo parecía caerse cuando se bajó del microbús y se dirigió a la casa de la mujer. Mojado hasta los huesos, lejos de un alero protector, Gregorio tocó la puerta varias veces y esperó inútilmente durante veinte minutos. El agua ya había anegado su ropa interior, su orgullo y su razón cuando se rindió y regresó al paradero. Al llegar a su casa no le preocupó no haber preparado una excusa para Angélica, la que no fue necesaria porque en esos momentos ella sólo tuvo cabeza, ojos y manos para ayudarlo a desvestirse y prepararle un baño caliente de tina. Cuando finalmente le preguntó qué es lo que le había sucedido no insistió al escuchar como única respuesta “tuve mala suerte”. El viernes por fin Gregorio se levantó de la cama después de tres días de fiebre alta y tos de perro. Era un día despejado, con nulos riesgos de inundación vespertina, así que decidió que lo intentaría otra vez.

El sobrepeso y las vetas de canas en el pelo y la barba le otorgaban a Gregorio el apacible aspecto de un oso panda, y su voz cálida, medida, trasuntaba cierta inocencia. Consciente de eso, él esperaba que la mujer no cerrara la puerta antes de escucharlo decir “Hola, me llamo Gregorio, tú no me conoces, pero hace unos días pude verte en tu casa desde el microbús y me pareció que llorabas. Si no te molesta, me gustaría poder escucharte, saber de tu vida, y también contarte algo sobre la mía. Sólo me quedaré un rato”. Después de confirmar que había memorizado su parlamento inicial, respiró profundamente y tocó la puerta.

En sus cálculos más optimistas, Gregorio se permitió imaginar que esa tarde terminaría en los brazos de esa mujer, después de intercambiar sentidas confesiones y antes de cubrirse de promesas y proyectos para el futuro. El escenario más temido y recurrente, reforzado por el sentido común, era que ella sencillamente se espantara al oír su declaración y terminara con sus ilusiones de un portazo. Pero nunca esperó que ocurriera lo que finalmente ocurrió. Gregorio alcanzó a decir casi todo su parlamento antes de que la mujer lo interrumpiera evidentemente fastidiada y le respondiera: “Nunca más. No vuelvo a caer. Ya tuve suficiente. Primero con Manuel, por el que dejé a mi novio, y después con Alfredo, que me abandonó hace menos de un mes para regresar con su mujer, que se suponía era una bruja insoportable...”. Contuvo el llanto para continuar, en un tono más cortante. “No soy tan imbécil como para volver a creer en esa historia de la nueva vida y la ventana del micro. ¿Es que no puedo tener esas cortinas abiertas? No me jodan, vayan a buscar su nueva vida a un cine, a un parque nocturno, conozcan a alguien en el chat, o re-enamórense de sus mujeres. Pero a mí déjenme tranquila con mis discos, mis libros, y mi gato. No tengo claro qué quiero de la vida para el futuro, pero sí tengo claro qué es lo que no quiero. Ya lloré más de lo que merezco. Así que buenas tardes, intenta en otra puerta”.

(2005)