domingo, 29 de mayo de 2011

Elecciones en el Perú: la mala memoria (o la mala entraña)

En cualquier periódico se puede leer que dentro de una semana los peruanos tendrán que decidir, entre dos candidatos presidenciales, quién los gobernará durante los próximos 5 años. Y allí comienzan los problemas con la verosimilitud del texto, porque uno de los dos candidatos –hoy en empate técnico en intención de voto– es la hija de Alberto Fujimori y si, como indican numerosos indicios, el criminal Fujimori está hoy dirigiendo la campaña y mañana dirigirá el hipotético gobierno de su hija, ya nadie puede saber cuánto tiempo detentará el poder. Fujimori está hoy cumpliendo condena por su responsabilidad en casos de violaciones a los derechos humanos durante su gobierno, aunque también debiera purgar prisión por el latrocinio monumental que cometió durante su mandato, robando más allá de lo imaginable. Pero no se trata solamente de eso. Si sólo fuera un tema de corrupción en el estado y guerra sucia orquestada desde el gobierno, Fujimori debiera compartir banquillo y celda con más de un ex-presidente, incluyendo al actual. Lo que distingue a este siniestro personaje nacido en Japón es –en complicidad con su estrecho asesor, Montesinos– haber sido capaz de destruir la institucionalidad de un país, reducir a añicos cualquier vestigio de legalidad en los procedimientos, organizar meticulosamente las redes de corrupción al punto de extender la metástasis por todo el aparato legal, social, político, militar, periodístico, y todos los etcéteras que el lector tenga a bien imaginar. Su mayor logro fue aniquilar cualquier futuro de moral o decencia para un país que ya estaba enfermo, instalando entre muchos de sus habitantes la noción de que una mafia gobernante era no sólo permisible sino necesaria. Pues bien, todo esto parece haber sido olvidado por la mitad del electorado peruano que apoya el retorno de esa mafia a la presidencia. Es un caso llamativo de mala memoria, o peor, un lamentable caso de mala entraña. Si es mala memoria, este texto (y muchos otros que circulan por la red) podría servir de algo. Si es mala entraña, que el último en salir apague la luz y cierre la puerta.

Era el año 2000. El todavía reciente fraude electoral, con el que había alcanzado su tercer periodo presidencial después de haber modificado dos veces la constitución para reelegirse, había dejado en claro que el japonés y su asesor no pensaban dejar el poder por las buenas. Todas las instituciones de la fachada democrática estaban capturadas. El poder judicial era una mera oficina de trámites, una mesa de partes de los edictos del asesor. Conformado por jueces provisionales que confirmaba o removía a su antojo, dependiendo de su eficiencia para obedecerlo, había perpetrado legicidios para el espanto. Desde quitarle la nacionalidad peruana a los opositores hasta amnistiar a los miembros del grupo Colina, un sádico y sanguinario escuadrón de la muerte. Desde sentenciar por difamación a los que tenían la mala idea de denunciar los crímenes de la mafia hasta perseguir a los testigos de los suculentos negocios entre el asesor, los generales del ejército, y los narcotraficantes del valle del Huallaga. El congreso estaba dominado por una pintoresca mayoría de semianalfabetos serviles incapaces de elaborar una frase propia o sentir vergüenza; de acuerdo a instrucciones que les llegaban por beeper, ellos votaban proyectos que no entendían o mociones que no habían escuchado. Los congresistas que habían sido elegidos en los partidos de oposición eran rápidamente convertidos a la causa oficialista después de recibir un sobre con muchos billetes verdes. Similar sacramento de conversión también había hecho efecto en los directivos de los canales de televisión, los que de pronto habían visto la luz, y en ella no había lugar para los oscuros opositores. Su excelencia el arzobispo, el mismo que en medio del baño de sangre de Ayacucho había dicho que los derechos humanos eran una cojudez, se declaraba admirador del japonés. Su poder era absoluto.

El fraude electoral, sin embargo, no había sido aceptado por la población. Cientos de bombas lacrimógenas, y muchas balas, intentaron contener la rabia de las protestas del 28 de julio de 2000, en el último día de la Marcha de los Cuatro Suyos. Esta gigantesca movilización logró reunir a cientos de miles de manifestantes que llegaron de los cuatro rincones del país (o Suyos, en la terminología inca) a pesar del bloqueo de carreteras que ordenara el gobierno. La gente llegó en camión, apretada como ganado, en bicicleta, a caballo o a pie. La estrategia del Servicio de Inteligencia (SIN) aquel día fue incendiar un banco ubicado en el recorrido de la marcha para después culpar de terroristas a los opositores en las calles, tal como lo había estado anunciando la televisión y la prensa oficialista (o sea, casi toda la prensa). Lo que los agentes del SIN no sabían, o sabían y no les importó, fue que dentro de ese banco había diez vigilantes particulares resguardándolo. El saldo final de ese día de furia y complot fue de seis muertos, seis desaparecidos, 98 heridos de bala y cientos de asfixiados por el gas de las bombas lacrimógenas. Como las bombas las lanzaban dirigidas al cuerpo, dos manifestantes perdieron un ojo. Ese día el objetivo de las protestas era evitar la juramentación como presidente del japonés, en la que –fiel a su estilo- se tomaría juramento a sí mismo, tres meses después de que el asesor organizara unas elecciones presidenciales de una legitimidad sólo comparable a los ejercicios de unanimidad de Stroessner, Ceaucescu, Kim Il Sung II, Mobutu o Mugabe. Todos menos el secretario general de la OEA vieron el fraude. Al inútil diplomático colombiano del sonsonete atiplado seguramente le preocupaba más el color de las sábanas de raso en su hotel que las matemáticas macondianas del asesor, en las que doscientos cuarenta electores podían dejar en las ánforas cinco mil votos. Siete meses después de la farsa electoral, y dos meses después de que apareciera en las pantallas de televisión el video del asesor sobornando con 30,000 dólares a uno de los congresistas opositores para que se pasara a las filas oficialistas, todo había comenzado a terminar. La lectura del cable de Reuters en todas las radios y televisoras sacó del sueño a los peruanos. No era mentira: el presidente había huido, mandando su renuncia por fax desde Japón; no regresaría al país. De este modo, un supuesto viaje de estado a una reunión comercial del bloque Asia Pacífico había terminado siendo un vulgar escape.

Varios periódicos señalaron en sus editoriales, en ese noviembre de 2000, que con la poco elegante fuga del jefe de estado, quien según las últimas informaciones llevaba en su voluminoso equipaje hasta lingotes de oro del Banco Central de Reserva, se cerraba un capítulo de la historia del Perú. Los que hicieron oposición, como algunos periodistas de La República, resistiendo robos e incendios casuales jamás investigados, la persecución de los organismos tributarios y el boicot de las empresas anunciadoras, recibieron con cautelosa alegría lo que parecía ser el fin de la dictadura. La celebración no pudo ser completa por la reciente muerte de su director. Después de numerosas campañas de difamación a través de los pasquines digitados por el asesor, finalmente el SIN lo había asesinado alterando el contenido de un medicamento para la hipertensión. En el otro bando, en los pasillos de Expreso, las noticias llegadas del oriente los habían dejado sin norte. Mientras unos se aliviaban por haber enviado a las islas Caimán los dineros fiscales recibidos a cambio de ser voceros incondicionales del gobierno, otros más ingenuos esperaban el retorno del japonés, se resistían a abandonar la comodidad de ser la prensa geisha. Otros, más experimentados en el juego de la política, esperaban la definición del nuevo poder para saber a quién le alquilarían su dedicada sumisión. Hacía apenas un par de semanas, en un editorial digno de la mejor prensa estalinista, el periódico Expreso había calificado al gobierno del japonés como el mejor del siglo. A todos les costaba aceptar que todo había terminado. Lo incomprensible es ver que hoy, casi 11 años después, como Jason que sale del lago para un nuevo capítulo de Martes 13, el recluso Fujimori pueda retornar al poder.

Sigamos recordando. El poder omnímodo del japonés y su asesor estaba basado en un sistema casi perfecto. Todos los recursos del estado –engrosados por la venta de las empresas públicas– estaban destinados a mantener una red de propaganda, favores, sobornos y amenazas. Con mucho esfuerzo y sacrificio se había conseguido hacer realidad una frase hecha: la institucionalización de la corrupción. La comprensible necesidad de algún ingreso extra por parte de la cúpula gobernante se satisfacía con estratégicos negocios de contrabando, tráfico de armas y narcotráfico. Todo comenzó tímidamente, con la internación sistemática de contenedores, sellados y rotulados como material de Defensa Nacional, en los que se podía encontrar desde automóviles BMW hasta lavadoras Whirlpool. A los pocos años ya habían adquirido experiencia en el arte del negocio y dejaron esas pequeñeces para funcionarios de segundo rango. Así, numerosos militares que por obra y gracia del asesor habían saltado del injusto estancamiento de tenientes o mayores, en el que el escalafón de méritos los tenía sumidos, a los apetecidos galones de coroneles y generales, vieron llegar a sus cuentas corrientes más dinero del que podían gastar. Más adelante, ante el aplauso de los tontos útiles que todavía se emocionan con palabras como bandera o patria, el japonés anunció la renovación de la flota aérea después de la derrota militar ante Ecuador en 1995. Para ese fin, se compró a Bielorrusia una partida de 36 aviones de combate Mig-29 y Sukhoi-25 de segunda mano, los que terminaron estrellándose en las exhibiciones aéreas, con pérdidas humanas, o simplemente jamás volaron: los manuales de vuelo estaban en bielorruso y los repuestos no formaban parte del contrato. Por la adquisición de tan valiosa chatarra el Perú desembolsó 445 millones de dólares, pero el asesor cobró a la empresa bielorrusa una comisión de dos millones por adjudicarles la compra. Algo similar ocurrió con 10,000 fusiles Kalashnikov-47 oficialmente comprados a Jordania por el ejército peruano pero que, al recibir una mejor oferta por parte de las FARC, terminaron descendiendo en paracaídas en territorio colombiano. Los vínculos con el país hermano habían comenzado temprano. Según declaró Roberto Escobar Gaviria (a) Osito, hermano del difunto Pablo, éste donó cerca de un millón de dólares a la campaña del japonés en 1990. Por su parte, los narcotraficantes locales que operaban alegremente en el valle del Huallaga, debían cancelar puntualmente al asesor, o a sus generales subordinados, cinco mil dólares por avioneta aterrizada más 50,000 dólares mensuales por derecho de uso de pistas custodiadas por el ejército peruano. Cuando en 1996 el capo Demetrio Chávez (a) Vaticano decidió negarse a pagar fue rápidamente capturado, sumariamente procesado, y condenado a cadena perpetua por la justicia militar. Sin embargo, durante un breve encuentro con periodistas el narco informó acerca del pago mensual al asesor. Una semana después, el abogado de Vaticano denunciaba que su cliente había sido sometido a electroshock y que apenas recordaba su nombre.

En la prensa internacional de la época se leía que cálculos conservadores cifraban en alrededor de mil millones de dólares –cada uno– la fortuna amasada por el asesor y el presidente en diez años de imaginativa y afanosa dedicación al desfalco. Cuentas secretas o empresas fantasmas dedicadas al lavado de dinero en Suiza, España, Argentina, México, Panamá, República Dominicana, Singapur, Estados Unidos y las islas Caimán dan cuenta de la vocación internacionalista del dueto. Con tales evidencias, las mismas que serían calificadas como indicios preliminares por aquel aterciopelado secretario general de la OEA, el decenio de gobierno del japonés le daba la razón a los nihilistas criollos. Los mismos que después de la cuarta cerveza afirman a gritos que no hay poder limpio, que en nuestros países el abuso y el robo están en nuestra impronta genética: elige por sorteo al más anónimo e insignificante de los ciudadanos, al humilde Juan Pérez que no aparece en la guía telefónica y a quien no saludan los vecinos, otórgale poder, y en poco tiempo más tendrás a un tiranuelo corrupto y malvado. El japonés había ganado las elecciones en 1990 porque la gente no quería votar por lo conocido. Ni el fundamentalismo neoliberal de Vargas Llosa y la derecha oligárquica, ni la continuación del aprismo, que había dejado agonizando al país después de batir los récords de ineptitud y venalidad de la época. Entonces la instruida población con obligatorio derecho a voto optó por el candidato desconocido, el que se parecía al chino de la bodega de la esquina o al burócrata inútil de la oficina de correos, el que no decía nada. Ese era el nuevo presidente de la república. Un desconfiado profesor universitario de intelecto promedio, un oscuro ingeniero agrónomo que apenas manejaba un castellano elemental. Quién hubiera imaginado que esos crímenes contra la sintaxis eran sólo el comienzo de una historia criminal que llegaría a incluir asesinato de niños y descuartizamientos. Peor aún, quién hubiera podido imaginar que, pasada la pesadilla y presos ya el presidente y su asesor, el Perú podría encaminarse a repetirla.

martes, 17 de mayo de 2011

Añoranzas en blanco y negro (y el Barça)

La primera vez que escuché la palabra maniqueísmo (o maniqueo) fue en mi adolescencia, escuchando una discusión política por TV. La palabreja me sonaba a una mezcla de manicure, maquillaje, maniquí y mariconada; o sea, fuera lo que fuera, muy viril no parecía ser el epíteto que le endilgaba aquel carcamán de la casta legislativa a un locuaz, vivaz, elocuente y lenguaraz joven político que con el tiempo sería presidente. Lo que más me sorprendió fue que el jovenzuelo, que medía más de un metro noventa, no esgrimiera como primera respuesta un recto al mentón del veterano insolente. Eso me indicó que debía acudir al pequeño Larousse, única antorcha que iluminaba mi camino en medio del oscurantismo, para conocer el significado de ese altisonante adjetivo calificativo. Descubrí entonces que el maniqueísmo era una doctrina religiosa dualista de origen persa y con mucha historia, que no viene al caso relatar ahora, aunque quizás valga la pena mencionar que tuvo importante influencia sobre los cátaros y los bogomilos, los que -cómo no- fueron perseguidos, torturados y quemados por la santa iglesia católica durante el medioevo (en El Péndulo de Foucault se habla bastante de ellos). El caso es que la palabra maniqueo se usa para señalar la tendencia de alguien a simplificar su visión de la realidad a dos principios, el bien y el mal, y por lo tanto a clasificar a sus semejantes en los buenos y los malos.

Antes la vida era más simple. Cuando era niño tenía muy claro que los buenos eran los vaqueros y los malos eran los indios. Escuchar las palabras sioux, cherokee o apache me infundía un temor inmediato, y ver aparecer sus siluetas en los desfiladeros del lejano oeste realmente me aterraba. Claro, al final siempre llegaba la briosa caballería a toque de clarín y se encargaba de ajusticiar a esos indios gritones, violentos y siempre peligrosos (incluso amarrados), pero nunca dejaba de sentir temor. Algunos años después supe que mi visión maniquea del asunto estaba equivocada, al revés para ser más exactos, porque los verdaderos asesinos eran los vaqueros yanquis y las víctimas los legítimos dueños de la tierra norteamericana, los que fueron aniquilados o confinados en reservaciones absurdas. O sea, que los buenos eran los malos. Con el tiempo, las amistades y las lecturas me fueron revelando aspectos de la historia contemporánea que me serían útiles para tomar posición frente a los hechos. Por ejemplo, sabiendo que los gringos, en alianza con los grupos de poder locales, habían derrocado a cuanto presidente legítimamente elegido intentó hacer algo de justicia social entre 1940 y 1990 (después la excusa del fantasma del comunismo se desvaneció sola), yo tenía muy fácil el análisis: a los que apoyaban los gringos… esos eran los malos. Y eso funcionó muy bien, por muchos años. Con el conflicto entre Palestina e Israel, por ejemplo. Además, la derecha siempre me ha facilitado las cosas porque –salvo contadísimas excepciones– la gente de derecha es poco atractiva intelectualmente hablando. Seamos honestos, ¿es posible imaginar a alguien más estúpido que Bush? (bueno, sí, Aznar y Piñera; pero esos son del mismo bando). La derecha casi no tiene escritores, cantautores o creadores artísticos en general, y habitualmente sus representantes visibles tienen muy poco peso argumental. Pero, otra vez, en el último tiempo se me ha puesto cuesta arriba el maniqueísmo. Porque cuando Bush ataca a Saddam Hussein (genocida de kurdos y chiítas, sátrapa maligno) para apoderase del petróleo iraquí, o la OTAN bombardea a Milošević (genocida de crotas, bosnios y kosovares) para probar los nuevos productos de la industria del armamento (el verdadero PODER que gobierna el mundo), o la impresentable oligarquía venezolana intenta derrocar al impresentable Chávez (milico déspota inculto, representante de los izquierdistas sin brújula ni anteojos)… entonces son los malos contra los malos. Un empate con sabor a derrota. Un jaque mate al que le seguimos buscando soluciones. Claro, Uds. dirán que son los matices de un mundo que no es blanco y negro, y siempre hay algo que opinar y todo eso, pero no se resuelve el problema del naufragio del viejo y querido maniqueísmo, al menos en política. Terminamos por elegir el mal menor y eso sólo es un premio consuelo para quien se consuela con premios.

Subsiste al menos un espacio donde esa postura maniquea calza perfectamente y hasta se alhaja con la razón. Es el enfrentamiento entre el Barcelona y el Real Madrid, que es mucho más que un partido de fútbol. Por un lado, el Madrid. El equipo de Franco antes (un funcionario del gobierno franquista alguna vez les dijo a los jugadores que habían hecho más por el régimen que muchas embajadas) y del PP ahora. El club multimillonario que lleva en su camiseta el logo de una casa de apuestas, el equipo-empresa que recurre a la billetera como único reflejo para solucionarlo todo (500 millones de euros en las últimas campañas), comprando todo lo que tiene precio (su problema es que la mística y la identificación con unos colores, no lo tienen). El equipo que contrató a un entrenador canalla y mitómano sólo por el hecho de que un año antes eliminó al Barcelona en la Champions League (no repararon en el hecho de que esa eliminación se debió a dos errores arbitrales). Ese sujeto de malos modales, Mourinho, que se burla cuando gana y grita trampa cuando pierde, inventando conspiraciones universales en cada equipo que dirige, y que reniega de la decencia a cambio de un resultado, convirtiendo a delanteros en defensas destructores de juego con tal de dar un zarpazo que baste para el 1-0. ¿La joya del Madrid? Es Cristiano Ronaldo, ególatra hasta lo patológico, obseso de su apariencia física, farandulero, simulador y plañidero. Pateando un tiro libre, comprando un castillo o chocando un Ferrari, lo único que le importa es aparecer en cámaras. Por otro lado, el Barça. El equipo republicano, progresista y defensor de la identidad catalana (Més que un club, dice el lema). El que lleva el logo de UNICEF en la camiseta, el equipo que se basa en jugadores promovidos por la cantera, formando a los niños futbolistas en valores de humildad, trabajo en grupo y solidaridad. La Masía no es sólo una fábrica de buenos futbolistas sino una casa en la que se crece como persona. El equipo exhibe como joya a Messi, que es la antítesis de Cristiano Ronaldo. De perfil bajo, generoso con los compañeros (tiene el récord de pases-gol en esta temporada), si lo patean se levanta sin quejarse, y –un dato menor- es el mejor futbolista del mundo. Messi anda de novio con amigas de la infancia y vive con sus padres. El técnico del Barça es Pep Guardiola, ex–jugador del equipo, un tipo muy educado que felicita siempre al rival y habla cinco idiomas. El Barça de Guardiola ha logrado hacer del buen juego, un viejo estandarte que sólo los románticos inmunes a la derrota ya levantaban, el arma letal que cualquiera quisiera tener. Es la estética invulnerable, la mezcla perfecta de arte y efectividad. Casi imbatibles, con el mismo libreto en todas las canchas, han devuelto el espectáculo al fútbol, en tiempos en los que había que retroceder a 1970 (el Brasil de ensueño que ganó el mundial con cinco jugadores número 10) o a 1974 (el fútbol total de la naranja mecánica holandesa que perdió la final del mundial sin merecerlo) para ver un ejemplo real del concepto de fútbol-arte. Cuando hace unos meses el Barça le ganó 5-0 al Madrid, en un momento el relator de ESPN, cansado de usar superlativos para los arabescos que dibujaban en la cancha con sus pases los jugadores del Barcelona, se calló y dijo: “pónganle música a este ballet”.

A mis amigos les digo que graben en sus discos o en sus retinas a este Barcelona, la filarmónica de Guardiola, porque dentro de 30 años sus nietos les preguntarán si lo vieron, y algo tendrán que decir. Lo que hoy hay que decir es que el Barça es un deleite para la vista y para el espíritu, que representa el triunfo de los valores esenciales del juego sobre la prepotencia del dinero, y que es el refugio ideal para los que añoramos la simpleza irreal de que los buenos sean buenos y le ganen siempre a los malos.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El Inventario

- Más ridícula que esa vieja, que anda con el hermano del jardinero, imposible. ¡Oye, pero si no tiene vergüenza! Mira, si yo tuviera su edad...

César podía adivinar lo que seguía. Era un libreto que se seguía fielmente. Todos los días después de almorzar y antes de que dieran las dos, en esos quince minutos fugaces en los que uno se desenchufa de la vida y quisiera estar en cualquier parte menos donde está, la señora Martha, la secretaria más antigua de la oficina, la que había llegado cuando Don Bernardo todavía no tenía canas ni rengueaba, comenzaba la sesión de chismes. Desde su escritorio, igual de gris pero con un toque de distinción inaparente, parecía el primer violín de una orquesta, agitando la mandíbula mayor hasta que las otras tres secretarias, con menos años en la fábrica y menos cosas que decir, entraran en concierto. Y la seguían, respetando su jerarquía, sumándose con brío tras el primer compás. Todos menos él y Willy, su vecino de escritorio gris no-distinguido. Willy era el que le había dado la bienvenida dos semanas atrás, cuando César llegó por fin a la fábrica de lámparas REDELSA, recomendado por su amiga Tita, la novia del sobrino de Don Bernardo. Willy tenía una sola idea en la cabeza: viajar a Los Angeles. Cada vez que se oía el rumor de un avión elevándose (el aeropuerto estaba muy cerca) se le escuchaba repetir: “pronto estaré yo ahí, rumbo a Los Angeles”. Parecía un aviso publicitario, hasta le brillaban los ojos. Suponía, más bien estaba convencido, que su vida cambiaría en el instante en que pisara esa tierra bendita, el país de las oportunidades: los Estados Unidos de Norteamérica. Willy se cuidaba de anteponer siempre el artículo determinado plural. Decía tener un amigo del colegio que lo estaría esperando allá para hacer negocios juntos; para iniciar una vida nueva, en fin. Nunca decía qué clase de negocios, quizás ni él mismo lo sabía, ni le importaba. César llegaba a envidiar la claridad y seguridad de objetivos en la vida que tenía Willy. A él le costaba mucho decidir. No habría llegado a REDELSA si no fuera porque Tita escuchó a su madre preguntándole por enésima vez si estaba buscando trabajo.

César tampoco tenía muy claro cuál era su rol en REDELSA. Tita le había dicho que Fernando (su novio) le había dicho que su tío le había dicho que él sería el administrador de compras o algo así. Sin embargo, a poco andar ya había escuchado en tres empleados la seca respuesta: “yo me encargo de las compras” cuando él preguntaba por sus ocupaciones, tratando de buscar tema de conversación. En dos semanas no había tenido aún la oportunidad de hablar con Don Bernardo, que estaba de viaje en el norte, así que no podía confirmar la verdadera función que tendría y por la que, con un poco de suerte, quizás hasta le pagarían. En suma, hasta ese momento su única labor había sido tomar soberana posesión del polvoriento escritorio que perteneciera a un tal Julio, el ex-administrador de compras o algo así. Tardó tres días en decidirse a botar a la basura los posters de rollizas vedettes locales y calendarios con fotos de Bruce Lee que el tal Julio había dejado en abandono o herencia en el único cajón con llave del escritorio gris. Pronto descubriría que todos reforzaban la seguridad de su cajón-con-llave con un candadito chino. Circulaba el rumor de que Don Bernardo tenía una llave maestra, y nadie quería arriesgar su privacidad. Quizás por eso el tal Julio había renunciado: su cajón con llave no tenía candadito chino.

- ¿Tú sabías que la segunda ciudad con más mexicanos en el mundo es Los Angeles? –empezó Willy.

- No –dijo César, que para no parecer descortés intentó evadir el monosílabo– pero me parece que tiene problemas de contaminación ambiental. En un reportaje de la...

- Sí, yo también lo vi. Hay una tremenda nube de smog. Como en ciudad de México. ¡Ja! ¡Parece que los mexicanos son los que producen el smog!

- Los mexicanos son unos cochinos –se le oyó decir a la señora Martha, que, según acostumbraba comentar, se había “culturizado mucho” con unas enciclopedias por fascículos que compraba todas las semanas– esos se la pasan todo el día tirados en la calle durmiendo bajo su sombrero de mariachis y tomando tequila.

Después de escuchar semejante cátedra de antropología cultural urbana, no cabía más que el silencio respetuoso. Pero Willy había quedado insatisfecho.

- ¿Tú crees que los gringos van a creer que yo soy mexicano si me ven caminando por las calles de Los Angeles? ¿Tengo pinta de mexicano?

- En realidad, no mucho –sonó poco convencido César, que comenzaba a descubrir en Willy un notable parecido con Jorge Campos, el arquero de la selección mexicana de fútbol.

- Hmm. No había pensado en eso –sonó preocupado Willy.

Pasó casi una semana hasta que Don Bernardo Rohter, el fundador de la fábrica, el hoy añoso austríaco que huyera del nazismo con su familia hace medio siglo y que construyera de la nada este otrora próspero negocio a punta de titánico esfuerzo y sacrificio, según sus propias palabras, volvió a la fábrica. Pero César tuvo que resignarse a esperar dos días más porque la inefable señora Martha monopolizó el tiempo de Don Bernardo con la excusa de que debía actualizarlo de la situación contable y tributaria. Esta explicación sorprendió a todos, incluido el solemne doctor Efraín Cuentas, quien, haciendo honor a su apellido, era el contador de REDELSA y tampoco tuvo oportunidad de hablar con el jefe. Los obreros, sobre todo los hermanos De la Cruz, un par de negros gigantescos y bonachones que se dedicaban a pulir fierro mientras cantaban salsa a todo pulmón, comentaban con sorna que a Don Bernardo cada vez le costaba más ponerse al día con la señora Martha. Cuando finalmente pudo obtener audiencia con el dueño, César quedó más confundido que al principio. Don Bernardo le explicó brevemente, sin levantar una sola vez la vista de unos documentos que revisaba, que la administración de las compras había sido un caos en los últimos meses y que era necesario un ordenamiento radical. Hasta allí todo bien. Pero el problema para César comenzó cuando le encargó que, para empezar desde cero, hiciera un inventario exhaustivo y pormenorizado de toda la existencia de la fábrica, y con esto Don Bernardo se refería a la totalidad de las máquinas, herramientas e insumos de trabajo, además de los comestibles de la cocina y los enseres personales de los trabajadores, incluyendo la ropa. Se despidió tan pronto que no le dio tiempo para pedirle una aclaración de tan extraña orden, ni menos pudo preguntarle cuál sería su sueldo.

A pesar de estar realmente desorientado, no se le ocurrió pedirle ayuda a la señora Martha porque en el poco tiempo que llevaba en la fábrica ya había aprendido que a toda pregunta ella contestaba con “la respuesta es obvia”. Así es que no tuvo más remedio que confiarle sus dudas a Willy, que en ese momento leía un volante de una academia de inglés.

- Oye Willy...

- Mira compadre, aquí ofrecen nivel de Full Conversation en cuatro semanas y por sólo doscientos dólares. No está mal, ¿no? ¿Tú crees que en cuatro semanas yo pueda hablar en inglés sin que se me note mucho el acento?

- Puede ser. Pero no confíes mucho en esas academias al paso. Muchas son una estafa, engaña-bobos.

- Pero acá dice que si después de cuatro semanas tu promedio no es aprobatorio te devuelven tu dinero. O sea ¡no hay pierde!

- Bueno, como tú quieras. Oye Willy, quería hacerte una consulta. Hay algo que me tiene preocupado. Resulta que Don Bernardo me ha encargado que haga...

- Ya sé, no me digas. Un inventario completo de toda la fábrica.

- Sí. ¿Y tú cómo sabes? No me digas que la señora Martha ya lo difundió.

- No, hombre. Lo que pasa es que ese bendito encargo es el que ha causado la renuncia de los últimos dos administradores de compras. Todos se rindieron antes de una semana. Lo que pide el viejo es imposible. Parece que con la edad ya no razona bien, está medio chiflado.

Mitad por orgullo y mitad por curiosidad de saber qué diría Don Bernardo si efectivamente cumplía con el pedido, César decidió que no se rendiría. Al día siguiente, con un flamante block de papel cuadriculado en la mano, comenzó su tarea por el lugar quizás más laborioso pero al mismo tiempo el único lugar donde sí tenía sentido el encargo: el almacén. Dos días completos tardó en inventariar ese pequeño pero atiborrado almacén. Aparte de un pertinaz dolor de nuca, no arrojó nada sorprendente: kilómetros de cable eléctrico, galones de pintura, barniz y solventes, varillas de hierro y láminas de aluminio, planchas de cuero y de papel pergamino, tornillos y tuercas de todos los tamaños, discos de pulir, esmeriles, brocas, reactivos químicos, etc. No consignó en detalle en su lista ni las revistas pornográficas ni las botellas vacías de cerveza. Optó por agruparlas bajo el anodino rubro “artículos de uso frecuente” junto con el papel higiénico y el jabón.

Durante el fin de semana César reflexionó sobre cuál debía ser el siguiente lugar a revisar. Sin duda la ropa de los obreros debía dejarse para el final, no quería roces con ellos. Suficiente había sido el incidente con el chato Condori, el conserje. Condori era de pequeña estatura y corpulento, con rasgos andinos: piel cobriza, mejillas coloradas, nariz aguileña, pelo hirsuto. Sin embargo sus ojos eran más rasgados que el promedio de su raza. Había escuchado desde su llegada que a Condori los obreros lo apodaban Al Pacino, y la razón le intrigaba mucho. César supuso que Condori tendría aptitudes histriónicas quizás reveladas en alguna celebración del día del trabajador. Un día no pudo aguantar la curiosidad y le preguntó delante de una docena de obreros que hacía cola en la cocina si es que le decían Al Pacino por sus dotes de actor. La carcajada general le impidió oír el insulto de Condori como respuesta. Al final de ese día los hermanos De la Cruz le explicaron que a Condori le había indignado que se expusiera su apelativo delante de la cocinera, en quien tenía cifradas esperanzas de un futuro en común. Y es que, para el inclemente humor de los obreros, Condori era Al Pacino por ser mezcla de alpaca con chino.

Dedicó el lunes a la cocina y los dos baños, sin encontrar mayor obstáculo a su tarea y sin notar nada extraño, salvo el hallazgo de El Libro Rojo de Mao Tse Tung entre ejemplares añejos de Selecciones del Reader’s Digest como material de lectura en un baño. Los talleres de pintura y cromado y el patio de obras le tomaron todo el martes y miércoles, quedando extenuado y casi intoxicado por los solventes que saturaban la atmósfera de los talleres. Ahora entendía por qué Don Agapito, el maestro del taller de cromado, a menudo hablaba con las paredes. El jueves, contando por necesidad con la ayuda del entusiasta Willy (quien le contó que la ruta por tierra hasta Tijuana era más barata que el avión pero un tanto insegura, sobre todo en la parte colombiana) pudo terminar con el área de oficinas, excepción hecha de la de Don Bernardo y de los cajones celosamente resguardados por candaditos chinos. Finalmente llegó el viernes y César estaba por cumplir el desafío. Sólo los vestidores, donde los obreros cambiaban su ropa por los uniformes de trabajo, se interponían entre él y el triunfo. Esa misma mañana, muy temprano, Don Bernardo lo llamó a su oficina. Le preguntó si ya había terminado el inventario, poniendo énfasis precisamente en el lugar que le faltaba: los vestidores. Cuando lo puso al tanto de sus avances vio cómo la cara del viejo se iluminaba. Entonces le develó el misterio. Todo ese aparatoso despliegue del inventario no era más que una excusa para que nadie sospechara demasiado cuando lo vieran hurgando en los vestidores. El verdadero objetivo era averiguar quién usaba una colonia Old Spice. Esa era la información que él necesitaba. Comprendía Carlos (ah, perdón, César) que el dueño de la fábrica no podía estar fisgoneando en el área privada de los obreros, y mucho menos, imagínese usted, acercarse lo suficiente como para poder olerlos a la hora de salida. Eso era todo, lo esperaba a las cuatro y media allí mismo para que le diera el resultado de sus pesquisas.

Cuando César salió de la oficina de Don Bernardo, indignado, sintiéndose una marioneta de ese viejo carcamán, ya había tomado una decisión. Antes de despedirse había hecho la ecuación elemental: la señora Martha + olor a Old Spice + celos del veterano = el inventario. El trámite siguiente fue expedito: en menos de media hora había vendido en la fábrica de la esquina los dos galones de pintura que nadie echaría en falta (no constaban en el inventario) y había corrido al bazar para hacer una compra. Ahora sólo le quedaba esperar hasta las cuatro y media. Sintió alivio por no tener nada que hacer hasta esa hora, y se sentó muy tranquilo a escuchar a Willy contarle historias de canibalismo en las pandillas de motociclistas de Los Angeles.

Cuando se fue, fingiendo sorpresa y enfado ante el anuncio de Don Bernardo que no le pagaría nada porque lo suyo eran prácticas pre-profesionales y no un trabajo en serio, sólo le afligía no haberse podido despedir como hubiera querido de todos los obreros. Pero tenía dos buenas razones para portar esa sonrisa de satisfacción. Primero, lo que le darían por ese par de lámparas con focos halógenos que llevaba en su maletín era casi equivalente al sueldo que no le pagaron. Segundo, y esto era impagable, sentía que todo el esfuerzo desplegado por el bendito inventario bien había valido la pena cada vez que recordaba la cara del viejo miserable cuando él le dijo (puede usted confirmarlo personalmente ahora mismo si no me cree, Don Bernardo) que había encontrado un frasco de Old Spice en cada uno de los casilleros, excepto en el de Condori.

(2001)

domingo, 1 de mayo de 2011

Me llamo Ernesto

Me llamo Ernesto es el título del artículo que apareció ayer en El País tras la muerte de Sabato, y en el que se extraen algunos pasajes de Antes del fin, libro a medio camino entre las memorias y la reflexión filosófica humanista. Fue entonces inevitable agarrar ese libro otra vez, hojearlo, releer las partes subrayadas, recordar la época de mi vida en la que lo leí. Son conmovedores sus recuerdos de la niñez, el sentimiento de abandono, soledad y desarraigo tras el viaje desde su pueblo (Rojas) a la ciudad de La Plata para iniciar sus estudios secundarios, a los 11 años. Es especialmente desgarrador el episodio en el que, apenas llegado a la ciudad y buscando disipar la melancolía, se va caminando solo al Bosque de La Plata para pintar paisajes con unas sencillas acuarelas que había traído de su pueblo, y de pronto aparece un grupo de adolescentes mayores que le arrebata y destruye su paleta, sus pinceles y su botella de agua, riéndose del niño pintor que queda llorando. Es recurrente en el libro el deseo de volver a la niñez (tema de uno de mis primeros posts), la nostalgia por ese mundo puro ya desaparecido. Y atravesando la mirada retrospectiva del octogenario que medita y recuerda, hay un pesimismo inquebrantable. Sus observaciones sobre la barbarie actual, el deterioro de la humanidad, son muy simples (algunas, como las ecologistas, son hasta ingenuas), pero no menos contundentes: el abuso cotidiano a los débiles, la corrupción que pudre todo, la ausencia de valores o conciencia. El punto que llama la atención es que para Sabato ese escenario, en el que la mayoría se mueve y funciona, porque ha terminado por aceptarlo como inevitable, como normal, es absolutamente inaceptable y entonces es la causa de su indignación y su depresión perpetuas. No lo lleva al inmovilismo, porque tiene una fundación que hace obra social, y no deja de llamar a las cosas por su nombre cuando le preguntan, pero es claro que Sabato no aprendió a caminar sobre cadáveres, que es a fin de cuentas lo que nos toca hacer; metáfora terrible de la vida, extraída de los campos de guerra y exterminio, pero no por eso menos cierta.
A veces he pensado que la tristeza imbatible de Sabato en parte se explica por el hecho de haber sido un científico puro y exacto (obtuvo un doctorado en Física en Argentina y llegó a ser investigador visitante del Laboratorio Curie en París). La búsqueda de demostraciones sin grietas, de sistemas en equilibrio, sin excepciones que salpiquen dudas a las teorías, leyes y principios, puede haber determinado su estructura de pensamiento, al punto de no dar por encontrada una solución mientras ésta no fuera estable y armónica: un perfecto imposible. No lo convenció el camino de salida que propone Gramsci: “El pesimismo del intelecto y el optimismo de la voluntad”. O sea, el niño con el balde intentando vaciar el mar, sabiendo que no es posible, pero sin perder la sonrisa. Sabato llega a reconocer el valor –estético y axiológico– de esta actitud cuando dice que la mayor nobleza de los hombres es levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a medio camino entre el desgarro y la belleza, pero aparentemente no lo convencía del todo, no lo suficiente para espantar a la nube negra.
Hoy soy enemigo de la religión, pero alguna vez estuve cerca de ella. Uno de mis últimos contactos fue a través de un grupo de estudiantes universitarios vinculados a una izquierda cristiana, dirigida por jesuitas. Eran tipos simpáticos, cultos, abiertos al debate y comprometidos con la justicia social, por eso me atrajo el grupo. Una vez fuimos a un retiro a una casa-hacienda a las afueras de Lima. La idea era no llevar libros y –lo supe una vez allí– tampoco conversar con los compañeros de retiro espiritual en los largos momentos de caminatas reflexivas en ese paisaje agreste al pie de los Andes. Obviamente, desobedecí. Se me ocurrió llevar El Túnel, y me dediqué a leerlo con fruición en los ratos en los que supuestamente debíamos leer los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, textos que –la verdad nos hará libres– eran bastante sosos y repetitivos. La lectura de la pasión obsesiva y finalmente destructiva del pintor Juan Pablo Castel por María Iribarne, la mujer que miró un detalle de la esquina de su cuadro en una exposición, me parecía bastante más atractiva que la elaboración de una oración para pedirle a la virgen María la gracia de Jesús Cristo para saber reconocer y aborrecer mis pecados. Al día siguiente de llegar me di cuenta de que me había equivocado al ir a ese retiro. Y sospecho que ellos también se dieron cuenta de que fue un error invitarme, no sólo porque defendí y practiqué el derecho a conversar con los otros muchachos, sino porque el día de regreso, cuando el bus que nos llevaba quedó atollado y uno de los jesuitas decidió pedir un auto que viniera a recogerlo, fui yo quien comenzó el cantito de “predica y no practica” que pronto retumbó en el bus.
Cuando estuve en Buenos Aires en el 92 fui en peregrinación al Parque Lezama, para caminar por los lugares donde comienza la historia de Sobre héroes y tumbas, una novela compleja, genial, que intranquiliza y deja asuntos pendientes. Esa tarde, en medio de un parque enorme, con árboles centenarios, estatuas clásicas, grupos de estudiantes de todas las edades y un par de pichangas en juego, por un momento pude encontrar la identidad de ese escenario y recrear las conversaciones únicas entre la inefable Alejandra y el pobre Martín, siempre mediadas por la figura ubicua de Bruno. Hace unos meses volví a pasar por allí y no pude sentir lo mismo. No sé si fue porque las tardes de domingo son muy distintas a las otras tardes, o porque los nuevos habitantes (inmigrantes bolivianos, peruanos y paraguayos, cuyo abuso se denuncia en Antes del Fin) han modificado la identidad del parque, o simplemente porque la suciedad y el deterioro han borrado las huellas reconocibles. No lo sé, quizás esta vez pasé muy deprisa. Quizás me faltó la calma para sentarme en un banco, tranquilo, y esperar sentir la sensación en la espalda de que había alguien mirándome, tratando de comunicarse conmigo.