domingo, 25 de julio de 2010

Vida mía

Vida mía

A Gregorio Torres no le gustaba su vida. Tampoco le gustaba su nombre o, mejor dicho, el proverbial apelativo de Goyo, o peor aún el diminutivo –Goyito– con su inevitable alusión a un infantilismo poco viril. Sin embargo, había aprendido a capear el desagrado de escuchar esos apelativos simplemente ignorándolos, concentrándose en la observación minuciosa del objeto más cercano cada vez que un compañero de trabajo lo llamaba así. Se había acostumbrado a lidiar con los infaltables creativos que, en cada uno de los cinco colegios en los que había trabajado como profesor de computación, celebraban el descubrimiento de que podían llamarlo Goyito para jolgorio de los demás. Pero el problema de Gregorio Torres no era su nombre, sino su vida. Un cronista se vería en apuros para escribir un resumen de los hitos más destacados de los treinta años que Gregorio llevaba en este mundo. Para evitar entregar una página en blanco, probablemente el cronista se resignaría a mencionar los sacramentos católicos a los que Gregorio fue sometido por obligación o costumbre, la fecha en que se graduó del colegio (Gregorio no aparecía en la foto de su promoción porque ese día la alergia al polen lo mandó a la cama), y el día de su matrimonio con Angélica (Gregorio sí aparecía en las fotos, pero sonreía menos que los mozos), cuando ninguno de los dos pasaba de los noventa kilos. A lo mejor añadiría el cronista que un vecino de Gregorio llamado Wilfredo se sacó la lotería y nunca más volvió a saberse de él, o que Bobby, el perro pekinés de Angélica que pasó a ser parte de su familia, sobrevivió al atropello de una moto con apenas una leve cojera y cierto descontrol de los esfínteres.

A pesar de la evidencia en contra, Gregorio era un tipo inteligente. Si no lo hubiera sido no habría podido darse cuenta de que no le gustaba su vida. Pero él no lo demostraba (ni que era inteligente ni que no le gustaba su vida). Siempre prefería callar antes que hablar, tanto en la sala de profesores del colegio, donde todos se disputaban la oportunidad de opinar sobre los asuntos más insignificantes, como en la mesa de su casa, donde Angélica lo ponía al día cada tarde-noche sobre los últimos acontecimientos de la vida de sus tres hermanas o de cualquiera de los vecinos. Cuando Gregorio descubrió que a nadie le molestaba su silencio, y que incluso era tomado con simpatía, se adiestró en el arte de fingir atención mientras su mente lo llevaba a otros lugares. En la sala de profesores acostumbraba buscar números primos de tres cifras o imaginar que Mónica Bellucci era su esclava sexual (tenía un envidiable archivo de fotos bajadas de Internet). En su casa, mientras miraba a Angélica y asentía periódicamente, a Gregorio le gustaba urdir sonetos alejandrinos sobre temas diversos, desde un hipotético romance entre Bobby y la hija quinceañera de la vecina hasta el monto de las cuentas de la luz y el teléfono. Pero en los últimos años estas simulaciones y juegos mentales habían empezado a cansarlo y se preguntaba si no sería posible vivir otra vida. Tenía claro que su vida no era ningún suplicio, que poseía –en modestas cantidades, eso sí– las tres cosas que existen en la vida según los boleros y los que no tienen idea de lo que hablan: salud, dinero y amor. La insatisfacción que rondaba a Gregorio parecía ser la expresión final de algún intrincado mecanismo hormonal regulado por el clima, porque estos cuestionamientos esenciales eran mucho más frecuentes durante el invierno: las tardes oscuras o lluviosas lo ponían especialmente melancólico de esa vida que nunca había tenido, y por alguna razón consideraba afortunados a todos los seres humanos que no eran él mismo. Entonces, al volver del trabajo cada tarde, apoyaba la cabeza en la ventana del microbús y, superando su miopía y la suciedad de los vidrios, se dedicaba a mirar hacia las casas más cercanas en cada una de las detenciones que ocurrían en los cuarenta minutos del recorrido. Como quien hace zapping, Gregorio miraba fugazmente hacia las casas o departamentos que tenían encendidas las luces y abiertas las cortinas. En los quince o veinte segundos de observación de los que disponía se imaginaba viviendo esa vida, sentado a la mesa tomando un café con leche (el menú en su casa era, invariablemente, té y tostadas con mantequilla o mermelada de piña; Angélica, que engullía al menos seis tostadas cada vez, había eliminado el café por caro y la leche por hipercalórica). Por un instante Gregorio se imaginaba que aquella niña delgada de vincha blanca y pelo lacio muy negro era su hija, o que esa mujer con elegante uniforme de secretaria ejecutiva era su esposa. Por supuesto que eran menos estimulantes las ocasiones en que el inquilino avistado era un anciano enjuto viendo televisión o un adolescente desgarbado extinguiendo sus neuronas con una Play Station, pero en general a Gregorio le quedaba al final del viaje la sensación de haber desperdiciado una oportunidad de salvarse. En cada tarde invernal, en el momento en que con un gesto de resignación Gregorio metía la llave en la cerradura de su puerta, se prometía que al día siguiente todo podría cambiar.

Todo empezó a cambiar un jueves por la tarde, a fines de junio. Había llovido toda la mañana y el cielo todavía estaba cubierto, pero apenas caía una llovizna. El pavimento resbaladizo o la imprudencia temeraria habían causado un choque múltiple un par de cuadras adelante del microbús, el que esperaba detenido a que la vía se despejara junto a muchos automóviles. Cuando ya llevaban quince minutos sin moverse un centímetro y los pasajeros comenzaban a quejarse en voz alta, como si el chofer tuviera poderes sobrehumanos para solucionar el problema, Gregorio, que estaba sentado del lado de la ventana, se percató de que se encendía la luz de una casa que habitualmente estaba a oscuras cuando él pasaba por allí. Vio entonces a una mujer entrar a un ambiente de sala-comedor y, aparentemente, encender un equipo de música. Luego ella se quitó el abrigo, lo dejó apoyado sobre una silla del comedor, y se sentó en un sillón. La buena iluminación de la casa y la poca distancia le permitieron a Gregorio distinguir las facciones de la mujer, que ahora reclinaba la cabeza con los ojos cerrados. Su rostro era atractivo, y el pelo negro largo y una figura delgada la hacían parecer menor de treinta años. El interés que la mujer ya había despertado en Gregorio aumentó cuando la vio cubrirse el rostro con las manos. Tal vez estaba llorando. En ese instante Gregorio fue consciente de la posibilidad de que hubiera otros como él observando a la mujer desde el microbús, buscando espantar el tedio de la espera y no una nueva vida. Por eso la decepción que sintió un momento después, cuando el microbús reinició su marcha, tuvo también algo de alivio: no quería compartir su hallazgo con fisgones ocasionales. Sentado en el microbús, Gregorio sonreía; estaba muy entusiasmado con lo que el destino, Dios, o el anticiclón del Pacífico Sur le habían regalado esa tarde. Quince minutos de retraso habían sido suficientes para asomarse a una nueva ventana y a otra realidad, y las posibilidades futuras, como siempre, parecían ser infinitas. Al llegar a su casa, Gregorio tuvo que controlar su buen humor para no despertar sospechas en Angélica, que ya lo estaba interpelando por su tardanza.

Si quería ver otra vez a esa mujer Gregorio debía retrasar en quince minutos su salida del trabajo y su llegada a la casa. Por eso le dijo a Angélica que a partir del día siguiente el colegio organizaría un ciclo de mini-charlas sobre superación personal y reingeniería del desempeño laboral. Ella no se sorprendió en lo absoluto. El viernes Gregorio se ubicó afanosamente en el mejor lugar de observación del microbús, pero al paso de la ventana deseada no pudo ver más que cortinas cerradas delante de una habitación con las luces apagadas. Su frustración se repitió el lunes y martes, y cuando el miércoles tampoco trajo resultados comenzó a considerar el abandono de su plan. Pero el jueves todo cambió. En los cinco segundos de los que dispuso pudo notar que otra vez la mujer estaba allí, sentada en el mismo sillón, con la cabeza reclinada. No pudo notar si su expresión era de calma o sufrimiento. Emocionado, Gregorio se dijo que había resuelto el enigma: los jueves la mujer volvía a su casa más temprano. Pero una observación fugaz por semana no bastaba para aplacar su ansiedad, lo que situaba el problema en averiguar a qué hora regresaba ella los otros días de la semana. El sábado en la mañana Gregorio tuvo que acompañar a Angélica al bautizo de un sobrino, y mientras el cura preguntaba a los padrinos si prometían ser lámpara inextinguible de luz, o algo así, él calculaba horarios de salida e imaginaba excusas para el lunes, martes y miércoles. Sin embargo, sólo horas después, mientras soportaba con estoicismo el martirio de una tarde presidida por Sábado Gigante en la televisión, Gregorio decidió que –por primera vez en su vida– se arriesgaría: él no esperaría la suerte por cuentagotas, el lunes mismo, o a más tardar el martes, esperaría a la mujer en la puerta y se presentaría ante ella. Se daba cuenta que su decisión no tenía más razones que unos segundos de observación de un posible estado de tristeza, pero Gregorio tenía la corazonada de que esa mujer era el inicio de un camino hacia una vida llena de misterio, emociones y felicidad. Poco le importaba el hecho de que su anterior corazonada había terminado con la cuarta parte de su sueldo perdida en la ruleta del casino, cuando no salió el diecinueve rojo.

El lunes llovía con furia cuando Gregorio salió del trabajo, y el cielo parecía caerse cuando se bajó del microbús y se dirigió a la casa de la mujer. Mojado hasta los huesos, lejos de un alero protector, Gregorio tocó la puerta varias veces y esperó inútilmente durante veinte minutos. El agua ya había anegado su ropa interior, su orgullo y su razón cuando se rindió y regresó al paradero. Al llegar a su casa no le preocupó no haber preparado una excusa para Angélica, la que no fue necesaria porque en esos momentos ella sólo tuvo cabeza, ojos y manos para ayudarlo a desvestirse y prepararle un baño caliente de tina. Cuando finalmente le preguntó qué es lo que le había sucedido no insistió al escuchar como única respuesta “tuve mala suerte”. El viernes por fin Gregorio se levantó de la cama después de tres días de fiebre alta y tos de perro. Era un día despejado, con nulos riesgos de inundación vespertina, así que decidió que lo intentaría otra vez.

El sobrepeso y las vetas de canas en el pelo y la barba le otorgaban a Gregorio el apacible aspecto de un oso panda, y su voz cálida, medida, trasuntaba cierta inocencia. Consciente de eso, él esperaba que la mujer no cerrara la puerta antes de escucharlo decir “Hola, me llamo Gregorio, tú no me conoces, pero hace unos días pude verte en tu casa desde el microbús y me pareció que llorabas. Si no te molesta, me gustaría poder escucharte, saber de tu vida, y también contarte algo sobre la mía. Sólo me quedaré un rato”. Después de confirmar que había memorizado su parlamento inicial, respiró profundamente y tocó la puerta.

En sus cálculos más optimistas, Gregorio se permitió imaginar que esa tarde terminaría en los brazos de esa mujer, después de intercambiar sentidas confesiones y antes de cubrirse de promesas y proyectos para el futuro. El escenario más temido y recurrente, reforzado por el sentido común, era que ella sencillamente se espantara al oír su declaración y terminara con sus ilusiones de un portazo. Pero nunca esperó que ocurriera lo que finalmente ocurrió. Gregorio alcanzó a decir casi todo su parlamento antes de que la mujer lo interrumpiera evidentemente fastidiada y le respondiera: “Nunca más. No vuelvo a caer. Ya tuve suficiente. Primero con Manuel, por el que dejé a mi novio, y después con Alfredo, que me abandonó hace menos de un mes para regresar con su mujer, que se suponía era una bruja insoportable...”. Contuvo el llanto para continuar, en un tono más cortante. “No soy tan imbécil como para volver a creer en esa historia de la nueva vida y la ventana del micro. ¿Es que no puedo tener esas cortinas abiertas? No me jodan, vayan a buscar su nueva vida a un cine, a un parque nocturno, conozcan a alguien en el chat, o re-enamórense de sus mujeres. Pero a mí déjenme tranquila con mis discos, mis libros, y mi gato. No tengo claro qué quiero de la vida para el futuro, pero sí tengo claro qué es lo que no quiero. Ya lloré más de lo que merezco. Así que buenas tardes, intenta en otra puerta”.

(2005)