lunes, 8 de junio de 2015

La luz infame

La imagen podría ser bella. Una luz rompiendo la oscuridad imperfecta de la noche urbana, recordando la fogata ancestral a cuyo abrigo surgieron el hacha de mano y la filosofía.
La imagen podría ser bella, pero no lo es. Y es que la oscuridad se ha trizado, pero herida por la luz infame de libros ardiendo. 
En La Serena, la ciudad donde vivo, se incendió una casa patrimonial de mediados del siglo XIX. En uno de sus rincones estaba la librería de la Universidad de La Serena, y en otro estaba el salón donde presenté Amarilis, mi primera novela. Nada queda ahora. Se quemó, al parecer por negligencia humana. Y otra vez el espectáculo perturbador de libros ardiendo. Como los cristianos de Teófilo y luego los musulmanes de Omar quemando la Biblioteca de Alejandría por razones opuestas e idénticas: por amor al dios verdadero, como los nazis quemando libros de autores judíos en cruel ensayo de lo que serían después hogueras humanas, como los milicos de las dictaduras argentina y chilena quemando libros que su escasa inteligencia les sugería peligrosos a partir del título o el color de la tapa. 
La imagen de libros ardiendo, sea por maldad declarada o negligencia casual (dos formas de la ignorancia, quisiéramos creer) ofende, agrede; sea una biblioteca que guardaba el conocimiento de la humanidad entera o una sencilla librería de provincia. Esta librería no era la biblioteca de Alejandría, pero allí te recibían con amabilidad Alejandro y Flor María, editor y secretaria. Allí convivían en santa paz -como en el tango Cambalache- el genio singular de Auster y la vergüenza ajena de Coelho, las novelas de los escritores del boom -vigentes hace medio siglo- y los indigentes libracos de auto-ayuda, olvidables al día siguiente de nacer. 
Detrás de la librería, en el almacén, estaban los ejemplares no vendidos de Amarilis, que tuvo una tirada de 500. Mis estudiantes comentaban, con negro humor heredado, que entonces se quemaron 490. Da igual, se quemó todo. Pero la respuesta frente a esas tragedias ha sido siempre la misma: reconstruir, volver a armar las cuatro paredes y cincuenta estantes que habrán de acoger el conocimiento y la imaginación de tiempos pasados y presentes. Así lo hizo Ricardo Palma, que fue puerta por puerta mendigando libros para rearmar la Biblioteca Nacional del Perú, saqueada por el ejército de ocupación chileno. Así lo hicieron antes los bibliotecarios de Alejandría que no fueron asesinados por las hordas fanáticas de religiones infalibles. Así, quisiéramos imaginar, aunque no lo dice Umberto Eco, lo haría el joven Adso en el monasterio benedictino de El Nombre de la Rosa tras el incendio en el que se consumieron los peligrosos textos de comedia de Aristóteles (la risa invoca al demonio). 
No hace falta ser bibliófilo, escritor, librero o bibliotecario para que se apriete el pecho al contemplar libros ardiendo. Hace falta apenas ser humano, porque ese triste espectáculo maltrata una fibra esencial de lo que nos hizo (y ojalá todavía nos siga haciendo) humanidad. En este sentimiento de duelo y de terca persistencia, quiero recordar los dos tercetos del soneto de Quevedo:

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, 
Venas, que humor a tanto fuego han dado, 
Médulas, que han gloriosamente ardido,

Su cuerpo dejará, no su cuidado; 
Serán ceniza, mas tendrá sentido; 
Polvo serán, mas polvo enamorado.