domingo, 25 de diciembre de 2011

Lo que nos diferencia de


Esto ocurrió hace unos cinco años, cuando todavía vivía en Concepción, una ciudad para amar en el verano y odiar en el invierno. Lástima que allí el verano dure dos meses y el invierno diez. Era una noche de invierno. Había estado lloviendo y -para variar- se anunciaba más lluvia. Pero, al final de la jornada, y con amenaza de mal tiempo, en lugar de correr como animales prudentes a la madriguera cálida y segura, un grupo de estudiantes y profesores acudimos a un concierto gratuito en la pinacoteca de la universidad. Éramos muchos, demasiados, y rápidamente el ambiente se caldeó, las pocas sillas estaban ocupadas por personas mayores y el resto estaba sentado en el suelo o de pie, cada vez más apretado y acalorado en ese lugar cerrado. Incomodaban las mochilas y los paraguas húmedos, incomodaban las columnas de una sala pensada para ser recorrida a pie y no para que se observara su centro, pero era muy agradable la buena voluntad de los presentes para no incomodar más al vecino. Todo aspecto práctico pasó a un noveno plano cuando se instalaron los músicos y, tras una breve introducción, permitieron que el oboe, la viola y el clavecín invadieran nuestros sentidos con la obra de Bach. Imposible no recordar a Cioran cuando dice que la música de Bach es la única prueba de que el universo no es un completo fracaso. Era Bach el que le daba sentido a todo ahora, y uno pasaba de los ojos cerrados, la comunión con el genio íntimo, ésa que no se puede compartir, a los ojos abiertos y la contemplación de las manos y los instrumentos que nos traían en ese instante al genio que es de toda la humanidad y para siempre; por ratos también miraba a los demás, los otros habitantes de esa tribu efímera que una noche decidió postergar la comida y el abrigo para obtener una ración del alimento que nos diferencia de los animales. Mientras regresaba a mi casa pensaba que ese acto gratuito de acudir en grupo a escuchar la música de Bach, innecesario para la subsistencia de la especie o el funcionamiento del organismo, inútil desde una perspectiva pragmática, difícilmente clasificable como diversión o entretenimiento, es la constatación de la riqueza de la condición humana, la esencia a la que siempre podemos apelar para ser (y sentirnos) mejores personas. Una riqueza que, así como antes soportó el ataque represivo y castrador de la religión, y sobrevivió, seguramente podrá resistir los embates actuales de banalidad, atontamiento  y superficialidad desde la TV, el cine, internet y las redes sociales.

Recordaba ese episodio del concierto nocturno en Concepción hoy mientras leía la crónica de Ian McEwan sobre los últimos días de Christopher Hitchens. Periodista, escritor, pensador, y uno de los más lúcidos defensores de la causa agnóstica (si es que existe algo así), Hitchens siempre tuvo algo que aportar al debate. Yo lo menciono en el post Contra la Religión, cuando compro uno de sus libros (god is not Great) en un aeropuerto. A Hitchens se lo llevó el cáncer, pero hasta sus últimos instantes, rodeado de su familia y amigos, estuvo trabajando, creando, aumentando su legado cada vez que la morfina le permitía algunos minutos sin dolor. Aquí un par de fragmentos del texto de McEwan:

Y este era un hombre en constante dolor. Como ya no podía beber ni comer, succionaba pequeños trozos de hielo. Donde otros habrían caído en divagaciones religiosas (¿por qué a mí?) y sueños de una vida mas allá de la muerte, Christopher se dedicó a la literatura. Los tres últimos días de mi visita tomé nota de sus temas. No mucho después de robar mi libro de Ackroyd, me hablaba de un novelista de Eslovaquia; de si Dreiser en sus novelas sobre el mundo financiero era una guía de la crisis actual; del catolicismo de Chesterton; de los Sonetos del portugués, de Browning, que yo le había traído en una visita anterior; de La montaña mágica de Mann, que había releído por pasajes sobre las ambiciones imperiales alemanas en Turquía, y porque habíamos comenzado a hablar de viejas épocas en Manhattan, quería citar y alabar Un réquiem alemán, de James Fenton: "Que reconfortante es, una o dos veces al año, / reunirse y olvidar los viejos tiempos".
[...]
A la mañana siguiente, a petición de Christopher, Alexander [su hijo] y yo le instalamos un escritorio debajo de una ventana. Lo ayudamos a cruzar la sala con su poste lleno de tubos de alimentación, ajustamos los cojines en su silla, ajustamos la altura de su computador. Conversar y dormitar estaba muy bien, pero Christopher tenía solamente algunos días para escribir 3.000 palabras sobre la biografía de Chesterton de Ian Ker.

En uno de los primeros posts de este blog, citaba el poema de Bukowski en el que te grita en la cara que (si tienes algo que decir) vas a a escribir aunque estés muerto de hambre, explote el mundo allá afuera o haya un gato arañándote la espalda. Lo de Bukowski apunta a dejar de lado las excusas para no escribir, permitiendo así salir a la superficie la creación genuina. Pero en el caso de Hitchens y su crítica literaria se trata de una creación que él ya no vería impresa en papel u opinada por los demás. Tiene otro valor. Su urgencia es por arrancarle un pedacito de victoria a la muerte y dejarle un poco más de sí mismo, de su mundo interior, a la cultura de la humanidad, para hacerla avanzar unos milímetros. Aunque digo que esto es lo que nos diferencia de los animales, no puedo evitar pensar en una analogía con la escena de las hormigas que ofrecen sus cuerpos como puentes a sus congéneres para que atraviesen riachuelos. Veo a Hitchens, a Bach, a Cioran, a McEwan, y a tantos otros, como hormigas que tributan con su creación (que muchas veces implica sacrificios personales y familiares) a una causa mayor que es la humanidad. Lejos de los designios de dioses y otros seres mitológicos, el legado de la humanidad, lo que gozamos hoy, el conocimiento, las ciencias, las artes, se compone del aporte de miles de personas que -en lugar de contentarse con satisfacer sus necesidades básicas o conformarse con el anonimato del promedio- intentaron ir unos pasos más allá, internarse donde ya no llega la luz. Con ellos estaremos siempre en deuda.