sábado, 29 de octubre de 2011

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Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. 
Si sobra algo, me compro ropa y comida.
Erasmo de Rotterdam


Es una paradoja recorrer las hermosas avenidas de Buenos Aires, contemplando los magníficos edificios que hablan de la grandeza pasada, y al mismo tiempo escuchar al amargado taxista que dice que esto no tiene solución, que cada día la cosa está peor, que es un país condenado a la miseria. Hay datos para todo. A finales de los años veinte, Argentina era un país del primer mundo, que tenía más automóviles que Francia y más líneas de teléfono que Japón. Por entonces era considerado el granero del mundo, y su inversión en educación, el tamaño del aparato productivo y el ingreso per cápita eran similares a los de Alemania y Francia. Menos de un siglo después, el 2001, tocó el fango del fondo, y en medio de niveles africanos de desnutrición en algunas regiones y la amenaza de guerra civil agazapada en cada esquina, hubo cinco presidentes distintos en un lapso de dos semanas. Desde entonces la situación ha mejorado, pero lo que no ha cambiado es la sinonimia entre política y mafia, lo que abre un interrogante sobre la solidez de ese progreso aparente. En suma, nadie puede saber qué futuro le aguarda a este país enorme y extremo, si seguirá cuesta abajo en la rodada o se reencontrará con el esplendor de antaño, y no habrá más penas ni olvido.

Es usual que se alimenten esperanzas de un futuro próspero con historias centenarias o milenarias. A los niños peruanos se les alecciona con la idea de que el Perú es heredero de la grandeza del imperio inca, a pesar de que los índices actuales de desarrollo humano son vergonzantes. A los mexicanos se les intoxica con historias de la patria del oro y la gloria azteca mientras la violencia vesánica del narcotráfico se convierte en la ley. Si el esplendor pretérito de un país tuviera algo que ver con su situación actual, entonces Grecia, la cuna de la civilización occidental, debería ser el centro de Europa y no su puerta trasera, manteniéndose a flote hasta hace poco gracias al turismo hedonista, y hoy al borde de la quiebra y el estallido social . Si así fuera, Portugal y España, que alguna vez se repartieran a medias el mapa del mundo conocido, no estarían hoy ahogándose en una crisis que ha malvendido la dignidad de trabajadores y jubilados para rescatar a los bancos, los verdaderos culpables.  Y la Mongolia de Genghis Kan, que engullera China, Irán y Afganistán como quien sale de picnic, no sería hoy una nación con la misma mortalidad infantil que Bolivia. ¿Alivia en algo la hambruna rampante en la Etiopía de hoy el saber que en el siglo II la dinastía Salomónida floreció en su meseta infinita?

Como digo, nadie puede saber si la condena argentina es a cadena perpetua, pero -en medio de un mar de datos reales y ficticios que describen esa realidad y la pretenden proyectar- yo me quiero quedar con un detalle. Argentina tiene, por lejos, el mejor índice de librerías por habitante de Latinoamérica, triplicando los números de quien le sigue en la lista. No puede estar perdido un país que lee tanto. Quiero creer que la cultura es el bastión de la resistencia, el punto de partida de la reconquista del orgullo, el superhéroe que acudirá en rescate del país en cenizas en el último minuto. Mi experiencia en las librerías argentinas ha sido siempre encantadora. Mientras en Perú y Chile uno es sospechoso de haber entrado a robar libros, y el que te atiende (y te vigila) demuestra el mismo interés por los libros que por el horóscopo, allá tu puedes intercambiar opiniones de tus autores favoritos con el vendedor, y te puedes sentar a leer las horas que quieras. Y esto me ha pasado en Bariloche, Mendoza y Buenos Aires: no es cosa de una persona excepcional en una librería singular en un día en particular. Una vez, en Mendoza, un vendedor me consiguió el libro que buscaba (una biografía de Leonardo) en otra librería, llamó por teléfono y lo trajeron, con el precio visible. Pedí rebaja y él consultó por teléfono; yo pude escuchar el último precio que ponía el librero al otro lado del teléfono. Era algo caro, pero razonable (es un libro de 700 páginas con ilustraciones a color en papel couché). Como me vio todavía dudando, me dijo que yo pusiera el precio, y él ya le pagaba la diferencia al otro librero. Ante mi cara de sorpresa, me dijo que lo hacía porque ya le había comprado varios libros y que por la conversación previa él tenía claro que yo era un amante de los libros, y no quería que me fuese sin el que andaba buscando.

Hace poco acudí otra vez en devota peregrinación esa joya visual que es El Ateneo Grand Splendid, en Buenos Aires (un teatro construido a comienzos del siglo XX, donde alguna vez cantó Gardel, hoy reconvertido en una librería bellísima). Todas las librerías grandes en algún momento me hacen recordar a Borges. Aunque quizás esta librería está demasiado iluminada. A Borges uno se lo imagina mejor en un cuarto secreto en la penumbra de las velas, en El Nombre de la Rosa (no es casual el nombre que Eco le coloca al personaje ciego: Jorge de Burgos), o recorriendo el lúgubre y laberíntico Cementerio de los Libros Olvidados que se describe en La Sombra del Viento. Estuve muchas horas en El Ateneo, gozando con la posibilidad de leer con calma, sentado en un palco, mientras alguien tocaba el piano en el escenario convertido en café-restaurante. Disfruté también mirando a los demás, gente leyendo de pie y sentada, y hasta echada, como el niño que con uniforme de colegio se acostó boca abajo sobre la alfombra para leer un libro sobre perros. Pero lo que más me llamó la atención esta vez fue el tipo que leía una novela en voz alta, sentado en una de cuatro butacas que rodeaban una mesa. En dos de las otras tres butacas sus ocupantes escuchaban con atención la dedicada lectura que con buena dicción y adecuadas pausas les era obsequiada. El detalle está en que el hombre que flanqueaba al generoso lector-locutor llevaba un bastón en las manos y usaba gafas negras. Era un ciego que, con una sonrisa que no puedo describir, escuchaba las palabras que la oscuridad le había negado. Y entonces no hubo necesidad de recordar a Borges.

lunes, 10 de octubre de 2011

Todos contra la pared

Cuento escrito en Lima, el año 2000, cuando ya no se soportaba más la siniestra dictadura de Fujimori y Montesinos.




Todos contra la pared



Nadie dice nada. Nadie llora o finge llorar. Definitivamente morirse no es como en las películas yanquis. No estamos en medio de un vasto prado verde, fondo preciso para el contrapunto de flores rojas o amarillas y cabizbajos personajes envueltos en negro; tampoco desciende el ataúd a las entrañas de la tierra ni llora una seductora viuda detrás de un velo. No. Aquí el polvo flota visible, el sudor nubla la vista y el tiempo se arrastra despacio, impasible. Quizás algún día se sepa por qué en los cementerios siempre hace más calor. Aunque ahora, bajo este cielo sin cielo de Lima, eso importa poco o, mejor dicho, no tiene por qué ser contestado. Ahora habría que contestarle al chiquillo desnutrido y mugriento que, allá arriba, equilibrándose sobre una escalera destartalada, pregunta por el nombre del difunto. Está listo, brocha en mano, para perpetuar aquel nombre sobre la tapa de cemento del nicho, aplicando ese estilo quizás gótico que era típico de los micros (“Protégeme Señor de Muruhuay”) antes de que estos desaparecieran a manos de las “combis asesinas”, mueca violenta del nuevo rostro chicha de Lima. Nadie le contesta. Sólo se oye el zumbido grotesco de un moscardón de ojos verdes que parece también estar sufriendo este febrero. Seguramente los familiares de Francisco callan inundados por la tragedia que, una vez más, se les restriega en la cara. Nosotros (la cofradía en pleno sin contarlo a él, que no está, pongan o no su nombre) hacemos este silencio a coro como una suerte de protesta tibia, seguros de que él nunca hubiera aprobado nuestra complicidad en este rito vacío y sin sentido. De algún modo nuestra presencia ya es una claudicación, pero Mariana nos convenció de asistir con el argumento de la solidaridad con la familia, a pesar de lo absurdo, a pesar de que casi no los conocíamos. El chiquillo se impacienta y con razón: la pichanga está por comenzar allá en el cuartel San Ignacio, y hoy es la revancha. Mientras ese silencio se hace eterno, recuerdo aquella vez en que él nos aseguró que alguna vez había logrado hacerse invisible. Que en la universidad nadie lo saludó durante una semana. Fue en enero del 93, era la tercera o cuarta reunión de la cofradía; todavía no le poníamos nombre.
- Qué fijación la tuya por ponerle nombre al grupo –se quejó Eduardo.
- Cofradía por favor, co-fra-dí-a.
- Grupo, cofradía, hermandad, logia, club de leones... es la misma huevada.
-Ya. Reapareció el rupturista amateur. Deberíamos denunciar al que te prestó ese libro de Bakunin y te dejó a merced de tu descriterio –replicó Alejandro.
- ¿Quién va a querer tallarines? –terció Mariana, apareciendo en la escena con la fuente en las manos.
- Eduardo no va a querer –adelantó Alejandro– dice que no le gusta que los tallarines anden siempre en grupo, hasta enredados, hasta ... mazacotudos... por lo que veo.
- Si quieres come y si no, ayuna –dijo Mariana depositando la fuente en la mesa.
- Madre sólo ayuna, dicen. No entiendo por qué la mía engorda –murmuró Pablo.
- Mi tío decía que en Italia era pecado cortar los tallarines –aportó Miguel.
- Típico del sudaca arribista con apellido italiano de novena generación. Ridículos –sentenció Francisco mientras cortaba sus tallarines.
- Lo bueno de los tíos arribistas era que siempre dejaban buenas propinas –dijo Pablo. Yo recuerdo que de niño mi ranking de afectos a los tíos se basaba en cuánta propina me daban. Es más, llegué incluso a asociar su rostro con el del personaje decorativo del billete: mi tío Alfredo era un muy hispanizado Garcilaso de la Vega, dos veces más valioso que mi tío Juan, que apenas era el inca Pachacutec. Sin embargo dudo que en aquella temprana influencia estuviera el origen del materialismo que me atrapara años más tarde. Aclaro que yo logré ser un monstruo materialista con mi propio y consciente esfuerzo: toda una adolescencia dedicada a envidiar –y a veces expropiar– los bienes de mi benemérito primo (hoy un ejemplo de mala imitación de yuppie). ¿Y para qué? Para terminar desandando el camino en el momento menos oportuno, justamente en estos tiempos en que “el combate es la escalera” como dice Aute. No hay caso, siempre estoy a contramano. Seré yo a quien le crezcan los enanos cuando ponga el circo.
- Oye, tú podrías escribirle algunas letras a Sabina –se burló Eduardo.
- Y tú puedes irte un poquito a la mierda, si tienes tiempo.
- Bueno, cambiando de tema, yo creo que tendríamos que decidir si le ponemos nombre al grupo, digo, a la cofradía –intentó una vez más Alejandro.
- ¿No sería mejor que nos pusiéramos de acuerdo sobre el porqué, o para qué, ser un grupo? –dijo Mariana. El nombre puede ser una anécdota, un juego, pero –hasta donde yo sé– fuera de conversar hasta el amanecer, fumar como chino en quiebra, reírnos como idiotas y tomar vino barato, no hemos hecho nada como grupo.
Nadie replicó. Quizás revisaban lo dicho por Mariana; quizás no querían que se enfriaran los tallarines. Francisco rompió el silencio con su voz grave, mirando el mismo punto fijo de siempre.
- Perdón. Yo creo que más allá del vacilón de la amanecida y el eterno retorno de los esperpentos televisivos, los congresistas semianalfabetos o los políticos batiendo records de corrupción que, aunque nos patee el hígado reconocerlo, representan hoy al ciudadano promedio; más allá del hueveo esencialista, aquí se han dicho cosas que no se las lleva el viento así nomás. Alguien habló hace un par de horas acerca de las razones –o sinrazones– que te llevan a seguir en este barco y no tirarte al agua a trabar las hélices con tu cuerpo. Ese es un buen punto de partida. Por supuesto que no dejan de ser palabras y nada más que palabras, pero de algo hay que aferrarse mientras no llegue la hora. Regalarnos espejos menos turbios, sacarnos la basura de los oídos, reaprender a mentir; todo eso es oxígeno para un cianótico entre ocho millones de cianóticos. Sí. Si no nos hemos terminado de ir a la mierda como tantos otros debe ser por algo, y si reunirnos cada fin de mes ha tenido que ver con eso, entonces, como dije, es un punto de partida. ¡Y que resucite Vallejo, carajo!
Nunca tuvimos muy claro qué fue lo que nos reunió inicialmente alrededor de esa mesa de cocina. Tampoco nos preocupamos mucho por desentrañar las causas. Comenzó, como todo, casi por casualidad, superando las diferencias que podrían haber conspirado contra la formación y mantenimiento del grupo. Nihilista a tiempo parcial, soñador sin argumentos, materialista dialéctico, católica a pesar del Vaticano, frívolo sin culpa, filósofo de esquina suscrito al neoliberalismo; teníamos casi de todo, incluso hinchas del Alianza Lima y de Universitario reunidos sin trifulca. O casi. Ni siquiera hubo resistencia por la llegada de Mariana, la única mujer en un grupo que parecía estar condenado a ser otro “Club de Tobi”. En suma, nada muy particular en el origen. Después sobrevendrían los hachazos de absurdo que cercenaron al grupo, llevándose a Francisco primero a una celda y luego a lo indefinido (o a mejor vida, como suele decirse en estos casos).
Ha terminado la ceremonia. Creo que a fin de cuentas Mariana tuvo razón: la familia pareció sentirse acompañada a pesar de nuestra distancia. Incluso han hecho el ademán de acercarse para despedirse, pero algo los ha detenido. La incomunicación del dolor en lugar del falso “lo acompaño en su dolor”. Hay que seguir. Una vez más nos logramos acomodar (incomodar) en el destartalado Volkswagen amarillo de Eduardo y, mientras ruidosamente se renueva el milagro de la ignición, continuamos con ese silencio a cinco voces que no se condice con tanta declaración altisonante y casi siempre irreductible de aquellos días de la cofradía. A pesar de que se robaron la radio del carro hace meses juraría estar escuchando el adagio de Albinoni. Casi me sonrío al comprobar -ahora sí- la semejanza con una película yanqui y me digo que es un premio consuelo, y que es patético. Allá afuera, la miseria de la ciudad parece estar más despierta hoy, más viva, los colores del subempleo y el caos hieren la vista sin tener brillo. Es como si la miseria se sonriera con cinismo al contemplarnos más próximos, sabiéndonos transidos y sin recursos para enfrentar una situación que a ella le es cotidiana. Con la cabeza apoyada en la ventana, golpeándola a cada bache, golpeándola sin cesar, recuerdo que alguna vez - no me acuerdo por qué- habíamos discutido sobre quién sería el primero en morir de todos nosotros. Curiosamente no puedo recordar detalles ni la conclusión de esa conversación. Quizá se trate de un mecanismo para evitar un simulacro de remordimiento. Tan inútil como esa luz roja que acabamos de ignorar, imitando al taxista que va adelante. Taxista. ¿Será un taxista samaritano, como aquellos que alguna vez fueron tema de una tertulia nocturna?
-         Vaya inyección de optimismo. No sé para qué vemos el noticiero si siempre es el mismo rosario de desgracias sin solución.
-         Al menos nos queda el consuelo de que siempre se puede estar peor
-         Bueno, desde ese punto de vista, todavía no estamos en Sao Paulo, con escuadrones de la muerte asesinando 5 pirañitas por noche para limpiarles la calle a los grandes comerciantes.
-         Más creativo y mucho menos macabro me parece el negocio de la subasta de borrachos en la plaza San Martín.
-         ¿Y eso?
-          Pasada la medianoche, en el centro de Lima, si un borracho aborda un taxi, el taxista lleva al infeliz a la plaza San Martín y allí lo ofrece al mejor postor. Le quitan todo lo que le puedan quitar y lo dejan durmiendo en la plaza. Casi sin violencia.
-         Lindo taxista samaritano.
-         Ya lo decía Marx... –comenzó diciendo Pablo.
-         ...Groucho, por supuesto –añadió cuando Eduardo ya volteaba a mirarlo sorprendido. “Surgiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria
-         Salud por eso –dijo Miguel mientras vaciaba su vaso de vino.
-         A mí me gusta más: “Iremos de fracaso en fracaso, sin detenernos, hasta alcanzar la derrota final” –dijo Francisco. Pero no es de Groucho, la leí en una pared en Surquillo.
-         Puta que nos pusimos optimistas. ¿Alguien tiene por allí una cimitarra para rebanarme el colon ahora mismo? –dijo Pablo
-         Podrías ser más ritual y hacerte un ikebana - sugirió Mariana.
-         ¿Eso no es un arreglo floral? ¿No habrás querido decir harakiri?
-         Qué falta de cultura-Mafalda, por Dios, por eso estamos como estamos.
-         Sí. Qué falta de ignorancia –añadió Eduardo.
-         A ver, a ver, ilustre chofer de la caravana del fracaso, espérate un poco –dijo Alejandro dirigiéndose a Francisco. Creo que estamos todos de acuerdo en que si te animas a mirar por la ventana la lucidez te conduce –atajos más, atajos menos– a la frustración, a la rabia impotente. Claro, siempre estará la opción cobarde de decir “no llueve porque yo no me mojo”, pero creo que ninguno de nosotros es de esa calaña. Lo que no me parece buena idea es que nos quedemos en el barro revolcándonos, casi disfrutando, jactándonos de nuestra pericia para reconocer, identificar y clasificar la basura. ¿Y? Lindo ejercicio de taxonomía existencialista ... pero habría que ser algo más creativo. Tratar de sacarle la vuelta a la realidad sin aplicar la táctica del avestruz. Hacer sonreír a la depresión penetrándola por sorpresa.
-         Escupir al cielo para que llueva café en el campo –completó Miguel.
-         Cosechar las peras del olmo –añadió Eduardo
-         Y exportarlas –siguió Pablo
-         Ya la cagaste.
-         Mira Alejandro, no pongas las cosas como si yo fuera el abanderado del pesimismo en este grupo. Quizá solamente se trate de mi poco escrúpulo para decirle gris al blanco y negro al gris, pero –al menos por ahora– no se me ocurriría sustentar una posición nihilista ni nada que se le parezca. No. Yo sólo creo que hay que reconocer el fracaso, asumirlo cabalmente, tragarlo sin agua, antes de pretender recuperar terreno. Porque pienso que una mala digestión de una derrota puede destruir los embriones de un nuevo orden. No reniego de la alegría, simplemente no la encuentro pertinente para estos tiempos. No descalifico la opción que propones, ocurre que no termino de entenderla, nada más. Tú estás hablando de un escepticismo idealista. Algo así como esa mazamorra del agnosticismo místico de Wittgenstein –pudo contestar Francisco a través de la pantalla de joda que habían armado los otros tres.
-         ¿Y eso qué es? –preguntó Pablo– ¿No era Wittgenstein al que se le quemaba el arroz?
-         Su condición sexual no tiene nada que ver con el punto –contestó impaciente Alejandro. Mira, dejemos a Wittgenstein para otro día. Estábamos hablando de la inercia que se origina en la lucidez, o algo así.
-         O la falta de huevos, para ser más prosaico –dijo Pablo.
-         Butler decía que una gallina era el medio que utilizaba un huevo para hacer otro huevo –añadió Miguel.
-         ¿Y quién era ese Butler? –preguntó Mariana.
-         Yo qué sé, pero seguro tenía mucho tiempo libre –dijo Eduardo.
-         Ya veo que una vez más las ideas se van a diluir en chacota –dijo Alejandro, de todos modos sigo pensando que habría que intentar hacer algo, aunque sea pequeñito, aunque sea como entrenamiento. Quizás sea demasiado pedirles una definición, como bien apunta Mariana. Intentemos entonces comenzar por algo tan simple como bautizar al grupo.
-         ¡Y dale con lo mismo!
-         Este muchacho necesita ayuda psiquiátrica –dijo Eduardo. Yo creo que cuando era niño sus padres le decían “oye tú, niño”, “niño, alcánzame el periódico” y nunca lo llamaban por su nombre; por eso le quedó el trauma de ponerle nombre a las cosas. Se me ocurre que podríamos intentar una terapia de cura aquí mismo. Simplemente tenemos que incluir la palabra “Alejandro” en todas las frases. Le ahorraríamos la plata de la terapia.
-         Buena idea –continuó Pablo. Por ejemplo: “Yo creo que, aunque Alejandro no lo diga, hace calor en Guayaquil”
-         O “yo tengo un primo con hepatitis que se llama Manuel, o sea que no se llama Alejandro”.
Apenas cesaron las carcajadas, Mariana acudió en rescate de Alejandro.
-         Ya. Vamos a ver. Qué nombre sugieres tú Eduardo.

-         Seguro que Alejandro jode y jode con el nombre porque íntimamente quiere que nos parezcamos al “Club de la Serpiente” de Rayuela, así que podríamos llamarnos “la fraternidad de la Anaconda”, para añadirle un tinte vernacular-amazónico al asunto.
-         ¿Nadie tiene algo sensato que proponer?
-         “La cofradía de Partula turgida” –decretó Francisco.
-         Eso me suena a sexo en grupo. Interesante.
-         ¿Quién es ese? ¿El sucesor del Maharishi?
-         Tengo en mi casa guardado el recorte del periódico. Partula turgida es, bueno, era, un caracol arbóreo de la Polinesia que se extinguió oficialmente hace unos meses y que se distinguía por su velocidad: avanzaba sólo 7 centímetros en un año.
-         Carajo...
-         Como la justicia
-         ¡Qué esperanza ! La justicia no avanza...retrocede.
-         Pobre bicho, seguro que para cuando llegaba a algún lado ya era hora de regresar.
-         Está claro que se tomaba las cosas con calma. Lento pero seguro. Así clasificaremos al mundial.
-         Ya caigo, seremos la cofradía de Partula turgida para seguir su ejemplo de inquebrantable constancia...
-         ... en el largo camino que conduce a la utopía. Bravo compañeros.
-         Venceremos
-         No pasarán
-         Hasta la victoria
-         Patria o muerte
-         Al fondo hay sitio
-         Salud por eso, y por la fundación de la hermandad de Parvula frigida
-         Par-tu-la tur-gi-da
-         Bueno tampoco pretendas que nos aprendamos el nombrecito de un viaje. O crees que Nabucodonosor conquistó el Popocatepetl en apenas unas carnestolendas hebdomadarias.
Hace más de veinte minutos que salimos del cementerio y por fin alguien se anima a romper el silencio, que ya se estaba pareciendo demasiado al luto. Mariana propone que vayamos a su casa en la noche, dice que es el momento de extender el certificado de defunción de la cofradía. Una última reunión que quizás sirva para encontrarle sentido a todo lo que ha pasado. O para encontrarle sentido a olvidarlo todo y seguir viviendo. Tras una tibia resistencia se aprueba la moción, pero sólo después de parar en “El Orificio” a comprar vino.
Mi idea los ha convencido a todos. A manera de tardío homenaje a Francisco (como son tardíos casi todos los homenajes), y también como primera y última actividad concreta, la cofradía pondrá en práctica algo que él propuso muchas veces y nunca fue aceptado: salir a pintar graffitis en la madrugada. Mientras Mariana y Eduardo discuten el itinerario, todos los demás –con excepción de Pablo, que reclama inútilmente otra ronda de vino– nos dedicamos a copiar en cuadernos los textos de los graffitis.
El recorrido comenzó por Barranco y Miraflores. Dos barrios residenciales con escaso patrullaje policial (los guardias privados contratados son más eficientes y menos sobornables), ideales para entrar en calor y terminar de desterrar el miedo natural que todos, advenedizos al fin, ocultábamos a medias. Las dos primeras pintas ocurrieron sin mayores incidentes. La primera, demasiado larga a juicio de Miguel, demasiado sofisticada (por la diéresis) para Eduardo, fue en la pared de un lote baldío en Barranco, donde debajo de un SE VENDE - RAZÓN: 467 10 15, ahora se puede leer Nuestras derrotas sólo demuestran que todavía somos pocos luchando contra la infamia; y de nuestros espectadores esperamos al menos que se avergüencen. En Miraflores nos interrumpió un borracho que eligió la misma pared de una playa de estacionamiento (Queremos vivir, no sobrevivir) para descargar su vejiga al tiempo que maldecía y pedía la renuncia del presidente anterior. Ahora la avenida Arequipa nos lleva hacia Santa Beatriz, donde esperamos encontrar una pared cerca del canal cuatro, que ha sobresalido entre la prensa sojuzgada y adocenada por su desvergonzado servilismo hacia la dictadura. El nivel de riesgo ya no es menor y se puede palpar la tensión en un detalle: nadie celebró la ocurrencia de Pablo en el semáforo anterior, cuando le preguntó al melifluo travesti que se acercó a ofrecer sus servicios si podía pagarle con tarjeta de crédito. Allí está la pared elegida, a sólo una cuadra y media del canal que tiene resguardo militar las veinticuatro horas del día. Hay que actuar rápido. Eduardo mantiene el carro encendido y enganchado en primera; Miguel observa por el vidrio trasero para dar la voz de alerta; Mariana y Pablo caminan abrazados lentamente, tapando la visión de la pared desde el canal; yo llevo el texto escrito en un papel en la mano izquierda y el aerosol de pintura en la derecha. Ay Canal 4, ¿Quién jalará la cadena? Todo ha salido bien. Mariana suspira y dice gracias a Dios. Yo replico y cito a Juan Gelman diciendo “que no sea lo que Dios quiera”. Pablo dice que los soldados deben estar dormidos o viendo revistas pornográficas.  Miguel ríe y Eduardo mantiene la seriedad: es el chofer y sabe que el siguiente destino sí es peligroso. La avenida Argentina, el corazón del barrio industrial, otrora escenario de contiendas de volanteo al alba entre grupos de izquierda y lugar de mil batallas callejeras ente los sindicalistas y la policía antimotines, cuando todavía existían los sindicatos. Allí las paredes sobran, pero el patrullaje es continuo.
Se repite la operación. Ahora la frase es algo más larga, lo que aumenta el nerviosismo de la espera. Ya está. El policía te golpea en nombre de la ley, tú golpéalo en nombre de la libertad. De pronto todo pasa muy rápido: se escucha una sirena al tiempo que una luz potente me encandila cuando estoy entrando al carro. Apenas logro entrar el sacudón me tira contra el parabrisas: Eduardo ha decidido huir en retroceso. Alcanzo a cerrar la puerta justo cuando el carro da una vuelta en U para darle la espalda al patrullero que ha tardado en iniciar la persecución. Pregunto por Mariana y Pablo mientras Eduardo acelera a fondo para ganar la esquina. Miguel, que aparentemente ha logrado ver todo, me dice que ellos han huido corriendo, que el patrullero amagó perseguirlos pero que al final se decidió por nosotros. Al menos dos estarán a salvo. Eduardo está parado sobre el acelerador intentando llegar a la siguiente esquina, pero finalmente ocurre lo inevitable: nos han alcanzado y podemos ver las ametralladoras sobresaliendo de las ventanas. Miguel le grita a Eduardo que se detenga, pero no es necesario, él decidió parar apenas escuchó la primera ráfaga. O fue al aire o tienen mala puntería. Da igual, el caso es que estamos todos ilesos, al menos por ahora.
La lúgubre comisaría a la que nos han traído, luego de la consabida andanada de patadas en las canillas y varazos en la espalda al subir y bajar del carro porta-tropa, no luce tan insana como las miradas de los dos guardias que nos vigilan. Tenemos que rendir manifestación, nos ha dicho el que parece ser el jefe de la unidad que nos detuvo. Ese matiz burocrático en el habla del comisario hace juego con el ambiente de oficina de trámites inútiles que tiene la comisaría. Una luz mortecina proviene de un foco colgado de una pared y no del techo (imagino que el presupuesto miserable prohíbe pasar de los cuarenta Watts). Un almanaque con la foto de Fujimori es lo único que adorna las paredes, aparte del escudo peruano en el dintel de la puerta.
El jefe abre el libro de partes con gesto a medias ceremonioso y a medias aburrido. Acto seguido busca, primero sobre el escritorio, con calma todavía, y luego en los cajones, ya con vehemencia, un simple lapicero para poder registrar las declaraciones. Nada. Los guardias niegan haberlo visto, y tampoco tienen uno. Finalmente, Miguel ofrece su lapicero. El jefe, ofuscado a estas alturas, lo acepta de mala gana y le dice que se lo devolverá apenas termine con nosotros. Miguel, con esa inveterada candidez que más que divertirnos siempre nos ha intrigado (¿es o se hace?), le pregunta qué es lo que va a hacer si los próximos detenidos no tienen lapicero para prestarle. Eduardo y yo apenas podemos contener la risa, lo que irrita aún más al jefe, quien manda callar y opta por iniciar la toma de declaraciones precisamente con Miguel. Mala idea. El nombre completo no ha traído problemas. Pero...
-         ¿Sexo?
-         Poco frecuente
-         Mira, no te hagas el chistoso, porque aquí nadie está de humor para escuchar payasadas. ¿Estado civil?
-         No.
-         ¿Cómo que no?
-         Es que este es un estado militarizado, no es civil.
El policía amaga reaccionar, gritar algo, pero se ha contenido después de asentir. Pareciera haber decidido algo.
-         ¿Dirección de residencia?
-         Avenida Brasil 2580, Pueblo Libre.
El policía sigue ignorando a Miguel, que dijo el nombre del distrito casi como una arenga. Nosotros estamos cada vez más preocupados.
-         ¿Nombre del partido político al que pertenece?
-         No es un partido político, es una cofradía.
-         ¿Una qué?
-         Una cofradía. Una reunión de cofrades. Es algo así como una logia, pero sin advocación alguna; no profesamos un credo en particular. Se trata más que nada de una agrupación de tertulia con fines lúdicos.
-         Mira cojudo, hasta ahora te he tenido paciencia, pero sigue jodiendo y vas a terminar mal, muy mal.
-         Yo no me estoy burlando de usted, general.
-         No me llames general, imbécil. Soy sargento, el sargento Gutiérrez para ti, pero me bastaría con ser cabo para ahorita mismo sacarte la mierda por desacato a la autoridad.
-         Yo sólo estaba respondiendo a su pregunta, sargento Gutiérrez.
-         Te repito la pregunta, y espero que esta vez respondas en serio. Dame el nombre de la agrupación política a la que pertenece su célula.
-         Ya le dije que no es una agrupación política. En cuanto al nombre, se llama Partula turgida. Es en homenaje a un extinto caracol arbóreo de la Polinesia, que en todo caso era multicelular...
-         ¡Cállate carajo! Ya basta, consignaré que el detenido se niega a responder las preguntas. ¡Aguayo, llévate a este payaso a la celda!
Unos minutos después Eduardo y yo seguimos el mismo camino que Miguel al negarnos a admitir que militamos en un partido político, y mucho menos aceptar que esas pintas representen apología del terrorismo. Esta es la única excusa formal que tiene el régimen para encarcelar a quienes no forman parte de agrupaciones de izquierda.
Estamos sólo los tres en la celda, aunque no por mucho tiempo según el sargento Gutiérrez. Dijo que pronto nos trasladarán a Seguridad del Estado, en la avenida España, y que allí sí que vamos a hablar. El miedo nos hace estar en silencio. Todos sabemos que en ese local se tortura habitualmente y que hay gente a la que se le ha perdido la huella desde que entró allí. No estamos preparados psicológicamente para la tortura. Me pregunto si alguien puede estarlo. Recuerdo a ese exiliado chileno, ex-militante del MIR, que en una entrevista contaba que después del golpe del 73, cuando era inminente que los capturaran, ellos se acondicionaron físicamente para resistir la tortura y no delatar. Pero todo eso fue inútil a la hora de la verdad, nadie podía siquiera imaginar el nivel de sadismo y degradación al que podían llegar los órganos de inteligencia. No, nadie puede estar preparado para la tortura. Ese local de la avenida España lo conocemos muy bien. Fuimos tres veces allí a preguntar por Francisco después que en cada comisaría visitada nos sugirieran lo mismo. Y tres veces negaron que hubiera estado detenido en esa dependencia a pesar que dos periodistas que hacían guardia en la puerta aseguraran que un joven flaco, de aproximadamente un metro ochenta y cinco de estatura, trigueño, pelo negro largo, de anteojos con molduras redondas, había entrado esposado en la madrugada del jueves santo. Nadie supo nunca dónde estuvo Francisco los seis días que pasaron entre ese martes que se despidiera en su casa para ir a un concierto en la universidad y ese lunes en que su cuerpo fuera encontrado en los basurales de la ribera del río Chillón, camino al aeropuerto.
Ya está amaneciendo. Casi no hemos hablado. Hace un rato Miguel preguntó por el derecho que teníamos a hacer una llamada telefónica. Yo sólo lo miré como quien mira a un niño que pide limonada en medio de una película en el cine; Eduardo le contestó que eso sólo ocurre en la televisión. La luz permite ahora ver que la celda está llena de inscripciones, y que los detenidos no perdían el humor. En la pared hay letreros de Baño, Bar, Piscina y Restaurant, todos señalando a la misma esquina ennegrecida y pestilente. A un costado se puede leer ese texto mil veces copiado en las paredes de los baños de Latinoamérica, cambiando el último sustantivo: Prohibido cagar más de dos kilos porque de la mierda nacen los fujimoristas. Pero también hay inscripciones más serias y dramáticas. Algunas me hacen recordar el texto que dejara Miguel Hernández en las paredes de la cárcel de Alicante, poco antes de morir: Adiós hermanos, camaradas y amigos, despedidme del sol y de los trigos. Ahora Miguel y Eduardo están sentados en la misma posición: la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre las rodillas. No me atrevo a interrumpir sus meditaciones, rezos o lamentos para compartir con ellos las inscripciones que me parecen notables. Me pongo de pie para poder leer un texto bastante largo, escrito muy arriba, que no se puede leer desde el suelo.
Queridos compañeros y compañeras de infortunio,
Los torpes esbirros de la dictadura, los tontos útiles con sueldo y criterio mínimos, los hijos de la intolerancia que siempre nacen con malformaciones, me han traído aquí por convertir las paredes de las fábricas en pizarra del más elemental catecismo: aprender a decir No. Si ahora apresan a los que escriben, mañana apresarán a los que lean, y entonces todos estaremos en prisión, sea detrás o delante de los barrotes. Este triste retorno al oscurantismo medieval debe combatirse con dignidad y valentía, lo que en estos tiempos equivale apenas a no callar. Ya que no existe la prensa libre y la televisión está secuestrada, sólo nos queda nuestro grito. Aquellos que renuncien a ser mudos y salgan con vida de este trance han de difundir la consigna: tomar las paredes para luchar todos contra la gran pared del terror y la opresión del régimen fujimorista.

No había terminado de leer la tercera línea cuando sentí una opresión en el pecho al reconocer la letra de molde y el estilo épico y panfletario del amigo perdido. Pero ahora que he terminado de leer esta suerte de testamento de Francisco me siento por un lado aliviado y por otro con mucha fuerza. El alivio es por saber algo más de su itinerario antes de desaparecer. Quizás se trate de un resabio de racionalismo, la impronta de la modernidad, el consuelo de tener datos objetivos de la desgracia (ya Mariana me había criticado alguna vez la compulsión por leer periódicos y ver noticieros). La súbita fortaleza que me invade no la puedo explicar, es como si algo hubiera entrado dentro de mí y tomara el mando. Tal vez sea simplemente orgullo solidario por haber recorrido el mismo camino que él para llegar primero a esta celda, luego a Seguridad del estado, y después quién sabe. Sea lo que sea, y sin tener razón alguna, ahora me siento con fuerzas para enfrentar lo que viene, para encontrarle sentido incluso a la barbarie. Por eso es que me apuro en recoger este pedacito de carbón cuando escucho el ruido de pasos que indica que ya vienen por nosotros, y escribo ese verso de la canción que tanto le gusta a Mariana. Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón.


domingo, 2 de octubre de 2011

Contra el nacionalismo

Era verano, yo tenía ocho años, y estábamos a punto de comenzar a jugar una pichanga en el parque, contra unos niños que no conocía. Mis compañeros de equipo decían en voz alta que yo jugaba muy bien, que era la estrella del equipo y cosas así. La verdad es que, modestia y nostalgias  aparte, jugaba bien al fútbol. El caso es que uno de los niños rivales se paró enfrente de mí, muy serio, y me dijo con toda la convicción posible “mi primo juega mejor que tú”. Perplejo, le pregunté inmediatamente cómo podía decir eso si él no me había visto jugar. Yo estaba dispuesto a aceptar que otro niño jugara mejor, por supuesto, pero no estaba dispuesto a tolerar una violación tan flagrante de la lógica más elemental: sin una comparación previa, no es posible inferir una relación de superioridad. El niño no pareció perturbarse en lo más mínimo por mi inquisición epistemológica, y retrucó, “sí, no te he visto jugar, pero estoy seguro de que mi primo juega mejor que tú”. Sentí una rabia que tenía mucho de indignación pero también de compasión. Cómo era posible que alguien fuera tan tonto, me decía. No recuerdo si ganamos o perdimos, o si jugué bien o mal. Pero no me olvidé de esa tozudez tan orgullosa como lamentable. Años después, me he dado cuenta de que en ese no-raciocinio pasional del niño aquél está la alegoría más simple y contundente de lo que es una de las plagas de la humanidad: el nacionalismo.

Ese ejercicio de renuncia voluntaria a la razón que subyace a cada afirmación de superioridad del país propio en relación al vecino, casi siempre basada en la profunda ignorancia que se tiene del país vecino, podría ser simplemente un motivo de burla, una razón más para reírse de un tipo particular de estupidez, como la de ese niño, si no fuera porque el nacionalismo es –junto con la religión– la causa principal de las guerras, y una causa fundamental de la violencia en general. El nacionalismo nubla la razón, intoxica el alma, y degrada las relaciones entre las personas al hacerle creer al idiota que su bandera (un trapo de colores, a menudo bonito, eso es todo) es más importante que la bandera del otro; ese otro que habla un idioma diferente, tiene otro color de piel y no comparte la misma historia.

En otro gesto que ilustra su distintivo nivel de país civilizado, Suecia prohibió durante años que sus ciudadanos llevaran la bandera nacional impresa o bordada en la ropa. Eran los tiempos en los que la plaga de nacionalistas xenófobos se extendía por Europa y los estados debían multiplicar sus fuerzas de seguridad para detener a esas hordas belicosas. Al contrario, en nuestros países la ropa y el discurso nacionalistas se venden bien y barato. Sobran los idiotas para comprarlos con entusiasmo. Algo parecido ocurre con los himnos nacionales, que son cantados con orgulloso grito en las competencias deportivas (aunque no se puede decir lo mismo en el caso de las asambleas escolares). Se ha difundido un mito por varios países de Latinoamérica, defendido a rajatabla por sus habitantes, según el cual el himno propio quedó segundo –después de La Marsellesa– en un concurso mundial de himnos, que por supuesto jamás tuvo lugar. Que yo sepa, en Chile, Perú y Colombia se cuenta la misma historia. Pero imagino que hay más casos. Hace poco descubrí que los ecuatorianos se sitúan no en el segundo lugar sino en un top ten, lo que disminuye la soberbia pero no el ridículo. Los himnos nacionales son, en general, desabridos en la música (a veces sospechosamente parecidos, como los de Chile y Bolivia), y necesariamente anacrónicos en la letra. En ese sentido, el que más me gusta es el himno español, porque no tiene letra. En este aspecto destaca claramente el himno mexicano, cuya letra es más que sangrienta. No sé qué tipo de pensamientos le pueden pasar por la cabeza a un niño mexicano cuando canta:

Guerra, guerra sin tregua al que intente
de la patria manchar los blasones!
¡guerra, guerra! los patrios pendones
en las olas de sangre empapad. “.
Antes, Patria, que inermes tus hijos
bajo el yugo su cuello dobleguen,
tus campiñas con sangre se rieguen,
sobre sangre se estampe su pie.
Claro, nos parece gracioso, ridículo, demencial, gore, pero la tragedia y la comedia se rozan en este tema. Ilustres líderes nacionalistas, como Hitler, Mussolini, Gadafi, Saddam Hussein, Bush, han sido al mismo tiempo payasos patéticos y genocidas crueles. El nacionalista noruego Anders Breivik, a quien la principal prensa internacional no ha llamado terrorista porque no es musulmán, hace un par de meses asesinó a casi 100 compatriotas porque lo consideraba “necesario” para impedir la islamización de Europa. El nacionalismo y la razón son rectas paralelas, sin intersección posible. Hace poco capturaron al serbio Ratko Mladić, prófugo desde 1995 por la matanza de Srebrenica, donde sus fuerzas masacraron en un par de días a 8000 bosnios, incluyendo mujeres, niños y ancianos. Tras su captura, en su pueblo natal se oía a una autoridad vecinal declarar: "La detención es una tragedia (...) Ahora detienen a los más valientes, a los mejores”.

La tragicomedia asociada al absurdo nacionalismo no necesariamente tiene que escenificarse en el gran teatro de la política internacional. El año 2005,  Teodoro Callañaupa Silva, profesor de educación secundaria en un humilde colegio peruano, se aprestaba a participar en un desfile cívico cuando notó que el asta donde debía colocarse la bandera no era lo suficientemente alta. Con la ayuda de dos obreros municipales, y frente a sesenta alumnos del Colegio de Varones de Vitarte reunidos para el acto cívico-patriótico, uno de sus hijos entre ellos, se dispuso a levantar un asta metálica donde pudiera ondear como corrresponde la bandera peruana, sagrado símbolo patrio. El profesor de Historia, con veinte años de trabajo en ese colegio, al manipular el pesado parante no pudo evitar que éste se ladeara y entrara en contacto con unos cables de alta tensión que había en la calle. Teodoro Callañaupa murió electrocutado delante de sus alumnos y familiares.

Para identificar los vicios nacionalistas es de mucha utilidad vivir en diferentes países. Así, para aprender a reconocer -y rechazar- el nacionalismo en mi país de origen, el Perú, me sirvió de mucho vivir en Chile. Los chilenos son muy nacionalistas; quizás demasiado. Los he visto, por ejemplo, desplegando su bandera sobre las construcciones en Machu Picchu, cantando su himno varias veces durante un mismo partido de fútbol, vistiendo camisetas-bandera por legión, y transformarse de personas ecuánimes en energúmenos al tratarse el tema del -justo- reclamo de salida al mar para Bolivia. Es más, fue muy popular un comercial de cerveza en el que, tras mencionar supuestos logros de chilenos (algunos reales, otros mitológicos), se concluía “qué sería del mundo sin los chilenos”. Creo que parte de esa errónea convicción de ser muy especiales se explica por el aislamiento -forzado o voluntario- experimentado durante años de dictadura. Como el niño en el parque al comienzo de este texto, la ignorancia del mundo que está alrededor, la estrechez de las fronteras culturales, explican algunas certezas lamentables.   

Entonces, como para tantos otros problemas de la sociedad, la solución para el problema del nacionalismo sería la educación, el conocimiento, la cultura. Soñemos un poco: rocía con cultura a una muchedumbre que vocifera consignas patrioteras y convertirás a la horda palurda en una masa informada que no confundirá al enemigo. Si uno lo piensa con calma, la intersección entre el conjunto de personas destacadas en campos del saber y personas con un discurso nacionalista, es prácticamente un conjunto vacío.  El viejo y querido Schopenhauer, que nunca se aburrió de tener la razón, ya decía hace casi dos siglos que “Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación”.