viernes, 18 de noviembre de 2011

Diario de un suicida


“Suena interesante” dijo Susana sin entusiasmo, continuando el movimiento de la mano que llevaba la taza de café hacia su boca, consciente de que no diría más, que no sería necesario fundamentar su opinión. Rafael acababa de contarle su proyecto para el próximo cuento, el que completaría por fin la docena que le prometió al editor. El diario de un suicida: sus últimos días. “La primera persona facilita la intimidad, la introspección; y me ahorra las descripciones de lugar que tanto me agotan” dijo Rafael una vez que se puso de pie, mirando por el ventanal el mismo tejado descolorido de siempre allá abajo, sabiendo que ella ya no lo escuchaba, que había vuelto a la lectura del periódico. Confirmó que ya no le afectaba como antes el poco apego de ella a sus proyectos vitales, pero no lamentó la certeza de esa distancia: al fin y al cabo el proceso creativo necesita de soledad, de cierto aislamiento, se dijo; pero no se convenció del todo.

Septiembre 22
Hoy fui a renovar la visa de estudiante a Extranjería. Una cola de dos horas para que al final un idiota que hablaba con faltas de ortografía me diera un formulario y me dijera que regresara dentro de dos semanas con el formulario lleno. “Y sin emendaduras” añadió el idiota con bigote de Cantinflas, parado detrás de su escritorio. A lo mejor todavía no descubre que la silla es para sentarse. No debe estar consignado en el manual que le dieron. Podrían tener una mesa llena de formularios y así le ahorrarían a la gente la cola y las inasistencias al trabajo. Pero claro, entonces dejaría de tener razón de ser la existencia del idiota con terno lustroso y prendedor en la solapa, con caspa sobre y prendedor en la solapa. En realidad no creo que su existencia tenga mucha razón de ser a pesar de que todavía no hay mesa con formularios. Su triste existencia de imitar los modos del jefe, adular a la secretaria amante del jefe, sonreírle a las extranjeras de ojos claros y maltratar a los extranjeros de piel oscura. Pobre diablo que regresará a casa apretado en el micro, codo a codo con el extranjero de piel oscura, y sin poder ver el automóvil en el que viaja la extranjera de ojos claros. Pero ya estuvo bueno de hablar del idiota, que no fue lo peor de la mañana perdida en Extranjería. Lo peor fue soportar la cola. Escuchar el desfile interminable de lugares comunes como síntoma de la compulsiva necesidad de hablar de la gente. De hablar pero no escuchar. No importa de qué tamaño fuera la peripecia que acababa de relatarle la señora de pelo teñido a la señora gorda, ésta replicaba (cuando no interrumpía) con “Eso no es nada, imagínese que a mí...” y así hasta que el tipo con calvicie prematura aportara su “Al menos a usted le dijeron que esperara, en cambio a mí...”. Nadie escucha un carajo, sólo esperan su oportunidad para enrrostrarte su pequeña desgracia tamaño pasaporte, su apocalíptica espera de media hora, subiendo el volumen de su perorata si no alzas las cejas o manifiestas de alguna manera tu asombro solidario. Solidaridad....já. Con meticulosidad digna de mejor causa registré las primeras palabras de las intervenciones de los colistas. Diecisiete de veinte comenzaron con “Yo” o “A mí”. Y así quieren solidaridad los miserables. Si la cola no fuera con ticket las ancianas nunca llegarían a la ventanilla, serían aplastadas por esa turba bien vestida y perfumada. Allí está la náusea de Sartre, ni siquiera hay que leer el libro. En fin, no sigo con la historia de la cola para no darle la razón a Rosita, que siempre decía que yo era un amargado. No soy un amargado. Soy un observador con algo de lucidez (perdóneseme la autocomplacencia y la inmodestia mal disimulada). Bueno, al menos lo era hasta hace poco. Últimamente la resignación me está quitando las ganas de observar. Y si no observo ya no sé de qué me sirva mi lucidez. Si Rosita no se hubiera ido tendría la posibilidad de abandonarme a la sinrazón del amor por un rato. Opio, Maya, ilusión fugaz pero necesaria. El problema es que ella se fue precisamente en nombre de la razón.

“Así que si quieres anda buscando un abogado, a mí me va a representar mi primo Patricio” remató Susana. Rafael la miraba sin saber cómo reaccionar ante el aplomo de ella. Todo se había desencadenado muy rápido. Él le preguntó si ya había hecho las reservas para los pasajes de Navidad y ella respondió que no, porque no pensaba volver a pasar una Navidad en Lima si la madre de él no se disculpaba antes con ella por lo que le había dicho la última vez que hablaron por teléfono. Él, todavía sorprendido, le había recordado que su madre estaba muy enferma, que podía ser su última Navidad, que por último correspondía –de acuerdo al pacto que se había respetado durante 5 años– que ese veinticinco de diciembre lo pasaran en Lima porque el anterior se habían quedado en Santiago. “Si quieres te vas solo, pero yo no voy. Y por supuesto que los niños se quedan conmigo” había dicho ella. “No puedes ser tan dura” dijo él, moviendo la cabeza. “Lo que yo pueda o no pueda ser no lo decides tú. Nunca terminarás de entender eso. Por más librepensador que te declares, sigues albergando a un macho que quiere dominar. Pero yo no soy como tu madre, que fue capaz de someterse al maltrato de un hombre por el supuesto bien de los hijos. Yo no tengo vocación de víctima. Y quieres que te diga una cosa: estoy harta de que tu madre maneje nuestra relación por control de remoto con la eterna excusa de su salud deteriorada”.  Allí comenzaron a subir los tonos y a perderse el respeto. En cuestión de minutos habían llegado al tema del divorcio. A Rafael no le sorprendió sentir que estaba en la víspera de una sensación de alivio, pero ésta se esfumó súbitamente cuando le escuchó decir a Susana que ella no le permitiría ver a los niños hasta que se dictara la sentencia y se estipulara el régimen de manutención; y que tuviera paciencia, porque el proceso no tomaría menos de un año y medio. “Sabes muy bien que tengo todas las de ganar, no sólo porque soy la mujer, sino porque tú eres extranjero. Esto me lo dijo Patricio la semana pasada”.

Septiembre 23
Aferrarse a algo. Se supone que uno debe buscar un motivo simple y concreto, un ancla, algo a qué asirse cuando se pierde el sentido. Esas “ideas-fuerza” son sólo una receta más, un producto marketeable diseñado para mentes débiles. Como “la visualización positiva es la clave del éxito” o “el fracaso nunca me sobrecogerá si mi decisión para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa”. El éxito según Og Mandino y los 40 editores. Me cago en su éxito, sus cuentas millonarias, su cocaína diaria y sus bestsellers para tontos útiles. Toda esta diatriba se debe a la torpe bondad de mi madre por el día de mi cumpleaños: me envió por correo un libro de superación personal. Pobre mamá, no tiene idea de nada. Se puso a llorar al teléfono cuando le dije que no quería hablar con mis tíos, que saldría a caminar hasta tarde, que mi cumpleaños no me importaba. Perder el sentido. Ocurre de un momento a otro, como la epifanía que le revela el conocimiento al científico inspirado, pero al revés. Y ya no hay marcha atrás. No vale arrepentirse de ser el espermatozoide ganador. Perder el sentido. Un instante, un relámpago dentro de la cabeza, como las ideas geniales. Claro que a mí nunca se me ha ocurrido una idea genial. En qué momento se jodió el Perú, se preguntaba Zavalita en Conversación en la Catedral. En qué momento me jodí yo, podría preguntar. Pero no, no me interesa hacer una investigación histórica de este desapego al que comienzo a acostumbrarme. La lectura de Pessoa es buena compañía, pero ya estoy terminando el libro. A lo mejor después sigo con Bukowski. O no sigo. Esteban decía que prefería a Bukowski antes que a Henry Miller porque le desagradaba que Miller siempre cayera de pie en su muladar, que conservara la distancia precisa para transmitir la imagen que quería, que tuviera tan bien diseñada su desgracia que hasta daba envidia. En cambio Bukowski era más honesto, no temía hacerse mierda frente al lector, podía escribir pésimo porque su vida era pésima, y así había que leerlo. Bukowski. Yo creía que era un director de cine polaco, hasta que Esteban me explicó. Ojalá estuviera aquí ahora para explicarme algo, cualquier cosa. Quizás perder el sentido sea no querer caer de pie en medio del muladar y no querer escribir, aunque sea pésimo. No. Perder el sentido es que no te importe cómo ni dónde caes, que no te importe si escribes o no, porque al final todo termina en lo mismo. Todo comienza y termina en el mismo punto. Como una figura geométrica que se cierra para siempre. Pero allí hay armonía, ésa es la pequeña diferencia. La enorme, insalvable, cañón del Colorado, diferencia. En fin, no sigo porque voy a tener que salir a dar una vuelta: hay fiesta en el piso de arriba. Horror. La música a todo volumen es lo de menos. El mal gusto de la música a todo volumen es lo de menos. Lo que no soporto (y no entiendo) es esa obsesión por decir cosas supuestamente graciosas cada vez que hay más de cuatro personas reunidas y es de madrugada. Una carcajada tras otra. Y otra más. Y otra. No hay nada que me ponga de peor humor que escuchar las risotadas huecas, forzadas, de las taraditas que al no poder aportar a la conversación aportan al ruido. Son las que necesitan un poco de alcohol en la sangre para olvidarse que son feas y así poder sentirse objetos de deseo. De deseo de otros igualmente feos pero con cinco gramos más de cerebro; suficiente para armar dos frases seguidas que generen risotadas huecas. El problema es que después se aparean, se reproducen, y traen al mundo a más tarados necesitados de alcohol para sentirse felices. Es la plaga bíblica que no se detectó a tiempo. La misantropía la fundó alguien que vivía en un edificio de departamentos.

La nueva crisis conyugal no pudo llegar en peor momento. Gustavo –el editor– había vuelto a llamar, recordándole que el ya tres veces postergado plazo había vuelto a vencer el martes pasado. Rafael le dijo que ya estaba terminando el último cuento, que tuviera un poco de paciencia, hasta le contó lo de Susana y los niños. Pero todo lo que obtuvo fue una profesionalmente amistosa palabra de aliento (“ya verás que todo se va a solucionar”) y una igualmente profesional amenaza de denuncia por incumplimiento de contrato. Tras larga discusión finalmente acordaron que a la mañana siguiente el editor pasaría a recoger el manuscrito a su casa. “No falles, Rafael; esto ya no depende de mí, me están presionando de arriba. Si no tienes el manuscrito listo con los doce cuentos que el contrato estipula, te estarás metiendo en un grave problema. No puedo defenderte más”. Ahora miraba a su alrededor y no podía reconocer en ese paisaje de desolación y abandono lo que hasta hacía unos días había sido su casa, un hogar. Susana se había llevado a Gabriel y a Silvia primero, y a los muebles y artefactos poco tiempo después. Se paró de la cama y caminó hasta la cocina sorteando la ropa sucia y los cartones de comida rápida que poblaban el suelo. Ya no había refrigerador. Lo recordó al buscar hielo para el vaso de Amaretto que acababa de servirse. Volvió a su cuarto-escritorio, que era lo único que todavía se parecía a su pasado, e intentó concentrarse una vez más para poder terminar el cuento. Tenía que sobreponerse, tenía que vencer a esa demoledora alianza de la depresión y la  angustia. Él era un profesional de la creación literaria, la más sólida promesa de la narrativa actual – en las generosas palabras de un amigo periodista. No pudo. La sonrisa de sus hijos en la inmensa fotografía en la pared hizo que las lágrimas volvieran a nublarle la visión de la pantalla del computador.

Septiembre 24
Hoy no llamó nadie ni me escribió nadie. Menos mal. No tengo ganas de fingir. Pensaba ir al cine (hoy era el último día de “No Amarás”) pero sólo imaginar a los imbéciles de siempre comentando la película en la fila de atrás me quitó todas las ganas. Prefiero pasar el día contemplando las manchas de humedad en el techo o mirando por la ventana, mirando las vidas de otros, deseando ser cualquiera de ellos (la viejita que apenas puede con las bolsas del supermercado, el escuálido recogedor de cartones que se estira las mangas de la chompa para no congelarse las manos al empujar su carreta al amanecer, la niñita que animada le cuenta su día en el jardín infantil a su madre mientras ésta no la escucha porque está pensando en cómo llegar a fin de mes). Mañana se cumplen dos semanas sin tomar las putas pastillas. No puedo decir que esté ganando la batalla, pero de ninguna manera voy a regresar a la alegría artificial, a las tres dosis diarias de entusiasmo, a la vida con respirador mecánico. Si no puedo solo, no puedo y ya está. “Hay que darle para adelante nomás, porque el camino de regreso está muy congestionado”. Difícil de creer que fui yo el que escribió esa frase alguna vez. Me suena a la prehistoria. Cazador-recolector de frases bonitas o ingeniosas. Ése era yo. En un pasado reciente tuve un gran futuro, pero ese futuro terminó hace unos días. Y no se ve nada más adelante. Debe ser el esmog, la inversión térmica de los cojones, o un frente de mal tiempo proveniente del Pacífico sur, o ninguna de las anteriores. Ya, basta por hoy. Tengo mucho sueño y pocas ganas de escribir.

El canto de los pájaros le indicó que comenzaba a amanecer. Recién entonces se dio cuenta del paso del tiempo. No había dormido en toda la noche y había avanzado apenas unas cuantas líneas. Releyó una vez más el cuento escrito a medias, volvió a quedar insatisfecho con el producto, y constató que la angustia comenzaba a esfumarse. Ya no le importaba tanto. Ya no le importaba, quizás. Se puso de pie, abrió las cortinas, y se quedó observando el tejado descolorido de la casa de enfrente. Desde el cuarto piso se tenía una vista total de esa casa. Era una casa antigua, con un amplio zaguán poblado de hierbas silvestres y donde todas las tardes jugaban los niños a perseguirse y esconderse. No sabía sus nombres pero sí sabía que eran amiguitos de Gabriel y Silvia. Vio que todavía no encendían las luces y pensó –sin tener motivos para hacerlo– que en esa casa dormía una familia feliz. Un escalofrío le recorrió el cuerpo e inmediatamente pensó en hacerse un café. Imposible por ahora: no había cocina. Regresó al escritorio y se sentó frente a la máquina. Todavía le quedaban un par de horas antes de que llegara Gustavo.

Septiembre 25
Creo que perdí. Me quedé sin fuerzas, sin razones, sin ganas de que vuelva a amanecer. Estar en este lado o en el otro lado me da exactamente lo mismo. Y en el otro lado por lo menos tengo el incentivo de la novedad, la incertidumbre, la sorpresa. Por supuesto que no creo que me esté esperando una corte de serafines afeminados tocando la trompeta a la entrada de un luminoso reino sobre las nubes. A lo mejor no hay nadie ni nada al otro lado. Ya veremos (dijo un ciego lleno de esperanzas). Paren el mundo que aquí me bajo, decía Mafalda. Yo no pido que pare; voy a saltar de este microbús en movimiento, como cada día al llegar a la universidad. Imagino que mañana todos dirán que fue por Rosita, que no me pude recuperar de su abandono. Lo dirán con un tono a medias sabiondo y a medias compungido. Y no sabrán nada. Lo dirán porque algo hay que decir, eso creen. Todas sus palabras sobran, nunca nos han regalado un pedazo de silencio. Hablan mucho y no saben nada. No tienen la más remota idea de lo que es perderlo todo. Nadie puede saber lo que es esto, nadie sabe cómo se siente quedarse vacío, cómo se siente el no-sentir. Lo único que lamento es el tono de tragedia griega de todo esto, el titular de tabloide amarillo, el mal gusto de la sangre y del cuerpo deshecho contra el suelo; si se pudiera simplemente apretar un botón y desaparecer, invadir el pasado sin pasar por el presente. Pero no, hay que hacer el esfuerzo de dar un último paso real: abrir el ventanal. Sea, entonces, pero con un breve trámite como preámbulo: el testamento. Un testamento imaginario, por cierto, porque no tengo posibilidad de dejar algo oficial. El inventario actual es bastante pobre, así que no tomará mucho tiempo nombrarlo. Lego la computadora a mi hermano, con la esperanza de que la utilice para algo distinto a los embrutecedores juegos de combate. Los libros a mi hermana, que nunca tuvo tiempo para leer y ahora tendrá un motivo más para sentirse obligada a hacerlo. Todo lo que he escrito se lo dejo mi madre, que algún día entenderá que ella no tuvo la culpa de nada. Por supuesto que en lo anterior no se incluye este cuento incompleto, Gustavo; espero que sepas perdonar que no cumpliera con el último plazo acordado. Finalmente, lego mi inútil lucidez y mi amor desesperado a Gabriel y Silvia, que llevan en sus ojos todas las palabras que ya no podré decirles.

(2001)




martes, 8 de noviembre de 2011

Objetivos


«Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo
F. Nietzsche


Bertrand Russell vivió casi 100 años, y tomaría páginas describir de manera general sus aportes a la filosofía, las matemáticas y la epistemología; pero este no es un post sobre su obra. Russell, que recibió el Premio Nobel de Literatura por sus escritos filosófico-humanistas,  fue además un activista convencido, razón por la que purgó meses de cárcel siendo ya un hombre maduro, y hasta de nonagenario fue arrestado durante una marcha pacifista. A todas luces, fue un hombre realizado. Hace tiempo leí que cuando le preguntaron los periodistas acerca de “el secreto de la felicidad” (típica pregunta para el gran público, que podrá memorizar la respuesta pero nunca leerá un libro de Russell) él contestó “no plantearse objetivos”. Acabo de hacer una búsqueda sobre las citas de Russell, y no encuentro esa frase. Puede ser otro caso de citas apócrifas, pero igual sirve para la reflexión. Cada vez que recordaba esa supuesta cita de Russell, me cuestionaba bastante, porque si bien entiendo que no plantearse objetivos reduce la frustración por no cumplirlos (y así se reduce el stress y las úlceras al duodeno), aumentando entonces la felicidad, no me cabía en la cabeza que alguien como Russell pudiera haber logrado tanto sin una búsqueda consciente y determinada de esos objetivos. Además, y aquí vamos entrando en materia (repito, aunque no lo parezca, este post no es sobre Russell), siempre me han causado una extraña admiración las personas que en algún momento de su vida dedican todas sus energías a un único objetivo. Esa obstinación unidimensional, esa obsesión que pulveriza la importancia de todo lo que no es el objetivo,  me parece fascinante. No tengo certeza de que ese fanatismo puro sea una receta para la felicidad propia o de los seres cercanos, pero sí es una llamativa manifestación de las posibilidades extremas de lo humano. En cierto modo, la vida de esas personas se simplifica, por cuanto es absolutamente claro para qué se levantan cada mañana de sus vidas, una situación que algunos envidiarían. Eso sí, hasta ahora no aparece en la discusión el componente moral del objetivo buscado, porque evidentemente no son igualmente admirables la Madre Teresa, Chico Mendes o Nelson Mandela, que dedican su existencia de manera exclusiva a causas muy nobles, y el sujeto aquél que se ha hecho decenas de cirugías para parecerse a “Superman” (a Christopher Reeve), o esa ex-actriz porno que ya no puede respirar ni caminar con facilidad por los implantes de silicona cada vez más monstruosos que cada año se coloca en los senos para superar su propio récord.

En el mundo de esos seres especiales, hay dos casos que me impactaron mucho y todavía me conmueven cada vez que los recuerdo.  Son los ejemplos de Vitaly Kolayev y Thelma Toole. ¿Qué harías si de un momento a otro perdieras lo que más amas? Le ocurrió a ambos, y a partir de ese instante su vida tuvo un solo sentido, pero diametralmente opuesto.

Vitaly Kolayev vivía con su mujer, Svetlana, y sus dos pequeños hijos, Konstantin y Diana, en Ossetia del Norte, una república del Cáucaso que pertenece a Rusia. Como el trabajo escaseaba, aceptó un empleo temporal de arquitecto-constructor en Barcelona. Llegadas las vacaciones, la familia decidió reunirse en España. El avión de Bashkirian Airlines estaba sobre el lago Constanza, en la frontera entre Alemania y Suiza, cuando se acercó a la trayectoria de un avión de carga de DHL. En ese momento, el danés Peter Nielsen era el controlador responsable del espacio aéreo de esos vuelos y estaba solo en la torre de control de Zurich, a cargo de dos pantallas porque su compañero estaba descansando en un cuarto anexo (una violación de las regulaciones). Además, algunos sistemas de alarma extras estaban en reparación. Los aviones tienen un sistema automático de detección de trayectorias de colisión e instruyen al piloto para evitar el choque. Esa noche, los sensores automáticos se activaron e indicaron a los pilotos del avión de  DHL: descender, y a los pilotos rusos: ascender. Pero, por error,  Peter Nielsen -quien llevaba rato ocupado con un aterrizaje complicado por comunicaciones intermitentes- les dijo a los rusos:  descender. El manual de operaciones del avión de Bashkirian Airlines presenta información ambigua respecto a quién obedecer en un caso de contradicción, si al sensor automático o al humano en la torre de control. Decidieron confiar en el controlador. No hubo sobrevivientes. Vitaly Kolayev llegó a la zona de la tragedia mientras se realizaba la búsqueda de restos y él mismo encontró el cuerpo de Diana, de 4 años. Konstantin tenía 10 años. Ese día terminó lo que había sido su vida. Durante muchos meses permaneció más tiempo en el mausoleo que construyó para su familia que en cualquier otra parte, aislándose del mundo, superando una y otra vez los límites del dolor. Hasta que tomó una decisión. Ahora su vida vacía tenía un sentido. Intentó contactarse con la empresa a cargo del control aéreo, para preguntar nombres, pero no lo recibieron. A pesar de que el nombre del controlador se mantuvo en reserva durante el juicio que finalmente lo absolvió, Vitaly Kolayev lo logró obtener: Peter Nielsen. Luego contrató a un detective privado que le informó que Nielsen, quien había sido retirado del trabajo, vivía en Kloten, un pueblo a  las afueras de Zurich. Hasta allí llegó Vitaly Kolayev a fines de febrero de 2004, casi dos años después del accidente. Se sentó frente a la entrada de la casa de Peter Nielsen, y esperó. Alarmado por la presencia del extraño sujeto, el danés salió a preguntarle qué buscaba. Vitaly Kolayev dice que discutieron -su inglés es muy rudimentario- y que él sacó fotos de sus hijos para mostrarle a Nielsen que había acabado con su tesoro más amado. Dice también que en medio de la discusión Nielsen se sacó de encima de un golpe las fotos que Kolayev le enrostraba y que eso lo enfureció. Dice no recordar nada más. Peter Nielsen, de 36 años, murió desangrado delante de su mujer y sus tres hijos, en el portal de su casa, tras ser apuñalado múltiples veces por Vitaly Kolayev.








A Thelma D. Toole los médicos le dijeron que no podía tener hijos, pero a los 37 años fue madre de John. Nacido en 1937, en Nueva Orleans, John K. Toole fue siempre un niño muy creativo y con sensibilidad artística. A principios de los 60, mientras cumplía con su servicio militar en Puerto Rico, comenzó a escribir una novela: La Conjura de los Necios (A Confederacy of Dunces). Terminó la novela de vuelta en casa, a inicios de 1964. John, un muchacho algo reservado pero dotado de una chispa irónica particular, vivía con sus padres mientras estudiaba un doctorado en lengua inglesa y daba clases en un college.  Con la obra lista, intentó publicarla en una editorial prestigiosa (Simon & Schuster), donde inicialmente tuvo una buena recepción, porque notaban a un escritor talentoso, pero la novela en sí no les convencía, les parecía algo desordenada y banal. Nunca estuvieron satisfechos con las sucesivas correcciones que John hizo al texto, y él mismo no veía posible modificar aspectos que constituían la esencia de su novela. Después de dos años de idas y venidas, y muchas páginas de correspondencia escritas, la decisión de la editorial fue: no se publica la novela hasta que se modifique significativamente. Pero John no veía cómo podía modificarla más sin que dejara de ser su obra. Ya estaba deprimido, frustrado, cuando su madre lo convenció de que intentara mostrarle su novela a un periodista-editor, quien la rechazó con poca cortesía. Esto hundió todavía más a John Toole, y comenzó a beber en exceso y recluirse, además de padecer de jaquecas y mostrar síntomas de paranoia. En agosto de 1968 le confesó a un amigo cercano que la humillación de no poder publicar su libro y las “burlas y confabulaciones secretas” de la gente lo tenían acorralado. En enero de 1969 John Toole desapareció de su casa y dos meses después, en un poblado apartado, conectó el tubo de escape de su automóvil a una manguera y la introdujo en el auto. Tenía 31 años. Entonces, a los 68 años, Thelma Toole se vio despojada de “su tesoro” (así lo llamaba) y enfrentada a la epopeya de sacar adelante un hogar con un marido sordo y con demencia senil. Durante dos años fue el turno de Thelma de hundirse en la depresión y perder el sentido de la existencia. Hasta que un día entró a la habitación de John y encontró sobre el armario el manuscrito de La Conjura de los Necios. Entonces supo que su vida todavía tenía sentido. En los siguientes 5 años, superando la muerte de su marido y el resquebrajamiento de su salud, Thelma envió el manuscrito a ocho editores distintos, obteniendo ocho rechazos. Pero no se rindió. En 1976, se enteró de que un escritor conocido estaba dando clases en una universidad cercana y comenzó a llamarlo y escribirle, para que leyera la novela de su hijo muerto. El escritor la evitó como pudo, hasta que ella se presentó en persona en su oficina con el manuscrito en la mano. Para librarse de una buena vez de la anciana insistente, el escritor decidió leer las primeras páginas, seguro de que encontraría un bodrio intragable. Pero no pudo parar de leer, o más bien sólo se detuvo para reírse a carcajadas, porque la novela de John Toole es una sátira picaresca -y algo disparatada- de la sociedad de su tiempo. Entusiasmado, decidió apoyar a Thelma, pero el camino no sería fácil: tres años más de fracasos editoriales los esperaban. Finalmente, en 1980, cuando Thelma estaba a punto de cumplir 80 años, el escritor consiguió que La Conjura de los Necios se publicara en la pequeña editorial de la Universidad Estatal de Louisiana, con una tirada de apenas 2500 ejemplares. Thelma Toole murió en 1984, pero pudo descansar en paz, ya que alcanzó a ver el éxito meteórico del libro de su hijo, que lo hizo merecedor en 1981 del Premio Pulitzer -el mayor galardón literario en EEUU- y del Premio a la mejor novela en lengua extranjera, en Francia. La Conjura de los Necios ha sido traducida a 18 idiomas y ha vendido más de un millón y medio de ejemplares. John Toole ha sido comparado con Cervantes y Dickens, y es considerado por la crítica como uno de los grandes escritores norteamericanos de todos los tiempos.