viernes, 18 de noviembre de 2011

Diario de un suicida


“Suena interesante” dijo Susana sin entusiasmo, continuando el movimiento de la mano que llevaba la taza de café hacia su boca, consciente de que no diría más, que no sería necesario fundamentar su opinión. Rafael acababa de contarle su proyecto para el próximo cuento, el que completaría por fin la docena que le prometió al editor. El diario de un suicida: sus últimos días. “La primera persona facilita la intimidad, la introspección; y me ahorra las descripciones de lugar que tanto me agotan” dijo Rafael una vez que se puso de pie, mirando por el ventanal el mismo tejado descolorido de siempre allá abajo, sabiendo que ella ya no lo escuchaba, que había vuelto a la lectura del periódico. Confirmó que ya no le afectaba como antes el poco apego de ella a sus proyectos vitales, pero no lamentó la certeza de esa distancia: al fin y al cabo el proceso creativo necesita de soledad, de cierto aislamiento, se dijo; pero no se convenció del todo.

Septiembre 22
Hoy fui a renovar la visa de estudiante a Extranjería. Una cola de dos horas para que al final un idiota que hablaba con faltas de ortografía me diera un formulario y me dijera que regresara dentro de dos semanas con el formulario lleno. “Y sin emendaduras” añadió el idiota con bigote de Cantinflas, parado detrás de su escritorio. A lo mejor todavía no descubre que la silla es para sentarse. No debe estar consignado en el manual que le dieron. Podrían tener una mesa llena de formularios y así le ahorrarían a la gente la cola y las inasistencias al trabajo. Pero claro, entonces dejaría de tener razón de ser la existencia del idiota con terno lustroso y prendedor en la solapa, con caspa sobre y prendedor en la solapa. En realidad no creo que su existencia tenga mucha razón de ser a pesar de que todavía no hay mesa con formularios. Su triste existencia de imitar los modos del jefe, adular a la secretaria amante del jefe, sonreírle a las extranjeras de ojos claros y maltratar a los extranjeros de piel oscura. Pobre diablo que regresará a casa apretado en el micro, codo a codo con el extranjero de piel oscura, y sin poder ver el automóvil en el que viaja la extranjera de ojos claros. Pero ya estuvo bueno de hablar del idiota, que no fue lo peor de la mañana perdida en Extranjería. Lo peor fue soportar la cola. Escuchar el desfile interminable de lugares comunes como síntoma de la compulsiva necesidad de hablar de la gente. De hablar pero no escuchar. No importa de qué tamaño fuera la peripecia que acababa de relatarle la señora de pelo teñido a la señora gorda, ésta replicaba (cuando no interrumpía) con “Eso no es nada, imagínese que a mí...” y así hasta que el tipo con calvicie prematura aportara su “Al menos a usted le dijeron que esperara, en cambio a mí...”. Nadie escucha un carajo, sólo esperan su oportunidad para enrrostrarte su pequeña desgracia tamaño pasaporte, su apocalíptica espera de media hora, subiendo el volumen de su perorata si no alzas las cejas o manifiestas de alguna manera tu asombro solidario. Solidaridad....já. Con meticulosidad digna de mejor causa registré las primeras palabras de las intervenciones de los colistas. Diecisiete de veinte comenzaron con “Yo” o “A mí”. Y así quieren solidaridad los miserables. Si la cola no fuera con ticket las ancianas nunca llegarían a la ventanilla, serían aplastadas por esa turba bien vestida y perfumada. Allí está la náusea de Sartre, ni siquiera hay que leer el libro. En fin, no sigo con la historia de la cola para no darle la razón a Rosita, que siempre decía que yo era un amargado. No soy un amargado. Soy un observador con algo de lucidez (perdóneseme la autocomplacencia y la inmodestia mal disimulada). Bueno, al menos lo era hasta hace poco. Últimamente la resignación me está quitando las ganas de observar. Y si no observo ya no sé de qué me sirva mi lucidez. Si Rosita no se hubiera ido tendría la posibilidad de abandonarme a la sinrazón del amor por un rato. Opio, Maya, ilusión fugaz pero necesaria. El problema es que ella se fue precisamente en nombre de la razón.

“Así que si quieres anda buscando un abogado, a mí me va a representar mi primo Patricio” remató Susana. Rafael la miraba sin saber cómo reaccionar ante el aplomo de ella. Todo se había desencadenado muy rápido. Él le preguntó si ya había hecho las reservas para los pasajes de Navidad y ella respondió que no, porque no pensaba volver a pasar una Navidad en Lima si la madre de él no se disculpaba antes con ella por lo que le había dicho la última vez que hablaron por teléfono. Él, todavía sorprendido, le había recordado que su madre estaba muy enferma, que podía ser su última Navidad, que por último correspondía –de acuerdo al pacto que se había respetado durante 5 años– que ese veinticinco de diciembre lo pasaran en Lima porque el anterior se habían quedado en Santiago. “Si quieres te vas solo, pero yo no voy. Y por supuesto que los niños se quedan conmigo” había dicho ella. “No puedes ser tan dura” dijo él, moviendo la cabeza. “Lo que yo pueda o no pueda ser no lo decides tú. Nunca terminarás de entender eso. Por más librepensador que te declares, sigues albergando a un macho que quiere dominar. Pero yo no soy como tu madre, que fue capaz de someterse al maltrato de un hombre por el supuesto bien de los hijos. Yo no tengo vocación de víctima. Y quieres que te diga una cosa: estoy harta de que tu madre maneje nuestra relación por control de remoto con la eterna excusa de su salud deteriorada”.  Allí comenzaron a subir los tonos y a perderse el respeto. En cuestión de minutos habían llegado al tema del divorcio. A Rafael no le sorprendió sentir que estaba en la víspera de una sensación de alivio, pero ésta se esfumó súbitamente cuando le escuchó decir a Susana que ella no le permitiría ver a los niños hasta que se dictara la sentencia y se estipulara el régimen de manutención; y que tuviera paciencia, porque el proceso no tomaría menos de un año y medio. “Sabes muy bien que tengo todas las de ganar, no sólo porque soy la mujer, sino porque tú eres extranjero. Esto me lo dijo Patricio la semana pasada”.

Septiembre 23
Aferrarse a algo. Se supone que uno debe buscar un motivo simple y concreto, un ancla, algo a qué asirse cuando se pierde el sentido. Esas “ideas-fuerza” son sólo una receta más, un producto marketeable diseñado para mentes débiles. Como “la visualización positiva es la clave del éxito” o “el fracaso nunca me sobrecogerá si mi decisión para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa”. El éxito según Og Mandino y los 40 editores. Me cago en su éxito, sus cuentas millonarias, su cocaína diaria y sus bestsellers para tontos útiles. Toda esta diatriba se debe a la torpe bondad de mi madre por el día de mi cumpleaños: me envió por correo un libro de superación personal. Pobre mamá, no tiene idea de nada. Se puso a llorar al teléfono cuando le dije que no quería hablar con mis tíos, que saldría a caminar hasta tarde, que mi cumpleaños no me importaba. Perder el sentido. Ocurre de un momento a otro, como la epifanía que le revela el conocimiento al científico inspirado, pero al revés. Y ya no hay marcha atrás. No vale arrepentirse de ser el espermatozoide ganador. Perder el sentido. Un instante, un relámpago dentro de la cabeza, como las ideas geniales. Claro que a mí nunca se me ha ocurrido una idea genial. En qué momento se jodió el Perú, se preguntaba Zavalita en Conversación en la Catedral. En qué momento me jodí yo, podría preguntar. Pero no, no me interesa hacer una investigación histórica de este desapego al que comienzo a acostumbrarme. La lectura de Pessoa es buena compañía, pero ya estoy terminando el libro. A lo mejor después sigo con Bukowski. O no sigo. Esteban decía que prefería a Bukowski antes que a Henry Miller porque le desagradaba que Miller siempre cayera de pie en su muladar, que conservara la distancia precisa para transmitir la imagen que quería, que tuviera tan bien diseñada su desgracia que hasta daba envidia. En cambio Bukowski era más honesto, no temía hacerse mierda frente al lector, podía escribir pésimo porque su vida era pésima, y así había que leerlo. Bukowski. Yo creía que era un director de cine polaco, hasta que Esteban me explicó. Ojalá estuviera aquí ahora para explicarme algo, cualquier cosa. Quizás perder el sentido sea no querer caer de pie en medio del muladar y no querer escribir, aunque sea pésimo. No. Perder el sentido es que no te importe cómo ni dónde caes, que no te importe si escribes o no, porque al final todo termina en lo mismo. Todo comienza y termina en el mismo punto. Como una figura geométrica que se cierra para siempre. Pero allí hay armonía, ésa es la pequeña diferencia. La enorme, insalvable, cañón del Colorado, diferencia. En fin, no sigo porque voy a tener que salir a dar una vuelta: hay fiesta en el piso de arriba. Horror. La música a todo volumen es lo de menos. El mal gusto de la música a todo volumen es lo de menos. Lo que no soporto (y no entiendo) es esa obsesión por decir cosas supuestamente graciosas cada vez que hay más de cuatro personas reunidas y es de madrugada. Una carcajada tras otra. Y otra más. Y otra. No hay nada que me ponga de peor humor que escuchar las risotadas huecas, forzadas, de las taraditas que al no poder aportar a la conversación aportan al ruido. Son las que necesitan un poco de alcohol en la sangre para olvidarse que son feas y así poder sentirse objetos de deseo. De deseo de otros igualmente feos pero con cinco gramos más de cerebro; suficiente para armar dos frases seguidas que generen risotadas huecas. El problema es que después se aparean, se reproducen, y traen al mundo a más tarados necesitados de alcohol para sentirse felices. Es la plaga bíblica que no se detectó a tiempo. La misantropía la fundó alguien que vivía en un edificio de departamentos.

La nueva crisis conyugal no pudo llegar en peor momento. Gustavo –el editor– había vuelto a llamar, recordándole que el ya tres veces postergado plazo había vuelto a vencer el martes pasado. Rafael le dijo que ya estaba terminando el último cuento, que tuviera un poco de paciencia, hasta le contó lo de Susana y los niños. Pero todo lo que obtuvo fue una profesionalmente amistosa palabra de aliento (“ya verás que todo se va a solucionar”) y una igualmente profesional amenaza de denuncia por incumplimiento de contrato. Tras larga discusión finalmente acordaron que a la mañana siguiente el editor pasaría a recoger el manuscrito a su casa. “No falles, Rafael; esto ya no depende de mí, me están presionando de arriba. Si no tienes el manuscrito listo con los doce cuentos que el contrato estipula, te estarás metiendo en un grave problema. No puedo defenderte más”. Ahora miraba a su alrededor y no podía reconocer en ese paisaje de desolación y abandono lo que hasta hacía unos días había sido su casa, un hogar. Susana se había llevado a Gabriel y a Silvia primero, y a los muebles y artefactos poco tiempo después. Se paró de la cama y caminó hasta la cocina sorteando la ropa sucia y los cartones de comida rápida que poblaban el suelo. Ya no había refrigerador. Lo recordó al buscar hielo para el vaso de Amaretto que acababa de servirse. Volvió a su cuarto-escritorio, que era lo único que todavía se parecía a su pasado, e intentó concentrarse una vez más para poder terminar el cuento. Tenía que sobreponerse, tenía que vencer a esa demoledora alianza de la depresión y la  angustia. Él era un profesional de la creación literaria, la más sólida promesa de la narrativa actual – en las generosas palabras de un amigo periodista. No pudo. La sonrisa de sus hijos en la inmensa fotografía en la pared hizo que las lágrimas volvieran a nublarle la visión de la pantalla del computador.

Septiembre 24
Hoy no llamó nadie ni me escribió nadie. Menos mal. No tengo ganas de fingir. Pensaba ir al cine (hoy era el último día de “No Amarás”) pero sólo imaginar a los imbéciles de siempre comentando la película en la fila de atrás me quitó todas las ganas. Prefiero pasar el día contemplando las manchas de humedad en el techo o mirando por la ventana, mirando las vidas de otros, deseando ser cualquiera de ellos (la viejita que apenas puede con las bolsas del supermercado, el escuálido recogedor de cartones que se estira las mangas de la chompa para no congelarse las manos al empujar su carreta al amanecer, la niñita que animada le cuenta su día en el jardín infantil a su madre mientras ésta no la escucha porque está pensando en cómo llegar a fin de mes). Mañana se cumplen dos semanas sin tomar las putas pastillas. No puedo decir que esté ganando la batalla, pero de ninguna manera voy a regresar a la alegría artificial, a las tres dosis diarias de entusiasmo, a la vida con respirador mecánico. Si no puedo solo, no puedo y ya está. “Hay que darle para adelante nomás, porque el camino de regreso está muy congestionado”. Difícil de creer que fui yo el que escribió esa frase alguna vez. Me suena a la prehistoria. Cazador-recolector de frases bonitas o ingeniosas. Ése era yo. En un pasado reciente tuve un gran futuro, pero ese futuro terminó hace unos días. Y no se ve nada más adelante. Debe ser el esmog, la inversión térmica de los cojones, o un frente de mal tiempo proveniente del Pacífico sur, o ninguna de las anteriores. Ya, basta por hoy. Tengo mucho sueño y pocas ganas de escribir.

El canto de los pájaros le indicó que comenzaba a amanecer. Recién entonces se dio cuenta del paso del tiempo. No había dormido en toda la noche y había avanzado apenas unas cuantas líneas. Releyó una vez más el cuento escrito a medias, volvió a quedar insatisfecho con el producto, y constató que la angustia comenzaba a esfumarse. Ya no le importaba tanto. Ya no le importaba, quizás. Se puso de pie, abrió las cortinas, y se quedó observando el tejado descolorido de la casa de enfrente. Desde el cuarto piso se tenía una vista total de esa casa. Era una casa antigua, con un amplio zaguán poblado de hierbas silvestres y donde todas las tardes jugaban los niños a perseguirse y esconderse. No sabía sus nombres pero sí sabía que eran amiguitos de Gabriel y Silvia. Vio que todavía no encendían las luces y pensó –sin tener motivos para hacerlo– que en esa casa dormía una familia feliz. Un escalofrío le recorrió el cuerpo e inmediatamente pensó en hacerse un café. Imposible por ahora: no había cocina. Regresó al escritorio y se sentó frente a la máquina. Todavía le quedaban un par de horas antes de que llegara Gustavo.

Septiembre 25
Creo que perdí. Me quedé sin fuerzas, sin razones, sin ganas de que vuelva a amanecer. Estar en este lado o en el otro lado me da exactamente lo mismo. Y en el otro lado por lo menos tengo el incentivo de la novedad, la incertidumbre, la sorpresa. Por supuesto que no creo que me esté esperando una corte de serafines afeminados tocando la trompeta a la entrada de un luminoso reino sobre las nubes. A lo mejor no hay nadie ni nada al otro lado. Ya veremos (dijo un ciego lleno de esperanzas). Paren el mundo que aquí me bajo, decía Mafalda. Yo no pido que pare; voy a saltar de este microbús en movimiento, como cada día al llegar a la universidad. Imagino que mañana todos dirán que fue por Rosita, que no me pude recuperar de su abandono. Lo dirán con un tono a medias sabiondo y a medias compungido. Y no sabrán nada. Lo dirán porque algo hay que decir, eso creen. Todas sus palabras sobran, nunca nos han regalado un pedazo de silencio. Hablan mucho y no saben nada. No tienen la más remota idea de lo que es perderlo todo. Nadie puede saber lo que es esto, nadie sabe cómo se siente quedarse vacío, cómo se siente el no-sentir. Lo único que lamento es el tono de tragedia griega de todo esto, el titular de tabloide amarillo, el mal gusto de la sangre y del cuerpo deshecho contra el suelo; si se pudiera simplemente apretar un botón y desaparecer, invadir el pasado sin pasar por el presente. Pero no, hay que hacer el esfuerzo de dar un último paso real: abrir el ventanal. Sea, entonces, pero con un breve trámite como preámbulo: el testamento. Un testamento imaginario, por cierto, porque no tengo posibilidad de dejar algo oficial. El inventario actual es bastante pobre, así que no tomará mucho tiempo nombrarlo. Lego la computadora a mi hermano, con la esperanza de que la utilice para algo distinto a los embrutecedores juegos de combate. Los libros a mi hermana, que nunca tuvo tiempo para leer y ahora tendrá un motivo más para sentirse obligada a hacerlo. Todo lo que he escrito se lo dejo mi madre, que algún día entenderá que ella no tuvo la culpa de nada. Por supuesto que en lo anterior no se incluye este cuento incompleto, Gustavo; espero que sepas perdonar que no cumpliera con el último plazo acordado. Finalmente, lego mi inútil lucidez y mi amor desesperado a Gabriel y Silvia, que llevan en sus ojos todas las palabras que ya no podré decirles.

(2001)




2 comentarios:

  1. Que buen relato, Ernesto! Gracias po seguir publicando uno de los pocos blogs que me hacen apagar la TV para no perderme ningun detalle.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, CZ. Es un honor poder colaborar en la cruzada mundial por la lectura y contra la TV.

    ResponderEliminar