sábado, 18 de abril de 2015

Cuando los futbolistas eran hombres

Yo le caía mal a Luis Cruzado, y él me caía mal a mí. Había razones para esa antipatía. Yo era un jugador del seleccionado de fútbol sub-16 y él, uno de los entrenadores, maldecía que mi padre -al lado de la cancha- diera instrucciones técnicas, pasando por encima de la autoridad de los entrenadores. A mí me desagradaba que Cruzado nos puteara tanto, parecía estar siempre de mal humor, irritado, a lo mejor sufría de hipertensión o alguna alteración hepática. No éramos niños de coro parroquial, es cierto, pero no entendía por qué nos gritaba con tanta rabia cuando cometíamos un error de fundamento, como evitar patear con la pierna menos hábil (a mí -zurdo de padre y madre- me atormentaba porque mi disparo de derecha parecía de niño de coro parroquial). Por todo eso, adiviné malas noticias cuando, a poco de viajar a Cochabamba a un cuadrangular amistoso, cambiaron al entrenador responsable por Luis Cruzado. Para el anterior entrenador yo era titular fijo, recuerdo claramente cuando nos llamó a un lado a Puchungo Yáñez (el 10, jugaría años después Copa América) y a mí (el 9) y nos dijo que éramos su base para el ataque. No me sorprendió que una de las primeras decisiones de Cruzado fuera mandarme a calentar la banca de suplentes, y así estaban las cosas cuando aterrizamos en Cochabamba. Allí quedé sorprendido por la belleza de las cochabambinas, la locura de la hiperinflación (los precios subían de la mañana a la tarde) y el soroche (la altura me afectaba mucho). Si en el llano yo corría como carterista, en la altura corría como la dueña de la cartera. Años después seguiría sufriendo el mal de altura cada vez que visitara -ya como científico- La Paz o Cusco.

Primer partido: Palmeiras de Brasil. Como yo era suplente, me tocó desfilar en la inauguración (foto abajo). El sueño de todo futbolista: pasar frente a una tribuna poblada de gente que mira para otro lado. Pero vamos al fútbol, que es lo que importa. Perdíamos 1-0 y al entretiempo Cruzado decidió que entrara por el muchacho al que él le había dado la titularidad a mi pesar. Este muchacho era muy hábil para peinarse y para enamorar a las cochabambinas, pero en el juego era irrelevante. En la charla previa Cruzado me insistió en la entrega, en darlo todo, y entonces creí comprender su reticencia conmigo. Tal vez creía que por ser de los “blanquitos” no iba a poner huevos como se debía. Estaba equivocado, yo siempre tuve claro lo que había que hacer. MI primera jugada fue una pelota dividida con el defensa central de ellos, que medía más de 1.90. Le metí flor de planchazo y Frankenstein (así lo apodamos los días previos, pues compartíamos hotel con los brasileños) rodó por el suelo gritando, y yo me gané tarjeta amarilla. Recibí gritos de apoyo desde la banca y eso me motivó más, pero el mismo Cruzado me gritó que me tranquilizara. Finalmente les volteamos el partido y yo jugué bien, participando bastante del juego y ridiculizando a Frankenstein un par de veces. Eso sí, terminé más cansado que caballo de bandido. Cruzado me recibió con un apretado abrazo que me emocionó. Esa noche entró a mi habitación y me dijo que pensaba ponerme de titular en el segundo partido, contra los locales, pero le preocupaba mi estado físico. Acordamos que volvería a entrar en el segundo tiempo, que era cuando se definían las cosas.


Segundo partido: Enrique Happ de Cochabamba. El campeonato era sub-16, pero al parecer a estos muchachos les cantaban cumpleaños feliz cada dos años, o tenían mal oído y escucharon sub-26. El caso es que varios de ellos eran claramente adultos, en la foto del equipo aparece un bebé que supongo era el hijo menor del arquero. Si a esa ventaja le sumamos el tema de la altura, tal vez se entenderá que perdiéramos 3-0. Más se entenderá al saber que el árbitro era descaradamente localista y nos expulsó a un jugador injustamente. Como ya perdíamos 2-0 al primer tiempo, Cruzado me hizo entrar antes de lo acordado, pero nada cambió. Solamente pude cambiar algunos golpes con los añosos rivales, saliendo con la nariz sangrante al final del partido. Una nota del diario local comentaba la “violencia” de los jugadores foráneos; claro, no tomábamos de la mejor manera el hecho de jugar contra 12. Volvimos del estadio cantando en el bus, igual que a la ida, pero al mismo tiempo llorábamos de rabia, como los niños que todavía éramos. Así que mi cara era una postal de la frase de Churchill: sangre, sudor y lágrimas.



Tercer partido: Argentinos Juniors. En ese equipo jugaba Diego Cagna, que después ganó todo con el Boca de Bianchi, pero la estrella era Christian Trapazzo, un puntero desequilibrante que fue elegido el mejor jugador del campeonato. Hicimos algo de amistad, intercambiando camisetas y hablando mal de los brasileños. Jugó como profesional en Argentinos Juniors y en México, pero no llegó tan lejos como prometía en divisiones inferiores. Yo pude seguir desde lejos su carrera y me apenó mucho saber que murió a los 30 años, de un ataque cardíaco. Sigamos. Ese tercer partido, ya adaptado a la altura, lo jugué completo, por eso aparezco en la foto de la formación antes de comenzar (arriba), con la actitud gallarda y combativa del que defiende los colores de su país, inasequible al desaliento y a la conciencia de que esos shorts eran demasiado cortos. Ganamos 2-0, jugué bien otra vez, atacando y defendiendo, pero no pude anotar; el larguirucho arquero me sacó con la punta del zapato el que era mi gol. De todos modos quedé feliz, exhausto, pero feliz. Y nuevamente Cruzado me envolvió en un largo abrazo paternal que hizo que nuestra relación no fuera tensa nunca más. De hecho, en la foto del regreso (abajo), con la vistosa copa del segundo lugar, se puede ver que me abraza. Ahí estamos todos, luciendo nuestra indumentaria deportiva de una marca cercana a Puma (era Tigre). Y bueno, eran otros tiempos.



Justamente, eran otros tiempos. Porque Luis Cruzado, que fue sub-campeón de la Copa Libertadores 1972, que jugó el mundial México 1970, cuando ver jugar a Perú daba gusto y no pena, llegaba y se iba de los entrenamientos en auto ajeno o en taxi. El volante técnico y rudo al mismo tiempo (ahora se dice volante mixto), que jugó en la Bombonera cuando Perú eliminó a Argentina de ese mundial donde enfrentó a la Alemania Federal de Beckenbauer y Gerd Muller (dos muchachos que levantarían la copa 4 años después), nunca pudo tener una situación económica estable. Otros tiempos y otros méritos. De hecho, su sobrino, Rinaldo Cruzado, actual jugador de la selección peruana, es millonario gracias a sucesivas transferencias a equipos de Italia, Uruguay y Argentina, donde siempre fue suplente. Hoy juega en el Universidad César Vallejo de Trujillo y -como todos los peruanos- seguirá viendo el mundial por TV. No sé por qué Cruzado tuvo una carrera tan corta como técnico de clubes, pero puedo imaginarlo. Era un tipo disciplinado, estricto, y eso es imperdonable para el futbolista peruano, al que le gusta el trago, la fiesta, y odia el trabajo físico. Los entrenadores exigentes no duran mucho en este país al revés donde el tonto se cree vivo. Volviendo a Cochabamba 1985, recuerdo que cuando aparecieron por el hotel tres damas de aquellas (fina cortesía del anfitrión boliviano que quería menguar nuestros bríos adolescentes en otras canchas) Cruzado se enfureció y nos prohibió acercarnos, haciendo rondas nocturnas para vigilar que estuviéramos en nuestros cuartos y sin compañía femenina. No fue esa la actitud de otros entrenadores en otros viajes de selecciones menores, los que fomentaban que nos hiciéramos “hombres” con esas profesionales.    

Hace poco me enteré de que Luis Cruzado murió el 2013, por dolencias derivadas de la diabetes. Yo no lo volví a ver después de esos años, mis años de futbolista. De haberlo visto, probablemente le habría contado con algo de vergüenza que dejé el fútbol por la ciencia, y tal vez me habría animado a contarle que a los 30 años ya podía hacer pases largos con la derecha. Cruzado murió en la pobreza. En sus últimos años, ex-futbolistas de Universitario hicieron colectas y campañas para ayudarlo con el tratamiento de su enfermedad. Me conmovió verlo en esas entrevistas, tan débil, vulnerable; él, que fue tan fuerte, que infundía tanto miedo cuando gritaba. Ahora sólo pedía que lo fueran a visitar al hospital, para conversar. Así mueren los futbolistas de antes, los que salían a la cancha sin mirarse al espejo y sin cambiar su peinado, los que no tenían su nombre grabado en los zapatos y amarraban sus medias a la pantorrilla con una pita, los que no tenían un sueldo obsceno pero se mataban en la cancha por la camiseta, una camiseta sin marca y a veces desteñida por el uso, los que no se tiraban al suelo cada vez que los tocaban, revolcándose y chillando como chancho en matadero. Sí, eran otros tiempos, cuando los futbolistas eran hombres.



lunes, 6 de abril de 2015

La basura en su lugar


El mes pasado hubo una marcha por las calles de Lima contra la TV basura. Oficialmente era para exigir el cumplimiento de un artículo de la Ley de Radio y Televisión referido al horario de protección al menor, una normativa que los canales de TV compiten por incumplir. En el fondo, la marcha fue una protesta contra la basura de contenidos en los programas de chismes de farándula, reality-shows, y pseudo-competencias atléticas entre modelos que no hacen más que inventar romances, infidelidades y peleas. Los organizadores de la marcha fueron los mismos que encabezaron las protestas contra una ley que supuestamente fomentaba el empleo juvenil pero en realidad recortaba groseramente derechos laborales. Así, estos muchachos sin partido político son la reserva moral de la sociedad que da un grito de asco cuando la calidad de los contenidos televisivos (o de los empleos) llega al nivel basura; el mismo grito de asco que un comensal profiere al encontrar un insecto en su comida. Algunos periódicos, parte de los mismos conglomerados empresariales que poseen los canales, previsiblemente menospreciaron la charla antes y manipularon las informaciones después. Por supuesto, son medios en cuyas páginas web más de la mitad de las “noticias” son farándula, seguimiento a telenovelas y reality-shows, fútbol, y videos de youtube o facebook.
Aplaudo a estos muchachos que en las puertas de los canales gritaron insultos y rompieron gigantografías de los “rostros televisivos”, personajes a los que cuesta mucho encontrarles un talento particular que justifique su fama o sueldo (o su existencia, si nos ponemos metafísicos). Antes de la marcha leí en varias columnas las típicas disquisiciones que -siendo razonables- finalmente llevan al inmovilismo: que antes había que definir lo que era TV basura y lo que no, que la educación es tarea de los padres y no de la TV, que hay otros problemas más importantes por los cuales marchar, etc, etc. Esto me hizo recordar una fábula que leí de niño, donde un par de conejos que huyen de dos perros de caza se ponen a discutir si los perros son galgos o podencos, y de tanto discutir pierden el aliento y son presa de los perros. Lo importante, lo terrible, es que la gente se embrutece cada vez más al conectarse con los medios de comunicación masivos, perdiendo la poca cultura ganada en el colegio, confundiendo su juicio acerca de lo que es valioso, tomando como modelos a personas que no tienen nada de admirable, y adormeciendo sus capacidades intelectuales de análisis y crítica, lo que le viene muy bien a gobiernos incapaces, autoritarios, maquiavélicos, o todas las anteriores. El cerebro del televidente enchufado a la TV basura se va haciendo cada vez más primario, limitando sus temas de conversación a las banalidades que todos conocen, repitiendo pensamientos como respuesta a estímulos repetidos. Retomando la analogía, ese ser humano intoxicado de contenidos idiotas y superficiales termina pareciéndose al sujeto que de tanto comer comida chatarra se convierte en un obeso mórbido que se mueve y respira con dificultad, y que básicamente dedica su vida a pensar en el siguiente bocado.
Fue divertido leer cómo muchos de los rostros visibles, los responsables mayores de esa degradación televisiva, reclamaban indignados que ellos no eran parte de la TV basura (sí, hija, todos menos tú). Suena familiar. Nadie se declara racista o clasista, pero a la mayoría sin mucha dificultad le escuchas frases claramente racistas o clasistas. Molesta la etiqueta, a quién no, pero -lo siento- por sus obras los reconoceréis. Ahora, lo deprimente no es tanto que los contenidos de estos programas sean repugnantes o lobotomizantes, al fin y al cabo cualquier demente podría salir mañana a pretender vender en la calle los productos de su digestión; lo realmente triste es que la gente forme cola para comprárselos, es decir que esos programas sean los de mayor rating. Algo tienen, alguna fibra en la corteza cerebral se riza, alguna neurona malformada toma el puente de mando, cuando desfilan el chisme, el morbo, y los/las modelitos de cuerpos apetitosos por la pantalla. Al igual que la comida chatarra basa su éxito en apuntar directo al hipotálamo para liberar cataratas de dopamina, la TV basura probablemente apela a un mecanismo encefálico primitivo del que cuesta mucho librarse. Para muestra, mi amigo Marco, al que un doctorado en ciencias no ha hecho inmune a la tentación de la farándula televisiva.

Evidentemente, esto no ocurre solamente en el Perú, es lo mismo en muchísimos países. Los formatos se repiten y, a pesar de las diferencias culturales, triunfan en términos de audiencia. Esta alienación es ya una epidemia global. Algunos dirán que se exagera, que basta cambiar de canal o apagar la TV, que uno tiene la libertad de elegir. Algo de razón tienen, pero es como decir que el problema de la pasta básica de cocaína en la sociedad se soluciona decidiendo no usar drogas (Just say no). La TV basura crea modelos de conducta, y ya está haciendo daño; una señal es la cantidad de niños que son inscritos con los nombres de esas figuras televisivas. Hace poco, en un colegio chileno, a la pregunta “qué quieres ser” un muchacho próximo a egresar contestó -seriamente- “opinólogo”; o sea, una persona que se dedica a comentar los chismes de la farándula. Lo que está detrás de esta respuesta, y de las larguísimas filas de postulantes a participar en reality-shows, es una distorsión esencial: la creencia de que ser famoso es una señal de éxito personal, y entonces cualquier cosa que los lleve a las pantallas, incluidas la humillación y el riesgo personal, se justifica. Antes era así, las celebridades lo eran por méritos verdaderos, por destacar en algún campo a consecuencia de una larga dedicación o por algún talento singular (artístico, científico, intelectual, social, deportivo, etc.). Ahora no, cualquier exhibicionista de ostentosa ignorancia puede hacerse famoso simplemente porque se transmiten sus gestos y palabras por TV. Ser famoso ya no es una consecuencia, se transformó en un fin. ¿Adónde nos lleva esto? No lo sé, pero viendo a estos aspirantes a la fama colgando de trapecios y haciendo equilibrio sobre troncos, se me ocurre que ya empezamos el camino de regreso a ese momento fundacional de nuestro linaje en el que un salto audaz nos llevó de los árboles a la sabana.