viernes, 17 de agosto de 2012

The Inca’s way


El imperio inca, que resumió y antologó casi 20000 años de cultura andina, terminó abruptamente cuando el invasor español llegó a saquear y evangelizar, dos plagas que todavía nos azotan. Duró poco menos de un siglo, pero le alcanzó para ser el imperio más grande de la América precolombina, de tamaño similar al imperio romano de occidente.  Para asombro de los estudiosos (y de los ignorantes), los incas lograron construir imponentes ciudadelas y fortalezas de piedra en lugares imposibles, y una red de caminos empedrados de miles de kilómetros... sin haber conocido la rueda; y pudieron administrar la prosperidad en un territorio enorme y gobernar una compleja sociedad de castas de 10 millones de habitantes... sin haber conocido la escritura. Sabían hacer las cosas a su manera.  

En mi última visita a Cusco, la capital del imperio, estaba en la víspera de ir a Machu Picchu con mi mujer y mi hijo. El tour consideraba ir en minibus hasta Ollantaytambo, en el Valle Sagrado, y de allí tomar el tren hasta Aguas Calientes, el poblado al pie de Machu Picchu. No hay muchas más opciones. La manera más rápida es llegar en helicóptero, pero el precio es absurdo. En verdad, la mejor manera de llegar a Machu Picchu es caminando, hacer el Camino Inca (Inka Trail). Ya lo he hecho dos veces y pretendo hacerlo otra vez cuando mi hijo crezca. Es una experiencia dura y maravillosa. Uno va descubriendo paisajes deslumbrantes a los que les toma fotos, para luego llegar a ellos, un par de horas después, y entonces aparecer en las fotos de los que van detrás. La ruta pasa por construcciones magníficas, poco conocidas, que multiplican la admiración por esa gente laboriosa (los incas tenían tres máximas: no robes, no mientas, no seas ocioso). En el mismo día uno pasa del pasto recio de la puna helada, a 4250 metros de altura, a las lianas de una tibia selva tropical, encontrando en el camino porteadores explotados, turistas desfallecientes, y nuevos límites para el cansancio. Pero me estoy saliendo del tema, este post no es sobre el Camino Inca. El asunto es que todas las experiencias previas de turismo en el Cusco habían tenido el ingrediente de la informalidad, la incertidumbre, y el súbito cambio de planes, aunque sin llegar finalmente a la estafa. Esta vez, con más años encima, una familia al lado y -hay que confesarlo- algo aburguesado por la vida, quería más seguridades. Por eso al amable representante de la agencia de turismo en la plaza de Armas del Cusco le pedí papeles firmados y el compromiso de que ellos serían los responsables hasta el final; mi plan era evitar que combinaran el servicio con otras empresas, una práctica habitual que hace imposible identificar al responsable de cualquier eventualidad. Por supuesto, el hombre accedió a todo (están programados para decir “sí señor, no se preocupe” ante cualquier pedido), y redactó una suerte de contrato a mano sobre una sencilla boleta de servicios . Eso sí -me dijo- como hay tanta demanda y justo ahora tengo a mi gente ocupada, los pasajes de tren y las entradas a Machu Picchu se los entrego mañana, media hora antes de la salida del tour; y por el alojamiento en Aguas Calientes no se preocupe, ya está todo arreglado. Así que salí de la agencia únicamente con un papel firmado que reconocía mi pago en dólares por un listado de servicios.

A la mañana siguiente llegamos a la hora convenida, y el señor no estaba. Pasaban los minutos, se acercaba la hora de salida del minibus (que no sabíamos dónde abordar) y no ocurría nada. Finalmente apareció el buen hombre, pero en lugar de decirme “aquí tiene sus boletos de tren, sus entradas a Machu Picchu, y su reserva de hotel” me indicó muy tranquilamente que siguiera a otro hombre, pues ya pronto saldría el tour. Cuando reclamé por la palabra incumplida me dijo, con la misma tranquilidad, que no me preocupara, que en el camino me entregarían todo, y me repitió que siguiera al otro hombre. En ese punto tuve que tomar una decisión. O hacía un escándalo del tipo no-me-muevo-de-aquí-hasta-que o simplemente me entregaba y confiaba. Ver la cara de ilusión de mi hijo por el viaje que ya comenzaba, y que lo llevaría a Machu Picchu, me hizo decidir callar y obedecer. Sin embargo, la tensión no me abandonó en ningún momento, porque el vehículo daba vueltas por la ciudad y no terminaba de partir, pero sobre todo porque aquel hombre que nos llevó al minibus ya no estaba, con lo que se daban  las condiciones para que los guías presentes, los responsables visibles, dijeran que no conocían al señor de la plaza. Obviamente, cuando en el camino pregunté... me dijeron que no me preocupara. Finalmente, después de una breve  parada en una feria artesanal, el guía me entregó un sobre llegado en otro minibus. El pequeño detalle es que sólo contenía nuestros pasajes de ida en tren. Me dijo que en la estación de tren, al llegar a Aguas Calientes, me entregarían el resto. Fue inútil reclamar o pretender entender la lógica de todo eso. Al llegar a Aguas Calientes, ya de noche, con alivio vimos que nos esperaba alguien que nos condujo a un alojamiento. El hostal no se parecía ni un poco a las fotos que nos mostraron en Cusco; de hecho no creo que se parezca a ninguna foto, porque nadie en su sano juicio tomaría fotos a ese lugar para promocionarlo o recordarlo, pero era tolerable. El punto es que el sujeto nos dijo que esa misma noche vendría a buscarnos a la habitación otra persona, con nuestras entradas a Machu Picchu y los boletos de vuelta en tren. Efectivamente, tocó la puerta un hombre, el quinto eslabón en una cadena (la de “quiero mis boletos”) que debía tener uno solo. Tenía una bufanda porque aparentemente estaba resfriado. El rostro a medias tapado, el valioso sobre que abría sobre una mesa, y el hablar sigiloso mientras me daba instrucciones, aportaban a la imagen de una escena protagonizada por Maxwell Smart. De hecho no me hubiera sorprendido que la conversación se hubiera interrumpido por una llamada a su zapatófono.

No, ahí no termina la historia. El agente 86 nos dio las entradas para ir a Machu Picchu, y los boletos de bus para subir y bajar, pero nos indicó que los boletos del tren a Ollantaytambo debíamos recogerlos en la tarde, en Aguas Calientes, en el restaurante Qori Koka. En ese momento giré la cabeza buscando la cámara escondida, porque debía ser una broma; pero no, Max me dijo muy seriamente que allí estarían... y que no me preocupara. Al día siguiente, energizados luego de un recorrido maravilloso por Machu Picchu (éso no se puede narrar, hay que vivirlo), bajamos caminando a Aguas Calientes a través de la floresta, desdeñando el bus. En el pueblo preguntamos por el restaurante y una amable señora nos indicó cómo llegar al Qori Koka. Una vez allí, mencioné que venía a recoger unos boletos de tren, temiendo que me miraran con extrañeza y me dijeran “señor, aquí servimos comida”. Pues no, con la misma naturalidad con la que servirían un lomo saltado, me dieron nuestros boletos. Con nombres y apellidos, todo en orden. Alivio infinito: el día seguía siendo perfecto. Sin embargo, no todo era felicidad en ese lugar. Una pareja de argentinos con cara de desesperanza insistía con “¿está segura de que no dejaron los boletos? ¿puede buscar otra vez?”. No, no estaban. El peculiar sistema cusqueño de entrega de documentos a cuentagotas había fallado. Se fueron caminando con ritmo de funeral. Un par de cuadras más allá volvimos a coincidir con ellos en un negocio donde paramos a hidratarnos. De pronto salió una mujer del almacén y preguntó al muchacho, “¿Ud. es fulano de tal?”. Sí, respondió el argentino. Y a continuación la señora le explicó que sus pasajes estaban en tal lugar, indicándole cómo llegar. El muchacho tenía la misma expresión de estupor que nosotros, pero finalmente sonreía. ¿Cómo pudo saber esa mujer, entre el millar de turistas que deambulaban por el poblado cargando mochilas, que precisamente ellos eran los dueños de los boletos extraviados? Otro misterio de los descendientes de los incas, que 500 años después siguen sabiendo hacer las cosas a su manera.



sábado, 11 de agosto de 2012

La justicia chilena y la estupidez invisible

Leo hoy dos noticias sobre la justicia chilena. En la primera, a un hombre lo condenan a 5 años de cárcel por robar la ropa colgada en un cordel. En la segunda,  una mujer que asesinó a sus tres hijos arriesga, como pena máxima, 15 años de cárcel. O sea, para los enanos mentales que son actores principales de ese circo llamado poder judicial, la ropa de un cordel tiene el mismo valor que la vida de un niño. Es la misma justicia que mandó detener y pasar la noche en prisión a una señora que se negaba a regar el jardín frente a su casa, y que liberó a un narcotraficante apenas capturado porque en el procedimiento se olvidaron de cumplir con ciertos formalismos triviales. Es la misma justicia que hace poco reconoció que el cura Karadima abusó sexualmente de varias personas que eran menores de edad en aquellas épocas, pero como había pasado mucho tiempo... el delito ya había prescrito. Es decir que no importa lo aberrante que sea el abuso, pasado cierto tiempo... aquí no ha pasado nada. Pase y vea, señor criminal, descuartice, torture, mutile, haga lo que su buen corazón le susurre, porque después bastará esperar el paso de los años para que el santo codo de la ley borre lo que Ud. hizo con el brazo. Es legalmente impecable, sí,  y además moralmente abominable. Las disquisiciones éticas no tienen lugar aquí, lo que se hace es aplicar la ley, dirá el leguleyo o su aprendiz. De acuerdo, salvo por un pequeño detalle: la justicia es un valor, y se supone que todo el ostentoso y churrigueresco edificio de códigos y leyes se construyó sobre la noción de defender ese preciso valor. Pero todos parecen haberlo olvidado. Cuando uno mira a tanto abogado defendiendo lo indefendible y a tanto juez sentenciando absurdos monumentales, se pregunta cuándo se perdió el sentido de todo eso. Es como si los médicos, que son técnicos entrenados para cuidar la vida, se dedicaran a acuchillar pacientes, contaminar sueros, recetar venenos. La diferencia es que un médico atenta contra la vida de un paciente por error o negligencia, y se avergüenza por ello, mientras que los abogados y jueces atentan contra la justicia aplicando al pie de la letra, o interpretando a su gusto, alguna normativa escrita en un oscuro código, y no se avergüenzan un poquito. Cuando miro a esos estudiantes de leyes que se enorgullecen de vestirse como para un matrimonio cuando acuden a rendir un simple examen, me pregunto si es ingenuidad, un idealismo desinformado, desconectado de la realidad, o es perversión prematura, conciencia exacta de la inmundicia en la que se van a convertir.

Aclaración. En todo lo que digo no estoy metiendo todavía a la corrupción. Por supuesto que hay corrupción en la justicia chilena, mucha. Seguramente no tanta como en la justicia peruana, donde los fallos tienen tarifa y hay que coimear a todos, desde el policía que te traslada hasta el juez de la corte, pasando por secretarios, escribanos y vendedores de emolientes, pero de que hay trapos sucios, hay. De hecho, a mediados de los 90 se publicó un libro-reportaje (El libro negro de la justicia chilena) en el que se detallaba cómo la justicia chilena durante la dictadura había sido corrupta, cómplice de las violaciones a los derechos humanos, y un escaparate del tráfico de influencias. Por supuesto, en plena (supuesta) democracia, el libro fue vetado y los periodistas perseguidos por el entonces jerarca de la Corte Suprema, un cocainómano con aires de marqués. Pero hoy ese no es el punto. Me refiero al proceder estrictamente apegado a la ley, pero a un abismo de distancia del más elemental sentido común y de justicia.
Volviendo a las noticias que motivaron este comentario, alguna vez leí que el código penal chileno sanciona más severamente los delitos contra el patrimonio que los delitos contra la vida. Sería una herencia de tiempos coloniales en los que el sirviente explotado o el vecino menesteroso podían caer en tentación y robar algo al poderoso hacendado (un delito imperdonable) y el patrón a menudo tomaba revancha mandando al osado infractor a dormir bajo tierra (una pequeñez). Sea como sea, me cuesta imaginar que ese juez o jueza que perpetra el absurdo jurídico llegue muy tranquilo en la noche a su casa a ver la televisión mientras cena con su familia, satisfecho de la labor cumplida, como un bombero que vuelve de apagar un incendio. La única explicación que se me ocurre es que sean profundamente estúpidos. Que tantos años memorizando textos abstrusos o anodinos hayan atrofiado su capacidad cognitiva profunda, al punto de no ser capaces de distinguir lo justo de lo legal. En este punto me acuerdo de un amigo que siempre cita a su profesor diciendo “los idiotas son más dañinos que los malos”. Nunca he estado muy convencido de esa frase. Sin embargo, ahora pienso que el problema de los sistemas judiciales corruptos y malvados, como la cloaca judicial del fujimontesinismo en el Perú, tiene solución probable, o cercana, porque su evidente vileza llama a su destrucción en algún momento por parte de “las fuerzas del bien”. Pero los sistemas esencialmente injustos que se basan en leyes absurdas o torcidas, como el sistema judicial chileno, no son visualizados como un problema serio y entonces pueden perpetuarse en esa tiniebla. Dicho de otro modo, al ser la estupidez invisible, indetectable, es un enemigo muy poderoso, extremadamente difícil de combatir. Es lo mismo que ocurre al interior de las religiones, donde a fuerza de repetir la monserga de disparates sobre seres todopoderosos e historias inverosímiles ya todos los asumen como normales y ciertos (hay que ver el documental Religulous, está completo en youtube). O en los tediosos comentarios de futbolistas y periodistas antes de los partidos, siempre iguales, siempre insignificantes, incapaces de transmitir una idea. O en los programas de farándula, donde panelistas y público logran conectarse en una meta-realidad en la que la estupidez y la banalidad se expanden gradualmente hasta no dejar lugar para nada más. Es muy difícil darse cuenta desde adentro, como cuando el movimiento de un objeto se acompaña con el movimiento de los puntos de referencia. Para empezar, se necesita un Giordano Bruno, un Nietzsche, un hereje solitario que en medio del rebaño que camina en orden sea capaz de darse cuenta y dar el grito original. Y luego se requiere que la turba ignorante, deseosa de aniquilar al diferente, azuzada por el poder dominante, no linche o arrastre a la hoguera al hereje solitario.