El imperio inca, que resumió y antologó
casi 20000 años de cultura andina, terminó abruptamente cuando el invasor
español llegó a saquear y evangelizar, dos plagas que todavía nos azotan. Duró
poco menos de un siglo, pero le alcanzó para ser el imperio más grande de la
América precolombina, de tamaño similar al imperio romano de occidente.
Para asombro de los estudiosos (y de los ignorantes), los incas lograron
construir imponentes ciudadelas y fortalezas de piedra en lugares imposibles, y
una red de caminos empedrados de miles de kilómetros... sin haber conocido la
rueda; y pudieron administrar la prosperidad en un territorio enorme y gobernar
una compleja sociedad de castas de 10 millones de habitantes... sin haber
conocido la escritura. Sabían hacer las cosas a su manera.
En mi última visita a Cusco, la capital
del imperio, estaba en la víspera de ir a Machu Picchu con mi mujer y mi hijo.
El tour consideraba ir en minibus hasta Ollantaytambo, en el Valle Sagrado, y
de allí tomar el tren hasta Aguas Calientes, el poblado al pie de Machu Picchu.
No hay muchas más opciones. La manera más rápida es llegar en helicóptero, pero
el precio es absurdo. En verdad, la mejor manera de llegar a Machu Picchu es
caminando, hacer el Camino Inca (Inka Trail). Ya lo he hecho dos veces y pretendo
hacerlo otra vez cuando mi hijo crezca. Es una experiencia dura y maravillosa.
Uno va descubriendo paisajes deslumbrantes a los que les toma fotos, para luego
llegar a ellos, un par de horas después, y entonces aparecer en las fotos de
los que van detrás. La ruta pasa por construcciones magníficas, poco conocidas,
que multiplican la admiración por esa gente laboriosa (los incas tenían tres
máximas: no robes, no mientas, no seas ocioso). En el mismo día uno pasa del
pasto recio de la puna helada, a 4250 metros de altura, a las lianas de una
tibia selva tropical, encontrando en el camino porteadores explotados, turistas
desfallecientes, y nuevos límites para el cansancio. Pero me estoy saliendo del
tema, este post no es sobre el Camino Inca. El asunto es que todas las
experiencias previas de turismo en el Cusco habían tenido el ingrediente de la
informalidad, la incertidumbre, y el súbito cambio de planes, aunque sin llegar
finalmente a la estafa. Esta vez, con más años encima, una familia al lado y
-hay que confesarlo- algo aburguesado por la vida, quería más seguridades. Por
eso al amable representante de la agencia de turismo en la plaza de Armas del
Cusco le pedí papeles firmados y el compromiso de que ellos serían los
responsables hasta el final; mi plan era evitar que combinaran el servicio con
otras empresas, una práctica habitual que hace imposible identificar al
responsable de cualquier eventualidad. Por supuesto, el hombre accedió a todo
(están programados para decir “sí señor, no se preocupe” ante cualquier
pedido), y redactó una suerte de contrato a mano sobre una sencilla boleta de
servicios . Eso sí -me dijo- como hay tanta demanda y justo ahora tengo a mi
gente ocupada, los pasajes de tren y las entradas a Machu Picchu se los entrego
mañana, media hora antes de la salida del tour; y por el alojamiento en Aguas
Calientes no se preocupe, ya está todo arreglado. Así que salí de la agencia
únicamente con un papel firmado que reconocía mi pago en dólares por un listado
de servicios.
A la mañana siguiente llegamos a la
hora convenida, y el señor no estaba. Pasaban los minutos, se acercaba la hora
de salida del minibus (que no sabíamos dónde abordar) y no ocurría nada.
Finalmente apareció el buen hombre, pero en lugar de decirme “aquí tiene sus
boletos de tren, sus entradas a Machu Picchu, y su reserva de hotel” me indicó
muy tranquilamente que siguiera a otro hombre, pues ya pronto saldría el tour.
Cuando reclamé por la palabra incumplida me dijo, con la misma tranquilidad,
que no me preocupara, que en el camino me entregarían todo, y me repitió que
siguiera al otro hombre. En ese punto tuve que tomar una decisión. O hacía un
escándalo del tipo no-me-muevo-de-aquí-hasta-que o simplemente me entregaba y
confiaba. Ver la cara de ilusión de mi hijo por el viaje que ya comenzaba, y
que lo llevaría a Machu Picchu, me hizo decidir callar y obedecer. Sin embargo,
la tensión no me abandonó en ningún momento, porque el vehículo daba vueltas
por la ciudad y no terminaba de partir, pero sobre todo porque aquel hombre que
nos llevó al minibus ya no estaba, con lo que se daban las condiciones
para que los guías presentes, los responsables visibles, dijeran que no
conocían al señor de la plaza. Obviamente, cuando en el camino pregunté... me
dijeron que no me preocupara. Finalmente, después de una breve parada en
una feria artesanal, el guía me entregó un sobre llegado en otro minibus. El
pequeño detalle es que sólo contenía nuestros pasajes de ida en tren. Me dijo
que en la estación de tren, al llegar a Aguas Calientes, me entregarían el
resto. Fue inútil reclamar o pretender entender la lógica de todo eso. Al
llegar a Aguas Calientes, ya de noche, con alivio vimos que nos esperaba
alguien que nos condujo a un alojamiento. El hostal no se parecía ni un poco a
las fotos que nos mostraron en Cusco; de hecho no creo que se parezca a ninguna
foto, porque nadie en su sano juicio tomaría fotos a ese lugar para
promocionarlo o recordarlo, pero era tolerable. El punto es que el sujeto nos
dijo que esa misma noche vendría a buscarnos a la habitación otra persona, con
nuestras entradas a Machu Picchu y los boletos de vuelta en tren.
Efectivamente, tocó la puerta un hombre, el quinto eslabón en una cadena (la de
“quiero mis boletos”) que debía tener uno solo. Tenía una bufanda porque
aparentemente estaba resfriado. El rostro a medias tapado, el valioso sobre que
abría sobre una mesa, y el hablar sigiloso mientras me daba instrucciones,
aportaban a la imagen de una escena protagonizada por Maxwell Smart. De hecho
no me hubiera sorprendido que la conversación se hubiera interrumpido por una
llamada a su zapatófono.
No, ahí no termina la historia. El
agente 86 nos dio las entradas para ir a Machu Picchu, y los boletos de bus
para subir y bajar, pero nos indicó que los boletos del tren a Ollantaytambo
debíamos recogerlos en la tarde, en Aguas Calientes, en el restaurante Qori
Koka. En ese momento giré la cabeza buscando la cámara escondida, porque debía
ser una broma; pero no, Max me dijo muy seriamente que allí estarían... y que
no me preocupara. Al día siguiente, energizados luego de un recorrido
maravilloso por Machu Picchu (éso no se puede narrar, hay que vivirlo), bajamos
caminando a Aguas Calientes a través de la floresta, desdeñando el bus. En el
pueblo preguntamos por el restaurante y una amable señora nos indicó cómo
llegar al Qori Koka. Una vez allí, mencioné que venía a recoger unos boletos de
tren, temiendo que me miraran con extrañeza y me dijeran “señor, aquí servimos
comida”. Pues no, con la misma naturalidad con la que servirían un lomo
saltado, me dieron nuestros boletos. Con nombres y apellidos, todo en orden.
Alivio infinito: el día seguía siendo perfecto. Sin embargo, no todo era
felicidad en ese lugar. Una pareja de argentinos con cara de desesperanza
insistía con “¿está segura de que no dejaron los boletos? ¿puede buscar otra
vez?”. No, no estaban. El peculiar sistema cusqueño de entrega de documentos a
cuentagotas había fallado. Se fueron caminando con ritmo de funeral. Un par de
cuadras más allá volvimos a coincidir con ellos en un negocio donde paramos a
hidratarnos. De pronto salió una mujer del almacén y preguntó al muchacho,
“¿Ud. es fulano de tal?”. Sí, respondió el argentino. Y a continuación la
señora le explicó que sus pasajes estaban en tal lugar, indicándole cómo
llegar. El muchacho tenía la misma expresión de estupor que nosotros, pero
finalmente sonreía. ¿Cómo pudo saber esa mujer, entre el millar de turistas que
deambulaban por el poblado cargando mochilas, que precisamente ellos eran los
dueños de los boletos extraviados? Otro misterio de los descendientes de los
incas, que 500 años después siguen sabiendo hacer las cosas a su manera.