Me gusta mucho salir a
correr. Tiene que ser así, salir, a la calle, al parque, a la playa. Hacerlo en
máquinas estáticas es como tener sexo con muñecas inflables. No es que no lo
haya hecho (me refiero a las máquinas), pero trato mucho de evitarlo. Diría que
es como volar en una jaula, pero eso suena arjonianamente cursi, así que mejor
no lo digo. Corro desde hace más de 30 años. Pero no soy un runner, eso lo
tengo claro. No puedo ser un runner porque corro con camisetas viejas y no con
vistosas camisetas de marca, con tecnología para el sudor, el mal olor, o algo
así. No he gastado un centavo en medidores de pasos, ritmo cardíaco, calorías
quemadas, glicemia, fenilcetonuria, o feng-shui. Me compré zapatillas de
correr, es cierto, porque no hacerlo sería condenar a mis rodillas al dolor
eterno; pero son simples, y las sigo
usando a pesar de que mi mujer dice que la palabra que le viene a la mente al
verlas es “miseria”. Pero por encima de todo no soy un runner porque nunca he
creído que mi identidad tenga que ver con salir a correr. No me siento parte de
una tribu o de un grupo especial por hacer algo tan simple y placentero. No me
identifico con esa moda que, potenciada por el mercado, de pronto le ha dado
lugar en los periódicos al viejo y querido trote, pero esta vez rodeado de
muchas palabras en inglés, negocio, y esnobismo. Sospecho de esas personas que
hacen del salir a trotar una fosforescente señal de identidad, adivino un ligero
vacío existencial que hoy se llena con el running y tal vez mañana con el gin
tonic.
Como los chasquis incaicos
que atravesaban los Andes como quien va a la esquina a comprar pan, como los
tarahumara que se pasan la existencia subiendo y bajando a trote la Sierra
Madre, como los kenyanos de las tierras altas que por asistir a escuelas
lejanas terminaron acostumbrándose a ganar el oro olímpico, para mí el correr
es una actividad individual y solitaria, íntimamente silenciosa y no
histéricamente gregaria. En este punto me vuelvo a acordar del sabio
Schopenhauer cuando dice “Lo que hace a la gente ser sociable es su incapacidad
para soportar la soledad y por lo tanto a sí mismos“. Por eso es que no
participo de las corridas masivas que son cada vez más frecuentes y visibles.
Por eso y porque no le veo la gracia a pagar por hacer lo mismo que hago
siempre gratis. No me convencen si lo que obtengo a cambio es una camiseta,
para que todo el mundo sepa que estuve allí, o el tiempo de mi carrera. Para
eso, tengo muchas camisetas viejas y un cronómetro. Corro conmigo y contra mí
mismo, para mejorar mis tiempos, mi ritmo y mi disfrute; para pensar con
claridad en asuntos varios que ocupan mi cabeza, y por eso de “mente enferma en
cuerpo sano hace menos daño”. Pero no corro para que me miren. “El mejor
corredor es el que no deja huella”, se lee en el Tao Te Ching.
He corrido en muchos
lugares y de algunos puedo rescatar pequeñas historias de necedades
anecdóticas. Como cuando en la sabana de Kenya, aludiendo a la bravura vikinga,
desafié a un muy espigado sueco a cumplir su palabra y salir a trotar una tarde
en la que el termómetro marcaba 40 °C (y sin gorro, añadí a la apuesta). Los
masai, sentados a la sombra de los arbustos, se reían al vernos pasar. No sé si
por el aspecto desgarbado y los rostros colorados o por el tremendo descriterio
de trotar a horas en las que los seres vivos se ausentan del escenario natural.
Aguantamos apenas 12 minutos y recuperar la normalidad nos tomó más de una
hora. En el otro extremo térmico, una noche salí a correr en Suecia con 7
grados bajo cero. No es tanto, me dije, y hubiera sido cierto si no fuera
porque en ese descampado corría un viento helado que seguramente bajaba un buen
trecho la sensación térmica. Como el dolor de los huesos de la cara era muy
intenso, bajaba por momentos el gorro de lana hasta taparme el rostro, para
calentármelo con el aliento. El problema era que el pavimento estaba congelado
en varias partes y dos veces casi me desmadro de un resbalón, así que tuve que
abortar a la mitad la misión del corredor enmascarado.
Cuando corría a orillas del
río Biobío en Concepción, alguna vez creí tener el poder de maldecir. En mi
recorrido, habitualmente tranquilo salvo por los camioneros aburridos que para matar
el rato me asustaban con su bocina o invadían la berma, comenzó a aparecer un
perro-ladilla que amenazaba con morderme cuando pasaba frente a la casa que
pretendía custodiar (había otros perros a su lado, pero solamente él me
atacaba). El antipático y multiétnico can me obligaba a recoger piedras en el
camino para ahuyentarlo. Como Cristiano Ronaldo pateando tiros libres en el
Real Madrid, entre muchísimos tiros desviados, una vez por fin le acerté, y el
desgraciado (me refiero al perro) dejó de molestar por un par de semanas:
miraba para otro lado, haciéndose el gil. Pero luego volvió a las andadas, y
entonces yo a las pedradas. La desagradable situación desnaturalizaba el acto
de salir a correr: hacerlo ya no me relajaba. Así que un día, cual gitana de
plaza a la que no le permiten estafar a un parroquiano, le eché una vitriólica
maldición, deseando con todas mis fuerzas que algún camión lo redujera a dos
dimensiones. Después tuve que viajar y
dejé de correr allí por un par de semanas. Al retomar la rutina vi que en la
pequeña jauría que montaba guardia frente a esa casa ya no estaba mi némesis. A
la segunda o tercera vez que pasé por allí me fijé bien, y allí estaba: quedaba
apenas un montón de huesos y algo de pellejo. El ángel exterminador de 12
toneladas había cumplido con mi maldición.
Pero toda esta historia
comenzó con mi mayor necedad. Quien me inició en salir a correr fue un tío que
nos llevaba a los sobrinos al club de Golf de Lima, con sus imponentes 4 km de
perímetro, para intentar completar una vuelta. Un par de años después, cuando
mi abuelo (su padre) murió, se me ocurrió que un buen homenaje sería correr el
día de su cumpleaños, el 1 de enero, nada menos que (casi) una maratón: 10
vueltas al club de Golf. Hasta entonces había logrado, una sola vez y con mucho
esfuerzo, dar dos vueltas. Ese día me levanté tarde, como en todo Año Nuevo,
así que cuando llegué al Golf caminando desde mi casa (unos 3 km, según me
indica hoy Google Maps) ya el sol estaba arriba. Por supuesto, no llevaba gorro
ni agua, y mis zapatillas eran más bien de vestir, pero mi convicción espartana
no se preocupaba por esos detalles insignificantes. Entonces comencé,
emocionado y desde mis imberbes 12 años, el silencioso homenaje. Tras cumplir
la segunda vuelta me sentía bien y el optimismo me rondó, con su habitual
desconexión de la realidad. Pero duró poco. Al terminar la tercera vuelta (12
km) ya estaba muy cansado y comencé a dudar de que fuera posible cumplir con mi
promesa. Al cumplir la cuarta vuelta ya me sentía mal y el paso era muy lento,
pero no quería rendirme tan pronto. Así que decidí intentar completar al menos
la mitad de lo planeado. La quinta y última vuelta (20 km) fue sólo sufrimiento
y una constante lucha interna entre detenerme o seguir. Gradualmente todo
perdía sentido y lo único que quería era no estar allí. Finalmente completé la
vuelta y pude detenerme. Caminé como un zombie, las piernas temblando,
perfectamente deshidratado, hasta encontrar una sombra. Y un poco más allá,
pude ver la mayor felicidad imaginable: un buen hombre regando un jardín. Con
mucho esfuerzo me levanté, mareado, y le pedí la manguera. Estuve bebiendo
mucho rato y luego volví a la sombra. Media hora después, emprendí la caminata
de regreso, más triste que satisfecho. No he vuelto a correr una distancia tan
larga.
Cuando corro por la Av. Del
Mar, en La Serena, al lado del Pacífico, no cuesta mucho distinguir a los
corredores de siempre de los que siguen la moda del running. Los puedes
diferenciar por el ritmo del trote, unos corren y los otros apenas no caminan.
También los diferencias por el estilo, unos avanzan con un paso marcado y los
otros martirizan a sus articulaciones con movimientos que recuerdan al mambo y
parecen anunciar una caída. El sobrepeso notable es también un indicador
fiable. Pero la señal definitiva es la parafernalia. Si a las evidencias
anteriores les sumas indumentaria nueva y de marca, y algún adminículo extra,
ya puedes estar seguro: ese ser humano hace muy poco era devoto del Big Mac o
pasaba sus horas de vigilia sentado frente a una pantalla. Por supuesto, uno
tiene que alegrarse de que la gente haga ejercicio, por la razón que sea. Pero
supongo que esa alegría solidaria puede convivir con la opinión ruin y
desalmada del observador. Correr es gratis y mejora la vida. Mejora el humor,
el peso, las defensas, el sueño, y hasta el sexo (me refiero a los aspectos
funcionales, no a los anatómicos). Hace que tu cerebro funcione mejor; claro,
dentro de los límites de cada uno (tampoco hace milagros) y hasta nos protege
del Sr. Alzheimer que acecha allá adelante. Por eso, queridos feligreses, si quieren vivir más y mejor, salgan a correr
tres veces por semana. Pero, por favor, no digan que son -o actúen como-
runners.