La primera película “seria” que vi fue Stand by me. Las otras eran todas historias de adolescentes yanquis que perdían la cabeza por fornicar, o de zombis, monstruos o mutantes que decapitaban jóvenes yanquis que habían logrado fornicar. Stand by me es una historia entrañable de niños que viven aventuras muy divertidas pero descubren el dolor demasiado temprano. La película abre con una escena similar a la que vería alguien detrás de mí ahora: un hombre escribe en una computadora, recordando su niñez, embargado por la nostalgia. Esto mismo lo podemos ver muchas veces en otros escritores: el retorno a la niñez o adolescencia como únicas patrias verdaderas. Mario Vargas Llosa se fue del Perú a los 22 años y es un hombre cosmopolita que ha recorrido el mundo varias veces. Sin embargo, con todo lo que ha visto y escuchado en su vida, la mayoría de sus libros están situados total o parcialmente en el Perú. Salvando las enormes, insondables, estratosféricas, siderales distancias, a mí me pasa lo mismo. Dejé de vivir en el Perú en 1993, con 23 años, y cada vez que escribo, o pienso en historias para escribir, todo ocurre allí.
¿Por qué marca de manera tan definitiva el recuerdo de esos años? Yo no lo sé (y probablemente el psicoterapeuta que dice que sabe, tampoco). Pero a mucha gente le basta oír la mención de un producto (una marca de leche, golosinas o zapatos), un juego ya en desuso por no requerir pantalla, alguna frase de un comercial o un programa de TV para regresar a esos años e identificarse con una época. Para la gente de mi generación puede ser la música de algún dibujo animado como Las fábulas del verde bosque, Angel la niña de las flores, Capitán futuro, etc. De alguna manera estamos convencidos de que entonces éramos más felices, aunque no sea cierto. Ahora tenemos otras felicidades, algunas infinitas, como ver crecer a un hijo, otras más mundanas, como el logro de objetivos personales o profesionales. Pero pocas cosas nos movilizan más que escuchar una canción como aquéllas o percibir un olor especial, y entonces regresamos inmediatamente a una emoción de esa época (como cuando en Ratatouille el implacable Antón Ego vuelve a ser niño al probar el plato de Ratatouille). Me ha pasado muchas veces al volver a Lima. Por ejemplo, con el olor de los jazmines en la noche. Basta un segundo para que yo recuerde la quinta de mi abuela, a la que los primos salíamos a corretear en la nochebuena después de abrir los regalos. Una de esas noches, cuando todos los otros niños ya habían entrado, descubrí que me gustaba estar solo. Esa certeza me acompaña hasta hoy. Pareciera ser que lo que uno realmente es se definió en esos años, y lo demás es simplemente un orbitar alrededor de ese núcleo, acompañado de fallidos intentos por dejar de ser lo que somos, necesitando además cada cierto tiempo un contacto con esa esencia para no perdernos en el camino.