domingo, 30 de agosto de 2009

La edad de la nostalgia

La primera película “seria” que vi fue Stand by me. Las otras eran todas historias de adolescentes yanquis que perdían la cabeza por fornicar, o de zombis, monstruos o mutantes que decapitaban jóvenes yanquis que habían logrado fornicar. Stand by me es una historia entrañable de niños que viven aventuras muy divertidas pero descubren el dolor demasiado temprano. La película abre con una escena similar a la que vería alguien detrás de mí ahora: un hombre escribe en una computadora, recordando su niñez, embargado por la nostalgia. Esto mismo lo podemos ver muchas veces en otros escritores: el retorno a la niñez o adolescencia como únicas patrias verdaderas. Mario Vargas Llosa se fue del Perú a los 22 años y es un hombre cosmopolita que ha recorrido el mundo varias veces. Sin embargo, con todo lo que ha visto y escuchado en su vida, la mayoría de sus libros están situados total o parcialmente en el Perú. Salvando las enormes, insondables, estratosféricas, siderales distancias, a mí me pasa lo mismo. Dejé de vivir en el Perú en 1993, con 23 años, y cada vez que escribo, o pienso en historias para escribir, todo ocurre allí.
¿Por qué marca de manera tan definitiva el recuerdo de esos años? Yo no lo sé (y probablemente el psicoterapeuta que dice que sabe, tampoco). Pero a mucha gente le basta oír la mención de un producto (una marca de leche, golosinas o zapatos), un juego ya en desuso por no requerir pantalla, alguna frase de un comercial o un programa de TV para regresar a esos años e identificarse con una época. Para la gente de mi generación puede ser la música de algún dibujo animado como Las fábulas del verde bosque, Angel la niña de las flores, Capitán futuro, etc. De alguna manera estamos convencidos de que entonces éramos más felices, aunque no sea cierto. Ahora tenemos otras felicidades, algunas infinitas, como ver crecer a un hijo, otras más mundanas, como el logro de objetivos personales o profesionales. Pero pocas cosas nos movilizan más que escuchar una canción como aquéllas o percibir un olor especial, y entonces regresamos inmediatamente a una emoción de esa época (como cuando en Ratatouille el implacable Antón Ego vuelve a ser niño al probar el plato de Ratatouille). Me ha pasado muchas veces al volver a Lima. Por ejemplo, con el olor de los jazmines en la noche. Basta un segundo para que yo recuerde la quinta de mi abuela, a la que los primos salíamos a corretear en la nochebuena después de abrir los regalos. Una de esas noches, cuando todos los otros niños ya habían entrado, descubrí que me gustaba estar solo. Esa certeza me acompaña hasta hoy. Pareciera ser que lo que uno realmente es se definió en esos años, y lo demás es simplemente un orbitar alrededor de ese núcleo, acompañado de fallidos intentos por dejar de ser lo que somos, necesitando además cada cierto tiempo un contacto con esa esencia para no perdernos en el camino.


4 comentarios:

  1. Leyendo tu tema pude identificarme con muchas cosas que aseveras. Bentido sea el internet, los blogs y las ganas de escribir.

    Es curioso. También salí del país muy joven, con 21 años. Pronto cumplo 30 y he vivido en muchos lugares, muy distantes entre ellos, en cultura, en estructuras sociales, en idiosincracia.
    Sin embargo, cuando escribo lo hago pensando en "mis años felices" en Lima. Escribo pensando en cuando mi padre y mi hermano aún estaban vivos, cuando reíamos, cuando jugábamos billar. Cuando nada ni nadie me hacían presagiar que un tiempo no muy lejano la vida iba a arrancarme el programa de las manos y darme uno nuevo y en otro idioma. Un idioma desconocido de penas, evocos, nostalgia y mas recuerdos.

    A veces pinto, y cuando lo hago, mi mente vaga y viaja por lugares que hace tiempo no visito. Hace poco pensaba sobre mis años locos en New Orleans. Siempre era verano. Si, allí me hallaba yo, buscando licenciarme en una universidad yanqui. Alli estaba, buscando "encontrarme" en medio de una subcultura donde el fornicar era el curso obligado y las fiestas y los mardi gras de cada fin de semana una bendición. Con todo y sus límites y algunos malos ratos fuí feliz, muy feliz. Allí aprendí a ser libre y entender que en este mundo o te cuidas o te cuidas.
    Hoy vivo en los Alpes. Si, estoy entre montañas y lagos glaciares en invierno. Vivo más calmada, terminando un doctorado que me toma tantas horas. Ya no escucho el bullicio de las bocinas locas los fines de semana. Ya los chicos no hacen colas, ya no soy la chica popular. Ahora me la paso entre tazas de té, lámparas a media luz, libros, cantidades industriales de Nutella y chocolates Milka. Salgo a correr. Leo mucho, escribo (o trato) me cuestiono. Aquí aprendi lo que es la soledad y lo más importante, disfrutarla.
    Aprendí a no contar los días, a no mirar el almanaque, a desaparecerme de la faz de la tierra por semanas, leyendo, pintando, caminando, escribiendo, viajando.
    Viajo. Me gusta viajar sola, descubrir nuevos lugares, nuevas gentes. Que sublime es el momento aquel cuando llegamos a una ciudad nueva. Las casas, el cielo, el aire, el color del suelo, todo es tan diferente. Enfrentar la abstracción mental que nos produce el primer contacto con un nuevo idioma. El sentirme en otra dimensión, porque no entiendo la vida de otros, porque no se que dicen mientras mueven los labios y emiten sonidos. Donde solo puedo disfrutar y ver lo que se me presenta a los ojos. Por eso me gusta viajar.
    Y me gustan los trenes y ese sentido de anonimato que ofrece el ir con ellos, que te permiten encerrarte en ti y escurrirte en un asiento donde antes estuvieron sentadas tantas historias.
    Y me gustan los aviones porque por un momento estas allá arriba con la vida pendiendo de una caja. Porque por un momento eres única en un pequeño mundo de personas de todos lados. Porque compartes algo en común con tantas vidas por tantas horas.
    Aún así, es curioso que siempre luego de todo lo vivido y lo "viviendo" (permíteme el término inventado) no puedo dejar de pensar y escribir sobre las cosas que sucedieron hasta que tuve 21 años. Es como si el tiempo se hubiera detenido el día que partí, como si luego otra persona hubiera tomado la posta de mi vida y un prisionero loco antes dormido quisiera volver a salir.
    Aqui siento que lo que recuerdo son las vivencias de distintas "yos". Me siento si, afortunada de mi vida, con todos sus dolores, sus penas, locuras y sus vacíos hermosos.
    Casi siempre me rescata mi viejo y gastado Moleskino... que pronto pasará a las filas de otros que como él escribieron alguna parte de este viaje.
    Saludos, y gracias por escribir.

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  2. Gracias Mar, por escribir y por compartir tu mirada. Has enriquecido un post humilde.

    Suerte en tu viaje.

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  3. Hola Mar! Como tú dices, benditos sean los blogs. Me encantó tu comentario y gracias a tu enlace pude llegar a tu blog. Así como tú y Ernesto, yo también salí del país durante mis tiernos 20. Yo no escribo, pero busco blogs como "La Sonrisa del Penúltimo" para mantener vivos los recuerdos de ♫♪aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas♫♪. Ahora, no sé si a ustedes les habrá pasado lo mismo que a mí: la memoria empieza a jugarme pasadas y los recuerdos se transforman en superlativos de lo que realmente fueron: éste era el mejor chocolate, ése era el mejor helado, etc. Después que pagué un h de plata para que alguien me traiga una muestra, me fuí de narices contra la realidad...Otra cosa que me pasó y todavía me pasa, es que empezé a preguntarme el porqué me gustó cierta canción o cierto autor, del cual yo repetía las canciones. Muchos amigos cubanos todavía no me perdonan el haberme encontrado cantando a Silvio Rodruiguez, a voz en cuello, como cuando era jóven haciendole el corito a mis amigos de la universidad en Lima o cantando Serrat con los amigos en Santiago, a escondidas de los Pacos cuando Pinochet todavía estaba en el gobierno.

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  4. Exactamente. Las nuevas experiencias de los sentidos, la opinión de la gente cercana, y una triste y resignada honestidad me han terminado por convencer que los productos añorados no eran tan ricos como los recordaba. Tal vez lo que ocurre es que somos más pavlovianos de lo que parece. Más que extrañar el chocolate Sublime o la bebida Inca Kola extrañamos las épocas o experiencias asociadas (en mi caso, mimos de mi madre y almuerzos en familia extendida en un chifa, respectivamente).

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