lunes, 31 de diciembre de 2012

Amarilis... y hasta luego



Hace un mes, por fin, pude publicar mi primera novela. Claro, no es una noticia para que aparezca en los periódicos, o para que se convierta en un viral en las redes sociales (no puede competir con un gato que jala el WC o con un baile simiesco con ritmo pegadizo), pero para mí fue algo muy importante. Ha sido una historia larga. No, no se preocupen, no la voy a contar completa. Todo comienza a inicios del 2001 cuando, envalentonado por los comentarios positivos recibidos por un par de cuentos en una revista online, me dije que ya estaba bueno de refugiarme en la comodidad del texto breve, que un cuento lo escribe (casi) cualquiera, y que ya era hora de ponerme los pantalones largos e ir por la novela. Obviamente, lo que hice fue escribir más cuentos (los pantalones cortos han sido siempre muy cómodos). Pero la idea era soltar la mano, y funcionó. Porque a fines del 2002 ubiqué frente a una pared, la única con ventana, una mesa pequeña que con esfuerzo podría llamarse escritorio, y comencé a escribir. No duré mucho tiempo con el plan de escritura diaria, pero ya había comenzado. Estaba en la lluviosa Concepción (la pared con ventana se humedecía mucho cuando llovía, o sea casi siempre) y acababa de recibir la mejor noticia posible: iba a ser padre. Luego nos mudamos a otra casa más cómoda, para esperar la llegada del primogénito, y ahí sí que pude avanzarla mucho, a pesar de que el cuarto-escritorio era el más frío de la casa (por entonces no teníamos calefacción central, que -en invierno- es lo más parecido a la felicidad). Tengo una foto muy linda en la que con una mano sostengo a mi hijo de dos meses contra mi pecho y con la otra estoy escribiendo (terminando de escribir) la novela. Estoy abrigado como para cruzar la cordillera, y es que ese lugar era un frigorífico. La primera versión la terminé en junio de 2003. Las correcciones, que requieren pausas, alejarse del engendro para poder volver a quererlo, me tomaron poco más de un año. Tal vez ayude a comprender la lentitud de todo el proceso el saber que había un fuerte componente de investigación en la novela, por lo que recopilar y chequear los datos me tomó mucho tiempo. Eran muchos frentes: la historia política reciente del Perú, las sublevaciones indígenas milenaristas, la vida y obra de la poetisa Amarilis y Lope de Vega, etc. Tendría que haber sido menos ambicioso para mi primera vez, pero ya estaba embarcado. Finalmente, cuando ya se terminaba el 2004 me dije que ya estaba listo para conquistar el mundo editorial. Me equivoqué por 8 años. Pero no nos saltemos etapas.
Además de mandar la novela a concursos literarios (en esa época no sabía que estaban todos arreglados), lo que era al fin y al cabo un gasto inútil de papel, tinta, correo e ilusiones, comencé a intentarlo con editoriales conocidas. Estuve cerca de lograrlo con la primera, pero la editora a cargo, después de manifestarme sus dudas sobre si publicarla o no, y que coincidían con una etapa de dudas y cambios en su vida personal (¿quién se lo preguntó?), me dijo que no. Y aquí comenzó el rosario de fracasos, consistente en cartas-tipo diciendo que “sin desmerecer su valor, en este momento su obra no se ajusta a nuestra línea editorial”, envíos que nunca obtuvieron respuesta y esperpentos varios, como el de un editor-negociante que apenas lo contacté me dijo que publicaría mi novela (sin haberla leído) si le daba dos mil dólares. Pasados 4 años de intentos infructuosos, decidí bajar mis pretensiones y lo intenté con editoriales pequeñas, independientes, que publicaban compartiendo los gastos con el autor. Tampoco. O simplemente no me contestaron o me dijeron, después de meses de devaneos, que no. En varias ocasiones llegué a pensar que simplemente lo mío no era bueno. Pero lo releía y me gustaba, me volvía a convencer de que era un buen libro, y entonces me decía que tenía que insistir, que algún día tenía que resultar. Averiguando en foros varios (ya estamos en el 2008), entendí que lo que necesitaba era una agente literaria (por alguna razón que nadie conoce, son siempre mujeres). Le escribí a varias, y casi siempre me contestaron que tenían la agenda llena (o simplemente no me contestaron). Una me dijo que le mandara la novela (en papel, un mamotreto, hasta Barcelona). Lo hice, y casi no usó palabras para, 6 meses después, decir que no le interesaba. Por supuesto, todo lo que estoy contando estaba puntuado por meses en los que no intentaba nada, me rendía temporalmente y me dedicaba a ganarme el pan con lo que se supone que sé hacer (investigación científica). Lo más bizarro que se me ocurrió fue la auto-publicación. Fue el 2010, un año después de llegar a La Serena. Hay muchas páginas que ofrecen el paquete completo: instrucciones para armar el libro, plataforma online de venta, gestión de ganancias, etc., y a un precio muy conveniente (muy conveniente para ellos). Estuve a punto de caer, pero lo que me detuvo no fue el sentirme esquilmado (uno se acostumbra después de tantos años lidiando con el banco, la AFP, la ISAPRE) sino los compañeros de vitrina virtual. Me faltan las palabras (y me sobran los insultos) para describir los libros que allí se ofrecían. Apasionantes autobiografías de sujetos que ni siquiera podían escribir una mini-reseña sin errores de sintaxis, poesía a raudales (de una cursilería Arjoniana), enseñanzas para alcanzar la felicidad, el orgasmo o una mejor hipoteca…, en fin, era la corte de los milagros y yo no quería aparecer en el cuadro. Tenía que haber otra alternativa. 
Hasta que un día de abril de 2012, viendo el catálogo de la editorial de la Universidad de La Serena (mi lugar de trabajo), vi que tenían cosas de narrativa y poesía (o sea, no editaban solamente libros técnicos). Lo dudé. Por un momento pensé que no tendría mucho mérito publicarlo allí. Suponía que los profesores lo tenían fácil por el hecho de serlo (de ser profesores, no de ser fáciles). Eso fue antes de conocer al editor, Alejandro, con una larga experiencia en el mundo editorial, quien después me dejaría en claro que no tenía problemas en decirle a los científicos con ínfulas literarias que NO. El caso es que ese abril le escribí a Alejandro, contándole que tenía una novela que quería publicar, y todo eso. Como me había ocurrido tantas veces, no contestó. La novela está dedicada a mi madre, a quien le debo el amor por los libros (ver el post ¿Tú escribes?). Ella murió el 2001 y su cumpleaños era el 26 de agosto. Pues bien, consciente del simbolismo, el 26 de agosto de este año decidí insistir con Alejandro. Y esta vez sí contestó. Todo ocurrió muy rápido. Cuando le escuché elogiar mi escritura con entusiasmo y -lo que es mejor- con argumentos (“estoy francamente sorprendido”, repetía), sentí lo que siente el corredor de maratón olímpica cuando llega al estadio, sentí lo que dos veces antes sentí al divisar la ciudadela de Machu Picchu después de haber recorrido con mucho esfuerzo el Camino Inca durante cuatro días. Mi novela se publicaría, ya lo había logrado. Por supuesto que la editorial de la Universidad de La Serena es una editorial menor, y la tirada inicial ha sido bastante humilde, pero por algo se empieza. No olvidemos (me digo cuando dejo de tener los pies sobre la tierra) que el libro de John Toole se publicó con una pequeña tirada, después de muchos años de intentos fallidos, en la editorial de la Universidad de Louisiana (ver el post Objetivos). Como la distribución es solamente a nivel nacional (Chile), en mi último viaje a Lima llevé una docena de libros en la maleta, apuntando a contactar a libreros para ver si pican el anzuelo y les interesa pedir ejemplares para vender. Y es que la novela transcurre en Lima. 
No lo dije todavía. La novela se titula “Amarilis y el país imposible” y si quieren saber de qué se trata, copio a continuación el texto de la contratapa. 
Felipe es un estudiante peruano de literatura en la Universidad Complutense y viaja al Perú para revisar un archivo documental. Busca información confirmatoria para su tesis doctoral, que revela detalles ocultos de la relación entre Amarilis, la incógnita poetisa colonial peruana, y Lope de Vega, a quien escribiera la célebre "Epístola a Belardo". Buscando contactos para llegar al Archivo, Felipe conoce a Claudia, quien lo introduce a un grupo de estudiantes que participa de una tertulia literaria. Son los últimos meses del año 2000, y el régimen autoritario y corrupto de Fujimori parece negarse a desaparecer. Gradualmente Felipe se involucra sentimentalmente con Claudia y descubre que el grupo de la tertulia prepara un magnicidio redentor. Dejándose llevar por Claudia a pesar de su escepticismo, y postergando sus pesquisas literarias, Felipe se ve envuelto en el operativo. El telón de fondo para la lucha constante entre un idealismo temerario y la desesperanza más irrefutable es la ciudad de Lima y su historia, donde nada parece ocurrir por primera vez. 
Pasando a la sección marketing, la novela se puede encontrar en buscalibre.com. Se supone que se podría comprar desde cualquier parte del mundo, pero esto hay que confirmarlo todavía. En Chile (Santiago) ya debe estar en las librerías LOM, Universidad Católica y Editorial Universitaria. Llame ahora, llame ya. 
En el post anterior hablaba de la necedad y la suerte. Falta indicar el componente de suerte en esta historia (creo que el de la necedad es evidente). Alejandro, el editor, vivió varios años en Lima, y la lectura de mi novela le hizo revivir muchos episodios de su vida. Alguna vez me tenía que tocar la suerte buena. 
Para terminar, y usando el simbolismo de hacerlo el último día del año (escribo esto en el aeropuerto), anuncio un hasta luego. El blog entra en receso. Hay distintas maneras de explicarlo. La más simple es que quiero avanzar con la segunda novela (llevo apenas una veintena de páginas) y, aunque no se note, el blog me quita tiempo (de intentos de escritura en la cabeza). Más que tiempo real, ocupa el espacio de Escribir en mi vida (no queda mucho disponible) y si sigo así no voy a escribir la segunda novela nunca. Y es que, si me voy a demorar 8 años en publicarla, más me vale apurarme en escribirla. ¿Cuánto durará el receso? No lo sé, digamos que unos meses, a lo más un año. Mientras tanto, para ese puñado de fieles lectores que me han acompañado en este blog, que tuvo su primer post el 26 de agosto de 2009, quedan más de 70 posts para releer cuando no tengan nada mejor que hacer, o se hayan aburrido de ver al gato que jala el WC. Se agradece su visita. Buenas noches y hasta luego.



domingo, 9 de diciembre de 2012

La necedad y la suerte

Eran los días previos a la Navidad de 1994. Un año antes, en la primera Navidad después de haber dejado mi país (y mi familia, mi casa, la comida rica y una habitación digna) para irme a Chile a estudiar una maestría en ecología, me había quedado sin viajar a casa por fiestas porque un curso tenía un examen el 28 de diciembre. Lamenté mucho mi torpeza de entonces, mi apego absurdo a las normas que me llevó a ni siquiera intentar negociar esa fecha. Pero esta vez había aprendido la lección y no hubo cronograma académico que pudiera evitar que aquella noche tomara el bus Santiago-Arica. Llegué puntual al terminal Los Héroes, cuyo nombre imagino alude a los trabajadores que están todo el día respirando el monóxido de carbono que satura su aire. El plan era claro y seguro: apenas 32 horas después de subirme al Flota Barrios amanecería en Arica, y ya todo sería hacer el trámite de cruzar la frontera en un colectivo Arica-Tacna, para llegar al aeropuerto de Tacna a más tardar al mediodía, y abordar el avión de Faucett que salía a las 13:00 y me depositaría en la ciudad en la que nací (tenía ya el boleto). Nada que temer, ya había hecho ese periplo tres veces antes. Como siempre, el paisaje del viaje en bus era un homenaje a la monotonía, pero el desierto no deja de tener su gracia, y facilita la introspección y el ascetismo. Como siempre, el inicialmente aromatizado bus con las horas pasaba a oler a la esencia del ser humano (con lo que se verifica la hipótesis nihilista de que en esencia somos materia en putrefacción). Me daba igual. Así hubieran colocado cartones de cajas de plátano en las ventanas o animales de la granja en los asientos de atrás, no me hubiera parecido muy terrible; yo no estaba allí para disfrutar el viaje, todo se trataba de llegar a Lima a pasar Navidad. Y esta vez nada me lo iba a impedir.

Después de pasar dos noches en el bus, y cuando ya comenzaba a olvidar mis facultades motoras, por fin apareció Arica y su anodino perfil de ciudad incompleta. Eran casi las siete de la mañana. Tomé el taxi a la estación de colectivos y al llegar... la sorpresa. Había un tumulto de gente a la entrada. Mis sospechas de problemas se confirmaron: el sindicato de camioneros había decidido bloquear la carretera que va de Arica a la frontera. Los colectivos no podían salir. Plop. Entonces me dije lo mismo que me repetiría varias veces en las siguientes horas: yo voy a llegar a Tacna antes del mediodía, y nada me lo va a impedir. Después de que me dijeran por segunda vez que nadie saldría, porque los camiones bloqueaban la carretera y a los que intentaban esquivar el bloqueo (no olvidar que lo que rodea a la carretera es la nada) los apedreaban, yo dije en voz alta “¿Es que nadie se atreve?” y salí a tomar aire. En ese momento se me acercó un hombre de unos 30-40 años, obeso y aparentemente muy seguro de sí mismo, no sólo por el tono con el que se dirigió a mí, sino por no importarle el hecho de que buena parte de su abdomen colgara a la vista del respetable público, por fuera de su mugrienta camisa. No era alguien a quien uno le encargaría el cuidado de sus hijos, ni de sus perros, ni de las pulgas de sus perros, pero era el único chofer que se animaba a intentar pasar el bloqueo. Eso sí, me advirtió en voz alta cuando ya otros se habían congregado, el camino clandestino que usaríamos pasaba cerca de un campo minado. Eso disolvió al grupo como por encanto y quedamos solamente tres valientes (o tres idiotas): un chileno, un ecuatoriano y yo. No sé si haya chistes de un peruano, un chileno y un ecuatoriano, pero en ese momento nadie estaba para bromas. Lo que me diferenciaba más claramente de los otros dos no era el color de la piel o del pasaporte. La gran diferencia estaba en que mientras ellos cargaban mochilas o bolsos pequeños, yo llevaba -además de una mochila mediana- un bolso de aquellos que crecían en altura conforme uno iba abriendo cierres (una maldición gitana). Era un bulto de 1 m de altura y más de 20 kg de peso. Finalmente pagamos -con recargo- y emprendimos el temerario viaje, pero éste no duraría mucho: los huelguistas también habían bloqueado el camino alternativo. Al volver, y viendo que el patibulario conductor no tenía la menor intención de devolvernos el dinero, le dije que al menos nos dejara en la carretera, en el punto donde comenzaba el bloqueo. ¿Para qué?, preguntó. Para cruzar caminando, le dije muy convencido. Primero se rió y luego dijo OK. Los otros dos pasajeros dudaron, pero al ver mi resolución decidieron acompañarme en la aventura.
Yo no sabía la distancia que nos separaba de la frontera, pero sí recordaba que en colectivo el viaje duraba unos 10-15 minutos, lo que me daba como resultado unos 20 km a recorrer. Casi nada. Eran poco más de las 9 am cuando cruzamos el piquete de camioneros, los que se divirtieron aplaudiéndonos, silbándonos o simplemente insultándonos. Yo solamente miraba hacia adelante. A poco andar comenzaron las dificultades porque mi bolso tenía tanto peso que apenas rodaba (también es cierto que las ruedas eran ridículamente pequeñas), y si lo inclinaba un poco ya tomaba contacto con el suelo y comenzaba a raerse. Los otros dos caminantes avanzaban sin problemas. En otras circunstancias uno podría haber disfrutado el escenario cinematográfico de una carretera vacía rodeada de desierto, pero el radiante sol de verano que ya pegaba fuerte a esa hora, el maldito peso a arrastrar, y los cálculos matemáticos de distancias y tiempos que no me cerraban, me tenían de un humor alejado de la contemplación estética. Cada vez que se asomaba por mi mente una evaluación racional de los hechos, la que inevitablemente indicaba que perdería el avión a Lima, yo la espantaba repitiendo el mantra (nada me va a impedir tomar ese avión en Tacna) y me concentraba en avanzar más rápido. Mis esfuerzos terminaban siendo patéticos. Por momentos tomaba el bolso y lo colocaba sobre mi espalda, afianzando una de las agarraderas en mi frente, pero apenas aceleraba un poco el paso se volcaba hacia los lados. Afortunadamente los otros dos no tenían apuro, así que me esperaban cada vez que me retrasaba, y aprovechaban para conversar entre ellos. Yo básicamente me dedicaba a sufrir y a negar la contundencia de la realidad. A las 9:30 ya estaba empapado en sudor y apenas habíamos superado el primer kilómetro. Las cosas no pintaban nada bien, pero regresar no era una opción. Me puse en piloto automático y seguí adelante, con la necedad como único combustible.
Eran casi las 9:45 cuando escuché el ruido de un motor. Al comienzo pensé que se trataba de una alucinación auditiva causada por la deshidratación, pero mis compañeros de viaje exclamaron con júbilo “¡viene un furgón!”. Y cuando volteé a mirar, todavía escéptico, allí estaba: un furgón blanco desacelerando conforme se acercaba a nosotros. No tuvimos que levantar un dedo, era obvio que ellos eran nuestra salvación y nosotros unos náufragos. Resultó ser personal de la aduana chilena que tenía amigos entre los camioneros y por eso excepcionalmente los dejaron pasar. Igual que los camioneros, se reían por nuestra ocurrencia de recorrer caminando los -entonces lo supimos- 22 km que nos separaban del puesto de frontera de Chile. No pudimos tener más suerte. Ellos nos facilitaron un trámite rápido (aunque evidentemente no había cola), y nos esperaron para llevarnos hasta el puesto de frontera peruano, a 1 km de distancia. Allí encontraría muchas opciones de traslado. No me cansé de agradecerles. Finalmente llegué al aeropuerto muy temprano, poco después de las 10, cuando no había allí más que un aburrido vigilante. Bebí mucha agua en el baño y me senté a descansar, disfrutando del éxito de la misión, y agradeciendo a sus dos protagonistas principales: la necedad y la suerte.



PD: en el próximo post, otra historia de necedad y suerte: la publicación de mi primera novela.

sábado, 17 de noviembre de 2012

El arte de amar


Jiménez la vio y su primera reacción fue esconderse detrás de un gordo en la fila. Pero el gordo justo se agachó para amarrarse las zapatillas, una tarea ciclópea para el dueño de tan portentoso vientre, tardando lo suficiente para exponerlo a los ojos de Alicia. Cuando ella le dijo “Aníbal” él por un momento pensó que se refería a otro. Hacía tiempo que nadie lo llamaba por su nombre. En la agencia de viajes en la que trabajaba como estafeta, era Jiménez para todos, en su casa su mujer lo llamaba Cupuchi, y su hijita alcanzaba a decirle Chuchi. No pudo evitar responder el saludo de Alicia ni aceptar que ella le invitara un café al terminar el trámite en el banco. Llevaba casi cuatro años sin ver a Alicia, y ella estaba más guapa que la última tarde que se sentó junto a ella en la sala de su casa, cuando todavía eran novios. Poco después de esa tarde, cuando una vez más Jiménez le dijo que sí pensaba en el matrimonio con ella, y que por eso no tenía problema en esperar un poco más para acostarse con ella, la vida de Jiménez cambiaría para siempre. Todo comenzó cuando el hermano menor de Alicia apareció de pronto, sin saludarlo, como siempre, y le preguntó si ella tenía “El arte de amar”, porque se lo habían encargado a leer en el colegio.  Cuando ella le dijo que no, el pequeño y mimado Juliancito (a quien Jiménez se refería como enano maligno o tumor del suelo cuando conversaba con sus amigos) comenzó su enésimo berrinche. Entonces Jiménez, para hacer méritos ante los ojos del padre de Alicia, un acaudalado empresario que no terminaba de aceptar la idea de que su hija se casara con alguien sin apellido, se ofreció a conseguir el libro al día siguiente. Tolerar los desplantes de su odioso hermano era poca cosa al lado del esfuerzo por contener sus naturales ímpetus sexuales con Alicia, quien por su educación arcaica y religiosa insistía en llegar virgen al matrimonio. Pero Jiménez aguantaba estoico, sabiendo que el premio mayor lo esperaba al final de ese via crucis. Porque el casarse con Alicia no significaba solamente consumar por fin sus deseos sobre ese cuerpo tan apetecible, implicaba también tener un trabajo seguro y bien pagado en las empresas de la familia. Sus amigos lo alentaban, convenciéndolo de que bien valía la pena el sacrificio presente a cuenta del futuro venturoso, y ya tenían apuestas sobre cuál sería el paraíso tropical en el que pasarían la luna de miel pagada por el suegro. 
Poco después de llegar al tradicional barrio de librerías, Jiménez  quedó descolocado cuando, tras preguntar por “El arte amar”, un librero le dijo que había dos libros que respondían a ese título. Uno era un bestseller, una suerte de libro de auto-ayuda, y el otro era un clásico de un poeta romano contemporáneo de Herodes. Jiménez no lo dudó. En ese colegio tan conservador y aristocrático solamente podían estar buscando la obra del poeta Ovidio. A Jiménez le agradó escuchar el nombre de Herodes asociado al enano maligno. El problema era que ese librero, y la otra docena de libreros que consultó después, únicamente tenían el libro de Erich Fromm. Más de una vez le pasó por la cabeza comprar el libro disponible, sobre todo cuando recordaba a Juliancito emitiendo flatulencias mientras él esperaba a Alicia en la sala, pero después pensaba que no podría hacerse el tonto cuando ella le increpara el error. Estaba ya cansado de recorrer la zona y preguntar en vano, cuando un viejito con aspecto de sabio o de ropavejero le dijo “Pregunte en la librería Parménides” y le dio las señas para llegar al lugar, que quedaba en una zona antigua y deteriorada de la ciudad. Hasta allí llegó Jiménez tras un largo viaje en microbús. La librería Parménides era un local pequeño y oscuro donde se hacinaban miles de libros en aparente desorden, los que casi ocultaban el escritorio donde un hombre mayor de aspecto atribulado parecía hacer cuentas. 
Cuando el hombre le dijo, con la mirada perdida, que sí tenía el libro que buscaba, Jiménez se sintió un triunfador. Todo era cuestión de esperar unos minutos y el libro estaría en sus manos. Pero esa sensación de victoria no duraría mucho. Cuando apenas había comenzado a recorrer con la mirada los lomos de unos libros antiguos, sintió un golpe seco. Al volver la vista tuvo claro que el hombre había impactado su cabeza sobre el escritorio tras perder el sentido. Su primera reacción fue mirar hacia los costados y pedir ayuda, pero estaban solos. Por un momento se quedó petrificado, sin saber qué hacer. Salió a la calle corriendo pero no había nadie a la vista. Volvió a entrar y, tras notar que no había un teléfono en la librería (tal vez se ocultaba debajo de algún diccionario enciclopédico), decidió que no podía huir. Le tomó el pulso y descubrió con alivio que el hombre no estaba muerto. Tras varias ideas descartadas e intentos frustrados, Jiménez encontró el teléfono celular del librero en el primer cajón del escritorio. Apretó el botón de llamadas recientes y solamente aparecía un nombre “Carla”. Resultó ser la hija del librero, con la que compartía una minúscula casa a pocos metros de allí. Todo sucedió muy rápidamente. Carla llegó corriendo, le aplicó a su padre una inyección (el librero era diabético), le pidió a Jiménez que la ayudara a llevarlo apoyado hasta su casa y, una vez que el viejo estuvo bien instalado en su cama, y Carla quedó tranquila (esos episodios no eran muy raros, le contó), le ofreció que se quedara a tomar el té. De todas las alternativas posibles que pudo imaginar Jiménez cuando dijo “Sí”, principalmente porque estaba cansado y hambriento después de una larga tarde recorriendo la ciudad buscando el dichoso libro, ninguna se podía acercar a lo que finalmente ocurrió. 
Poco más de una hora después de haber entrado por esa puerta cargando al desfalleciente librero, Jiménez, con los ojos cerrados, recibía con un placer indescriptible una obra maestra del sexo oral. Y apenas unos minutos después, de pie y en la cocina de la casita, Jiménez y Carla se prodigaban en un acto sexual desenfrenado, como si el mundo fuera a terminarse al día siguiente. No es fácil explicar cómo llegó a ocurrir. Tuvo que ver la abstinencia forzada a la que Alicia lo tenía condenado, la innegable sensualidad de Carla, el agradecimiento de ella por su ayuda, y una franca y distendida conversación previa que –si bien no tuvo nada de especial– les permitió descubrir que tenían más cosas en común de lo que suponían. Cuando se despidieron, ambos tenían claro que era muy probable que no se volvieran a ver. Pero estaban equivocados. Una niña que hoy le llamaba Chuchi, concebida aquella tarde en la misma cocina en la que cada mañana Jiménez se prepara el café, había sido la causa para que él se casara con Carla y no con Alicia. La muerte del librero, ocurrida poco después de esa tarde de sucesos impensados, había terminado por convencer a Jiménez de que no podía desentenderse de su responsabilidad. Con el tiempo, tras vender la librería para saldar deudas y refaccionar la casita, Jiménez y Carla habían aprendido a querer la vida que llevaban pero no habían elegido. 
Casi todo este relato resultó nuevo a oídos de Alicia en el café. Cuatro años antes, Jiménez solamente le había dicho por teléfono que se había dado cuenta de que lo de ellos no podía ser, y casi nada más. Ella no le guardaba rencor, le dijo, antes de contarle lo feliz que era con sus dos hijos y su marido, que acompañaba a su padre a jugar golf y a cazar. Alicia no fue muy efusiva al describir su felicidad, no se sabe si por pudor, por no querer poner en evidencia el contraste frente a lo que acababa de escuchar, o simplemente porque su felicidad no daba para más que ese frío resumen. Ninguno de los dos quiso decir nada polémico o hiriente, no era la idea de esa breve reunión que seguramente no tendría segunda parte. Sin embargo, él notó cierta inquietud en Alicia durante su relato de los hechos, y todavía la notaba un poco turbada, como si hubiera algo que no se animaba a decirle. Finalmente, después del tercer silencio que se hizo en la conversación, él se animó a preguntarle. Y entonces, tras una larga pausa que no pudo evitar que se le quebrara la voz, ella le dijo que el libro que su hermano necesitaba era el de Erich Fromm.


domingo, 11 de noviembre de 2012

Síganme los buenos


Cuando hacía el doctorado en Suecia llevaba una doble vida. No, no se trata de eso. Lo que ocurre es que, debido a la necesidad de hacer un doctorado en un tiempo menor al habitual, llegaba a la hora que llegaban los suecos (07:30) y me iba después de la hora que se iban los no-suecos (20:00). En esas largas jornadas de trabajo, más de una vez me atacó el hambre. El muy civilizado Departamento de Entomología tenía una acogedora cocina y un comedor, con café y té siempre disponibles (también había cuartos para dormir la siesta). Un buen día sumaron un atractivo muestrario de madera lleno de delicatessen: galletas, chocolates, mazapán, pastelillos de canela, etc. El procedimiento era simple: uno tomaba lo que quería y depositaba las monedas correspondientes en una alcancía. Lejos de cualquier ojo humano o electrónico, el sistema estaba basado en la proverbial honestidad escandinava. Cada vez que he contado esta historia, mis interlocutores peruanos o chilenos han comentado que en nuestros países un sistema así terminaría el primer día sin dulces, sin alcancía, y hasta sin muestrario. Yo habitualmente andaba con monedas suficientes y premiaba mi esfuerzo con esas delicias calóricas. Pero un par de veces ocurrió que no tenía monedas, y no había manera de obtener vuelto de la alcancía. Confieso que, en la soledad total de la noche, me pasó por la cabeza tomar el chocolate deseado y pagarlo al día siguiente. Pero la sola posibilidad de que a la mañana siguiente hicieran caja temprano y notaran el faltante, y que todos pensaran en el sudamericano noctámbulo, confirmando así el estereotipo, me hizo retroceder. Otro café sería el premio consuelo. En una de esas dos noches, volviendo orgulloso de haber vencido la tentación, me topé con una pareja de sorprendidos y sudorosos professors, ambos felizmente casados (con otros), que no habían podido vencerla. Se veía que le habían dado otro uso a los cuartos para siestas. Yo no era el único que llevaba una doble vida.  

Recordé la historia de las delicatessen en Suecia ayer mientras leía Freakonomics.  En este libro se relata el experimento sobre honestidad que sin querer hizo Paul Feldman. Este hombre se ganaba la vida dejando panecillos (bagels) al lado de una alcancía en muchas, muchas empresas. Al día siguiente recogía los saldos de panecillos y contaba la plata. Como anotaba todo, a lo largo de los años pudo construir una enorme base de datos de la honestidad en las oficinas norteamericanas. Pudo así saber que los altos ejecutivos eran más deshonestos que los mandos medios (lo mismo se publicó hace poco respecto a las infracciones de tránsito), que tras los atentados a las Torres Gemelas la honestidad subió, que también subía cuando había una racha de buen clima, y que bajaba cuando la racha era de mal clima. Creo que esta información cuantitativa es muy valiosa, no solamente para entender la conducta humana, sino para ponderar los argumentos sobre si somos inherentemente honestos o deshonestos. Ya he comentado antes en el blog que ver un par de botellas vacías en la playa nos lleva a generalizar sobre todos los usuarios, cuando puede que sea una proporción ínfima de ellos la que tenga esa conducta incivilizada, o que los actos vandálicos de unos cuantos infiltrados en una masiva marcha estudiantil llevan a estigmatizar todo un movimiento. Lo interesante es que estos antecedentes muchas veces sostienen la posición optimista o pesimista sobre la sociedad que defienden las personas. Frente a esto creo que vale la pena hacer la pregunta a priori. ¿Qué porcentaje de honestidad en el experimento de los bagels te convencería de que las personas son, en general, honestas? Si nos basamos en la democracia, sería suficiente con ser la mitad más uno. Si para convencernos exigimos diferencias estadísticamente significativas, la brecha entre tramposos y honestos debería ser mayor. Sea como sea, la idea es que definas el criterio antes de saber el resultado. Esto evitaría elucubraciones a posteriori que busquen defender un prejuicio. OK, ¿listo, lista? El promedio general de honestidad encontrado a través de los años fue del 87%. Para mí, suficiente. Sin desconocer diferencias culturales, y sin negar la importancia de los estímulos y sanciones, creo que esto prueba que intrínsecamente no somos malas personas.


lunes, 29 de octubre de 2012

Sabores en la boca


No. Este no es un post sobre las maravillas de la gastronomía peruana, las virtudes de una nueva pasta de dientes, o las distintas alternativas de finalización del sexo oral. Un amigo me dice que a veces se me pasa la mano con la acidez de mis textos. Añade que lo desanima ver el ejercicio de la crítica fácil, el señalar las cosas negativas con lupa y que prefiere leer una visión menos amarga y desesperanzada de la realidad. Discrepo. Creo que, como diría un catador desempleado, una cosa es la acidez y otra la amargura.
No le faltan sinónimos a la acidez. Son muchos y muy esdrújulos. Se puede decir que el comentario es sarcástico, mordaz, satírico, sardónico, irónico, cáustico; pero la amargura no está en la lista. La distinción no es tan trivial como tener claro que la aceituna no tiene un sabor ácido. No se trata simplemente de seguir a Barcia, autor de un diccionario de sinónimos tan inútil como lleno de errores (y no, no saqué esos sinónimos de su diccionario), cuando dice “quien trastoca lo que habla trastoca lo que piensa”. Detrás de esas palabras hay un marcado contraste en la manera de mirar el mundo. El sarcasmo, la crítica mordaz, la burla elegante, señalan el error, la pose, el ridículo y hurgan en la llaga. Pero ese ejercicio aparentemente destructivo casi siempre contiene en sí mismo su reverso, su imagen en el espejo. En cada dardo hiriente está el veneno pero también está el antídoto. Conviven la descalificación y la propuesta. Identificada la antítesis ya tenemos la tesis. Por ejemplo, en el post sobre los runners, el texto que se burla de la alienación tecnológica y la pose fosforescente puede leerse como una proclama a favor de la sencillez y la autenticidad. Cuando un escritor ridiculiza a una figura de poder señalando sus taras más evidentes lo que está haciendo, además de divertir al lector, es indicar –por oposición- cuáles son las características deseables del poderoso. Contra lo que se cree, el bufón de la corte llegó a ser un personaje importante, y hasta codiciado.
La amargura no es así. Hay un tono de punto final, de laberinto sin salida, de Sudoku imposible, de patada al tablero. El amargo se queja, maldice, exterioriza su frustración, y nos salpica adrede al revolcarse en su charco de pestilente derrotismo. Quiere que todos carguemos el peso que lo agobia. Mientras que el ácido se burla de la sonrisa boba, el amargo detesta la sonrisa en sí misma. El amargo está interesado en enunciar su discurso negativo pero no le atrae la idea de debatir argumentos, tiene suficiente con escuchar su catarsis plañidera. No quiere desafíos que pongan en peligro la seguridad que ha encontrado en su pozo. El verdadero amante de la ironía está dispuesto a ser cuestionado, a ser también objeto del sarcasmo ajeno, porque la primera regla del que disfruta la burla es aprender a burlarse de uno mismo. Finalmente, hay otro abismo que separa la acidez de la amargura. Es el valor del texto. El sarcasmo es elaborado, racional, inteligente, demanda trabajo y talento. La queja amarga es emocional, primaria, simple, y no demanda mucha más habilidad que el alarido. Creo que hay una gran diferencia en decir “a pesar de que lo disimula muy bien, mi compañero de oficina es un tipo razonable” o “el día que comiences a usar el cerebro, al comienzo te vas a sentir un poco mareada, pero después te va a gustar” y decir “odio trabajar en esa oficina porque son todos unos brutos de mierda”. Es una lástima que ambas cosas, tan profundamente distintas, a menudo se confundan al momento de rechazar la crítica, que es casi un acto reflejo.
Inicialmente pensaba ir más lejos, y conectar esta discusión con la mirada que se tiene respecto al error, pero será para otro post. De todas maneras dejo puesto el punto de partida. Una de las razones por las que me gusta mucho el personaje de Dr. House (aparte de que trata a su equipo de trabajo como a mí me gustaría tratar al mío) es que su sarcasmo particularmente creativo y despiadado no le impide aceptar la burla de los demás. Es ésa la gracia del combate de argumentos e ironías, que al final siempre sale ganando el espectador. Otra razón por la que me gusta House es que, a pesar de la bien ganada reputación de genio que lo rodea, no tiene el más mínimo temor a equivocarse. Pero de eso hablaremos otro día.


lunes, 15 de octubre de 2012

El submarino del Dr. Chiappo


El mes pasado, durante una semana, el lugar donde elegí vivir dejó de ser apacible. Llegó en ruidosa visita a una casa cercana una recua de exponentes de la nueva riqueza que la minería conlleva, donde de pronto se puede comprar y tener todo, menos cultura.  Así, donde antes se escuchaban -al amanecer y al atardecer- los cantos de una docena de especies de aves distintas, durante esa semana se escuchó, el día entero -incluyendo la madrugada- el rugir de los motores de una docena de cuatrimotos y el ritmo lobotomizante del reggaetón.  Confío en que el poder de lanzar maleficios que antes me permitió mandar a un perro a ladrar al cielo de los perros (ver No soy un runner) se manifieste una vez más. Me llenaría de regocijo el encontrar en la sosa prensa local la noticia de  la caída al fondo de un abismo de una caravana de enormes y flamantes camionetas que remolcaban cuatrimotos. No les deseo la muerte. Tengo claro que los vehículos no pueden morir. Pero no estaría mal que terminaran reciclándose en un taller de chatarra. Si me llego a enterar de que la sharia estipula la pena de decapitación en una plaza pública para vecinos que incurran en ruidos molestos, me hago chiíta en ese mismo instante y empapelo de posters del Ayatollah Khomeini mi oficina.  

Refugiado en mi escritorio, mientras ocurría el asalto de las hordas de hunos a mi torre de marfil, intentaba concentrarme en las maravillas que tenía cerca: a la derecha, una magnífica vista por la ventana (un cerro poblado de cactus recortado sobre un cielo perfectamente celeste), a la izquierda, mi atesorada biblioteca; al mismo tiempo, escuchar a Bach y -de fondo- la risa de mi hijo jugando con su cachorrito. Pero fracasaba una y otra vez. No lograba abstraerme del estruendo que causaban los eunucos mentales acelerando sus cuatrimotos frente a mi casa. En ese momento me acordé del submarino del Dr. Chiappo.

El curso que dictaba el Dr. Leopoldo Chiappo a los estudiantes de Ciencias en 1988 se llamaba “Hombre y Cultura”. Era probablemente el único curso rescatable en ese primer año de estudios, y era una bendición que fuera un curso obligatorio. A pesar de que al final todos obtenían la nota máxima, y por lo tanto la evaluación era inexistente, a pesar de que en algún momento el horario del curso cambió y comenzaba a las 07:10 am (tenía que salir de noche de mi casa, a más de una hora de viaje en microbus), rara vez falté a esa clase. Leopoldo Chiappo era un personaje excepcional. Un erudito apabullante pero cálido, que se manejaba con el humor cómplice y la sencillez de un abuelito travieso. Solía recorrer la universidad leyendo mientras caminaba, casi siempre llevando en sus manos La Divina Comedia (una de sus especialidades fue estudiar la obra de Dante;a manera de broma hizo poner sobre la puerta de la minúscula oficina que le concedieron dentro de la biblioteca “Laboratorio de Dantología”). Sus clases casi nunca tenían una pauta definida. A veces leíamos la Antropología Filosófica de Cassirer, pero las más de las veces, al pasar lista, el Dr. Chiappo tomaba los nombres o apellidos de los alumnos como punto de partida para comentar acerca de la vida de un general persa, los amoríos de un compositor barroco, alguna discusión teológica medieval, la revolución cubana, el orgasmo femenino, la poesía mística, la necesidad de una educación de calidad para las masas populares (alguna vez fue funcionario del ministerio de educación e impulsó reformas), la redención de Beethoven a través de la música, la obra de Nietzsche, o lo que su memoria prodigiosa fuera añadiendo en un improvisado discurso repleto de conocimientos con sentido que siempre nos mantenía interesados. Y eso era la clase. Tampoco era raro verlo jugando ping-pong con los estudiantes (sobre todo si eran chicas). Era un sabio humanista, un hombre de una cultura infinita, un renacentista en medio de la Lima de Alan García, Sendero Luminoso y Alberto Fujimori.  Y era además un optimista a ultranza. Su discurso casi siempre era dualista: nos rodea la escoria humana pero también tenemos cerca seres humanos maravillosos, y de ellos y sus creaciones hay que aferrarnos para sobrevivir, para mirar el mundo con altura y profundidad, con delicadeza solidaria y asombro contemplativo. Cuando le robaron su auto, un viejo volkswagen escarabajo, tuvo que movilizarse en las temibles combis y él nos contaba cómo cada mañana, sentado en la ruinosa combi,  abría su libro y dejaba de escuchar los insultos del cobrador, la música a todo volumen del chofer, las quejas de los viajantes, para pasar a escuchar la voz de Virgilio conduciendo a Dante. Eso sí, en su curso tenía una regla implacable: quien llegaba tarde a la clase no podía entrar (él cerraba la puerta con llave). Si los estudiantes impuntuales le reclamaban, él replicaba sonriendo que en su clase nosotros estábamos en un submarino, dentro del cual se respiraba el aire refrescante y elevado de la literatura, el arte y la filosofía; si abría la puerta entonces nos ahogaríamos al irrumpir el océano de incultura que nos rodeaba, y él no podía ser culpable de tan bárbaro crimen. Como el submarino del Capitán Nemo, que se adentraba en las profundidades del mar, rodeado de amenazas desconocidas, el submarino del Doctor Chiappo nos llevaba durante 90 minutos a las profundidades de la cultura humana, protegiéndonos de la chatura, la estulticia y la mediocridad.

Después de ese curso lo seguí en un ciclo de conferencias sobre Beethoven (todavía conservo los casetes) y tuve la suerte de que él comentara los trabajos de los que habíamos ganado premio en un concurso de poesía de la universidad. Cuando en el tercer año hubo que tomar un curso electivo, no lo dudé: “Lectura de la Divina Comedia”. Nos la leía en el toscano original, la iba traduciendo y luego nos entregaba el marco histórico e ideológico de cada uno de los personajes y sucesos mencionados. Un lujo. Cuando hubo que hacer un trabajo, elegí escribir un breve ensayo sobre los personajes que están fuera de los círculos del infierno, los ignavi, los que por no haberse comprometido nunca con una causa sino haberse acomodado a los vientos que soplaban (digamos que los ancestros de los demócrata-cristianos), no eran merecedores siquiera de ser colocados en un círculo, y sufrían el tormento de alimañas para toda la eternidad. Eran los más despreciables de todos. Al Dr. Chiappo le encantó el ensayo, sobre todo una frase (“no habían sido capaces de ser en el hacer”), la que me recordaría varias veces en los semestre siguientes, cada vez que me topaba con él en el patio. Recordó ese trabajo también al escribir la dedicatoria a un libro suyo que encontré en mi vagabundeo por las librerías de suelo del centro de Lima (“Nietzsche: dominación y liberación”). Tengo ese libro en mis manos, con la cariñosa dedicatoria de enero de 1991.

El año 1992 tuve que dar el discurso de graduación de la carrera. Digo “tuve” porque no era algo que yo deseara con muchas ganas. La ceremonia y el protocolo siempre me han causado alergia. Tampoco lo deseaban las autoridades, que ya me conocían por los pasquines y periódicos murales que editaba. Pero tenía el primer lugar de graduación y me correspondía hacerlo. El día anterior al discurso, el decano de Ciencias intentó convencerme, dos veces infructuosamente, de que le mostrara el texto del discurso y que usara saco o corbata, como era la tradición. Subí al estrado con una camisa con la que alguna vez había jugado una pichanga, y con mi melena estilo Tarantini en Argentina 78. Ya de inicio, en lugar de la letanía de saludos que habían usado los otros estudiantes que dieron discurso (“Sr. Rector... Sr. Vice-Rector... Sr. Decano...) hice un saludo general (hay una foto en la que el Rector me está mirando con poco cariño). El caso es que el discurso no fue incendiario, para alivio del decano, pero tampoco fue el genuflexo panegírico a la universidad que los otros dos chicos (Medicina y Odontología) habían recitado vestidos como para un matrimonio. Solamente mencioné a un profesor. El discurso terminaba así: “y quiero agradecer especialmente al Dr. Leopoldo Chiappo, quien fue inquebrantable en su intento por hacer de nosotros seres humanos”. Cuando bajé la escalera, me esperaba un Leopoldo Chiappo emocionado hasta las lágrimas. Me abrazó y me dijo “hoy te has graduado tú, pero también me has graduado a mí como maestro”.

Leopoldo Chiappo Galli murió en marzo de 2010, a los 85 años. Me gustaría poder decir que fue mi maestro, pero honestamente creo que no estoy a la altura de ser su discípulo. Como profesor universitario, alguna vez, inspirado por él, incluí en un pequeño curso de Ecología Funcional que los estudiantes comentaran el último libro que habían leído. También le cierro la puerta a los impuntuales (sin aludir al submarino). Pero es poca cosa. Si dentro de 20 años sigo viviendo en un país incivilizado, como hoy, como el Dr. Chiappo cuando lo conocí, espero poder tener una fracción de su brillante capacidad para mantener el espíritu alto en medio de la barbarie. En mi primera novela (por fin estoy cerca de publicarla) hay una escena en la que se cuenta una de las historias de la Divina Comedia. Saqué esa escena de los apuntes de su curso, en un block ajado que todavía conservo. Por eso siempre pensé en mandarle un ejemplar de la novela publicada, sabía que le causaría mucha satisfacción. Lástima que no pudo ser. Para terminar, copio un texto suyo, en el que -como tantas veces- abunda en neologismos para expresar su idea: el homo legens, que ha aprendido a no morir.

Así como en el pedernal herido por el eslabón se liberan chispas que incendian la yesca preparada, así la suave fricción de la mirada sobre el texto escrito enciende la conciencia inteligente en un nuevo fuego, el fuego de la intelección. Asombroso fenómeno, en verdad, el de la lectura.
El leyente mira fijamente, en silencio, un objeto material que tiene entre las manos, el libro, una cosa entre otras cosas del espacio físico. Pero es una cosa que tiene una cualidad única. El libro está abierto, de par en par, como una ventana. Y lo es, una ventana hacia un espacio inusitado, el espacio interior.
Observemos la mirada del leyente, es una mirada enriquecida, no la que se posa en las cosas físicas próximas, chata, no, es una mirada que rebota sobre el objeto inmediato, el libro,  y se hace simultáneamente lejana e interior. Sí, el leyente  mira cerca, en ese objeto que tiene entre las manos, el libro, pero pareciera que mirara más allá, atento, en la profundidad de un abismo que se hubiese abierto, un pozo de novedades, un boquete, en medio de las cosas cotidianas que lo rodean… Y los ojos. Los ojos curiosos recorren las líneas… y en ese vaivén continuo adquieren cierta ferocidad atenta y devoradora, un estado de gramofagia voraz. Sin embargo, hay algo quedo y tranquilo en la lectura silenciosa: la fricción suave e impalpable hace del libro una nueva lámpara de Aladino y surge el genio misterioso de la fantasía presto a realizar todo lo imaginable e inimaginable. Es que se ha instalado en el mundo un nuevo nivel de animal al que el animal no llega, el homo legens. Un animal que, en cierto modo, mediante la lectura, ha aprendido a no morir, o si se quiere, a morir menos, y en todo caso a poder vivir ‘en conversación con los difuntos’.




sábado, 29 de septiembre de 2012

Orsai y el aplauso como castigo


Hace poco me enteré, gracias a mi amiga Ximena, de la existencia de Orsai (editorialorsai.com). Detrás de esa página/revista/blog/editorial hay una historia singular que vale la pena compartir. Todo comienza con un argentino, Hernán Casciari, que escribe muy bien. Viaja a Europa a recibir un premio literario, se enamora de una catalana, y entonces se queda a vivir en Catalunya. El 2001 le llegan dos impactantes noticias desde el Río de la Plata, una terrible (la Argentina de los presidentes desechables y el caos como ley), y una increíble (Racing campeón). En ambos casos lamenta estar tan lejos del epicentro emocional; se siente fuera de lugar, fuera de juego. Y como lo que sabe hacer es escribir, para espantar esa sensación arma un blog: Orsai (offside, fuera de juego, en el lenguaje futbolero argentino). A diferencia de La sonrisa del penúltimo, y probablemente debido a que el argentino sí escribe bien, Orsai rápidamente se convierte en un fenómeno de la blogósfera. Las crónicas y cuentos de Casciari encantan al público, y tanto es así que el mundo de la industria editorial fija sus poderosos ojos de rapaz en él. Las ofertas comienzan a llegar. En poco tiempo firma contratos para publicar sus textos de narrativa en editoriales de primer nivel, y escribe columnas para periódicos de renombre. Alcanzó el éxito, se diría.

Pero ese ascenso meteórico tiene un costo: cerrar el blog. Un año con Orsai en el congelador le basta a Casciari para darse cuenta de varias cosas: el éxito coarta su libertad (cada vez que había publicidad en el diario le recortaban la columna) y lo aleja de sus lectores; además, las editoriales y distribuidoras le roban (eso no es novedad, le roban tanto al lector como al escritor). Entonces decide, en sus palabras, mandar al carajo a todos. Vuelve al blog con la peregrina idea de armar un proyecto editorial que no dependa de nadie fuera de sus lectores. Si es rentable o no, le importa muy poco, lo que vale es intentarlo. Y es entonces cuando alcanza el verdadero éxito. La idea base es lanzar una revista contundente, de primer nivel en la gráfica y con redactores de calidad, que sea comprada por suscripción. Pero, fiel al principio de no marginar a los lectores que no pueden (o no quieren) pagar, junto con la revista en papel aparece el PDF de libre lectura. A punto de sacar en conjunto el N° 9 y el N° 10 de la revista, hace algunas semanas se alcanzó el número 5000 de suscriptores, el número mágico que -según sus cálculos- hace a la revista rentable. Ahora ya hay 5700 suscriptores, y el número seguirá subiendo. Y entonces, ¿qué hace Casciari? ¿se queda con el bien ganado excedente? No, eso sería demasiado capitalismo para esta historia de soñadores. Lo que hace es aumentar la extensión de la revista.

Orsai está reventando de éxito. Ahora no sólo es blog, revista y editorial. También es un bar, en San Telmo (Buenos Aires), y Casciari ha anunciado novedades mayores próximamente. No parece querer detenerse antes de conquistar el mundo, y lo merece largamente. No solamente por la base ética de su aventura sino porque escribe condenadamente bien. Un aplauso para Orsai. Dos aplausos. Pero (siempre tiene que haber un pero) hay un pequeño inconveniente asociado a ese éxito. Si uno quiere poner un comentario debajo de sus textos en el blog, se encontrará con un espectáculo bizarro y desalentador. Los primeros 100 comentarios, o algo así, reflejan una ansiosa competencia de sus lectores por ser los primeros en comentar SIN HABER LEÍDO EL TEXTO. Lo único que les importa es en qué puesto colocan su comentario mínimo (una, dos o tres palabras) y básicamente es ése el único tema de conversación. Y no son cuatro o cinco enajenados, son legión. Peor, cuando aparece algún advenedizo con criterio que pregunta en voz alta qué demonios es esa pelotudez o señala lo evidente (que es como salir de ver una película de Kieslowski y comentar sobre el color y textura del forro de los asientos), aparecen en patota para lincharlo y acusarlo de no saber nada. En consecuencia, es difícil encontrar comentarios con alguna sustancia debajo de esos textos notables, porque la jauría mononeuronal espanta a los posibles escribas. Después de reflexionar un poco, intentando entender, he llegado a concluir que esos lectores light, los sostenedores de Orsai, desperdigados por el mundo, usan esa plataforma como una suerte de red social interna; como en un club de socios, se apropian de ese espacio para encontrarse y reforzar su identidad de pares, sin que parezca importarles mucho que están cortando puentes hacia el origen de toda esta historia: la calidad de las letras de Casciari.

Cuando ejerzo de profesor de ciencias universitario, siempre digo que me basta un estudiante con ganas de aprender, uno solo, para justificar el esfuerzo de dictar la clase. Como en los grupos de teatro de autor, en los que a veces hay más actores que público (he sido testigo de ello), el acto de pararse enfrente de la audiencia tiene sentido porque se sostiene en principios que no se transan. Debería ser lo mismo al tratarse de la literatura y los lectores. Sin embargo, varias veces me he cuestionado el sentido de que el público del escritor, el mismo que lo consagra y le da ánimos para seguir, no esté a la altura de las circunstancias. Resulta paradójico que los mismos que permiten la consagración de la obra del escritor sean los que -en cierto modo- la degraden. La encantadora historia de Orsai es un ejemplo patente de ello. Sin embargo, puestos a elegir una postura, repito que lo queda es seguir aplaudiendo. Vayan y lean a Casciari, aunque después de hacerlo no les queden muchas ganas de volver a este blog.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Machos alfa


La semana pasada, sin querer queriendo, escuché una conversación entre dos sujetos que estaban detrás de mí en la cola para abordar un avión. Pude deducir que ambos tenían altos cargos en compañías mineras. Los dos se quejaban de tener que malgastar dinero de la empresa en temas ambientales, añorando los tiempos en que nadie molestaba con esos asuntos. También coincidían en señalar el abuso que sufrían por parte de los malagradecidos agricultores que usaban “su agua” en una región azotada por la sequía. O sea, un par de magníficas personas, de segura comunión dominical y matrimonio anunciado en páginas sociales. Hasta allí las semejanzas. La gran diferencia estaba en el tamaño de sus empresas. Claramente uno era un jerarca del negocio y hablaba con mucha familiaridad de ministros y senadores,  el otro recién estaba haciendo sus pininos en ese lucrativo arte del soborno político y la depredación. Esa diferencia en el número de ceros de facturación anual se reflejaba claramente en la dinámica de la conversación. Uno hablaba desde un escalón más arriba, interrumpía al otro, abría y cerraba los temas con frases que se admiraban a sí mismas... y el otro apenas lo intentaba, con prudente torpeza. Ambos se reían de lo que decía el primero, pero no podían reírse de lo que decía el segundo, simplemente porque nunca podía terminar una frase. Eran un macho alfa y un macho beta en estado puro: dominación y sumisión. Si hubieran sido elefantes marinos, a uno le habría correspondido copular, una a una, con todas las hembras de la colonia hasta caer desfallecido después de días y noches continuas de sonoro y maloliente frenesí. Al otro le habría tocado simplemente mirar desde lejos con cara de no me importa. Pero estos especímenes eran otro tipo de mamíferos. Monos desnudos, diría Desmond  Morris, quien nos recuerda que no hemos dejado de ser primates y que interpreta nuestras conductas siempre en función del éxito en cortejar, procrear y criar. Así, Morris nos explica por qué el 80% de las mujeres, sean zurdas o diestras, sujetan a sus bebés contra el costado izquierdo, porcentaje que cae al perfecto 50% cuando lo que se carga es un paquete. O por qué los labios y los pezones son rojos. Y en esa misma línea argumental se justifican los sistemas jerárquicos (macho alfa, macho beta) como funcionales a la persistencia de la especie. Todo bien. Pero, volviendo a los sensibles y solidarios empresarios del mineral, hay un punto que no termina de calzar con estos monos desnudos con corbata al cuello. Y es que no cuesta mucho imaginar al macho beta de la historia transportado hasta sus dominios al final de ese viaje en avión. Lo vemos de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, sermoneando o insultando con elocuencia a sus subalternos sin permitirles el uso de la palabra, ejerciendo de déspota implacable que posee toda la verdad y no la comparte. Se habrá evaporado en un instante toda la diligente y patética sumisión de la que hiciera gala horas atrás. Aprendemos aquí que, a diferencia de nuestros primos papiones, bonobos o gorilas, en los monos desnudos la posición en la jerarquía de dominancia no es genuina ni confiable; se disfraza, se esconde, muta instantáneamente de acuerdo al entorno humano inmediato. En la naturaleza, los simios jerárquicamente inferiores aprenden del macho dominante con humildad, observando con atención. Saben, o intuyen, que muy probablemente algún día -cuando crezcan y/o emigren- les tocará desempeñar ese rol, y ya no habrá vuelta atrás: serán otros los que tengan que agachar la cabeza. Es un proceso con dirección y sentido, como el vector del que nos hablaba la incomprendida profesora de matemáticas. Hoy estás abajo, mañana estarás arriba. Así ha sido y así será. Pero con nuestro dilecto y adinerado protagonista el asunto no queda tan claro. Porque así como hoy ruge estentóreamente en su feudo, si mañana el malvado azar lo vuelve a reunir con el otro sujeto, el gorila de espalda plateada, sin duda reaparecerá en escena el entrañable Smithers del aeropuerto. Lástima que no puedan estar presentes sus subalternos para disfrutar el sublime momento.


viernes, 17 de agosto de 2012

The Inca’s way


El imperio inca, que resumió y antologó casi 20000 años de cultura andina, terminó abruptamente cuando el invasor español llegó a saquear y evangelizar, dos plagas que todavía nos azotan. Duró poco menos de un siglo, pero le alcanzó para ser el imperio más grande de la América precolombina, de tamaño similar al imperio romano de occidente.  Para asombro de los estudiosos (y de los ignorantes), los incas lograron construir imponentes ciudadelas y fortalezas de piedra en lugares imposibles, y una red de caminos empedrados de miles de kilómetros... sin haber conocido la rueda; y pudieron administrar la prosperidad en un territorio enorme y gobernar una compleja sociedad de castas de 10 millones de habitantes... sin haber conocido la escritura. Sabían hacer las cosas a su manera.  

En mi última visita a Cusco, la capital del imperio, estaba en la víspera de ir a Machu Picchu con mi mujer y mi hijo. El tour consideraba ir en minibus hasta Ollantaytambo, en el Valle Sagrado, y de allí tomar el tren hasta Aguas Calientes, el poblado al pie de Machu Picchu. No hay muchas más opciones. La manera más rápida es llegar en helicóptero, pero el precio es absurdo. En verdad, la mejor manera de llegar a Machu Picchu es caminando, hacer el Camino Inca (Inka Trail). Ya lo he hecho dos veces y pretendo hacerlo otra vez cuando mi hijo crezca. Es una experiencia dura y maravillosa. Uno va descubriendo paisajes deslumbrantes a los que les toma fotos, para luego llegar a ellos, un par de horas después, y entonces aparecer en las fotos de los que van detrás. La ruta pasa por construcciones magníficas, poco conocidas, que multiplican la admiración por esa gente laboriosa (los incas tenían tres máximas: no robes, no mientas, no seas ocioso). En el mismo día uno pasa del pasto recio de la puna helada, a 4250 metros de altura, a las lianas de una tibia selva tropical, encontrando en el camino porteadores explotados, turistas desfallecientes, y nuevos límites para el cansancio. Pero me estoy saliendo del tema, este post no es sobre el Camino Inca. El asunto es que todas las experiencias previas de turismo en el Cusco habían tenido el ingrediente de la informalidad, la incertidumbre, y el súbito cambio de planes, aunque sin llegar finalmente a la estafa. Esta vez, con más años encima, una familia al lado y -hay que confesarlo- algo aburguesado por la vida, quería más seguridades. Por eso al amable representante de la agencia de turismo en la plaza de Armas del Cusco le pedí papeles firmados y el compromiso de que ellos serían los responsables hasta el final; mi plan era evitar que combinaran el servicio con otras empresas, una práctica habitual que hace imposible identificar al responsable de cualquier eventualidad. Por supuesto, el hombre accedió a todo (están programados para decir “sí señor, no se preocupe” ante cualquier pedido), y redactó una suerte de contrato a mano sobre una sencilla boleta de servicios . Eso sí -me dijo- como hay tanta demanda y justo ahora tengo a mi gente ocupada, los pasajes de tren y las entradas a Machu Picchu se los entrego mañana, media hora antes de la salida del tour; y por el alojamiento en Aguas Calientes no se preocupe, ya está todo arreglado. Así que salí de la agencia únicamente con un papel firmado que reconocía mi pago en dólares por un listado de servicios.

A la mañana siguiente llegamos a la hora convenida, y el señor no estaba. Pasaban los minutos, se acercaba la hora de salida del minibus (que no sabíamos dónde abordar) y no ocurría nada. Finalmente apareció el buen hombre, pero en lugar de decirme “aquí tiene sus boletos de tren, sus entradas a Machu Picchu, y su reserva de hotel” me indicó muy tranquilamente que siguiera a otro hombre, pues ya pronto saldría el tour. Cuando reclamé por la palabra incumplida me dijo, con la misma tranquilidad, que no me preocupara, que en el camino me entregarían todo, y me repitió que siguiera al otro hombre. En ese punto tuve que tomar una decisión. O hacía un escándalo del tipo no-me-muevo-de-aquí-hasta-que o simplemente me entregaba y confiaba. Ver la cara de ilusión de mi hijo por el viaje que ya comenzaba, y que lo llevaría a Machu Picchu, me hizo decidir callar y obedecer. Sin embargo, la tensión no me abandonó en ningún momento, porque el vehículo daba vueltas por la ciudad y no terminaba de partir, pero sobre todo porque aquel hombre que nos llevó al minibus ya no estaba, con lo que se daban  las condiciones para que los guías presentes, los responsables visibles, dijeran que no conocían al señor de la plaza. Obviamente, cuando en el camino pregunté... me dijeron que no me preocupara. Finalmente, después de una breve  parada en una feria artesanal, el guía me entregó un sobre llegado en otro minibus. El pequeño detalle es que sólo contenía nuestros pasajes de ida en tren. Me dijo que en la estación de tren, al llegar a Aguas Calientes, me entregarían el resto. Fue inútil reclamar o pretender entender la lógica de todo eso. Al llegar a Aguas Calientes, ya de noche, con alivio vimos que nos esperaba alguien que nos condujo a un alojamiento. El hostal no se parecía ni un poco a las fotos que nos mostraron en Cusco; de hecho no creo que se parezca a ninguna foto, porque nadie en su sano juicio tomaría fotos a ese lugar para promocionarlo o recordarlo, pero era tolerable. El punto es que el sujeto nos dijo que esa misma noche vendría a buscarnos a la habitación otra persona, con nuestras entradas a Machu Picchu y los boletos de vuelta en tren. Efectivamente, tocó la puerta un hombre, el quinto eslabón en una cadena (la de “quiero mis boletos”) que debía tener uno solo. Tenía una bufanda porque aparentemente estaba resfriado. El rostro a medias tapado, el valioso sobre que abría sobre una mesa, y el hablar sigiloso mientras me daba instrucciones, aportaban a la imagen de una escena protagonizada por Maxwell Smart. De hecho no me hubiera sorprendido que la conversación se hubiera interrumpido por una llamada a su zapatófono.

No, ahí no termina la historia. El agente 86 nos dio las entradas para ir a Machu Picchu, y los boletos de bus para subir y bajar, pero nos indicó que los boletos del tren a Ollantaytambo debíamos recogerlos en la tarde, en Aguas Calientes, en el restaurante Qori Koka. En ese momento giré la cabeza buscando la cámara escondida, porque debía ser una broma; pero no, Max me dijo muy seriamente que allí estarían... y que no me preocupara. Al día siguiente, energizados luego de un recorrido maravilloso por Machu Picchu (éso no se puede narrar, hay que vivirlo), bajamos caminando a Aguas Calientes a través de la floresta, desdeñando el bus. En el pueblo preguntamos por el restaurante y una amable señora nos indicó cómo llegar al Qori Koka. Una vez allí, mencioné que venía a recoger unos boletos de tren, temiendo que me miraran con extrañeza y me dijeran “señor, aquí servimos comida”. Pues no, con la misma naturalidad con la que servirían un lomo saltado, me dieron nuestros boletos. Con nombres y apellidos, todo en orden. Alivio infinito: el día seguía siendo perfecto. Sin embargo, no todo era felicidad en ese lugar. Una pareja de argentinos con cara de desesperanza insistía con “¿está segura de que no dejaron los boletos? ¿puede buscar otra vez?”. No, no estaban. El peculiar sistema cusqueño de entrega de documentos a cuentagotas había fallado. Se fueron caminando con ritmo de funeral. Un par de cuadras más allá volvimos a coincidir con ellos en un negocio donde paramos a hidratarnos. De pronto salió una mujer del almacén y preguntó al muchacho, “¿Ud. es fulano de tal?”. Sí, respondió el argentino. Y a continuación la señora le explicó que sus pasajes estaban en tal lugar, indicándole cómo llegar. El muchacho tenía la misma expresión de estupor que nosotros, pero finalmente sonreía. ¿Cómo pudo saber esa mujer, entre el millar de turistas que deambulaban por el poblado cargando mochilas, que precisamente ellos eran los dueños de los boletos extraviados? Otro misterio de los descendientes de los incas, que 500 años después siguen sabiendo hacer las cosas a su manera.



sábado, 11 de agosto de 2012

La justicia chilena y la estupidez invisible

Leo hoy dos noticias sobre la justicia chilena. En la primera, a un hombre lo condenan a 5 años de cárcel por robar la ropa colgada en un cordel. En la segunda,  una mujer que asesinó a sus tres hijos arriesga, como pena máxima, 15 años de cárcel. O sea, para los enanos mentales que son actores principales de ese circo llamado poder judicial, la ropa de un cordel tiene el mismo valor que la vida de un niño. Es la misma justicia que mandó detener y pasar la noche en prisión a una señora que se negaba a regar el jardín frente a su casa, y que liberó a un narcotraficante apenas capturado porque en el procedimiento se olvidaron de cumplir con ciertos formalismos triviales. Es la misma justicia que hace poco reconoció que el cura Karadima abusó sexualmente de varias personas que eran menores de edad en aquellas épocas, pero como había pasado mucho tiempo... el delito ya había prescrito. Es decir que no importa lo aberrante que sea el abuso, pasado cierto tiempo... aquí no ha pasado nada. Pase y vea, señor criminal, descuartice, torture, mutile, haga lo que su buen corazón le susurre, porque después bastará esperar el paso de los años para que el santo codo de la ley borre lo que Ud. hizo con el brazo. Es legalmente impecable, sí,  y además moralmente abominable. Las disquisiciones éticas no tienen lugar aquí, lo que se hace es aplicar la ley, dirá el leguleyo o su aprendiz. De acuerdo, salvo por un pequeño detalle: la justicia es un valor, y se supone que todo el ostentoso y churrigueresco edificio de códigos y leyes se construyó sobre la noción de defender ese preciso valor. Pero todos parecen haberlo olvidado. Cuando uno mira a tanto abogado defendiendo lo indefendible y a tanto juez sentenciando absurdos monumentales, se pregunta cuándo se perdió el sentido de todo eso. Es como si los médicos, que son técnicos entrenados para cuidar la vida, se dedicaran a acuchillar pacientes, contaminar sueros, recetar venenos. La diferencia es que un médico atenta contra la vida de un paciente por error o negligencia, y se avergüenza por ello, mientras que los abogados y jueces atentan contra la justicia aplicando al pie de la letra, o interpretando a su gusto, alguna normativa escrita en un oscuro código, y no se avergüenzan un poquito. Cuando miro a esos estudiantes de leyes que se enorgullecen de vestirse como para un matrimonio cuando acuden a rendir un simple examen, me pregunto si es ingenuidad, un idealismo desinformado, desconectado de la realidad, o es perversión prematura, conciencia exacta de la inmundicia en la que se van a convertir.

Aclaración. En todo lo que digo no estoy metiendo todavía a la corrupción. Por supuesto que hay corrupción en la justicia chilena, mucha. Seguramente no tanta como en la justicia peruana, donde los fallos tienen tarifa y hay que coimear a todos, desde el policía que te traslada hasta el juez de la corte, pasando por secretarios, escribanos y vendedores de emolientes, pero de que hay trapos sucios, hay. De hecho, a mediados de los 90 se publicó un libro-reportaje (El libro negro de la justicia chilena) en el que se detallaba cómo la justicia chilena durante la dictadura había sido corrupta, cómplice de las violaciones a los derechos humanos, y un escaparate del tráfico de influencias. Por supuesto, en plena (supuesta) democracia, el libro fue vetado y los periodistas perseguidos por el entonces jerarca de la Corte Suprema, un cocainómano con aires de marqués. Pero hoy ese no es el punto. Me refiero al proceder estrictamente apegado a la ley, pero a un abismo de distancia del más elemental sentido común y de justicia.
Volviendo a las noticias que motivaron este comentario, alguna vez leí que el código penal chileno sanciona más severamente los delitos contra el patrimonio que los delitos contra la vida. Sería una herencia de tiempos coloniales en los que el sirviente explotado o el vecino menesteroso podían caer en tentación y robar algo al poderoso hacendado (un delito imperdonable) y el patrón a menudo tomaba revancha mandando al osado infractor a dormir bajo tierra (una pequeñez). Sea como sea, me cuesta imaginar que ese juez o jueza que perpetra el absurdo jurídico llegue muy tranquilo en la noche a su casa a ver la televisión mientras cena con su familia, satisfecho de la labor cumplida, como un bombero que vuelve de apagar un incendio. La única explicación que se me ocurre es que sean profundamente estúpidos. Que tantos años memorizando textos abstrusos o anodinos hayan atrofiado su capacidad cognitiva profunda, al punto de no ser capaces de distinguir lo justo de lo legal. En este punto me acuerdo de un amigo que siempre cita a su profesor diciendo “los idiotas son más dañinos que los malos”. Nunca he estado muy convencido de esa frase. Sin embargo, ahora pienso que el problema de los sistemas judiciales corruptos y malvados, como la cloaca judicial del fujimontesinismo en el Perú, tiene solución probable, o cercana, porque su evidente vileza llama a su destrucción en algún momento por parte de “las fuerzas del bien”. Pero los sistemas esencialmente injustos que se basan en leyes absurdas o torcidas, como el sistema judicial chileno, no son visualizados como un problema serio y entonces pueden perpetuarse en esa tiniebla. Dicho de otro modo, al ser la estupidez invisible, indetectable, es un enemigo muy poderoso, extremadamente difícil de combatir. Es lo mismo que ocurre al interior de las religiones, donde a fuerza de repetir la monserga de disparates sobre seres todopoderosos e historias inverosímiles ya todos los asumen como normales y ciertos (hay que ver el documental Religulous, está completo en youtube). O en los tediosos comentarios de futbolistas y periodistas antes de los partidos, siempre iguales, siempre insignificantes, incapaces de transmitir una idea. O en los programas de farándula, donde panelistas y público logran conectarse en una meta-realidad en la que la estupidez y la banalidad se expanden gradualmente hasta no dejar lugar para nada más. Es muy difícil darse cuenta desde adentro, como cuando el movimiento de un objeto se acompaña con el movimiento de los puntos de referencia. Para empezar, se necesita un Giordano Bruno, un Nietzsche, un hereje solitario que en medio del rebaño que camina en orden sea capaz de darse cuenta y dar el grito original. Y luego se requiere que la turba ignorante, deseosa de aniquilar al diferente, azuzada por el poder dominante, no linche o arrastre a la hoguera al hereje solitario.

jueves, 26 de julio de 2012

No soy un runner


Me gusta mucho salir a correr. Tiene que ser así, salir, a la calle, al parque, a la playa. Hacerlo en máquinas estáticas es como tener sexo con muñecas inflables. No es que no lo haya hecho (me refiero a las máquinas), pero trato mucho de evitarlo. Diría que es como volar en una jaula, pero eso suena arjonianamente cursi, así que mejor no lo digo. Corro desde hace más de 30 años. Pero no soy un runner, eso lo tengo claro. No puedo ser un runner porque corro con camisetas viejas y no con vistosas camisetas de marca, con tecnología para el sudor, el mal olor, o algo así. No he gastado un centavo en medidores de pasos, ritmo cardíaco, calorías quemadas, glicemia, fenilcetonuria, o feng-shui. Me compré zapatillas de correr, es cierto, porque no hacerlo sería condenar a mis rodillas al dolor eterno;  pero son simples, y las sigo usando a pesar de que mi mujer dice que la palabra que le viene a la mente al verlas es “miseria”. Pero por encima de todo no soy un runner porque nunca he creído que mi identidad tenga que ver con salir a correr. No me siento parte de una tribu o de un grupo especial por hacer algo tan simple y placentero. No me identifico con esa moda que, potenciada por el mercado, de pronto le ha dado lugar en los periódicos al viejo y querido trote, pero esta vez rodeado de muchas palabras en inglés, negocio, y esnobismo. Sospecho de esas personas que hacen del salir a trotar una fosforescente señal de identidad, adivino un ligero vacío existencial que hoy se llena con el running y tal vez mañana con el gin tonic.
Como los chasquis incaicos que atravesaban los Andes como quien va a la esquina a comprar pan, como los tarahumara que se pasan la existencia subiendo y bajando a trote la Sierra Madre, como los kenyanos de las tierras altas que por asistir a escuelas lejanas terminaron acostumbrándose a ganar el oro olímpico, para mí el correr es una actividad individual y solitaria, íntimamente silenciosa y no histéricamente gregaria. En este punto me vuelvo a acordar del sabio Schopenhauer cuando dice “Lo que hace a la gente ser sociable es su incapacidad para soportar la soledad y por lo tanto a sí mismos“. Por eso es que no participo de las corridas masivas que son cada vez más frecuentes y visibles. Por eso y porque no le veo la gracia a pagar por hacer lo mismo que hago siempre gratis. No me convencen si lo que obtengo a cambio es una camiseta, para que todo el mundo sepa que estuve allí, o el tiempo de mi carrera. Para eso, tengo muchas camisetas viejas y un cronómetro. Corro conmigo y contra mí mismo, para mejorar mis tiempos, mi ritmo y mi disfrute; para pensar con claridad en asuntos varios que ocupan mi cabeza, y por eso de “mente enferma en cuerpo sano hace menos daño”. Pero no corro para que me miren. “El mejor corredor es el que no deja huella”, se lee en el Tao Te Ching.
He corrido en muchos lugares y de algunos puedo rescatar pequeñas historias de necedades anecdóticas. Como cuando en la sabana de Kenya, aludiendo a la bravura vikinga, desafié a un muy espigado sueco a cumplir su palabra y salir a trotar una tarde en la que el termómetro marcaba 40 °C (y sin gorro, añadí a la apuesta). Los masai, sentados a la sombra de los arbustos, se reían al vernos pasar. No sé si por el aspecto desgarbado y los rostros colorados o por el tremendo descriterio de trotar a horas en las que los seres vivos se ausentan del escenario natural. Aguantamos apenas 12 minutos y recuperar la normalidad nos tomó más de una hora. En el otro extremo térmico, una noche salí a correr en Suecia con 7 grados bajo cero. No es tanto, me dije, y hubiera sido cierto si no fuera porque en ese descampado corría un viento helado que seguramente bajaba un buen trecho la sensación térmica. Como el dolor de los huesos de la cara era muy intenso, bajaba por momentos el gorro de lana hasta taparme el rostro, para calentármelo con el aliento. El problema era que el pavimento estaba congelado en varias partes y dos veces casi me desmadro de un resbalón, así que tuve que abortar a la mitad la misión del corredor enmascarado.
Cuando corría a orillas del río Biobío en Concepción, alguna vez creí tener el poder de maldecir. En mi recorrido, habitualmente tranquilo salvo por los camioneros aburridos que para matar el rato me asustaban con su bocina o invadían la berma, comenzó a aparecer un perro-ladilla que amenazaba con morderme cuando pasaba frente a la casa que pretendía custodiar (había otros perros a su lado, pero solamente él me atacaba). El antipático y multiétnico can me obligaba a recoger piedras en el camino para ahuyentarlo. Como Cristiano Ronaldo pateando tiros libres en el Real Madrid, entre muchísimos tiros desviados, una vez por fin le acerté, y el desgraciado (me refiero al perro) dejó de molestar por un par de semanas: miraba para otro lado, haciéndose el gil. Pero luego volvió a las andadas, y entonces yo a las pedradas. La desagradable situación desnaturalizaba el acto de salir a correr: hacerlo ya no me relajaba. Así que un día, cual gitana de plaza a la que no le permiten estafar a un parroquiano, le eché una vitriólica maldición, deseando con todas mis fuerzas que algún camión lo redujera a dos dimensiones.  Después tuve que viajar y dejé de correr allí por un par de semanas. Al retomar la rutina vi que en la pequeña jauría que montaba guardia frente a esa casa ya no estaba mi némesis. A la segunda o tercera vez que pasé por allí me fijé bien, y allí estaba: quedaba apenas un montón de huesos y algo de pellejo. El ángel exterminador de 12 toneladas había cumplido con mi maldición.
Pero toda esta historia comenzó con mi mayor necedad. Quien me inició en salir a correr fue un tío que nos llevaba a los sobrinos al club de Golf de Lima, con sus imponentes 4 km de perímetro, para intentar completar una vuelta. Un par de años después, cuando mi abuelo (su padre) murió, se me ocurrió que un buen homenaje sería correr el día de su cumpleaños, el 1 de enero, nada menos que (casi) una maratón: 10 vueltas al club de Golf. Hasta entonces había logrado, una sola vez y con mucho esfuerzo, dar dos vueltas. Ese día me levanté tarde, como en todo Año Nuevo, así que cuando llegué al Golf caminando desde mi casa (unos 3 km, según me indica hoy Google Maps) ya el sol estaba arriba. Por supuesto, no llevaba gorro ni agua, y mis zapatillas eran más bien de vestir, pero mi convicción espartana no se preocupaba por esos detalles insignificantes. Entonces comencé, emocionado y desde mis imberbes 12 años, el silencioso homenaje. Tras cumplir la segunda vuelta me sentía bien y el optimismo me rondó, con su habitual desconexión de la realidad. Pero duró poco. Al terminar la tercera vuelta (12 km) ya estaba muy cansado y comencé a dudar de que fuera posible cumplir con mi promesa. Al cumplir la cuarta vuelta ya me sentía mal y el paso era muy lento, pero no quería rendirme tan pronto. Así que decidí intentar completar al menos la mitad de lo planeado. La quinta y última vuelta (20 km) fue sólo sufrimiento y una constante lucha interna entre detenerme o seguir. Gradualmente todo perdía sentido y lo único que quería era no estar allí. Finalmente completé la vuelta y pude detenerme. Caminé como un zombie, las piernas temblando, perfectamente deshidratado, hasta encontrar una sombra. Y un poco más allá, pude ver la mayor felicidad imaginable: un buen hombre regando un jardín. Con mucho esfuerzo me levanté, mareado, y le pedí la manguera. Estuve bebiendo mucho rato y luego volví a la sombra. Media hora después, emprendí la caminata de regreso, más triste que satisfecho. No he vuelto a correr una distancia tan larga.
Cuando corro por la Av. Del Mar, en La Serena, al lado del Pacífico, no cuesta mucho distinguir a los corredores de siempre de los que siguen la moda del running. Los puedes diferenciar por el ritmo del trote, unos corren y los otros apenas no caminan. También los diferencias por el estilo, unos avanzan con un paso marcado y los otros martirizan a sus articulaciones con movimientos que recuerdan al mambo y parecen anunciar una caída. El sobrepeso notable es también un indicador fiable. Pero la señal definitiva es la parafernalia. Si a las evidencias anteriores les sumas indumentaria nueva y de marca, y algún adminículo extra, ya puedes estar seguro: ese ser humano hace muy poco era devoto del Big Mac o pasaba sus horas de vigilia sentado frente a una pantalla. Por supuesto, uno tiene que alegrarse de que la gente haga ejercicio, por la razón que sea. Pero supongo que esa alegría solidaria puede convivir con la opinión ruin y desalmada del observador. Correr es gratis y mejora la vida. Mejora el humor, el peso, las defensas, el sueño, y hasta el sexo (me refiero a los aspectos funcionales, no a los anatómicos). Hace que tu cerebro funcione mejor; claro, dentro de los límites de cada uno (tampoco hace milagros) y hasta nos protege del Sr. Alzheimer que acecha allá adelante. Por eso, queridos feligreses,  si quieren vivir más y mejor, salgan a correr tres veces por semana. Pero, por favor, no digan que son -o actúen como- runners.   

domingo, 1 de julio de 2012

Abuelito, ¿qué hora es?


El Veco fue un periodista deportivo uruguayo que llegó a la televisión peruana en los 80. En aquellas épocas (mundiales de fútbol de Argentina 78 y España 82) la selección peruana clasificaba a los mundiales, lo que me generó a mí –y a toda una generación– la falsa idea de que no se trataba de un hecho milagroso y por lo tanto irrepetible. El Veco se distinguía entre sus colegas peruanos porque usaba correctamente el castellano, no decía perogrulladas con tono de descubrimiento trascendental, y su cultura general superaba el nivel escolar. Tenía algunas frases características, como “oído a la música”, cuando anunciaba algo importante, “se cayó la estantería”, cuando el resultado de un partido había sido muy sorprendente, y “abuelito, ¿qué hora es?” para comentar declaraciones disparatadas de alguien que aparentemente no estaba en sus cabales. En estos días me he acordado de esta frase del uruguayo al leer la columna de Vargas Llosa (Piedra de Toque) del mes pasado.

El Nobel de Literatura ha criticado amargamente las afirmaciones de Paul Krugman, Nobel de Economía, respecto al oscuro futuro inmediato del sistema económico español, manejado por ese mentiroso compulsivo llamado Mariano Rajoy. Es como si a Krugman se le antojara corregir los ensayos de Vargas Llosa sobre García Márquez, Flaubert o Víctor Hugo. La insolencia del escritor fue un poco más allá, al señalar que habría que ignorar a Krugman, y escuchar más bien lo que decía el presidente de Telefónica. O sea, el profesor de Economía y Política Internacional en la Universidad de Princeton y, repito, Premio Nobel de Economía, sabe menos sobre tendencias económicas que el mandamás de la empresa que ha tenido como emblema a ambos lados del océano la evasión de impuestos, sobornos, conductas monopólicas y abuso del cliente. Estamos acostumbrados a que Vargas Llosa, extremista del pensamiento neoliberal, crucifique todo lo que huela a estado benefactor y socialismo, y pontifique todo lo que se asemeje a iniciativa individual y capitalismo. Así se explica su apoyo a Piñera en Chile y Rajoy en España. Pero esta vez creo que se ha extralimitado. Más allá de opiniones políticas o credos ideológicos, sus palabras denotan un divorcio de la razón que me parece preocupante. Pero no es un caso aislado. Hace algunos meses escribía un panegírico sobre Gamarra, el emporio de comercio textil informal de Lima, sumándose a las voces de los pequeños empresarios que se quejaban de las trabas estatales a sus emprendimientos individuales. No decía una sola palabra sobre la monumental evasión de impuestos que estos comerciantes perpetran a diario y la explotación semi-esclavista de los operarios, consecuencias ambas de la ausencia de fiscalización del estado sobre la codicia ciega, inherente al capitalismo, que manda recortar gastos y maximizar ganancias. Aparentemente a MVLL no le inquieta que allí no se cumpla la ley; si no hay regulación estatal y reina el capitalismo salvaje, bienvenido.

Vargas Llosa es un gigante de la literatura y su Premio Nobel fue más que merecido, ya lo he comentado en este blog, pero sus opiniones políticas, nacidas del uso de anteojeras ideológicas y que a menudo son de una ingenuidad casi infantil, minan su enorme prestigio como pensador. Roguemos a los dioses que siga escribiendo esas magníficas novelas y deje de lado su rol de opinador delirante, para que no tengamos que decir otra vez, como El Veco, “abuelito, ¿qué hora es?”.