lunes, 29 de octubre de 2012

Sabores en la boca


No. Este no es un post sobre las maravillas de la gastronomía peruana, las virtudes de una nueva pasta de dientes, o las distintas alternativas de finalización del sexo oral. Un amigo me dice que a veces se me pasa la mano con la acidez de mis textos. Añade que lo desanima ver el ejercicio de la crítica fácil, el señalar las cosas negativas con lupa y que prefiere leer una visión menos amarga y desesperanzada de la realidad. Discrepo. Creo que, como diría un catador desempleado, una cosa es la acidez y otra la amargura.
No le faltan sinónimos a la acidez. Son muchos y muy esdrújulos. Se puede decir que el comentario es sarcástico, mordaz, satírico, sardónico, irónico, cáustico; pero la amargura no está en la lista. La distinción no es tan trivial como tener claro que la aceituna no tiene un sabor ácido. No se trata simplemente de seguir a Barcia, autor de un diccionario de sinónimos tan inútil como lleno de errores (y no, no saqué esos sinónimos de su diccionario), cuando dice “quien trastoca lo que habla trastoca lo que piensa”. Detrás de esas palabras hay un marcado contraste en la manera de mirar el mundo. El sarcasmo, la crítica mordaz, la burla elegante, señalan el error, la pose, el ridículo y hurgan en la llaga. Pero ese ejercicio aparentemente destructivo casi siempre contiene en sí mismo su reverso, su imagen en el espejo. En cada dardo hiriente está el veneno pero también está el antídoto. Conviven la descalificación y la propuesta. Identificada la antítesis ya tenemos la tesis. Por ejemplo, en el post sobre los runners, el texto que se burla de la alienación tecnológica y la pose fosforescente puede leerse como una proclama a favor de la sencillez y la autenticidad. Cuando un escritor ridiculiza a una figura de poder señalando sus taras más evidentes lo que está haciendo, además de divertir al lector, es indicar –por oposición- cuáles son las características deseables del poderoso. Contra lo que se cree, el bufón de la corte llegó a ser un personaje importante, y hasta codiciado.
La amargura no es así. Hay un tono de punto final, de laberinto sin salida, de Sudoku imposible, de patada al tablero. El amargo se queja, maldice, exterioriza su frustración, y nos salpica adrede al revolcarse en su charco de pestilente derrotismo. Quiere que todos carguemos el peso que lo agobia. Mientras que el ácido se burla de la sonrisa boba, el amargo detesta la sonrisa en sí misma. El amargo está interesado en enunciar su discurso negativo pero no le atrae la idea de debatir argumentos, tiene suficiente con escuchar su catarsis plañidera. No quiere desafíos que pongan en peligro la seguridad que ha encontrado en su pozo. El verdadero amante de la ironía está dispuesto a ser cuestionado, a ser también objeto del sarcasmo ajeno, porque la primera regla del que disfruta la burla es aprender a burlarse de uno mismo. Finalmente, hay otro abismo que separa la acidez de la amargura. Es el valor del texto. El sarcasmo es elaborado, racional, inteligente, demanda trabajo y talento. La queja amarga es emocional, primaria, simple, y no demanda mucha más habilidad que el alarido. Creo que hay una gran diferencia en decir “a pesar de que lo disimula muy bien, mi compañero de oficina es un tipo razonable” o “el día que comiences a usar el cerebro, al comienzo te vas a sentir un poco mareada, pero después te va a gustar” y decir “odio trabajar en esa oficina porque son todos unos brutos de mierda”. Es una lástima que ambas cosas, tan profundamente distintas, a menudo se confundan al momento de rechazar la crítica, que es casi un acto reflejo.
Inicialmente pensaba ir más lejos, y conectar esta discusión con la mirada que se tiene respecto al error, pero será para otro post. De todas maneras dejo puesto el punto de partida. Una de las razones por las que me gusta mucho el personaje de Dr. House (aparte de que trata a su equipo de trabajo como a mí me gustaría tratar al mío) es que su sarcasmo particularmente creativo y despiadado no le impide aceptar la burla de los demás. Es ésa la gracia del combate de argumentos e ironías, que al final siempre sale ganando el espectador. Otra razón por la que me gusta House es que, a pesar de la bien ganada reputación de genio que lo rodea, no tiene el más mínimo temor a equivocarse. Pero de eso hablaremos otro día.


2 comentarios:

  1. No teme equivocarse, pero no le gusta... OK; yo creo que a nadie le gusta equivocarse, pero la competitividad (consigo mismo?) por demostrar que al final DEBE tener la razón potencia ese despliegue de ironías que no siempre son bien recibidas: no siempre el destinatario está en buen pie (de ánimo o de autoestima) como para no afectarse seriamente por un alarde de inteligencia en el hablar.
    O sea que al final, prefiere demostrar inteligencia antes que sensibilidad... pero ése también es tema de otro post ;)
    Mónica

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  2. Cuánto daño le han hecho al mundo los charlatanes vendehumo de la inteligencia emocional. Los problemas de sensibilidad o autoestima se resuelven en grupos de autoayuda, en la iglesia, o en la consulta del psicólogo. Al trabajo uno va a hacer su trabajo de la mejor manera posible (en el caso de House, se trata de acertar con el diagnóstico) y no a hacer amigos. Obviamente, siempre es mejor un buen ambiente laboral a uno malo, y hay mil maneras de mejorar el trato en el ambiente de trabajo (siempre se puede), pero no hay que confundir las prioridades. Discrepo con que el personaje House siempre quiera tener la razón. Lo que quiere es encontrar la razón (sea por su propio esfuerzo, que es lo más probable, o por el de otros). Lo he visto de buen humor cuando otro acierta. Creo que una señal de las mentes fuertes es poner por delante la razón (alcanzarla) antes que salirse con la suya.
    (qué manera de salirnos del tema, pero igual agradezco el comentario)

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