No.
Este no es un post sobre las maravillas de la gastronomía peruana, las virtudes
de una nueva pasta de dientes, o las distintas alternativas de finalización del
sexo oral. Un amigo me dice que a veces se me pasa la mano con la acidez de mis
textos. Añade que lo desanima ver el ejercicio de la crítica fácil, el señalar las
cosas negativas con lupa y que prefiere leer una visión menos amarga y desesperanzada
de la realidad. Discrepo. Creo que, como diría un catador desempleado, una cosa
es la acidez y otra la amargura.
No
le faltan sinónimos a la acidez. Son muchos y muy esdrújulos. Se puede decir
que el comentario es sarcástico, mordaz, satírico, sardónico, irónico, cáustico;
pero la amargura no está en la lista. La distinción no es tan trivial como
tener claro que la aceituna no tiene un sabor ácido. No se trata simplemente de
seguir a Barcia, autor de un diccionario de sinónimos tan inútil como lleno de
errores (y no, no saqué esos sinónimos de su diccionario), cuando dice “quien
trastoca lo que habla trastoca lo que piensa”. Detrás de esas palabras hay un marcado
contraste en la manera de mirar el mundo. El sarcasmo, la crítica mordaz, la
burla elegante, señalan el error, la pose, el ridículo y hurgan en la llaga.
Pero ese ejercicio aparentemente destructivo casi siempre contiene en sí mismo
su reverso, su imagen en el espejo. En cada dardo hiriente está el veneno pero
también está el antídoto. Conviven la descalificación y la propuesta. Identificada
la antítesis ya tenemos la tesis. Por ejemplo, en el post sobre los runners, el texto que se burla de la
alienación tecnológica y la pose fosforescente puede leerse como una proclama a
favor de la sencillez y la autenticidad. Cuando un escritor ridiculiza a una
figura de poder señalando sus taras más evidentes lo que está haciendo, además
de divertir al lector, es indicar –por oposición- cuáles son las
características deseables del poderoso. Contra lo que se cree, el bufón de la
corte llegó a ser un personaje importante, y hasta codiciado.
La
amargura no es así. Hay un tono de punto final, de laberinto sin salida, de
Sudoku imposible, de patada al tablero. El amargo se queja, maldice, exterioriza
su frustración, y nos salpica adrede al revolcarse en su charco de pestilente
derrotismo. Quiere que todos carguemos el peso que lo agobia. Mientras que el
ácido se burla de la sonrisa boba, el amargo detesta la sonrisa en sí misma. El
amargo está interesado en enunciar su discurso negativo pero no le atrae la
idea de debatir argumentos, tiene suficiente con escuchar su catarsis plañidera.
No quiere desafíos que pongan en peligro la seguridad que ha encontrado en su
pozo. El verdadero amante de la ironía está dispuesto a ser cuestionado, a ser
también objeto del sarcasmo ajeno, porque la primera regla del que disfruta la
burla es aprender a burlarse de uno mismo. Finalmente, hay otro abismo que
separa la acidez de la amargura. Es el valor del texto. El sarcasmo es elaborado,
racional, inteligente, demanda trabajo y talento. La queja amarga es emocional,
primaria, simple, y no demanda mucha más habilidad que el alarido. Creo que hay
una gran diferencia en decir “a pesar de que lo disimula muy bien, mi compañero
de oficina es un tipo razonable” o “el día que comiences a usar el cerebro, al
comienzo te vas a sentir un poco mareada, pero después te va a gustar” y decir
“odio trabajar en esa oficina porque son todos unos brutos de mierda”. Es una lástima
que ambas cosas, tan profundamente distintas, a menudo se confundan al momento
de rechazar la crítica, que es casi un acto reflejo.
Inicialmente
pensaba ir más lejos, y conectar esta discusión con la mirada que se tiene
respecto al error, pero será para otro post. De todas maneras dejo puesto el
punto de partida. Una de las razones por las que me gusta mucho el personaje de
Dr. House (aparte de que trata a su equipo de trabajo como a mí me gustaría
tratar al mío) es que su sarcasmo particularmente creativo y despiadado no le
impide aceptar la burla de los demás. Es ésa la gracia del combate de
argumentos e ironías, que al final siempre sale ganando el espectador. Otra
razón por la que me gusta House es que, a pesar de la bien ganada reputación de
genio que lo rodea, no tiene el más mínimo temor a equivocarse. Pero de eso
hablaremos otro día.
No teme equivocarse, pero no le gusta... OK; yo creo que a nadie le gusta equivocarse, pero la competitividad (consigo mismo?) por demostrar que al final DEBE tener la razón potencia ese despliegue de ironías que no siempre son bien recibidas: no siempre el destinatario está en buen pie (de ánimo o de autoestima) como para no afectarse seriamente por un alarde de inteligencia en el hablar.
ResponderEliminarO sea que al final, prefiere demostrar inteligencia antes que sensibilidad... pero ése también es tema de otro post ;)
Mónica
Cuánto daño le han hecho al mundo los charlatanes vendehumo de la inteligencia emocional. Los problemas de sensibilidad o autoestima se resuelven en grupos de autoayuda, en la iglesia, o en la consulta del psicólogo. Al trabajo uno va a hacer su trabajo de la mejor manera posible (en el caso de House, se trata de acertar con el diagnóstico) y no a hacer amigos. Obviamente, siempre es mejor un buen ambiente laboral a uno malo, y hay mil maneras de mejorar el trato en el ambiente de trabajo (siempre se puede), pero no hay que confundir las prioridades. Discrepo con que el personaje House siempre quiera tener la razón. Lo que quiere es encontrar la razón (sea por su propio esfuerzo, que es lo más probable, o por el de otros). Lo he visto de buen humor cuando otro acierta. Creo que una señal de las mentes fuertes es poner por delante la razón (alcanzarla) antes que salirse con la suya.
ResponderEliminar(qué manera de salirnos del tema, pero igual agradezco el comentario)