domingo, 11 de noviembre de 2012

Síganme los buenos


Cuando hacía el doctorado en Suecia llevaba una doble vida. No, no se trata de eso. Lo que ocurre es que, debido a la necesidad de hacer un doctorado en un tiempo menor al habitual, llegaba a la hora que llegaban los suecos (07:30) y me iba después de la hora que se iban los no-suecos (20:00). En esas largas jornadas de trabajo, más de una vez me atacó el hambre. El muy civilizado Departamento de Entomología tenía una acogedora cocina y un comedor, con café y té siempre disponibles (también había cuartos para dormir la siesta). Un buen día sumaron un atractivo muestrario de madera lleno de delicatessen: galletas, chocolates, mazapán, pastelillos de canela, etc. El procedimiento era simple: uno tomaba lo que quería y depositaba las monedas correspondientes en una alcancía. Lejos de cualquier ojo humano o electrónico, el sistema estaba basado en la proverbial honestidad escandinava. Cada vez que he contado esta historia, mis interlocutores peruanos o chilenos han comentado que en nuestros países un sistema así terminaría el primer día sin dulces, sin alcancía, y hasta sin muestrario. Yo habitualmente andaba con monedas suficientes y premiaba mi esfuerzo con esas delicias calóricas. Pero un par de veces ocurrió que no tenía monedas, y no había manera de obtener vuelto de la alcancía. Confieso que, en la soledad total de la noche, me pasó por la cabeza tomar el chocolate deseado y pagarlo al día siguiente. Pero la sola posibilidad de que a la mañana siguiente hicieran caja temprano y notaran el faltante, y que todos pensaran en el sudamericano noctámbulo, confirmando así el estereotipo, me hizo retroceder. Otro café sería el premio consuelo. En una de esas dos noches, volviendo orgulloso de haber vencido la tentación, me topé con una pareja de sorprendidos y sudorosos professors, ambos felizmente casados (con otros), que no habían podido vencerla. Se veía que le habían dado otro uso a los cuartos para siestas. Yo no era el único que llevaba una doble vida.  

Recordé la historia de las delicatessen en Suecia ayer mientras leía Freakonomics.  En este libro se relata el experimento sobre honestidad que sin querer hizo Paul Feldman. Este hombre se ganaba la vida dejando panecillos (bagels) al lado de una alcancía en muchas, muchas empresas. Al día siguiente recogía los saldos de panecillos y contaba la plata. Como anotaba todo, a lo largo de los años pudo construir una enorme base de datos de la honestidad en las oficinas norteamericanas. Pudo así saber que los altos ejecutivos eran más deshonestos que los mandos medios (lo mismo se publicó hace poco respecto a las infracciones de tránsito), que tras los atentados a las Torres Gemelas la honestidad subió, que también subía cuando había una racha de buen clima, y que bajaba cuando la racha era de mal clima. Creo que esta información cuantitativa es muy valiosa, no solamente para entender la conducta humana, sino para ponderar los argumentos sobre si somos inherentemente honestos o deshonestos. Ya he comentado antes en el blog que ver un par de botellas vacías en la playa nos lleva a generalizar sobre todos los usuarios, cuando puede que sea una proporción ínfima de ellos la que tenga esa conducta incivilizada, o que los actos vandálicos de unos cuantos infiltrados en una masiva marcha estudiantil llevan a estigmatizar todo un movimiento. Lo interesante es que estos antecedentes muchas veces sostienen la posición optimista o pesimista sobre la sociedad que defienden las personas. Frente a esto creo que vale la pena hacer la pregunta a priori. ¿Qué porcentaje de honestidad en el experimento de los bagels te convencería de que las personas son, en general, honestas? Si nos basamos en la democracia, sería suficiente con ser la mitad más uno. Si para convencernos exigimos diferencias estadísticamente significativas, la brecha entre tramposos y honestos debería ser mayor. Sea como sea, la idea es que definas el criterio antes de saber el resultado. Esto evitaría elucubraciones a posteriori que busquen defender un prejuicio. OK, ¿listo, lista? El promedio general de honestidad encontrado a través de los años fue del 87%. Para mí, suficiente. Sin desconocer diferencias culturales, y sin negar la importancia de los estímulos y sanciones, creo que esto prueba que intrínsecamente no somos malas personas.


1 comentario:

  1. Yo no estoy seguro de que los valores den cuenta de la naturaleza intrínseca del ser humano. Pienso que están más ligados a las relaciones económicas y sociales, o sea con el contexto. Por ejemplo, la honestidad, que en RAE dice que es algo parecido a la decencia, en la actualidad está muy relacionada al reconocimiento y respeto de la propiedad privada. Eso es puro contexto y tiene que ver con la obediencia a uno de los pilares fundamentales del actual modelo económico.
    Estaba tratando de imaginarme qué sería de la honestidad bajo un modelo económico distinto, por ejemplo, en un socialismo ideal ¿se tratará del respeto a la propiedad colectiva? Si se tratára de eso, y las personas tuvieran que tomar lo que necesitan calculando el total disponible y la cantidad de gente que lo necesita, los malos para calcular serían los más deshonestos. Eso no tiene sentido porque se suponen que los valores no deberían estar relacionados con la inteligencia ni con la razón, sino que deberían estar relacionado con algo así como el sentido común. Supongo. Es complejo, porque el sentido común es contextual.

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