domingo, 26 de junio de 2016

El fútbol y el azar

Hoy se juega la final de la Copa América, o algo así, porque -a juzgar por sus últimas declaraciones oficiales- la Conmebol todavía no se pone de acuerdo consigo misma sobre si el equipo ganador de la final será Campeón de América o no. Nada, un detalle insignificante. Además, no nos pongamos exigentes con la Conmebol. Lo suyo es reservar hoteles 6 estrellas para sus dirigentes y cobrar sobornos por los derechos de transmisión televisiva. Sería injusto exigirle que tuviera claro qué es lo que está en juego en sus campeonatos, o que antes del partido sonara el himno correcto del país competidor, o que el diseño de las sedes de los partidos no implicara que cada futbolista acumulara millas para dar la vuelta al mundo dos veces. Pero volvamos al fútbol, hoy se juega la final entre Argentina y Chile. Se supone que debe ganar Argentina, porque tiene mejores jugadores (el mejor del mundo entre ellos) y porque en la primera ronda ya se enfrentaron y Argentina ganó con claridad. ¿Es así realmente?

Pues no. La historia del fútbol está llena de ejemplos en los que el mejor equipo no gana la final. En el caso de los mundiales, basta mencionar a Hungría en el 54 (perdieron ante alemanes dopados), Holanda en el 74 (perdieron ante una Alemania muy efectiva), o Brasil en el 98 (perdieron porque Ronaldo tuvo una crisis nerviosa antes del partido). En el mundial 2014 Argentina no fue campeón porque en la final Messi, Higuaín y Palacio fallaron goles increíbles que nunca fallan en sus clubes, y el año pasado Argentina -siendo el mejor equipo- tampoco fue campeón en la final de Copa América ante Chile, perdiendo por penales tras un partido mediocre. El antecedente de primera ronda en la misma Copa no es muy útil tampoco para predecir el resultado de la final. Sin ir más lejos, el año pasado Argentina empató con Paraguay en primera ronda pero en la semifinal Argentina lo aplastó 6-1. Siguiendo la discusión sobre campeones justos o previsibles, podríamos cruzar el charco y mencionar a dos campeones de la Eurocopa: Grecia en 2004, que la ganó defendiendo con 11 y buscando no tener la pelota nunca, y Dinamarca en 1992, que la ganó sin haber clasificado al torneo y la invitación para reemplazar a la vetada Yugoslavia llegó cuando los jugadores daneses ya estaban veraneando en la playa.

Al margen de casos, anécdotas o estadísticas, con los que podría atormentarlos el día entero, la pregunta de fondo es: ¿los campeones son los mejores? En torneos largos, como la Liga española, es difícil negar que tras 38 partidos el campeón merece serlo, porque el efecto de la mala suerte y los arbitrajes erróneos o corruptos debiera diluirse a la larga (claro, los malos perdedores, como Mourinho, siempre encontrarán alguna teoría conspirativa a la cual aferrarse). Pero en campeonatos cortos, con finales a un solo partido, no hay manera de saberlo. Dejemos un instante el fútbol para mirar la última final de la NBA, entre Golden State y Cleveland. La final define al mejor tras un máximo de 7 partidos y llegaron al último (3-3), donde faltando 1 minuto de juego el partido estaba todavía empatado. ¿Alguien puede afirmar que un equipo merecía más el triunfo que el otro, y que el ganador fue mejor que el perdedor?  El azar tiene mucho que decir en estos casos, mucho más de lo que el lector supone. Intentaré explicarlo de manera simple ahora (tal vez más adelante escriba un post profundizando en el tema). Es muy improbable que al lanzar una moneda al aire salga cara 10 veces seguidas, pero no es imposible, puede ocurrir. Visto en grandes escalas de tiempo, los fenómenos muy improbables tienen que ocurrir en algún momento, y justo puede tocarnos ser testigos de ello. Entonces no es descabellado aceptar que es posible que nos toque ver que un equipo malo gane -o un equipo bueno pierda- varios partido seguidos, principalmente por suerte.

La ciencia lo tiene claro, pero el rol del azar es algo que los hinchas (irracionales por definición) y los periodistas deportivos (ignorantes por vocación) no consideran en lo absoluto cuando el equipo propio pierde. Más fácil y mejor visto es pedir cárcel para el entrenador e insultar a los jugadores. Y así se llega a la barbaridad de despedir a técnicos tras cuatro fechas (un clásico en campeonatos cortos en Argentina) o, como vimos en esta Copa América, despedir a Dunga porque Brasil perdió ante Perú con un gol con la mano (yo lo habría despedido así saliera campeón, por negar la identidad del fútbol brasileño con sus convocatorias, alineaciones y esquemas de juego). Es algo tan inteligente como decidir si un caballo hará una buena o mala carrera a partir de su posición 5 segundos después de la partida. En fin, a lo que quería llegar es que esta reflexión sobre el papel del azar, lejos de hacernos sentir absurdos por apoyar a nuestro equipo y emocionarnos con un partido, debiera ayudar a recordarnos de que a fin de cuentas el fútbol sigue siendo lo que era en sus inicios (y en nuestros inicios): nada más que un juego.



domingo, 19 de junio de 2016

Los idiotas

Al final del post anterior, y en presencia de mi mujer, me comprometí a cumplir, por más cansado o atareado que estuviera, con uno por semana (me refiero a los posts). En ese momento no sabía que poco más de 12 horas después me encontraría con la demostración experimental de que mi cara es menos dura que el suelo. Ahora, con doble fractura nasal y las -según yo- invisibles secuelas neurológicas de dicho traumatismo craneoencefálico tras síncope vaso-vagal (el amable lector podrá discrepar), me sobran las excusas para no cumplir mi promesa. Pero no quiero parecerme a un político y entonces decido escribir esto, aunque sea por cumplir. No está tan mal hacerlo por cumplir, tal como lo hacen algunas parejas maduras, ella mientras repasa la lista de la compra, él mientras trata de recordar el horario del partido, ambos sabiendo que el trámite será breve. Afortunadamente no es mi caso (el de ser una pareja madura). Volviendo al tema, y aceptando la posibilidad de que tras dicha verificación experimental debo haber quedado un poco más idiota, voy a hablar de ellos.


Hace poco se murió Umberto Eco y al día siguiente la humanidad ya era, en promedio, un poco más estúpida. Y el erudito, que lo sabía todo, no ignoraba que así sería. Es más, tenía identificadas las guaridas predilectas de los enemigos del conocimiento, las ruidosas promotoras del embrutecimiento contemporáneo: las redes sociales. “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”. Algo muy cercano planteó el escritor Javier Marías el año pasado: "Por culpa de las redes sociales, que por supuesto tienen mil cosas ventajosas, se produce un fenómeno nuevo, muy preocupante: que la imbecilidad está organizada por primera vez en la historia”. Y continúa: "En la historia ha habido siempre mucha imbecilidad, pero nunca ha estado organizada ni había tenido la capacidad de contagio masivo, inmediato y acrítico que tiene ahora". Cito al italiano y al español porque los conozco y he seguido su producción  (recomiendo “El péndulo de Foucault” y “Mañana en la batalla piensa en mí”, respectivamente). Pero para que no se me acuse de elitismo intelectual, aquí les dejo al buen Pipi, vocalista de The Locos, cantando más o menos lo mismo (“Lloviendo idiotas”), con cierto énfasis en la degradación mental causada por los reality shows y pseudo-concursos de TV con famosillos oligofrénicos.

Llueven idiotas. Esta parece ser una verdad tan irrefutable como el teorema de Pitágoras. Se puede confirmar en apenas un par de horas, leyendo los comentarios en las dichosas redes sociales, en los periódicos online y hasta en youtube. No falla. Allí donde sea libre emitir opinión uno se encontrará con un rosario de manifestaciones de una imbecilidad excelsa, abismante, digna de recibir un diploma firmado por ese ex-presidente que tú ya sabes. Eso, por supuesto, en los casos en los que el texto del idiota de marras sea remotamente legible, porque para ellos la ortografía y la sintaxis son como el virus ébola, algo muy lejano que solamente le preocupa a unos pocos. Muy a menudo la estupidez se manifiesta gracias a convicciones nacionalistas, racistas, religiosas, homófobas, machistas, o todas las anteriores (en el caso que nos encontremos frente a un imbécil de tipo integral), pero a veces el disparate, la violación de la lógica, la incoherencia argumental, ocurren al margen de esas corrientes malsanas (en lo que denominaremos imbéciles free lance). En la misma línea, uno podría intentar una clasificación, una suerte de bestiario, una taxonomía de los orgullosos imbéciles que cada día nos hacen considerar el lado bueno del holocausto nuclear, pero creo que sería un ejercicio inútil. Mejor será, a manera de ilustración amena, señalar algunos ejemplos, apenas unos cuantos, porque pretender hacer un listado medianamente acabado me podría tomar el resto del día, o de la vida. Además, ya lo dije, los ejemplos están al alcance de todos. Me conformaré con mostrar unas cuantas perlas leídas en las últimas semanas.
En un reportaje de un diario chileno, se señalaba el insuficiente financiamiento de la ciencia local y la dificultad para conseguir empleo de los científicos que regresaban del extranjero con un doctorado bajo el brazo; en la sección Comentarios, un iluminado opinaba que está muy bien que no se malgasten recursos en los científicos, pues muchos de ellos son ateos e izquierdistas. Un fenómeno recurrente en los periódicos argentinos es que, si la noticia es sobre fútbol, no es posible que una mujer haga un comentario (da igual que sea blando,  neutral, o combativo) sin que a continuación varios comentaristas hombres la inviten a volver a la cocina, a planchar, y a practicarles sexo oral. Ayer un futbolista argentino compartía la foto en el vestuario tras el triunfo ante Venezuela, y además de mostrar a todos los jugadores enchufados a su teléfono, el paisaje incluía, como en cualquier camerino post-partido, un reguero de prendas en el suelo: camisetas argentinas, venezolanas, vendas, canilleras, medias, etc; entonces no faltaron los comentarios de patriotas venezolanos (patriota e idiota suenan parecido, en el fondo son sinónimos) denunciando desprecio e irrespeto por su camiseta (un nuevo símbolo patrio, aparentemente). Para cerrar, a propósito de la matanza en el club gay de Orlando, un columnista en un diario peruano señalaba lo obvio, que en una sociedad democrática los homosexuales y heterosexuales deben tener los mismos derechos; el autor de uno de los comentarios con mayor valoración positiva, y al que podríamos calificar de idiota de proporciones bíblicas, clamaba al cielo y vaticinaba que (sic) “con el cuento de que tienen los mismos derechos, pronto saldrán pedófilos a reclamar sus derechos, los que quieran tener relaciones con sus hijos, con sus padres, con sus hermanos, cual sería la diferencia? Permitir a los homosexuales lo que están pidiendo será abrir la puerta a Sodoma y Gomorra”.


¿Tienen razón Pipi -cuando canta que triunfó la estupidez- y Javier Marías -cuando escribe que nunca la imbecilidad se contagió tanto como ahora? Obviamente no tengo cómo saber si ha ocurrido o no semejante fenómeno de escala planetaria (ya tengo bastantes dificultades con poder sonarme la nariz), pero confieso que hay días en que creo que aciertan con su derrotismo. Sin embargo, una mirada menos apasionada tal vez le conceda la razón al erudito que cité en primer lugar. Tal vez Eco está -una vez más- en lo cierto y siempre ha sido así, siempre hemos estado rodeados de idiotas, pero no lo sabíamos; no los veíamos ni los escuchábamos, por lo tanto no existían. Ahora, con tanta red social y comentarios online, parecen haber surgido del subsuelo como plagas de zombies o uruk-hais, pero en realidad siempre estuvieron allí. Antes solamente martirizaban a sus vecinos y familiares cercanos, ahora los sufrimos todos los que tenemos la mala idea de leer sus comentarios. Al parecer uno tuvo la suerte, el privilegio de crecer en una bella burbuja donde todos sabían la diferencia entre “a ver” y “haber”, donde la palabra Leonardo remitía a un genio renacentista y no a un actor de Hollywood, donde la coherencia lógica era la norma y no la excepción. Esa burbuja, como todas las burbujas, estuvo y está rodeada de un amenazante mar de agua. Pero la físico-química nos cuenta que también, y aquí está la gracia, puede ocurrir el fenómeno de que dos burbujas se encuentren y en lugar de disolverse se fusionen, formando una burbuja mayor. Que así sea.   





domingo, 12 de junio de 2016

Por una cabeza

En el post anterior anunciaba que iría a votar en la segunda vuelta por quien no se apellidara Fujimori, es decir que votaría por la alternativa democrática a la corrupción autocrática ahora financiada por el narcotráfico. Pero no pude hacerlo porque una piedra se interpuso en mi camino. No, no se trató de un derrumbe de rocas en la autopista. Los médicos le dicen nefrolitiasis, los matemáticos prefieren el término cálculos renales, pero el pueblo les llama piedras en el riñón. No entraré en detalles morbosos, simplemente me tocó recibir mi cuota de dolor 2016. El caso es que, por más incapacitado que estuviera para viajar por tierra 450 km, igual me sentía culpable por ese voto de menos contra la amenaza Keiko, hasta que leí que su hermano Kenji tampoco había ido a votar ese día. Así, gracias a la pataleta del sujeto que de niño se divertía lanzando hondazos a ministros y generales que visitaban a su papi y a su tío Vladi, y que ahora, creyendo en los derechos de sucesión dinástica, se ha auto-designado candidato presidencial para el 2021, me sentí redimido y aliviado.

Mucho más alivio sentí cuando mis ruegos a Baal fueron escuchados (pensé en aquello del sacrificio de una virgen, pero no conozco a ninguna) y a última hora el antifujimorismo le dio vuelta a las encuestas, encumbrando a la presidencia a un Kuczynski que había hecho todo lo posible por perder la elección. Con una coherencia de discurso y una conexión con la realidad que hacen recordar al abuelo Simpson, y la capacidad oratoria de una momia de museo, PPK estaba pavimentando el retorno al poder de la desgracia fujimorista. Hasta que el movimiento No a Keiko volvió a desbordar la calle en manifestaciones masivas y -más importante aún- la líder de izquierda Verónika Mendoza salió a pedirle a sus seguidores que votaran por el derechista PPK (el mismo que la había tildado de “esa roja que no ha hecho nada en su perra vida”)... y el Perú se salvó, por una cabeza (0.2%), de convertirse en un narco-estado en el corto plazo.

También puede haber colaborado en convencer a algunos indecisos el hecho de que sobre el final de la campaña el partido de Keiko mostrara su entraña tramposa de linaje montesinista (manipulación de audios enviados a los medios) y de financiamiento narco. Puede ser, pero el núcleo duro de apoyo al fujimorismo no entiende mucho de moral ni de razón. Es triste reconocerlo, pero los datos muestran que son los sectores más pobres de la sociedad, aquellos que tienen menos años de educación, los que votan mayoritariamente por Fujimori. Son los mismos que al recibir ayuda no distinguen entre clientelismo y deber de estado, los que confunden pragmatismo con atropello al orden constitucional, y entonces votan por la figura del japonés que hizo muchas obras pero también robó como nadie y destruyó la institucionalidad del país, una catástrofe cuyas secuelas estamos todavía sufriendo.

Sorprende y sobrecoge la fragilidad del análisis electoral de los desfavorecidos. Lo primero en lo que uno piensa es en la falta de educación, en la carencia de recursos analíticos frente al discurso electoral. Pero tal vez sea que la necesidad de enfrentar urgencias básicas cada día posterga cualquier disquisición política por frívola. O quizás simplemente están cansados de tanta desilusión y marcan cualquier cosa sin pensarlo mucho, acudiendo a votar solamente para evitar la multa. En la primera vuelta, estaba en la cola para votar en una escuela de Valparaíso, y el ambiente era grato, relajado. El hombre delante de mí, un trabajador de una empresa de transportes, ya me había hecho reír contándome lo estrafalaria que era la firma de un cliente. Cuando ya era el primero en la fila, la mujer que estaba detrás de mí, de aspecto muy humilde, me dice “por quién votaremos, ¿no?” y me queda mirando, como pidiendo orientación. Por un instante pienso en decirle “por cualquiera menos Keiko”, pero eso es ilegal, así que me contengo. Solamente sonrío y le digo en buen tono “señora, eso tendría que haberlo pensado antes”. Me acordé de ella muchas veces en el camino de regreso, abismado por lo fácil que hubiera sido manipular su voto.

Se salvó la democracia peruana y eso es lo que estamos celebrando. PPK fue un pésimo candidato pero podría ser un buen presidente; eso sí, la gobernabilidad será complicada con el parlamento dominado por una aullante mayoría fujimorista. Ya veremos si cumple lo prometido, y combate la pobreza y la inseguridad, o, como buen derechista, se dedica a cuidar los negocios de los empresarios. Las primeras señales han sido positivas. No creo que haga un mal gobierno, pero si lo hace, sabemos que pasados 5 años, como todos los últimos presidentes de apellido distinto a Fujimori, se irá a su casa. La disfuncional, excluyente e injusta democracia peruana ha sabido mantenerse en pie a pesar de todo. Primero fuimos capaces de tolerar a un enano borrachín mitómano que llegó al final de su gobierno con 6% de aprobación, pero que fue elegido por pelear en la calle contra el fraude electoral fujimontesinista que lo despojó de su victoria. Luego, para evitar a un Humala cuyo círculo hablaba de ir a la guerra con los vecinos, fusilar a los gays y ser un satélite chavista, reincidimos en ungir a un mastodonte ególatra y corrupto con el don de la palabra, que robó un poco menos que en su primer gobierno pero que vendió indultos a los narcos. Finalmente, para impedir el retorno de la mafia fujimorista, hace 5 años elegimos -y estamos terminando de soportar- a un inútil pusilánime que prometió una gran transformación social y solamente transformó su patrimonio. Ahora, para salvarnos de la catástrofe, estamos eligiendo a un gringo anciano (tiene nacionalidad estadounidense y 77 años) con pasado de lobbista internacional. Que los dioses nos ayuden.

PD: reincidiendo en antiguas promesas incumplidas, declaro que pretendo retomar este abandonado blog, con un post cada domingo.