jueves, 17 de marzo de 2011

Viaje al centro de la tierra de nadie


Para explicarle a Burro que debajo de su aspecto horrendo y sus poco delicadas costumbres, como expeler ventosidades mefíticas o incurrir en la antropofagia, los ogros tienen sentimientos nobles, Shrek recurre a la analogía de la cebolla y sus capas. El mensaje que se transmite es que para encontrar la esencia de un ser, su identidad última, hay que primero librarlo de corazas superficiales, vestimentas equívocas o voces impostadas. Hasta allí, todos levantan la mano para decir de acuerdo. Ese “no soy el que aparento ser” es uno de los grandes temas de la literatura y el cine, para niños y adultos: el patito feo convertido en grácil cisne, el sapo que muta en príncipe, el escritor genial detrás del huraño funcionario público, el acróbata virtuoso detrás del estibador del puerto, el pintor único detrás del indolente profesor universitario, la filósofa fecunda detrás de la miss de belleza (no, no exageremos).


Pero, ¿Qué sucede si nos tomamos el asunto muy en serio y queremos llevar esta noble tarea hasta sus últimas

consecuencias? ¿Qué ocurre si nos armamos de valor y descendemos los círculos concéntricos que –según el mapa- nos llevan a nosotros mismos? Malas noticias, en esa tierra de nadie de la que creemos ser dueños… no hay nadie. Así es. Ese peligroso viaje a las profundidades era el paseo cotidiano del escritor portugués Fernando Pessoa (un genio disfrazado de muchos personajes anodinos). A Pessoa le llegaba a doler en los huesos el dolor metafísico que sentía cuando descubría que, si se quitaba las máscaras que debía usar para ser reconocido en el mundo que habitaba, y si dejaba de lado las ideas y emociones ajenas que había tomado como propias (es decir, si pelaba dedicadamente la cebolla)… no quedaba nadie, no quedaba nada. En sus palabras, “De repente, como si un destino médico me hubiese operado de una ceguera antigua con grandes resultados súbitos, levanto la cabeza, desde mi vida anónima, al conocimiento claro de cómo existo. Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño y de locura. Me maravillo de lo que he conseguido no ver. Extraño cuánto he sido, y ver que, a fin de cuentas, no soy“ {Libro del Desasosiego}. ¿Y ahora, quién tiene el coraje de levantar la mano y darle la razón a nuestro amigo? Ya dicen las abuelitas que todo en exceso es malo, y aunque ellas se refieren a lo dulce y lo salado, en este caso también se aplica al exceso de honestidad. Habrá que ser menos descarnado en la mirada, acopiar lenidad en los bolsillos, y cerrar la ventana para que no entre ese ventarrón existencial cargado de preguntas afiladas. Habrá entonces que llegar sólo hasta las penúltimas consecuencias, para no arriesgarnos a quedar de pie enfrente del abismo, mirando hacia los costados (o peor aún, hacia adentro) y no viendo nada ni a nadie, dudar si saltar al vacío o quedarnos en él. Yo no quería llegar tan lejos, dirán ahora (como la colegiala que calentó al colegial, se quedaron a solas en casa de ella, y al final no lo dejó meter gol). OK, no hay problema, no todos tienen las agallas de Pessoa. Y no todos están tan solos como él. Porque parte de la historia se escribe desde la soledad/libertad infinita de no tener a quién amar o quién te llore. Así que aquí seguimos, al otro lado de la nada, fieles sin quererlo (o sin saberlo) a eso que se supone somos nosotros mismos, un cargamento de ideas, temas, olores, palabras, músicas, lecturas y recuerdos que componen la historia personal, eso que tal vez se llama identidad y nadie sabe para qué sirve.

La tarea se facilita, decía, cuando hay alguien alrededor que te importa. Lo que a menudo nos aleja del camino -o el atajo- al abismo es la aparición, desde la nada probabilística que es la breve existencia de un par de gametos insignificantes, de los locos bajitos, los hijos. He visto muchas veces (incluso en el espejo) cómo el instinto atávico fundamental destierra los melindres y soliloquios banales, al menos por un par de años. Es una experiencia muy fuerte ser padre, es ser poseído por un Homo erectus cazador-recolector que de pronto se despierta y sabe que hay que buscar, hay que conseguir, hay que proveer alimento, hay que proteger a la familia que espera en la cueva por tu regreso. No hay que poner demasiada voluntad en ello, basta dejarse arrastrar por ese torrente de salmones en las venas que te empuja a pararte y pelear por tu lugar, por el pan, por el calor en la noche. Por supuesto, de vez en cuando, motivado por un libro, una película, o por nada en especial, uno vuelve a ponerse las gafas de ver el mundo tal cual es, y sufre en silencio, y descubre, y escribe... hasta que deba interrumpir todo para seguir haciendo que el barco se mantenga por encima de la línea de flotación. Uno ya tuvo la adolescencia para deprimirse en todos los tonos y colores posibles, ahora no se puede dar esos lujos. Se posterga entonces por tiempo indefinido la cosecha de las amargas verdades. Y que siga la fiesta.