sábado, 26 de mayo de 2012

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (II)


(continúa el post anterior)

Las tres situaciones que quedan por contar tienen como común protagonista, aparte del riesgo de un final trágico, cierta característica de mi personalidad de juventud que, según se mire, puede llamársele arrojo, valentía, temeridad, o tal vez inmadurez, exhibicionismo, estupidez.

Un barrio de Miraflores, Lima, Perú. 1991. Para entender bien el relato es necesario entregar el contexto de lo que se vivía en esos años. Sendero Luminoso asolaba la ciudad de Lima con autos-bomba a edificios públicos y privados, asesinato de policías, funcionarios públicos, sindicalistas, y dirigentes barriales y de ONGs. Los organismos de seguridad secuestraban y asesinaban a estudiantes, profesores, sindicalistas y dirigentes barriales y de ONGs. La delincuencia común secuestraba diariamente a pequeños y medianos empresarios, o ciudadanos X con algún capital que aportar. En suma: psicosis colectiva. Una noche, regresaba del cine a casa de mi novia de entonces, manejando el vetusto Volkswagen escarabajo que su madre generosamente nos prestaba para salir. El padre de mi novia era directivo de una ONG a la que ya le habían asesinado funcionarios en provincias, y él aparentemente estaba siendo “reglado” (seguimiento de actividades y rutinas). El vecino de ellos era un empresario televisivo que vivía detrás de unos altos muros con protección eléctrica y vigilancia particular contratada. Esa noche, en las cuadras previas a la casa había un gran montículo de arena en la calle y yo lo esquivé con una maniobra brusca. Ese movimiento activó mi gen descrito en el párrafo anterior y entonces comencé a manejar haciendo curvas de un lado a otro de la calle, a velocidad, mientras mi novia reclamaba y yo le decía que se calmara, que la calle estaba vacía. La última maniobra fue, tras una curva cerrada, detenerme súbitamente frente a la puerta de su casa. Y entonces, mientras ella terminaba de recriminarme, un sujeto caminó unos pasos por la vereda, se paró frente a nosotros… y sacó un revólver. Lo miraba y lo movía, como exhibiéndolo, y pasaba de apuntar al piso a apuntar a la ventana del piloto, donde yo palidecía y trataba de pensar qué hacer. Si él disparaba ya no había mucho que hacer, pero mientras no lo hiciera, tal vez yo podría hacer algo útil. Como en un examen de alternativas en el que el tiempo se agota, forzaba a mi cerebro a evaluar en instantes todas las opciones: agacharme y que saliéramos corriendo por la puerta del copiloto, bajarme del auto con las manos en alto, decir que se llevara el auto y nuestras billeteras, gritar pidiendo ayuda, embestirlo con el auto… pero el problema principal era que yo no tenía claro si lo que tenía a tres metros de distancia con un arma era un asaltante común, un senderista que creía que en ese auto iba el padre de mi novia, el vigilante del vecino que temía que fuéramos secuestradores, o ninguna de las anteriores. Hice contacto con sus ojos y su expresión parecía denotar cierta calma, como que no pretendía hacer nada inmediatamente sino amedrentarnos, disuadirnos de hacer algo. Decidí que tal vez todo terminara si simplemente nos alejábamos. Encendí el motor, y el tipo retrocedió unos pasos. No parecía hacerlo para tomar nueva posición de disparo, su lenguaje corporal indicaba satisfacción del deber cumplido. La siguiente decisión era si debía avanzar o retroceder. A pesar de que la situación había bajado en intensidad, no quise darle la espalda, por si efectivamente se animaba a disparar. Así que retrocedí lentamente (milagrosamente entró a la primera el cambio de retroceso, que siempre era un dolor testicular) y mientras lo hacía el tipo caminó unos pasos más, para pararse en frente de la puerta de la casa del vecino. Mi novia entonces lo reconoció como el vigilante. Supuse que lo recíproco ocurriría y entonces detuve el auto, me bajé lentamente, hablé con ella de cualquier asunto trivial en voz alta, como si nada hubiera pasado, y apenas ella apareció en la visual del sujeto, él guardó su arma. Al llegar a la puerta nos pidió disculpas, que no había reconocido a la señorita, que pensó que éramos delincuentes, que Ud. sabe que en estos tiempos. Nosotros no teníamos muchas ganas de hablar y una vez adentro le prometí y me prometí que nunca más haría tonterías innecesarias a bordo de un auto. No estoy seguro de haber cumplido la promesa, pero sí sé que no me han vuelto a apuntar con un arma.

Camino a Farellones, Cordillera de Chile central. Estudios de Maestría, 1994. Era una de las primeras salidas al campo, en primavera. Estábamos buscando una plantita que crecía arriba de los cerros. Éramos dos hombres y dos mujeres. Como el otro muchacho era de carácter apacible, sin que nadie me lo pidiera asumí el rol de líder de la expedición. La caminata era larga y había que improvisar la ruta entre quebradas, cuestas pronunciadas, bajadas empinadas y arbustales difíciles de atravesar. Yo los animaba a seguir cuando estaban cansados, probaba primero los sectores para subir o bajar cuando se complicaba la ruta, y sobre todo los instaba a no rendirse en el intento de encontrar la maldita planta, que no aparecía por ninguna parte, mientras subíamos cerro tras cerro y la tarde caía. Nuestro equipamiento de campo parecía diseñado por el enemigo: sin brújulas, cuerdas, linternas ni nada que el sentido común indicara como necesario al internarse en un sector de la cordillera desconocido. Llegado un momento, alguien dijo que ya no quedaba mucha luz del día y que si ya llevábamos más de cuatro horas caminando, la noche podía caer antes de que hubiéramos podido volver. Insistí en que buscáramos en una cuesta más y luego de eso ya podríamos volver. Accedieron de mala gana ante mi incombustible entusiasmo y capacidad de persuasión. Y justo en esa última cuesta inspeccionada, detrás de una enorme roca… la plantita tampoco estaba. Así que tuvimos que emprender el retorno cansados, insolados, sucios, rasguñados, sin haber cumplido la misión, pero contentos por los paisajes avistados y el buen rato pasado en grupo. Un dato importante era el río. Lo tuvimos que atravesar a poco de comenzar el camino de ida, después de recorrer un poco la orilla buscando una zona poco profunda. En ese momento ellos no se terminaban de animar, así que el necio líder, después de dar una encendida arenga a la que nadie prestó mucha atención, se remangó los pantalones y dio el ejemplo cruzando el río sin dificultad. Ahora comenzaría pronto a oscurecer y el recorrido de regreso no era exactamente el mismo que el de ida. Tratábamos de cortar camino, acelerar, para no llegar al río de noche. Ya casi no hablábamos, no hacíamos bromas, concentrados en avanzar lo más rápido posible. Hasta que, finalmente, logramos llegar a la orilla del río. Todavía quedaba un poco de luz natural, la suficiente para darnos cuenta de que no estábamos en el mismo sector, y que el río había aumentado bastante su caudal. El otro muchacho sugirió prudentemente seguir caminando, hasta encontrar el mismo lugar por el que cruzamos el río a la ida. Yo alegué que nos desviaríamos mucho, que perderíamos la ruta corta que estábamos haciendo, que podíamos intentarlo allí mismo. El primer disparate que propuse, y comencé a llevar a los hechos, fue la “estrategia china”: tirar muchas, muchas piedras grandes al río hasta generar un puente ligeramente sumergido. Pero ellos ya no estaban de humor para mis grandes ideas, así que la estrategia china no pudo ser puesta a prueba. Entonces, como golpe de efecto irrefutable, se me ocurrió volver a dar el ejemplo. Me quité el pantalón (el nivel del río ya estaba muy por encima de las rodillas) y comencé a atravesarlo. Acopié toda la audacia que me quedaba, porque el agua estaba muy fría y me llegaba a la cintura. Después de haber avanzado varios pasos, concentrado en no perder el equilibrio, algo me detuvo. Fue como si una voz interior me dijera “Para”. Yo lo interpretaba como simple y humano temor, y entonces trataba de ahuyentarlo como lo había hecho tantas veces ese mismo día, con la necedad del líder, dando un paso más y otro. Pero no había caso, el temor, o algo así, me ganaba, no lograba dar ese paso por más que lo intentaba. Para. Con frío y expuesto a la vergüenza de flaquear después de tanta declaración rimbombante, giré y les pedí que buscaran y me alcanzaran una rama larga. Me la lanzaron, y cuando la introduje para tantear el nivel del río justo delante de mí… se hundió hasta desaparecer, como tragada por un remolino. Era una rama muy larga, así que probablemente allí había una fosa o la profundidad del río cambiaba bruscamente. Nadie dijo nada por la elocuencia de la escena. Asombrado y asustado, giré y deshice mis pasos. Caminamos, mejor dicho corrimos, hasta el lugar de la orilla original y pudimos cruzar el río, cuando ya casi era de noche. Las últimas pendientes las subimos en la oscuridad total, resbalando sin saber bien a qué asirnos, picados por avispas, rasguñados por piedras y ramas, maldiciendo la reiterada torpeza que nos había acompañado en esa expedición. Yo no me quejaba, ya no por valiente, sino por la alegría de estar allí todavía, gracias a esa voz interior. No sé qué fue eso. Pepe Grillo, mi cerebro intuitivo (lean Blink, de Malcolm Gladwell), mi ángel-de-la-guarda-dulce-compañía, el instinto primate de conservación, o todas las anteriores, no importa. Lo que haya sido, me salvó. Porque, faltó decir, el autodenominado líder de la expedición era y es un pésimo nadador.

Bueno, se ha hecho un poco tarde, tengo otros deberes que atender. La quinta y última historia, que es un poco larga, queda ya para el siguiente post. El próximo sábado.


domingo, 20 de mayo de 2012

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (I)


Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Cesare Pavese

Hace un par de años me encontraba dictando una clase sobre evolución y cambio global en La Paz. Si ya era un problema mantener el fuelle a 3600 metros sobre el nivel del mar que todavía no les devuelven, más se complicaron las cosas cuando noté en la juvenil audiencia cierta resistencia axiológica a aceptar como algo natural la extinción de las especies. Es lo más natural del mundo, les decía; todas las especies surgen y se desvanecen, en tiempo evolutivo. Si ninguna de las especies originales se hubiera extinguido, nos habríamos perdido a buena parte de las demás, por falta de sitio. No había caso: horas y horas de documentales sobre koalas, pandas y osos polares habían hecho efecto en sus cándidas y bienintencionadas mentes, que se resistían al razonamiento científico. Entonces, en medio de la hipoxia que nublaba mi mente, para contrarrestar su excesivo apego a la vida, se me ocurrió decirles que la situación era análoga a la de cada uno de nosotros. Con un tono casi festivo, como quien anuncia un fin de semana largo, les dije que la única certeza que podíamos tener en ese momento era que dentro de setenta años todas las personas presentes en el aula estarían muertas. Quedaron pasmados, aplastados. La discusión se silenció por largos segundos. Las miradas antes inquisidoras ahora denotaban angustia existencial. Una muchacha quiso salvarse diciendo, con la voz quebrada, que era muy joven y que dentro de setenta años tal vez estaría viva. Con mi inveterada empatía con los débiles, le dije: bueno, entonces dentro de ochenta años. O sea, una ráfaga para rematar a los moribundos. Definitivamente mi frase-analogía no tuvo el efecto que esperaba, ni fui elegido el profesor más simpático del curso. En lugar de que la luz racionalista se abriera paso en medio de las tinieblas de la pseudo-ciencia emotiva, lo que había conseguido era tener al frente a los pasajeros del Titanic. ¿Por qué cuesta tanto asumir que somos efímeros?

Comprendo absolutamente que uno se resista a la muerte de los seres más queridos. Uno nunca se recupera cuando ocurre, y no es capaz de (o no quiere siquiera) imaginarlo cuando aún no ha ocurrido. Pero, ¿Y uno mismo? ¿Por qué le duele tanto a algunos pensar en su condición de simples mortales? Evidentemente no tengo la respuesta. Pero pensando en estas cosas se me ocurrió que podría valer la pena compartir con el puñado de lectores que tengo los episodios en los que he visto a la parca de cerca. ¿Qué tan cerca? No mucho, en realidad. No se comparan con la experiencia de mi amigo cantautor Erik, que se quedó sin fuerzas tratando de cruzar el río Urubamba (el mismo que se ve serpenteando abajo desde Machu Picchu), o la de Alberto, un nicaragüense con el que compartí un curso y me contó cómo escuchaba silbar las balas a su lado, con el cuerpo a tierra, cuando se alistó como voluntario para combatir a los “Contras”. Todos tenemos historias de haberla visto cerca, aunque sea en el horizonte, pero como este pequeño blog es mío, entonces cuento las mías. Eso sí, para mantener la extensión que considero adecuada para estos textos (entre mil y dos mil palabras) lo haré en dos entregas. La segunda parte la subiré el próximo sábado. Vamos en orden cronológico.

Avenida Brasil, Lima, Perú. Yo tenía siete u ocho años. Habíamos ido de visita donde unos primos que tenían un fulbito-de-mano/taca-taca/futbolín o como quiera que se llame en su país de origen ese juego. Como en esa época no sabía perder (algo he aprendido en los últimos 35 años) no quería irme de esa casa hasta ganar un partidito. Pero mi madre ordenó salir de regreso. Ella y mis dos hermanos menores me precedían camino al paradero en una gran avenida de ocho carriles. Yo iba caminando varios metros retrasado, protestando, enfurruñado, en una pataleta de libro de texto. Ellos cruzaron la primera pista de dos carriles, pues el paradero estaba ubicado en la gran vía central. Yo no. Me detuve justo antes de cruzar, prolongando por unos momentos mi último gesto de rebeldía antes de claudicar. Mi madre me miraba enojada y algo me decía, pero yo no la escuchaba por el ruido de la avenida. De pronto vi que estaba acercándose al paradero el microbús que esperábamos, el número 10, El Moradito, del que –después sabría– se decía que era más fiel que una mujer, pues no importaba la hora de la madrugada, siempre pasaba. Entonces decidí cruzar corriendo la primera pista, omitiendo la básica noción de mirar antes de cruzar. Lo que sigue no tiene una explicación clara, y corresponde a esas situaciones en las que el tiempo comienza a transcurrir más lentamente. A mitad de camino escuché el chirrido de una patinada y por el rabillo del ojo percibí un auto color azul metálico que tenía casi encima. Recuerdo haber alargado la zancada, pero dudo que esos centímetros hicieran alguna diferencia. El conductor, que dejó su auto casi perpendicular a la avenida, se bajó vociferando. Mi madre me gritaba en la cara, al borde del colapso nervioso, y yo solamente lloraba; ya no por haber perdido al futbolín, sino por darme cuenta de que había estado muy cerca de morir. Mucho tiempo después, mi madre me confesaría que en ese instante ella cerró los ojos para no ver el impacto, y que no entendía cómo el conductor pudo desviar su auto a tiempo, porque yo aparecí de improviso en la vía. Si existiera el ángel de la guarda, este podría ser un caso para achacárselo. Lástima que no exista.

Universidad Cayetano Heredia, Lima, Perú. En una de las infinitas pichangas jugadas fuera y dentro del horario de clases, un muchacho no se tomó de la mejor manera que le hiciera un sombrerito de ida y vuelta. Entonces forzó meter la cabeza para alcanzar una pelota que ya no podía alcanzar, y lo que hizo fue impactarme de lleno con la cabeza en la parte en la que el tabique nasal se encuentra con la ceja (el arco superciliar, para los entendidos). Quedé aturdido un rato, pero no le di importancia y seguí jugando. Una hora después, sentado en clase, estaba mareado, sentía que la mano izquierda y la pierna izquierda se me dormían, y el dolor de cabeza era muy fuerte. Decidí irme a mi casa, para lo que tenía que tomar dos microbuses, en un tiempo total de viaje de poco más de una hora. Cuando llegué a mi casa el dolor de cabeza era insoportable, y al mirarme al espejo vi que tenía los labios caídos hacia un lado. Intenté dormir pero el dolor no me dejaba y de pronto tuve un vómito explosivo, sin náusea previa. Entonces intenté pedirle a mi hermana, la única persona en mi casa, que fuera a la esquina a llamar por teléfono a mis padres (no había teléfono fijo en casa y lo más cercano a la idea de celulares lo había visto en las manos de James Bond y Maxwell Smart). El problema es que cuando intenté hablar lo que salía de mi boca eran balbuceos que no se parecían mucho a los fonemas deseados (nombre técnico: afasia). Algunas sílabas coincidían, pero en desorden. Desesperado, entre señas y llanto, mi hermana captó el mensaje y se fue a llamar. No tardó mucho en llegar un tío político que era médico y que tras un rápido examen sentenció que había que llevarme de urgencia a una clínica cercana. Allí me hicieron lo que corresponde en casos de coágulos que están causando un ataque o derrame cerebral (lo sé ahora gracias a Dr. House): me inyectaron corticoides en cantidades industriales. Las primeras horas eran claves y las superé. Al día siguiente me hicieron una resonancia (MRI según House) y el hematoma subdural (o sea, ubicado en una de las meninges) estaba cediendo. El electroencefalograma indicaba que mi hemisferio derecho funcionaba al 50% (varias personas opinan que esto se ha mantenido hasta hoy). Gradualmente me fui recuperando, aunque en los primeros exámenes en la universidad me fue muy mal, porque estudiar media hora me cansaba como si lo hubiera hecho seis horas: mi cerebro estaba convaleciente. Pero esta historia con final feliz tuvo una contrastante historia paralela. El día anterior a mi lesión, un obrero de la fábrica donde trabajaba mi padre recibió un fuerte golpe en la nariz jugando una pichanga, igual que yo. Manifestó síntomas similares a los míos, pero a él lo llevaron a una posta pública, donde tras una larga espera lo mandaron de regreso para su casa con dos aspirinas. Al día siguiente murió. La cruel diferencia entre mi vida y su muerte, como tantas veces, tuvo que ver con el desigual acceso a los recursos en nuestras sociedades tan poco civilizadas. Estas lesiones no son poca cosa. Unos años antes, cuando yo estaba en el colegio, un estudiante murió de modo casi idéntico: a partir de un pelotazo en la nariz jugando voleibol. A mí, simplemente, no me tocaba ese día.

Continuará.



domingo, 13 de mayo de 2012

Los niños no deben morir


La violencia homicida contra niños pequeños está dentro de lo que no podemos tolerar. Es el dolor mayor, un defecto imperdonable del universo, algo que no debiera ocurrir nunca. Es una prueba más de que no existe ese dios todopoderoso y bueno del que nos hablaron tantas veces los curas y las monjas. O es bueno, pero al no poder impedir ese dolor es entonces un ser inútil, prescindible, o es poderoso, pero al no querer impedir ese dolor es entonces de una crueldad inimaginable.  Quisiéramos que fuese una pesadilla, un error más de los periodistas, pero no es así: ocurre. Las noticias nos cuentan que un niño o niña ha sido raptado y, tras una búsqueda angustiante que al alargarse desvanece las esperanzas, anuncian el hallazgo macabro. El sufrimiento indescriptible de los padres comienza entonces y ya nunca termina. Cuando eso ocurre, lo habitual es que uno -espectador- se deprima, llore con o sin lágrimas, abrace a su hijo, o multiplique cuidados y precauciones, para que a uno no le ocurra. Pero hay quien reacciona de otra manera.

Hace 101 años, en Chicago, una niñita rubia de 5 años le dijo a su madre que iría a ver a su tía, que vivía a la vuelta de la esquina. Se detuvo a mirar a un organillero, junto a otros niños, y luego su rastro se perdió. Un mes después encontraron su cuerpo en un canal. Sospecharon de un grupo de gitanos, con antecedentes de secuestros a niñas similares en otros lugares, pero no se pudo probar nada. El caso conmocionó a la ciudadanía por mucho tiempo (tres mil personas acudieron al funeral). Una de las personas afectadas por los sucesos era un hombre joven llamado Henry Darger, quien conservó un recorte de periódico con la foto de la niña por largo tiempo. Junto con la foto, llevaba para todas partes un manuscrito que había estado escribiendo intermitentemente. Pero un día alguien robó sus pertenencias del casillero donde las guardaba en el trabajo. Darger era limpiador de baños en Chicago, lo fue toda su vida, desde que a los 17 años huyó del hogar para niños con retardo mental donde lo maltrataron durante siete años, hasta poco antes de morir, octogenario.  La pérdida de ese recorte de periódico lo afectó mucho. Intentó recuperarlo de varias maneras, sin suerte, y tras asumir su pérdida decidió volver a comenzar a escribir el manuscrito desaparecido. Pasaron los años sin mayores acontecimientos que reseñar, aparentemente. Era un tipo solitario, con aspecto de vagabundo, que no hablaba con nadie, pero junto con su único amigo alguna vez pensó en crear una fundación protectora de la niñez. En las últimas décadas de su vida, con su mísero salario, Henry Darger alquilaba un cuarto a una pareja que con los años le tomó mucho afecto al ermitaño. Cuando, ya muy enfermo, Darger estaba internado en un hospital de beneficencia, un día la pareja entró -por primera vez- al cuarto. Les costó mucho creer lo que encontraron.

En las paredes y sobre una larga mesa estaba la que tal vez sea la obra más monumental de la historia de la literatura. Durante más de 50 años, Darger escribió un libro que le dio vida a todo un universo de lugares y personajes de fantasía que rodean las aventuras y batallas de unas pequeñas guerreras que luchan contra seres maléficos, buscando rescatar a unos niños esclavizados y, en general, salvaguardar a los niños de todo sufrimiento. El título de su obra es The Story of the Vivian Girls, in What is known as the Realms of the Unreal, of the Glandeco-Angelinian War Storm, Caused by the Child Slave Rebellion. El manuscrito tiene más de 15,000 páginas a espacio simple, lo que equivale a unas 20,000 páginas impresas, con lo que supera la obra completa de muchos escritores consagrados (es algo así como 10 veces El Señor de los Anillos). A eso hay que sumarle más de 600 pliegos de dibujos enormes que ilustran pasajes de la épica que este hombre creó en su reclusión voluntaria. Darger no sabía dibujar, pero aprendió; primero fotocopiando y calcando recortes de revistas, luego perfeccionando su propio trazo. Su obra es tierna y macabra a la vez. Al valor y candidez de Violet y sus seis hermanas, las Vivian Girls, del pacífico y cristiano reino de Abbiennia, se opone la crueldad sádica de los malvados y ateos habitantes de Glandelinia, que habían esclavizado a cientos de miles de niños, arrancándolos de sus hogares. Los textos y los dibujos, algunos de más de 3 m de longitud, describen explícitamente cada episodio, incluyendo las torturas y mutilaciones que sufren los niños. La novela entrega detalles de cada aspecto de ese mundo de fantasía, incluyendo los nombres y lesiones particulares de cada uno de los muertos y heridos en las innumerables batallas que se narran, y los costos económicos de cada campaña. Llama la atención que en los dibujos las niñas tienen pequeños penes, lo que ha llevado a sugerir que Darger murió virgen, sin haber visto a una mujer desnuda. Junto con ángeles y demonios “tradicionales”, coexiste una serie enorme de seres fantásticos, los blengigomeneans, con distintas características y poderes según su categoría. Es un Tolkien que nunca pisó una universidad ni recibió una sola opinión de su obra.
El paralelo entre episodios de la vida de Henry Darger y su novela es notorio, particularmente en situaciones de castigo a los niños. Esto se sabe porque se encontró un diario de vida junto a sus manuscritos. Perdió a su madre cuando era un niño muy pequeño y a los 8 años fue separado de su padre, que ya no lo podía mantener, e ingresado a un orfanato. A pesar de tener un intelecto brillante,  pues aprendió a leer antes de ir al colegio y su mirada de los demás fue siempre muy aguda, su personalidad excéntrica (se especula que padecía un tipo de autismo) llevó a que pocos años después lo llevaran del orfanato a un asilo para niños con retardo mental, donde éstos sufrían explotación laboral y maltratos diarios. Tras varios intentos fallidos, castigados severamente, de allí huyó en una larga caminata cuando tenía 17 años. No se puede agregar mucho más, salvo que poco después comenzó a escribir y dibujar una obra incomparable por la que no recibió reconocimiento alguno. De hecho, no hay ninguna señal de que pretendiera publicar su novela. No sabemos casi nada de él. Existen apenas tres fotografías suyas y unos pocos testimonios de sus vecinos, todos lejanos, porque no conversaba con ellos. Pero podemos imaginar bien lo que lo mantuvo vivo todos esos años de penurias y soledad. Contra la monotonía de su vida visible, limpiando baños y asistiendo a misa cada día, en la soledad de su cuarto, rodeado de sus libros y recortes de revistas, Henry Darger pudo darle vida al infinito mundo ideal que soñaba, donde los niños finalmente ya no son maltratados, ni mueren a manos de los malvados. Pudo corregir ese defecto imperdonable del universo.





sábado, 5 de mayo de 2012

Opio y monedas


Nada sabemos del alma
sino de la nuestra;
las de los otros son miradas,
son gestos, son palabras,
con la suposición de cualquier semejanza
en el fondo.
Fernando Pessoa
La anciana parece dormir. Al agachar la cabeza no se le puede ver el rostro pues lleva un oscuro sombrero de fieltro. Está sentada en el suelo y sus polleras extendidas son a la vez mantel y abrigo. Sobre el supuesto mantel hay sólo un vaso de plástico. Cada vez que siente pasos o voces agita el vaso para que suenen las monedas. No levanta la cara. No es posible saber si agradece en voz baja cuando alguien deposita una moneda en su vaso. Menos se sabe sobre lo que siente después de cada exitoso o fracasado tintinear de monedas.
Han pasado dos horas, y quizás más de cien personas. La anciana ha recibido sólo seis monedas. Es probable que esté angustiada o simplemente triste por la escasa cosecha. No le va a alcanzar; no sabemos bien para qué, pero seguro que no le va a alcanzar. Entonces un niño sucio y andrajoso, a quien bastaría ver para saber que mendiga igual que su ¿madre? ¿abuela?, se acerca y le da otras cuatro monedas. Es su aporte, su propia cosecha de las últimas horas. Cada uno desde su esquina y desde sus años. La anciana en silencio, casi convertida en estatua (una estatua en homenaje a la miseria, diría alguien que no tiene idea de lo que es la miseria), y el niño bullicioso, zangoloteando con los otros niños, colegas de esquina. La alegría todavía es gratis.
El grupo de estudiantes salió a comprar algo para beber durante el entretiempo del partido de fútbol.
- Tengo hambre. ¿Y si además compramos una pizza? ¿Cómo andan las arcas del proletariado?
- Mi billetera ya tiene telarañas.
- Propongo una sesión de meditación Zen para espantar al demonio de la gula.
- El demonio no existe. Es una estrategia de marketing de la iglesia para no perder a sus abonados. Un vendedor de paraguas que anuncia a gritos la lluvia.
- No sabes lo que dices. El demonio sí existe. Yo mismo lo he visto; lo vi detrás de los ojos de una mujer adúltera, después del amor breve y violento, una madrugada de verano. Casi no la cuento. No es broma, me iba a devorar, iba a tomar mi alma.
- Veo que has estado fumando guano otra vez.

Cuando todavía estaban enfrascados en discutir si la Inquisición había asesinado a más personas que las dictaduras latinoamericanas, cien metros antes de llegar a la botillería, se encontraron con una anciana mendicante sentada en el suelo, agitando un vaso de plástico sin levantar la cabeza. Uno de ellos se detuvo y, casi sin mirarla, rápidamente extrajo dos monedas de su bolsillo y las depositó en el vaso. No pudo percatarse del imperceptible movimiento de cabeza de la mujer, que quizás significó un gracias.  
- Pagaste tu alivia-conciencias, siempre sale barato.
- ¿Tú prefieres negarle unas monedas? ¿Qué ganas, o qué dejas de perder?
- El punto es qué gana o pierde ella, no tú. Su vida no cambia absolutamente nada por recibir ese par de monedas. Sigue siendo tan miserable como antes porque el sistema así lo requiere. El cambio no va a ocurrir porque repartamos las sobras. Es más, se corre el riesgo, y a eso me refería cuando hablaba de alivia-conciencias, de perder la perspectiva de necesidad del cambio al encontrar un espejismo de gratitud y autosatisfacción que se alimenta a sí mismo. Okey, puede servir como terapia contra el insomnio para almas sensibles, o como pasatiempo para damas-bien aburridas de gastar el dinero de sus maridos. Pero no debe distraer, quiero decir que no debe dejar la idea de que algo ha ocurrido, porque no ha ocurrido nada.
- Con distintos argumentos, tu posición coincide con la de mi padre –que es flor de reaccionario, quejándose de la cantidad de gente que pide plata en los semáforos, diciendo que no le alcanzaría la plata si diera cada vez que le piden. Ambos, partiendo de orillas opuestas, terminan por apoyar lo mismo: la frustración cotidiana de esas manos vacías.
- Qué bonito suena, podrías escribir poemas para universitarios y repartirlos a la salida de los conciertos.
- Mira, yo no hablaría de frustración. Se frustra el vendedor ambulante que no vende su mercancía, el afilador de cuchillos que recorre las calles sin resultado, el vendedor de enciclopedias puerta por puerta. Ellos todavía ponen en juego una dosis de esperanza cada día, y casi siempre la pierden. En cambio los que viven –o mueren– de la limosna de otros yo creo que ya tiraron sus esperanzas desde arriba del puente.
- Perdón, yo creo que hay que ordenar esta discusión porque están mezclando peras con manzanas. No se puede meter en un mismo saco la perspectiva social o socioeconómica y el análisis particular de sentimientos –o la ausencia de ellos– generados en la interacción con los indigentes de este país. En resumen, si quieren hablar del alma está bien; pero no hablen del alma para refutar argumentos que hablan del orden social, del tú no comes carne para que otro pueda viajar a Miami.
- Ya córtala, ustedes se han pasado la vida identificando los elementos distractores a su bienamada revolución y han encontrado así un surtido repertorio de excusas para no hacer nada concreto. Ahora resulta que es mejor no dar limosna que darla porque puede distraer o amenguar el ardor combativo de tus cuadros. Por favor. Creo que tendrían que destinar esa notable capacidad para inventar enemigos a causas más útiles.

La discusión cesó porque ya habían llegado a la tienda. Entraron todos y por eso no pudieron ver lo que pasaba en la esquina opuesta. Probablemente tampoco lo habrían visto de haberse quedado afuera de la tienda.

El niño ha llegado con otras tres monedas, la última media hora fue productiva. Entonces la anciana cuenta, dos veces, el total acumulado y le entrega una moneda al niño. Este sale corriendo, contento se diría, y detiene su carrera en el quiosco de la esquina. Allí pide y recibe el sobre con figuritas del álbum de fútbol con las estrellas del mundial. Segundos después se le ve saltando de alegría. Ha tenido buena suerte. Y es que no tenía ni a Romario ni a Batistuta. Ahora le faltan pocas figuritas para llenar el álbum. Luego de ir a contárselo a la anciana, que no se ha movido, corre a compartir su buena noticia con los otros niños de la esquina de enfrente. La celebración tiene que ser corta porque el semáforo otra vez está en luz roja. Una camioneta pick-up negra, enorme, está primera en la fila. A pesar de tener las ventanas a medio abrir se escucha con mucha claridad la transmisión del partido por la radio (el segundo tiempo ya ha comenzado). El niño no ha terminado de estirar la mano -en realidad debe levantarla para poder ser visto por el chofer- cuando desde adentro le dicen “No, ahora no tengo”. De todas maneras se queda unos instantes más, para escuchar si ese ataque narrado con tanta grandilocuencia termina en gol. No, el tiro ha salido desviado. Se dirige entonces al carro de atrás. Tampoco recibe nada. Cambia la luz del semáforo y retoma el juego de pelota con sus compañeros. Hace un gol y lo celebra a gritos, pero el gol es discutido por los otros, que reclaman que fue palo. Es que pasó por encima de la piedra que utilizan como marca. En la vereda de enfrente, la anciana ya ha guardado en un bolsillo perdido entre sus polleras todas las monedas menos dos, que se quedan en el vaso. Ahora agita su vaso otra vez: parece que alguien se acerca.

El niño no lo sabe, no lo puede saber, pero doce años después, cuando la anciana ya sea sólo un triste y lejano recuerdo en su vida, diluido por recuerdos más cercanos y terribles, se volverá a encontrar con el chofer de la camioneta negra y con uno de los estudiantes. No se reconocerán, pues nunca se conocieron, pero eso no afectará el rumbo de los hechos.

Una noche, a la salida de un partido de eliminatorias que ha ganado la selección nacional a su clásico rival, el que fuera estudiante, hoy cajero de un banco, y el chofer de la camioneta -hoy ejecutivo de otro banco- se agolparán eufóricos junto a una pequeña multitud que aclama a los jugadores y pide un autógrafo al héroe de la noche, el pequeño delantero que anotó un gol de cabeza en tiempo de descuentos. El jugador, de origen humilde y con un casi seguro futuro en el fútbol europeo, que está tan contento como los hinchas, se detiene y firma con gusto y paciencia, mientras escucha una y otra vez las mismas palabras de elogio. Es una noche para ser feliz y olvidar todos los problemas.
Después del ritual de celebración, el grupo de hinchas se dispersa por los alrededores del estadio, y el cajero y el ejecutivo casualmente caminan uno detrás del otro, buscando un taxi que los lleve de regreso a sus casas. De rato en rato el silencio de la noche se rompe con el grito de algún fanático que no quiere terminar de celebrar. De pronto, desde un pasaje lateral aparece un taxi, que frena inmediatamente ante el gesto simultáneo de los dos trabajadores bancarios. El resto de hinchas no parece interesarse en el taxi, probablemente la plata no les alcanza. Una vez que el taxi se ha detenido por completo ambos hacen el ademán de ganar la posición, pero inmediatamente corrigen el gesto para ceder el turno. El insólito gesto hacia un extraño se explica desde la solidaridad del hincha exultante por el triunfo. No hay que ceder, finalmente, porque han descubierto que sus destinos son cercanos, así que deciden compartir el taxi. El taxista comenta con ellos el resultado del partido y, distraído, no nota que en el semáforo que está más adelante, ahora en luz roja, hay un par de sujetos de aspecto sospechoso. Cuando se detiene, uno de los sujetos abre violentamente la puerta del copiloto y amenaza con un arma al taxista, exigiéndole dinero con gritos e insultos. Los dos pasajeros, sentados atrás, reaccionan intentando reducir al asaltante, mientras el taxista paralizado de miedo, no atina a hacer nada. Entonces todo ocurre muy rápido. Antes de salir corriendo con un par de billetes de escaso valor, el asaltante habrá disparado cuatro veces. Horas después, morirán en la posta médica los dos pasajeros. Ya en su barrio, sintiéndose seguro, el asaltante, un hombre joven que de niño pedía monedas en los semáforos junto a una anciana que tal vez era su abuela, podrá comprar la dosis de pasta base de cocaína que esa noche necesitaba tanto. Hace tiempo que la alegría ya no es gratis.