domingo, 20 de mayo de 2012

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (I)


Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Cesare Pavese

Hace un par de años me encontraba dictando una clase sobre evolución y cambio global en La Paz. Si ya era un problema mantener el fuelle a 3600 metros sobre el nivel del mar que todavía no les devuelven, más se complicaron las cosas cuando noté en la juvenil audiencia cierta resistencia axiológica a aceptar como algo natural la extinción de las especies. Es lo más natural del mundo, les decía; todas las especies surgen y se desvanecen, en tiempo evolutivo. Si ninguna de las especies originales se hubiera extinguido, nos habríamos perdido a buena parte de las demás, por falta de sitio. No había caso: horas y horas de documentales sobre koalas, pandas y osos polares habían hecho efecto en sus cándidas y bienintencionadas mentes, que se resistían al razonamiento científico. Entonces, en medio de la hipoxia que nublaba mi mente, para contrarrestar su excesivo apego a la vida, se me ocurrió decirles que la situación era análoga a la de cada uno de nosotros. Con un tono casi festivo, como quien anuncia un fin de semana largo, les dije que la única certeza que podíamos tener en ese momento era que dentro de setenta años todas las personas presentes en el aula estarían muertas. Quedaron pasmados, aplastados. La discusión se silenció por largos segundos. Las miradas antes inquisidoras ahora denotaban angustia existencial. Una muchacha quiso salvarse diciendo, con la voz quebrada, que era muy joven y que dentro de setenta años tal vez estaría viva. Con mi inveterada empatía con los débiles, le dije: bueno, entonces dentro de ochenta años. O sea, una ráfaga para rematar a los moribundos. Definitivamente mi frase-analogía no tuvo el efecto que esperaba, ni fui elegido el profesor más simpático del curso. En lugar de que la luz racionalista se abriera paso en medio de las tinieblas de la pseudo-ciencia emotiva, lo que había conseguido era tener al frente a los pasajeros del Titanic. ¿Por qué cuesta tanto asumir que somos efímeros?

Comprendo absolutamente que uno se resista a la muerte de los seres más queridos. Uno nunca se recupera cuando ocurre, y no es capaz de (o no quiere siquiera) imaginarlo cuando aún no ha ocurrido. Pero, ¿Y uno mismo? ¿Por qué le duele tanto a algunos pensar en su condición de simples mortales? Evidentemente no tengo la respuesta. Pero pensando en estas cosas se me ocurrió que podría valer la pena compartir con el puñado de lectores que tengo los episodios en los que he visto a la parca de cerca. ¿Qué tan cerca? No mucho, en realidad. No se comparan con la experiencia de mi amigo cantautor Erik, que se quedó sin fuerzas tratando de cruzar el río Urubamba (el mismo que se ve serpenteando abajo desde Machu Picchu), o la de Alberto, un nicaragüense con el que compartí un curso y me contó cómo escuchaba silbar las balas a su lado, con el cuerpo a tierra, cuando se alistó como voluntario para combatir a los “Contras”. Todos tenemos historias de haberla visto cerca, aunque sea en el horizonte, pero como este pequeño blog es mío, entonces cuento las mías. Eso sí, para mantener la extensión que considero adecuada para estos textos (entre mil y dos mil palabras) lo haré en dos entregas. La segunda parte la subiré el próximo sábado. Vamos en orden cronológico.

Avenida Brasil, Lima, Perú. Yo tenía siete u ocho años. Habíamos ido de visita donde unos primos que tenían un fulbito-de-mano/taca-taca/futbolín o como quiera que se llame en su país de origen ese juego. Como en esa época no sabía perder (algo he aprendido en los últimos 35 años) no quería irme de esa casa hasta ganar un partidito. Pero mi madre ordenó salir de regreso. Ella y mis dos hermanos menores me precedían camino al paradero en una gran avenida de ocho carriles. Yo iba caminando varios metros retrasado, protestando, enfurruñado, en una pataleta de libro de texto. Ellos cruzaron la primera pista de dos carriles, pues el paradero estaba ubicado en la gran vía central. Yo no. Me detuve justo antes de cruzar, prolongando por unos momentos mi último gesto de rebeldía antes de claudicar. Mi madre me miraba enojada y algo me decía, pero yo no la escuchaba por el ruido de la avenida. De pronto vi que estaba acercándose al paradero el microbús que esperábamos, el número 10, El Moradito, del que –después sabría– se decía que era más fiel que una mujer, pues no importaba la hora de la madrugada, siempre pasaba. Entonces decidí cruzar corriendo la primera pista, omitiendo la básica noción de mirar antes de cruzar. Lo que sigue no tiene una explicación clara, y corresponde a esas situaciones en las que el tiempo comienza a transcurrir más lentamente. A mitad de camino escuché el chirrido de una patinada y por el rabillo del ojo percibí un auto color azul metálico que tenía casi encima. Recuerdo haber alargado la zancada, pero dudo que esos centímetros hicieran alguna diferencia. El conductor, que dejó su auto casi perpendicular a la avenida, se bajó vociferando. Mi madre me gritaba en la cara, al borde del colapso nervioso, y yo solamente lloraba; ya no por haber perdido al futbolín, sino por darme cuenta de que había estado muy cerca de morir. Mucho tiempo después, mi madre me confesaría que en ese instante ella cerró los ojos para no ver el impacto, y que no entendía cómo el conductor pudo desviar su auto a tiempo, porque yo aparecí de improviso en la vía. Si existiera el ángel de la guarda, este podría ser un caso para achacárselo. Lástima que no exista.

Universidad Cayetano Heredia, Lima, Perú. En una de las infinitas pichangas jugadas fuera y dentro del horario de clases, un muchacho no se tomó de la mejor manera que le hiciera un sombrerito de ida y vuelta. Entonces forzó meter la cabeza para alcanzar una pelota que ya no podía alcanzar, y lo que hizo fue impactarme de lleno con la cabeza en la parte en la que el tabique nasal se encuentra con la ceja (el arco superciliar, para los entendidos). Quedé aturdido un rato, pero no le di importancia y seguí jugando. Una hora después, sentado en clase, estaba mareado, sentía que la mano izquierda y la pierna izquierda se me dormían, y el dolor de cabeza era muy fuerte. Decidí irme a mi casa, para lo que tenía que tomar dos microbuses, en un tiempo total de viaje de poco más de una hora. Cuando llegué a mi casa el dolor de cabeza era insoportable, y al mirarme al espejo vi que tenía los labios caídos hacia un lado. Intenté dormir pero el dolor no me dejaba y de pronto tuve un vómito explosivo, sin náusea previa. Entonces intenté pedirle a mi hermana, la única persona en mi casa, que fuera a la esquina a llamar por teléfono a mis padres (no había teléfono fijo en casa y lo más cercano a la idea de celulares lo había visto en las manos de James Bond y Maxwell Smart). El problema es que cuando intenté hablar lo que salía de mi boca eran balbuceos que no se parecían mucho a los fonemas deseados (nombre técnico: afasia). Algunas sílabas coincidían, pero en desorden. Desesperado, entre señas y llanto, mi hermana captó el mensaje y se fue a llamar. No tardó mucho en llegar un tío político que era médico y que tras un rápido examen sentenció que había que llevarme de urgencia a una clínica cercana. Allí me hicieron lo que corresponde en casos de coágulos que están causando un ataque o derrame cerebral (lo sé ahora gracias a Dr. House): me inyectaron corticoides en cantidades industriales. Las primeras horas eran claves y las superé. Al día siguiente me hicieron una resonancia (MRI según House) y el hematoma subdural (o sea, ubicado en una de las meninges) estaba cediendo. El electroencefalograma indicaba que mi hemisferio derecho funcionaba al 50% (varias personas opinan que esto se ha mantenido hasta hoy). Gradualmente me fui recuperando, aunque en los primeros exámenes en la universidad me fue muy mal, porque estudiar media hora me cansaba como si lo hubiera hecho seis horas: mi cerebro estaba convaleciente. Pero esta historia con final feliz tuvo una contrastante historia paralela. El día anterior a mi lesión, un obrero de la fábrica donde trabajaba mi padre recibió un fuerte golpe en la nariz jugando una pichanga, igual que yo. Manifestó síntomas similares a los míos, pero a él lo llevaron a una posta pública, donde tras una larga espera lo mandaron de regreso para su casa con dos aspirinas. Al día siguiente murió. La cruel diferencia entre mi vida y su muerte, como tantas veces, tuvo que ver con el desigual acceso a los recursos en nuestras sociedades tan poco civilizadas. Estas lesiones no son poca cosa. Unos años antes, cuando yo estaba en el colegio, un estudiante murió de modo casi idéntico: a partir de un pelotazo en la nariz jugando voleibol. A mí, simplemente, no me tocaba ese día.

Continuará.



2 comentarios:

  1. Ogh! No puedo creer que tengas más historias de estas.

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  2. Supongo que todo el mundo las tiene. Algunos las contamos, otros no viven para contarlas.

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