sábado, 26 de mayo de 2012

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (II)


(continúa el post anterior)

Las tres situaciones que quedan por contar tienen como común protagonista, aparte del riesgo de un final trágico, cierta característica de mi personalidad de juventud que, según se mire, puede llamársele arrojo, valentía, temeridad, o tal vez inmadurez, exhibicionismo, estupidez.

Un barrio de Miraflores, Lima, Perú. 1991. Para entender bien el relato es necesario entregar el contexto de lo que se vivía en esos años. Sendero Luminoso asolaba la ciudad de Lima con autos-bomba a edificios públicos y privados, asesinato de policías, funcionarios públicos, sindicalistas, y dirigentes barriales y de ONGs. Los organismos de seguridad secuestraban y asesinaban a estudiantes, profesores, sindicalistas y dirigentes barriales y de ONGs. La delincuencia común secuestraba diariamente a pequeños y medianos empresarios, o ciudadanos X con algún capital que aportar. En suma: psicosis colectiva. Una noche, regresaba del cine a casa de mi novia de entonces, manejando el vetusto Volkswagen escarabajo que su madre generosamente nos prestaba para salir. El padre de mi novia era directivo de una ONG a la que ya le habían asesinado funcionarios en provincias, y él aparentemente estaba siendo “reglado” (seguimiento de actividades y rutinas). El vecino de ellos era un empresario televisivo que vivía detrás de unos altos muros con protección eléctrica y vigilancia particular contratada. Esa noche, en las cuadras previas a la casa había un gran montículo de arena en la calle y yo lo esquivé con una maniobra brusca. Ese movimiento activó mi gen descrito en el párrafo anterior y entonces comencé a manejar haciendo curvas de un lado a otro de la calle, a velocidad, mientras mi novia reclamaba y yo le decía que se calmara, que la calle estaba vacía. La última maniobra fue, tras una curva cerrada, detenerme súbitamente frente a la puerta de su casa. Y entonces, mientras ella terminaba de recriminarme, un sujeto caminó unos pasos por la vereda, se paró frente a nosotros… y sacó un revólver. Lo miraba y lo movía, como exhibiéndolo, y pasaba de apuntar al piso a apuntar a la ventana del piloto, donde yo palidecía y trataba de pensar qué hacer. Si él disparaba ya no había mucho que hacer, pero mientras no lo hiciera, tal vez yo podría hacer algo útil. Como en un examen de alternativas en el que el tiempo se agota, forzaba a mi cerebro a evaluar en instantes todas las opciones: agacharme y que saliéramos corriendo por la puerta del copiloto, bajarme del auto con las manos en alto, decir que se llevara el auto y nuestras billeteras, gritar pidiendo ayuda, embestirlo con el auto… pero el problema principal era que yo no tenía claro si lo que tenía a tres metros de distancia con un arma era un asaltante común, un senderista que creía que en ese auto iba el padre de mi novia, el vigilante del vecino que temía que fuéramos secuestradores, o ninguna de las anteriores. Hice contacto con sus ojos y su expresión parecía denotar cierta calma, como que no pretendía hacer nada inmediatamente sino amedrentarnos, disuadirnos de hacer algo. Decidí que tal vez todo terminara si simplemente nos alejábamos. Encendí el motor, y el tipo retrocedió unos pasos. No parecía hacerlo para tomar nueva posición de disparo, su lenguaje corporal indicaba satisfacción del deber cumplido. La siguiente decisión era si debía avanzar o retroceder. A pesar de que la situación había bajado en intensidad, no quise darle la espalda, por si efectivamente se animaba a disparar. Así que retrocedí lentamente (milagrosamente entró a la primera el cambio de retroceso, que siempre era un dolor testicular) y mientras lo hacía el tipo caminó unos pasos más, para pararse en frente de la puerta de la casa del vecino. Mi novia entonces lo reconoció como el vigilante. Supuse que lo recíproco ocurriría y entonces detuve el auto, me bajé lentamente, hablé con ella de cualquier asunto trivial en voz alta, como si nada hubiera pasado, y apenas ella apareció en la visual del sujeto, él guardó su arma. Al llegar a la puerta nos pidió disculpas, que no había reconocido a la señorita, que pensó que éramos delincuentes, que Ud. sabe que en estos tiempos. Nosotros no teníamos muchas ganas de hablar y una vez adentro le prometí y me prometí que nunca más haría tonterías innecesarias a bordo de un auto. No estoy seguro de haber cumplido la promesa, pero sí sé que no me han vuelto a apuntar con un arma.

Camino a Farellones, Cordillera de Chile central. Estudios de Maestría, 1994. Era una de las primeras salidas al campo, en primavera. Estábamos buscando una plantita que crecía arriba de los cerros. Éramos dos hombres y dos mujeres. Como el otro muchacho era de carácter apacible, sin que nadie me lo pidiera asumí el rol de líder de la expedición. La caminata era larga y había que improvisar la ruta entre quebradas, cuestas pronunciadas, bajadas empinadas y arbustales difíciles de atravesar. Yo los animaba a seguir cuando estaban cansados, probaba primero los sectores para subir o bajar cuando se complicaba la ruta, y sobre todo los instaba a no rendirse en el intento de encontrar la maldita planta, que no aparecía por ninguna parte, mientras subíamos cerro tras cerro y la tarde caía. Nuestro equipamiento de campo parecía diseñado por el enemigo: sin brújulas, cuerdas, linternas ni nada que el sentido común indicara como necesario al internarse en un sector de la cordillera desconocido. Llegado un momento, alguien dijo que ya no quedaba mucha luz del día y que si ya llevábamos más de cuatro horas caminando, la noche podía caer antes de que hubiéramos podido volver. Insistí en que buscáramos en una cuesta más y luego de eso ya podríamos volver. Accedieron de mala gana ante mi incombustible entusiasmo y capacidad de persuasión. Y justo en esa última cuesta inspeccionada, detrás de una enorme roca… la plantita tampoco estaba. Así que tuvimos que emprender el retorno cansados, insolados, sucios, rasguñados, sin haber cumplido la misión, pero contentos por los paisajes avistados y el buen rato pasado en grupo. Un dato importante era el río. Lo tuvimos que atravesar a poco de comenzar el camino de ida, después de recorrer un poco la orilla buscando una zona poco profunda. En ese momento ellos no se terminaban de animar, así que el necio líder, después de dar una encendida arenga a la que nadie prestó mucha atención, se remangó los pantalones y dio el ejemplo cruzando el río sin dificultad. Ahora comenzaría pronto a oscurecer y el recorrido de regreso no era exactamente el mismo que el de ida. Tratábamos de cortar camino, acelerar, para no llegar al río de noche. Ya casi no hablábamos, no hacíamos bromas, concentrados en avanzar lo más rápido posible. Hasta que, finalmente, logramos llegar a la orilla del río. Todavía quedaba un poco de luz natural, la suficiente para darnos cuenta de que no estábamos en el mismo sector, y que el río había aumentado bastante su caudal. El otro muchacho sugirió prudentemente seguir caminando, hasta encontrar el mismo lugar por el que cruzamos el río a la ida. Yo alegué que nos desviaríamos mucho, que perderíamos la ruta corta que estábamos haciendo, que podíamos intentarlo allí mismo. El primer disparate que propuse, y comencé a llevar a los hechos, fue la “estrategia china”: tirar muchas, muchas piedras grandes al río hasta generar un puente ligeramente sumergido. Pero ellos ya no estaban de humor para mis grandes ideas, así que la estrategia china no pudo ser puesta a prueba. Entonces, como golpe de efecto irrefutable, se me ocurrió volver a dar el ejemplo. Me quité el pantalón (el nivel del río ya estaba muy por encima de las rodillas) y comencé a atravesarlo. Acopié toda la audacia que me quedaba, porque el agua estaba muy fría y me llegaba a la cintura. Después de haber avanzado varios pasos, concentrado en no perder el equilibrio, algo me detuvo. Fue como si una voz interior me dijera “Para”. Yo lo interpretaba como simple y humano temor, y entonces trataba de ahuyentarlo como lo había hecho tantas veces ese mismo día, con la necedad del líder, dando un paso más y otro. Pero no había caso, el temor, o algo así, me ganaba, no lograba dar ese paso por más que lo intentaba. Para. Con frío y expuesto a la vergüenza de flaquear después de tanta declaración rimbombante, giré y les pedí que buscaran y me alcanzaran una rama larga. Me la lanzaron, y cuando la introduje para tantear el nivel del río justo delante de mí… se hundió hasta desaparecer, como tragada por un remolino. Era una rama muy larga, así que probablemente allí había una fosa o la profundidad del río cambiaba bruscamente. Nadie dijo nada por la elocuencia de la escena. Asombrado y asustado, giré y deshice mis pasos. Caminamos, mejor dicho corrimos, hasta el lugar de la orilla original y pudimos cruzar el río, cuando ya casi era de noche. Las últimas pendientes las subimos en la oscuridad total, resbalando sin saber bien a qué asirnos, picados por avispas, rasguñados por piedras y ramas, maldiciendo la reiterada torpeza que nos había acompañado en esa expedición. Yo no me quejaba, ya no por valiente, sino por la alegría de estar allí todavía, gracias a esa voz interior. No sé qué fue eso. Pepe Grillo, mi cerebro intuitivo (lean Blink, de Malcolm Gladwell), mi ángel-de-la-guarda-dulce-compañía, el instinto primate de conservación, o todas las anteriores, no importa. Lo que haya sido, me salvó. Porque, faltó decir, el autodenominado líder de la expedición era y es un pésimo nadador.

Bueno, se ha hecho un poco tarde, tengo otros deberes que atender. La quinta y última historia, que es un poco larga, queda ya para el siguiente post. El próximo sábado.


2 comentarios:

  1. Tal vez todos tenemos algunas historias donde hemos estado cerca de la muerte, pero tú pareces tener muchas. Qué bueno! Algunas son muy entretenidas, aunque el primer relato de ésta es un poco espeluznante.

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  2. Hasta hace poco pensaba que todos teníamos una cantidad similar de esas historias. Pero primero Ricardo y ahora tú me están convenciendo de que no es así. Una explicación posible es que yo sea más necio que el promedio de las personas.

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