domingo, 3 de junio de 2012

Aventuras africanas


Nguruman, Kenya, 1999. Fui a Kenya para un curso de ecología de campo como última actividad de mi doctorado en Suecia. Todo pagado, incluidas las vacunas y pastillas para la malaria: el viejo y querido Estado del Bienestar sueco. Éramos 10 estudiantes “suecos” y 10 estudiantes africanos, de Uganda, Kenya, Senegal, Etiopía y Tanzania. En los días previos al viaje a Kenya tuve un itinerario geográfica y climáticamente desquiciado. En menos de diez días pasé del gélido invierno sueco al agobiante calor seco de Santiago, luego al calor húmedo de Lima, vuelta al calor seco de Santiago, retorno a los grados bajo cero escandinavos, y finalmente aterrizaje en el calor africano. O sea, el cóctel perfecto para un resfrío de muy padre y señor mío. Tener conciencia del riesgo de arruinar esa experiencia única por un malestar de salud activó una vez más ése componente de mi personalidad, mezcla de temeridad y excesiva confianza en mí mismo, que ya he comentado en los posts precedentes. No solamente decidí que no me resfriaría (la mente controla al cuerpo, repetía), también me convencí de que nada me ocurriría en el continente negro. Y actué en consecuencia. No me va a pasar nada.
Uno de los mayores temores de los suecos era la malaria, sobre todo porque la zona a la que iríamos, Nguruman, quedaba en plena sabana, en territorio Masai, azotado por el paludismo. No estaban del todo confiados en el poder protector de las pastillas que tomábamos, y cualquier sensación de seguridad se evaporó cuando, a poco de llegar a Nairobi, escuchamos la charla de un científico que era experto mundial en el tema. Con el tono festivo de quien cuenta el hallazgo de una momia egipcia, el sujeto nos anunció que los protozoarios causantes de la enfermedad, que viajan en aerolíneas zancudo, hacía mucho rato que habían evolucionado resistencia a los fármacos que se usaban en Europa. Dicho de otro modo, teníamos una muy buena protección contra organismos ya extintos, algo así como tener un arma infalible contra el ataque de pájaros Dodo. En la víspera del viaje a Nguruman visitamos un parque nacional cerca de Nairobi. En el recorrido el simpático guía nos señaló restos frescos de una osamenta sobre un árbol y dijo sin inmutarse “parece que un leopardo estuvo cenando allí”. No todos lo tomamos con la misma emoción, algunas muchachas se asustaron. Y tal vez fue también por susto que un rato después señalaron nerviosamente al muchacho de Senegal, que manifestaba síntomas de fiebre. Me molestó el alarmismo escandinavo y entonces le ofrecí a Serigne, el senegalés, una pastilla de paracetamol. La aceptó gustoso pero me dijo que no tenía agua. Entonces le ofrecí la botella de la que estaba bebiendo, a lo que él señaló que tal vez no era buena idea porque me podía contagiar. No te preocupes, insistí, y finalmente bebió de la botella y me la devolvió. Después de tomar el siguiente sorbo noté que las atemorizadas suecas me miraban con reprobación. No me va a pasar nada.
El largo viaje para llegar a Nguruman comenzó en maltrechas carreteras, salpicadas por piquetes de policías-asaltantes que no nos molestaban por tener camionetas con logos oficiales. Ya en caminos de tierra, nos adentramos en el Rift Valley, el territorio que contempla el Rey León en el póster, y tuvimos que atravesar la zona del lago Magadi. Es lo más parecido al infierno que conocí: un paisaje de montículos de sal rodeados de casi nada (bueno, sí, había flamencos), olor a azufre, y calor aplastante que hasta dificultaba la respiración. Mucho tiempo después supe que ése era uno de los lugares más calientes del planeta. Cuando por fin llegamos a Nguruman nos asignaron los dormitorios. Dos estudiantes en cada uno, un mosquitero para cada cama, igual que en Nairobi, nos dijeron. Fue casi rigurosamente cierto. En el dormitorio que me tocó sólo había un mosquitero, algo que Örjan, el sueco que me tocó de compañía, comenzó a describir con angustia, una y otra vez. Si le daba unos minutos más, el muchacho, cuyo valor no se condecía con su estirpe vikinga, iba a comenzar a somatizar síntomas de la malaria. Inmediatamente le dije: no te preocupes, úsalo tú, a mí no me va a pasar nada. No intentó convencerme. Cada noche, echado en mi cama antes de dormir, me aburría de contar y tratar de identificar las docenas de insectos que poblaban el techo. Cada mañana amanecía con picaduras en alguna parte del cuerpo. El ritual de la mañana consistía en revisar bien los zapatos, porque los escorpiones eran comunes y les gustaba ese tipo de refugios. No me va a pasar nada.
La jornada era extenuante, tal vez por eso se podía dormir fácilmente en esas condiciones. El desayuno se servía a las 5 am y a las 6 ya habíamos salido todos a las distintas actividades de campo. El calor hacía imposible trabajar afuera desde las 11 hasta las 14, así que en ese rato almorzábamos, analizábamos muestras y datos, y leíamos o escribíamos informes. Luego salíamos al campo de nuevo hasta que oscurecía a las 18:30. De allí a la ducha, cenar, y hacer presentaciones o escuchar charlas nocturnas, hasta las 23.  Una de esas noches, parado afuera del galpón que se usaba como auditorio, sentí una picadura fuerte en el dorso de la mano, y me quejé en voz alta. Podía putear libremente en castellano porque nadie más lo hablaba. Antes de que se echara a volar, pude ver a la culpable: una gran mosca de color pardo. Cuando me preguntaron y la describí, uno de los chicos africanos dijo “puede ser la mosca tse-tse”. Entonces llamaron a Bob, el entomólogo gringo afincado en Kenya que oficiaba de anfitrión, y tras escucharme confirmó la sospecha. Me preguntó si sabía para dónde había huido la mosca y yo le dije que me parecía que se había metido al galpón. Lo que siguió fue un entretenido espectáculo de adultos parados en sillas y mesas tratando de atrapar una mosca, entre muchos insectos que pululaban por allí. Los suecos, al verme sonriente y relajado, me preguntaban si acaso no conocía la enfermedad del sueño, trasmitida por la bendita mosca. Yo les contestaba que sí lo sabía, pero que no me iba a pasar nada. Al rato capturaron por fin a la mosca y el buen Bob la pudo analizar bajo un estereoscopio. Luego de ello se acercó para tranquilizarme: ésa subespecie transmitía la variante bovina de la enfermedad, y como yo aparentemente no era una vaca, lo más probable era que no me pasara nada.
Luego de ejecutar proyectos guiados por especialistas, en grupos de a cuatro, teníamos que armar un proyecto nosotros mismos, en grupos de a dos. Decidimos medir ciertas cosas en unas plantas que se encontraban en tres zonas de humedad contrastante. El problema es que, terminado el tiempo asignado, en la zona más seca, la sabana abierta, habíamos muestreado muy pocas plantas. Al día siguiente habría un paseo a unas montañas cercanas, no todo era trabajo. Entonces pedí permiso para no ir al paseo e ir otra vez a la sabana abierta, a buscar más plantitas para medir. Me advirtieron que no era seguro ir solo, que a diferencia de los otros días, no habría nadie patrullando la zona, que yo sabía bien que en la sabana hay animales grandes, algunos peligrosos. Insistí y finalmente me permitieron hacerlo. Fue una experiencia muy especial estar absolutamente solo en ese lugar. Bueno, tan solo no estuve, porque me acompañó una mosca que tenía como misión en la vida meterse en mis oídos. No me dejaba trabajar. Tenía que correr en circuitos elípticos para despistarla y así ganar los segundos que necesitaba para medir. Una tortura. Lo otro era el calor. Las partes metálicas de la calculadora quemaban y no era fácil evitarlas con el apuro por la mosca maldita. Con el calor, la calculadora dejaba de funcionar, así que había que meterla bajo un arbusto y esperar. La única sombra arbórea disponible se veía a lo lejos, con las típicas Acacias de techo plano, pero no era aconsejable caminar hasta buscarlas por varias razones: el calor, el tiempo a perder, el riesgo de desorientarme, y el pequeño detalle de que a esa hora del día los leones solían buscar esos refugios, según me explicaron. Finalmente sí tuve un encuentro con seres vivos grandes, aunque no tan grandes. En el camino de regreso me topé con dos joviales niños Masai que llevaban un pequeño rebaño de cabras. Les pregunté con gestos a los pastorcitos si les podía tomar una foto (habíamos sido aleccionados en que fuéramos respetuosos y no les tomáramos fotos sin su consentimiento) y me dijeron que sí. Eso fue lo más interesante que me ocurrió, además de terminar el muestreo y que, de ésa manera, los resultados de mi pequeño proyecto fueran los únicos que finalmente se publicaron en una revista científica, el African Journal of Ecology.
Con todas esas historias infantiles del rey de la selva y documentales de fieros leones cazando (leonas, en realidad; el macho es más ocioso que un notario), uno tiende a creer que el león es la bestia más temida por los nativos. No, me explicaron los guías. Es el búfalo. El león es un problema para los humanos solamente si está muy hambriento, lo que ocurre únicamente durante la temporada seca. El búfalo, siendo herbívoro, no debiera ser enemigo natural, pero por alguna extraña razón es común que la visión de un humano le despierte un instinto asesino, y puede ser muy efectivo. Me contaban historias de personas que han tenido que pasar dos noches arriba de un árbol hasta que el búfalo abajo se cansara de esperar. Su embestida no la cuentas y, pasados los primeros metros de arranque, de lento no tiene nada: 40-50 km/h (nuestro querido Usain Bolt corre los 100 metros planos a 36 km/h). Bien, el caso es que en los primeros proyectos grupales, me tocó una especialista en escarabajos estercoleros, una menuda señora de Tanzania. La afable dama nos explicó que, para el experimento, teníamos que conseguir excremento relativamente fresco de vacas, elefantes y búfalos. Lo de las vacas no fue problema, porque lo ganaderos nativos eran muy generosos y nos permitían entrar a sus corrales con bolsas en las manos y seguir atentos al animal hasta que nos regalaba su tibio tesoro. Los niños pequeños, desnudos, hermosos y muy alegres, se burlaban de nuestra noble tarea. Con el elefante hubo suerte, sus inconfundibles bostas, con formas y dimensiones de un tacho de basura, estaban aceptablemente húmedas todavía. El problema era el búfalo, el estiércol que encontrábamos estaba demasiado seco, así que había que ir a buscarlo. Mientras manejaba una Land Rover que pasaba por encima de hierbas altas y arbustos bajos, el chofer-guía nos decía, preocupado, que ojalá que el animal no estuviera muy cerca de su excremento. Paramos en una zona señalada por el guía y comenzamos a caminar. Nos explicaba que en esas formaciones de hierbas y arbustos altos la bestia se tumbaba, oculta en la espesura, a dormir la siesta. Pero que si lo despertábamos, estaría de mal humor, y eso era algo que no queríamos que ocurriera. Los primeros hallazgos de actividad digestiva nos parecieron casi aceptables, pero dijimos que podíamos buscar algo un poquito más fresco. Nos internamos un poco, y otro poco más, pero no aparecía la mierda prometida. De pronto el guía se detuvo y nos hizo callar. Nos dijo en voz baja que le parecía haber escuchado un ruido de ramas quebrándose. No era broma, el muchacho estaba realmente asustado. Y ese temor nativo tuvo una onda expansiva, porque al instante estábamos todos asustados. Ése fue el único momento del viaje en el que sentí miedo de verdad. Podría ahora mismo estar mirándonos, susurraba el keniano mientras giraba la cabeza para todos lados. Entonces mejor nos vamos, dijimos. El primer estiércol nos pareció en ese momento perfectamente aceptable. El trabajito no se publicó en ningún lado, pero todos volvimos con los huesos completos.
El dato que falta entregar es que de los 10 que viajamos desde Suecia, 9 sufrieron algún tipo de dolencia gástrica, dérmica, febril, etc. Tres las sufrieron en África, los otros seis las desarrollaron ya de regreso. El profesor que viajó con nosotros y me contó la estadística, me dijo que yo había tenido mucha suerte.
Resumiendo los últimos tres posts, ni tan lejos que no se pueda ver, ni tan cerca que se pueda tocar, la muerte ha estado rondando. No tomo estas cosas a la ligera, solamente trato de ser fiel al relato de los hechos, con mi mentalidad inmadura de entonces. Podríamos hacer sesudas reflexiones existencialistas sobre el tema, para no parecer superficiales, pero esta vez opté por la crónica. Siendo la única certeza que tenemos, la muerte no es un tema para burlarse, pero tampoco para huir. Ya lo decía el poeta peruano Javier Heraud, quien encontraría la muerte en 1963, a los 21 años, acribillado por fuego cruzado de la policía sobre una canoa en la selva amazónica, donde formaba parte de una columna guerrillera que quería cambiar la realidad de injusticia. En una trágica ironía, a los 18 años, tres años antes de recibir 29 balazos tras levantar un trapo blanco, en un poemario con el que ganó un premio nacional, el brillante y precoz Javier Heraud escribía:

Yo nunca me río de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo miedo de morir
entre pájaros y árboles.

(…)

Claro está, la muerte no me ha visitado todavía,
y Uds. preguntarán: ¿qué conoces?
No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar ella yo estaré esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente (no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré,
solitario y solitario.





4 comentarios:

  1. Ernesto...."El 7 vidas"
    Muy entretenidos tus relatos!

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  2. Gracias Mili. Si eres Milagros Zapata Phang, espero que no estés alejada de la ciencia y la música, que hace 20 años te gustaban tanto. Suerte en todo.

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    1. Pucha! Qué tal memoria! Y no, no me he alejado ni de la ciencia ni de la música. En estos tiempos y con esta tecnología es mucho más fácil estar al tanto con la música que con la Ciencia. Ambos campos no me dejan de sorprender....aunque nunca dejo de ser una simple aficionada. Me ha dado mucho gusto encontrar tu blog y saber que han ocurrido tantas cosas interesantes (y peligrosas) en tu vida. Todavía tienes ese cuento del tipo que piensa en suicidarse al borde de un abismo?

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  3. Qué gusto saber que sigues cerca de tus pasiones.

    Nunca dejamos de ser simples aficionados. Como dice Popper, cuánto más sabemos, más nos damos cuenta de la infinitud de nuestra ignorancia.

    Curioso que recuerdes todavía ese cuento, que es tal vez el primero que escribí. Hace un par de meses lo volví a leer después de muchos años (conservo el papel de cuaderno original, del curso de Castellano con Luis León Herrera). La idea global es salvable, pero tiene muchos puntos débiles. En todo caso, a pesar de sus fallas le tengo cariño por ser un precursor de lo que vendría después. No descarto reescribirlo algún día.

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