sábado, 21 de enero de 2012

Santas contradicciones, Batman


Faith - that's another word for ignorance, isn't it?
Dr. House

Toda religión tiene cosas curiosas, divertidas de mirar, y cosas terribles, abominables. Dentro de las cosas más divertidas de la religión católica está el asunto de la infalibilidad papal. Este es un dogma, es decir que es una verdad que se acepta sin discusión posible. Todo católico de bien debe aceptar sin oposición el hecho de que el Papa no se equivoca. En realidad, el dogma específicamente indica que el Papa no tiene la posibilidad de equivocarse, ni aunque haga su mayor esfuerzo, cuando está hablando de asuntos de fe y moral al resto de la iglesia católica (cuando habla ex cathedra). O sea que si en ese momento –pleno sermón dominical en la Basílica de San Pedro– un mayordomo sale al balcón y lo distrae con una pregunta (“¿Gana el Milan o el Napoli?”), y el pontífice gira la cabeza para contestar, digamos, “el Milan”, es posible que gane el Napoli, pero cuando enderece la cabeza y vuelva al discurso en el que dice que los condones son la causa del SIDA en África, entonces ya todo lo que diga es absolutamente cierto. Lo que pasa, explican sin ruborizarse los catequistas, es que para eso el Papa cuenta con la ayuda del Espíritu Santo. Ah, así cualquiera.  Porque si el dichoso Espíritu Santo pudo embarazar a una virgen, ya puede hacer cualquier cosa.  Lo que me llama la atención es que, con tanto poder, y tan duradero, nunca se le haya ocurrido terminar con la miseria en el mundo o con el cáncer infantil. Volviendo al tema, las cosas se pueden poner muy entretenidas si un buen día al sumo pontífice se le ocurre decir ex cathedra la siguiente frase: “No soy infalible”, pues para creerle (no olvidar que estamos obligados a hacerlo) tendríamos que creer en lo contrario de lo que ha dicho. O sea, como él es infalible, es entonces forzosamente verdadero que él no es infalible. Pero ¿cómo es posible que sea verdad al mismo tiempo una afirmación y su negación? Es magnífico, un placer para el paladar de los amantes de las paradojas. Es algo parecido al problema lógico-filosófico que tanto atormentaba a Bertrand Russell: que los elementos que no pertenecen a ninguna clase por eso mismo constituyen una clase. Más interesante todavía es saber que esa escena imaginada alguna vez ocurrió realmente, teniendo como protagonista a Juan XXIII, el “Papa bueno”.
Lo curioso es que la infalibilidad pontificia –instaurada en el Concilio Vaticano I en 1870– no se aprobó por unanimidad. Fue paliza (435 a 2) pero no fue decisión unánime, y hay que considerar además que muchos obispos huyeron del Vaticano días antes de la votación para no aceptar lo inaceptable, pero tampoco oponerse en público. Sabia decisión, porque posteriormente los opositores al dogma fueron excomulgados. Así, Pío IX fue el primer Papa infalible, los anteriores no lo eran, y todos los que le siguieron, sí. El problema en el que gratuitamente se mete esta gente es el de justificar ese absurdo. Quedaría más elegante si dijeran “porque me da la gana y yo mando”. Pero no, se ven en la obligación de recurrir a –no hay más alternativa– la Biblia, y ahí sí que es difícil contener la risa. Copio a continuación las citas bíblicas en las que, oficialmente, se basa el dogma de la infalibilidad papal. Algunas traen hasta comentario “clarificador”.
§                     Jn 1:42; Mc 3:16 («Y le llevó donde Jesús. Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan. Te llamarás Cefas”, que quiere decir ‘piedra’».).
§                     Mt 16:18 («Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella»;
§                     Jn 16:13 («Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa»).
§                     Jn 14:26 («Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, se los enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho»).
§                     Jn 21:15-17 («Dice Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice Jesús: “Apacienta mis corderos”». Jesucristo repite esto tres veces).
§                     Lc 10:16 («Quien a ustedes escucha, a mí me escucha; y quien a ustedes rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado»).
§                     Lc 22:31-32 («¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos»).
§                     1 Tim 3:15 («Pero si tardo, para que sepas cómo hay que portarse en la casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad»).
§                     1 Jn 2:27 («Y en cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas ―y es verdadera y no mentirosa― según os enseñó, permaneced en él»).
§                     Hechos 15:28 («El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponeros más cargas que estas indispensables»; en este caso los discípulos de Jesús hablan como si hubieran decidido con el Espíritu Santo).
§                     Mt 10:2 («Los nombres de los doce apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro»; Pedro es primero).
§                     Mt 28:20 («Y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»).


La justificación sería igual de contundente si hubieran copiado una página de la guía telefónica.
Cuando uno mira ese absurdo monumental, y tantos otros (como eso de que Dios es uno y trino, o sea una persona y tres personas al mismo tiempo, pero dos de las personas son iguales a Dios aunque no iguales entre sí) se pregunta quién es el culpable. El primer sospechoso en la lista es como siempre Saulo de Tarso (San Pablo para los amigos). Al fin y al cabo, ese fanático paranoide es el responsable de buena parte del espurio soporte textual de una iglesia basada en tergiversar lo que Jesús dijo e inventar lo que no dijo. Pero no, Pablo es inocente esta vez. No sé exactamente si fue el primero de todos, pero uno de los próceres del “pensamiento paraconsistente” es San Pedro Damián, nacido el año 1007. Lo que este señor nos dice, en pocas palabras, es que el principio de contradicción (o sea, que algo y su opuesto no pueden ser ciertos al mismo tiempo) se aplica a todos los campos de lo humano, todos, pero no aplica a Dios. Voilà. Cuando metemos a Dios en el asunto, hay carta blanca para pisotear la razón porque…es Dios. Y en Dios los opuestos coinciden. Listo. Ahora vale todo.
Cuatro siglos después de San Pedro Damián, en la misma línea (circular), Nicolás de Cusa nos dice que Dios es lógicamente trascendente, o sea, está más allá, plus ultra, y no hay en él perfecciones que se excluyan. En la lógica paraconsistente se admite que Dios posee en alto grado propiedades mutuamente opuestas, que no se excluyen… por ser Él lógicamente trascendente. Si no lo entiendes, es porque es un misterio que sólo Dios entiende, y no pretendas ser Dios. Deja de  molestar con esa razón, tan humana y tan pedestre, tan altanera, y entrégate con humildad a lo divino, que no se entiende sino se recibe, con gozo celestial y con vida eterna. Deja de pensar, niño, que el hecho de que el cura te manosee es maligno o se contradice con lo que dice en el sermón el domingo; el cura, inspirado por Dios, te da la comunión y entiende esa contradicción, y entonces sabe por qué es bueno que te toque esas partes que tus padres –simples laicos– te han dicho que nadie debe tocar. Es el misterio divino que trasciende a la razón humana.
San Pedro Damián, hay que decirlo, no era un mal tipo. Le gustaba meditar en soledad y socorrer a los menesterosos. Se opuso en su tiempo con vehemencia y elocuencia a dos plagas irreductibles de la iglesia romana: la simonía (money changes everything; se pagaba por el perdón de los pecados y se pagaba por ascender en el escalafón eclesial) y la incontinencia (cardenales y obispos con dificultades para mantener su miembro viril dentro de la sotana). La historia reciente nos muestra que esas plagas gozan de excelente salud, con los casos de los curas Maciel en México y Karadima en Chile, perfectos ejemplos de conjunción de pederastia y poder económico, el que a menudo deviene en patrocinio de la jerarquía vaticana (a Marcial Maciel lo beatificó Juan Pablo II y a Fernando Karadima lo protegió el cardenal de Santiago). Nuestro defensor de la paraconsistencia no era un mal tipo, digo, pero permítanme sospechar de la salud mental del muchacho, considerando que a poco de entrar al convento benedictino… “para lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó debajo de su camisa correas con espinas y se daba azotes” (Fuente: www.ewtn.com).
Y ya que hablamos de la simonía, quisiera citar algunas perlas del tarifario de indulgencias (Taxa Camarae) que el Papa León X promulgó con el noble fin de perdonar los pecados a cambio de dinero:
1.    El eclesiástico que incurriere en pecado carnal, ya sea con monjas, ya con primas, sobrinas o ahijadas suyas, ya, en fin, con otra mujer cualquiera, será absuelto, mediante el pago de 67 libras, 12 sueldos.
2.    Si el eclesiástico, además del pecado de fornicación, pidiese ser absuelto del pecado contra natura o de bestialidad, debe pagar 219 libras, 15 sueldos. Mas si sólo hubiese cometido pecado contra natura con niños o con bestias y no con mujer, solamente pagará 131 libras, 15 sueldos.
12.   El que ahogase a un hijo suyo, pagará 17 libras, 15 sueldos, y si lo mataren el padre y la madre con mutuo consentimiento, pagarán 27 libras, 1 sueldo por la absolución.
14.   Por el asesinato de un hermano, una hermana, una madre o un padre, se pagarán 17 libras, 5 sueldos.
15.   El que matase a un obispo o prelado de jerarquía superior, pagará 131 libras, 14 sueldos, 6 dineros.
(Fuente: Pepe Rodríguez (1997). Mentiras fundamentales de la Iglesia católica.)

Aunque no lo parezca a ojos pesimistas, y subsistan desigualdades vergonzosas, los hechos indican que la humanidad progresa. La esperanza de vida se ha duplicado en la mayoría de los países en los últimos siglos. La mortalidad infantil sigue cayendo. Cada vez se persigue menos a las minorías raciales y sexuales. Las mujeres ya no son personas de segunda clase. Se acabó la esclavitud legal. Hay cada vez menos vocaciones sacerdotales. Ahora los tiranos genocidas pueden ser juzgados y condenados por tribunales internacionales. Entendemos los fenómenos naturales y biológicos como nunca antes. La comunicación entre las personas es más barata y rápida que nunca. Hay cada vez más restricciones para los fumadores. El acceso a la información es cada vez menos elitista. Todos estos avances se han logrado en base al conocimiento. Quien crea que la lucha contra los prejuicios y la discriminación está únicamente en el campo de la ética, se equivoca. Los conocimientos científicos son una munición contundente para destruir las falsas creencias de superioridad, inferioridad, o inocuidad. La humanidad ha avanzado gracias al uso de la razón. Por eso es tan peligroso exponer a los niños a nociones oscurantistas como ésa de que al hablar de Dios la razón ya no aplica, y no poder entender es lo que te corresponde, pero no por eso debes dejar de obedecer. La validez de la razón no puede tener excepciones. El error sólo puede conducir al progreso cuando se ha identificado como error. La religión le tiene pánico al conocimiento porque con su luz desaparece el brillo de cualquier ser mitológico, y entonces su poder sobre los hombres y mujeres se extingue. Hasta ellos mismos dicen que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso por probar el fruto del árbol del conocimiento.
No faltarán los que voluntariamente decidan renunciar a la inteligencia y seguir creyendo en ese ser superior tan misterioso. Allá ellos. Son libres de hacerlo (así como antes uno no era libre de no hacerlo). Para seguir con la fábula de los árboles frutales, si un día me pierdo en la montaña en compañía de ellos y al borde del desfallecimiento por hambre vemos un árbol con frutos que podrían ser venenosos, tal vez ellos esperarán una revelación divina que les indique si deben o no comerlos, mientras repiten, inflamados de fe, el famoso salmo (“El Señor es mi pastor, nada me faltará”). Yo observaré si los animales los comen (me refiero a los frutos) y –de ser posible– identificaré a la familia botánica del árbol y recordaré las propiedades de los metabolitos secundarios de esa familia. A ver a quién le va mejor.

domingo, 8 de enero de 2012

Explicaciones a una mujer que se está poniendo la ropa



Yo tenía 18 y ella 17. Como diría Corín Tellado, estábamos apenas descubriendo el amor, y nos gustaba mucho lo que descubríamos cada día, o mejor dicho cada noche, porque después de las clases en la academia pre-universitaria nos escurríamos presurosos para dar un paseo nocturno por el malecón del difunto Parque Salazar de Miraflores, donde ahora construyeron ese monumento al mal gusto y el esnobismo no-ilustrado que se llama LarcoMar. Allí, al amparo de nuestro razonablemente irracional apetito carnal y de unas beneméritas palmeras enanas, hacíamos lo que no podíamos hacer en ninguna otra parte. Las palmeras prodigaban la oscuridad necesaria y las otras parejas, parapetadas bajo sus respectivas palmeras, respetando los sagrados 10 metros de distancia que constituían nuestra precaria intimidad, le daban al cuadro un grato aire de complicidad anónima y solidaria. El disipado rumor del mar al fondo del acantilado procuraba el sutil fondo musical para ese cándido despertar sexual comunal, un ritual que repetíamos cada martes y jueves. Una noche de aquéllas, me parece que fue un jueves, mis manos ya habían logrado desabrochar su ceñido jean (maldita sea la moda de pantalones ajustados) y mis dedos amantes se apresuraban a recorrer ese camino tibio y húmedo que ya comenzaba a serles familiar. Los ojos estaban, por supuesto, cerrados; no sólo porque el beso no se interrumpía (estarás de acuerdo conmigo en que el abrir los ojos al besar es una señal de que se ha perdido la ilusión) sino porque no era posible disfrutar y vigilar al mismo tiempo. Yo no vigilaba, y a juzgar por los susurrantes gemidos que sólo yo podía escuchar, ella disfrutaba mucho. De pronto, justo cuando su mano se dirigía cariñosamente a corresponder mi gentileza, escuché una voz que decía: “Jóvenes, sus papeles por favor”. Abrí los ojos sobresaltado y descubrí a mi lado a un policía cara-de-sapo que seguramente había estado ejerciendo de voyeur los minutos previos (él y su rollizo camarada, que observaba a unos 4 metros de distancia) y que recién ahora se había decidido a intervenir, probablemente porque la oscuridad frustró su procaz intención de ver algo más. Antes de contestarle, y mientras ambos sacábamos precipitadamente las manos de la masa para abrocharnos los pantalones, miré en derredor y me alivió descubrir que las demás parejas, nuestros cómplices de ritual comunal, se habían borrado de la escena. Nosotros éramos las únicas víctimas de la cruzada moralizadora de las fuerzas del orden. “Sus papeles, por favor”, repitió impaciente el hombre-batracio, cuyo grasiento rostro brillaba a la luz de la luna. “Yo estoy tramitando la libreta electoral, ella es menor de edad”. “Ah, entonces, aparte de una falta contra la moral y las buenas costumbres, usted está cometiendo un delito: abuso de menores. Vamos a tener que llevarlo a la comisaría para tomarle una declaración y para avisar a los padres de la señorita”. Inmediatamente la señorita rompió en llanto porque eso significaba la expulsión segura del hogar paterno, regentado por el iracundo Elías Ganoza, un pujante empresario que había perdido su modesta fortuna en la gran estafa de la financiera CLAE, pero que no había perdido para nada sus autoritarias y a menudo violentas costumbres de hijo de terrateniente. Por mi parte, yo no perdí la calma. Tenía muy presentes las historias que me había contado mi hermano mayor acerca de los “arreglos” con los policías cada vez que él cometía una infracción de tránsito. En tiempos más prósperos los venales agentes solían exigir una suma nada despreciable para permitirle al infractor continuar camino. Pero la crisis terminal en la que estaba sumido el país había permeado todos los niveles, llegando incluso a desvirtuar el carácter intimidatorio de la corrupción policial. Así, los otrora no respetables pero sí temibles custodios de la ley se contentaban ahora con una cajetilla de cigarrillos, algunas monedas para el pasaje, bienes menores varios (un kilo de limones, un encendedor, una revista para hombres), o la compra de un boleto de una rifa para reunir fondos para la construcción del jardín infantil “Angelitos verdes”. Bueno, volviendo a aquella noche, el sapo hinchado con uniforme verde respondió con una mirada fija sobre mi reloj cuando utilicé la consabida fórmula que servía de preámbulo a la coima (“jefe, debe haber alguna manera de arreglar esto”). Sin dejar de mirar mi muñeca izquierda, dijo que él no tenía reloj, y que necesitaba uno; que yo podía comprender lo impresentable que era andar patrullando las calles sin saber la hora. Consideré responderle si fisgonear parejas para luego extorsionarlas era muy presentable, también pensé en comentar algo acerca del enorme reloj que le bailaba en la muñeca, denotando el origen del malhabido bien; pero opté por evitar la vía agresiva y concentrarme en la vía negociadora. Entregar mi reloj nuevo me pareció un precio exagerado, así que me negué arguyendo que era una herencia de mi bisabuelo, que tenía un valor personal incalculable, que mi abuela nunca me lo perdonaría. Hay que ser débil mental para creer que mi bisabuelo usaba un Casio digital, pero aparentemente el seboso anfibio con grado de subteniente lo creyó. Ante mi negativa, el custodio del orden público endureció la posición y volvió a amenazar con la comisaría y la llamada al padre de la señorita, llegando a indicarle a su regordete adlátere que fuera a encender el patrullero. Entonces ella y yo nos vimos forzados a hurgar en nuestras mochilas de estudiante en busca de algún bien que pudiera comprar nuestra liberación (era inútil buscar en las billeteras porque apenas teníamos para el pasaje de regreso). Tras 30 segundos muy tensos, los dioses de la noche lasciva al fin se compadecieron de mí: allí estaba la calculadora solar de bolsillo ultra-delgada (credit card type) que me había dejado ahora sí en herencia uno de mis tíos de Miami de paso por Lima. Como yo ya tenía una buena calculadora científica, lo que tenía en mis manos era sin duda nuestro pasaporte a la libertad. Claro que no fue nada fácil explayarse sobre las infinitas bondades de esa calculadora pequeña “pero muy moderna y carísima, jefe”. Y es que es una tarea algo complicada el vender una calculadora solar cuando es de noche. El caso es que, fuera porque quedó satisfecho con el botín, porque se aburrió de lidiar con un par de estudiantes sin fondos en una noche fría, o porque su ayudante se quejaba de que tenía hambre, el anuro encarnado en oficial de policía nos dejó ir. Una vez que vimos al patrullero doblar hacia la avenida, seguramente rumbo a seguir cumpliendo con su noble misión de esquilmar a los desavisados cultores de aquellas impúdicas tocaciones, recién pudimos respirar aliviados. Ella continuó con su llanto interrumpido y yo, lo confieso, me di cuenta que sí había sentido temor. Caminamos un buen rato abrazados sin hablar, a medias asustados y a medias orgullosos de estar viviendo aquellos años de descubrimientos terribles y maravillosos. Luego nos volvimos a prometer amor eterno y también nos prometimos no volver a esas andanzas tan audaces. Con el tiempo, y en distintos momentos, incumplimos ambas promesas, pero esa ya es otra historia. Lo que quería explicarte es que desde entonces, debido a sabe Dios qué oscuro y traicionero mecanismo inconsciente, el sonido de una sirena policial tiene un potente e inmediato efecto inhibidor sobre mi libido y su manifestación anatómica más evidente. Por eso es que el paso de ese patrullero allá abajo hace un rato (maldito hostal con todas las habitaciones con ventana a la calle) trajo como consecuencia lo que, bueno, en fin, lo que ya viste. Espero que ahora comprendas lo que ha sucedido y que por favor no te sigas vistiendo. Esto te lo estoy diciendo con mucho cariño, de hombre a mujer, y no de gerente a secretaria, no vayas a pensar que es una orden. Si yo pudiera dar órdenes ahora, ya sabes a quién llamaría a posición de firmes. Por favor, mira que todavía nos quedan 25 minutos para volver a la oficina, estoy seguro que la vamos a pasar muy bien, tú en verdad me gustas mucho... 

(2001)