domingo, 8 de enero de 2012

Explicaciones a una mujer que se está poniendo la ropa



Yo tenía 18 y ella 17. Como diría Corín Tellado, estábamos apenas descubriendo el amor, y nos gustaba mucho lo que descubríamos cada día, o mejor dicho cada noche, porque después de las clases en la academia pre-universitaria nos escurríamos presurosos para dar un paseo nocturno por el malecón del difunto Parque Salazar de Miraflores, donde ahora construyeron ese monumento al mal gusto y el esnobismo no-ilustrado que se llama LarcoMar. Allí, al amparo de nuestro razonablemente irracional apetito carnal y de unas beneméritas palmeras enanas, hacíamos lo que no podíamos hacer en ninguna otra parte. Las palmeras prodigaban la oscuridad necesaria y las otras parejas, parapetadas bajo sus respectivas palmeras, respetando los sagrados 10 metros de distancia que constituían nuestra precaria intimidad, le daban al cuadro un grato aire de complicidad anónima y solidaria. El disipado rumor del mar al fondo del acantilado procuraba el sutil fondo musical para ese cándido despertar sexual comunal, un ritual que repetíamos cada martes y jueves. Una noche de aquéllas, me parece que fue un jueves, mis manos ya habían logrado desabrochar su ceñido jean (maldita sea la moda de pantalones ajustados) y mis dedos amantes se apresuraban a recorrer ese camino tibio y húmedo que ya comenzaba a serles familiar. Los ojos estaban, por supuesto, cerrados; no sólo porque el beso no se interrumpía (estarás de acuerdo conmigo en que el abrir los ojos al besar es una señal de que se ha perdido la ilusión) sino porque no era posible disfrutar y vigilar al mismo tiempo. Yo no vigilaba, y a juzgar por los susurrantes gemidos que sólo yo podía escuchar, ella disfrutaba mucho. De pronto, justo cuando su mano se dirigía cariñosamente a corresponder mi gentileza, escuché una voz que decía: “Jóvenes, sus papeles por favor”. Abrí los ojos sobresaltado y descubrí a mi lado a un policía cara-de-sapo que seguramente había estado ejerciendo de voyeur los minutos previos (él y su rollizo camarada, que observaba a unos 4 metros de distancia) y que recién ahora se había decidido a intervenir, probablemente porque la oscuridad frustró su procaz intención de ver algo más. Antes de contestarle, y mientras ambos sacábamos precipitadamente las manos de la masa para abrocharnos los pantalones, miré en derredor y me alivió descubrir que las demás parejas, nuestros cómplices de ritual comunal, se habían borrado de la escena. Nosotros éramos las únicas víctimas de la cruzada moralizadora de las fuerzas del orden. “Sus papeles, por favor”, repitió impaciente el hombre-batracio, cuyo grasiento rostro brillaba a la luz de la luna. “Yo estoy tramitando la libreta electoral, ella es menor de edad”. “Ah, entonces, aparte de una falta contra la moral y las buenas costumbres, usted está cometiendo un delito: abuso de menores. Vamos a tener que llevarlo a la comisaría para tomarle una declaración y para avisar a los padres de la señorita”. Inmediatamente la señorita rompió en llanto porque eso significaba la expulsión segura del hogar paterno, regentado por el iracundo Elías Ganoza, un pujante empresario que había perdido su modesta fortuna en la gran estafa de la financiera CLAE, pero que no había perdido para nada sus autoritarias y a menudo violentas costumbres de hijo de terrateniente. Por mi parte, yo no perdí la calma. Tenía muy presentes las historias que me había contado mi hermano mayor acerca de los “arreglos” con los policías cada vez que él cometía una infracción de tránsito. En tiempos más prósperos los venales agentes solían exigir una suma nada despreciable para permitirle al infractor continuar camino. Pero la crisis terminal en la que estaba sumido el país había permeado todos los niveles, llegando incluso a desvirtuar el carácter intimidatorio de la corrupción policial. Así, los otrora no respetables pero sí temibles custodios de la ley se contentaban ahora con una cajetilla de cigarrillos, algunas monedas para el pasaje, bienes menores varios (un kilo de limones, un encendedor, una revista para hombres), o la compra de un boleto de una rifa para reunir fondos para la construcción del jardín infantil “Angelitos verdes”. Bueno, volviendo a aquella noche, el sapo hinchado con uniforme verde respondió con una mirada fija sobre mi reloj cuando utilicé la consabida fórmula que servía de preámbulo a la coima (“jefe, debe haber alguna manera de arreglar esto”). Sin dejar de mirar mi muñeca izquierda, dijo que él no tenía reloj, y que necesitaba uno; que yo podía comprender lo impresentable que era andar patrullando las calles sin saber la hora. Consideré responderle si fisgonear parejas para luego extorsionarlas era muy presentable, también pensé en comentar algo acerca del enorme reloj que le bailaba en la muñeca, denotando el origen del malhabido bien; pero opté por evitar la vía agresiva y concentrarme en la vía negociadora. Entregar mi reloj nuevo me pareció un precio exagerado, así que me negué arguyendo que era una herencia de mi bisabuelo, que tenía un valor personal incalculable, que mi abuela nunca me lo perdonaría. Hay que ser débil mental para creer que mi bisabuelo usaba un Casio digital, pero aparentemente el seboso anfibio con grado de subteniente lo creyó. Ante mi negativa, el custodio del orden público endureció la posición y volvió a amenazar con la comisaría y la llamada al padre de la señorita, llegando a indicarle a su regordete adlátere que fuera a encender el patrullero. Entonces ella y yo nos vimos forzados a hurgar en nuestras mochilas de estudiante en busca de algún bien que pudiera comprar nuestra liberación (era inútil buscar en las billeteras porque apenas teníamos para el pasaje de regreso). Tras 30 segundos muy tensos, los dioses de la noche lasciva al fin se compadecieron de mí: allí estaba la calculadora solar de bolsillo ultra-delgada (credit card type) que me había dejado ahora sí en herencia uno de mis tíos de Miami de paso por Lima. Como yo ya tenía una buena calculadora científica, lo que tenía en mis manos era sin duda nuestro pasaporte a la libertad. Claro que no fue nada fácil explayarse sobre las infinitas bondades de esa calculadora pequeña “pero muy moderna y carísima, jefe”. Y es que es una tarea algo complicada el vender una calculadora solar cuando es de noche. El caso es que, fuera porque quedó satisfecho con el botín, porque se aburrió de lidiar con un par de estudiantes sin fondos en una noche fría, o porque su ayudante se quejaba de que tenía hambre, el anuro encarnado en oficial de policía nos dejó ir. Una vez que vimos al patrullero doblar hacia la avenida, seguramente rumbo a seguir cumpliendo con su noble misión de esquilmar a los desavisados cultores de aquellas impúdicas tocaciones, recién pudimos respirar aliviados. Ella continuó con su llanto interrumpido y yo, lo confieso, me di cuenta que sí había sentido temor. Caminamos un buen rato abrazados sin hablar, a medias asustados y a medias orgullosos de estar viviendo aquellos años de descubrimientos terribles y maravillosos. Luego nos volvimos a prometer amor eterno y también nos prometimos no volver a esas andanzas tan audaces. Con el tiempo, y en distintos momentos, incumplimos ambas promesas, pero esa ya es otra historia. Lo que quería explicarte es que desde entonces, debido a sabe Dios qué oscuro y traicionero mecanismo inconsciente, el sonido de una sirena policial tiene un potente e inmediato efecto inhibidor sobre mi libido y su manifestación anatómica más evidente. Por eso es que el paso de ese patrullero allá abajo hace un rato (maldito hostal con todas las habitaciones con ventana a la calle) trajo como consecuencia lo que, bueno, en fin, lo que ya viste. Espero que ahora comprendas lo que ha sucedido y que por favor no te sigas vistiendo. Esto te lo estoy diciendo con mucho cariño, de hombre a mujer, y no de gerente a secretaria, no vayas a pensar que es una orden. Si yo pudiera dar órdenes ahora, ya sabes a quién llamaría a posición de firmes. Por favor, mira que todavía nos quedan 25 minutos para volver a la oficina, estoy seguro que la vamos a pasar muy bien, tú en verdad me gustas mucho... 

(2001)

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