domingo, 9 de enero de 2011

El Clandestino


Debido a la miríada de comentarios recibidos por el post anterior, y dado que me debo a mi público (presente y televidente), he decidido continuar el tema, añadiendo una historia del final de mis días de colegio en 1986. Si bien el colegio donde estudié fracasó en su intento de impartir una educación de excelencia y formar católicos convencidos, tuvo bastante éxito en su objetivo de reprimir toda expresión creativa sospechosa de individualidad y libre pensamiento. Sin embargo, fue gracias a esa manía persecutoria de calaña paulina que vio la luz un pasquín que yo escribía casi en su totalidad y que fue, debo reconocerlo, mi primer (y hasta ahora único) éxito de ventas.

Todo comenzó una fría mañana primaveral, cuando me topé en un pasillo con Chulapa, un esmirriado y algo excéntrico muchacho al que le gustaba escribir y por entonces editaba un pasquín escolar digamos oficial. Le pregunté cómo iban las cosas y con tristeza me dijo que le habían censurado su periódico por haber ironizado sobre una situación que involucraba profesores. La rabia me hizo decidir inmediatamente que editaría un periódico clandestino.

El Clandestino, así se llamaba, era la fotocopia de una hoja de cartulina negra tamaño oficio sobre la que pegaba textos y fotos. Los textos los escribía en una noble máquina de escribir Adler de los años 50, con el carrete de tinta bastante gastado. Eran tiempos pre-computadora (al menos para mi familia) y los liquid-papers eran mariconadas de secretaria impensables para la precariedad de esa aventura editorial. Así, los errores de tipeo se corregían a lo mero macho, tachándolos con X mayúscula o directamente con una raya de plumón. Cada edición se armaba en una sola noche-madrugada, después de haber hecho las tareas (o no). Con el recorte, pegoteo y arte gráfico eventual me ayudaba mi hermano -un año menor- quien tenía nulas habilidades manuales pero que de todos modos eran superiores a las mías.

El plato fuerte de El Clandestino eran los artículos en los que criticaba con sarcasmo algunas actitudes de los profesores y autoridades, escribiendo a veces ficciones en las que se representaba el sufrimiento real de los alumnos frente a las arbitrariedades o abusos de los profesores, a los que llamaba por su apodo y no escatimaba en burlas. Por ejemplo, denunciaba a una profesora que requisaba cosas “prohibidas” en clase (revistas de surf, walkmans, juegos electrónicos, pulseras, collares, etc.) y luego –en lugar de devolverlas– las distribuía entre sus familiares, o reclamaba porque a los profesores no se les obligaba a participar de la asamblea de los lunes en la que en ridícula ceremonia teníamos que cantar el himno nacional. Había también fotos trucadas artesanalmente, columnas fijas (como “la cagada de la semana”, en la que se celebraban los errores de estudiantes y profesores en clase, ilustrada con una foto de un burro en pleno acto de evacuación intestinal), exámenes absurdos y noticias falsas. Por ejemplo, anunciaba un festival dominical con actividades especiales, como una maratón de recorrido imposible, un concurso de lanzamiento de profesores, paracaidismo con el sostén de la que nos enseñaba psicología, o actividades de pintura con los cosméticos de aquella docente a la que apodábamos “La Kiss”. Sobre el final de la aventura comencé a recibir contribuciones de documentos valiosos, como caricaturas de profesores hechas años atrás o una fotocopia de un cuaderno en el que un profesor de Educación Cívica, al que apodábamos El Opa por razones evidentes, había colocado una calificación a pesar de que en esa página había copiada una receta de brownies.

Para financiar las fotocopias del pasquín, lo vendía a un precio módico. Por precaución, las transacciones eran verdaderos pases que ocurrían durante el recreo. Salía con un fólder bajo el brazo y muy discretamente acordaba otro punto de encuentro (baños o rincones protegidos del patio) con aquellos que me abordaban solicitando en voz baja un ejemplar. Comencé distribuyéndolo en mi salón y pronto aparecieron voluntarios de los otros tres salones del quinto de media que querían venderlo en su zona. El éxito fue inmediato. El segundo número tuvo que fotocopiarse de nuevo porque se agotaron los ejemplares. En el patio se me acercaban muchachos de otros años pidiéndolo, con aires de espías o revolucionarios, pero les negaba la venta (“es sólo para quinto de media”). No confiaba en su discreción. Por un lado era muy gratificante ver en los recreos los pequeños grupos de gente arremolinados alrededor de un Clandestino, riendo y celebrando. Eso era el éxito para quien quería ser leído. Claro, es muy probable que si el pasquín hubiera sido la mitad de bueno (o el doble de malo) la muchachada lo hubiera devorado igual. Porque en estos casos lo que atrae es el tema, al margen de la calidad de los contenidos. Es el caso de las noticias de farándula o los blogs de la nostalgia, no importa lo mal escritos que estén o lo insulso del texto, siempre son muy leídos. Como sea, en esos meses finales de 1986 yo me sentía realizado. Por otro lado, ese estado feliz de las cosas no tenía cómo durar mucho, era imposible mantener el secreto del periódico con tantos ejemplares dando vueltas.

El Clandestino fue descubierto en su quinta edición, poco más de dos meses después de la primera. De todos modos lancé poco después un sexto número, una edición especial de tres páginas (por los dos lados), titulado “Descubiertos pero no callados” con un extenso editorial en el que ensalzaba ardorosamente el valor de la libertad de expresión. Se vendió con mucho más cuidado, pero se vendió (y más caro). Tuvimos la mala suerte de que el ejemplar capturado, el número 4, contuviera el artículo más ofensivo de todos, en el que me despachaba a piacere con una profesora (“La Cornetera”) que estaba obsesionada con castigar -a veces con justicia, muchas veces sin ella- a un compañero. No había lugar a segundas interpretaciones con la identificación, pues describía el curso que ella dictaba (Educación Artística). En ese momento, sin que lo supiéramos, comenzó a arder Troya.

Un día me llamó a su oficina el director de normas educativas (lo apodábamos Tin Tan) y me dijo con su mejor tono Columbo “Ya sabemos lo del periódico clandestino”. Palidecí, pero mi preocupación duró muy poco porque inmediatamente añadió “Creo que sé quienes son y quiero que me confirmes si son ellos”. Para entender mejor esto hay que explicar que yo llevaba una suerte de doble vida en el colegio. Como tenía muy buenas notas y destacaba en los deportes, los profesores tenían una buena imagen de mí y en ocasiones hasta me encargaban el cuidado de mi clase. Para ellos yo tenía un fuerte olor a ñoño. Pero yo aprovechaba esa posición oficial para fomentar, organizar y/o encubrir los desórdenes de mis compañeros, en los que a menudo también participaba. Volviendo a la conversación, yo le dije que sinceramente no estaba seguro de quiénes lo escribían porque parecía que el secreto estaba muy bien guardado. Dibujando cada palabra desde su estilizado bigotito, Tin Tan me dijo que sospechaba de Chulapa como autor intelectual y del Gordo N como financista. El pobre Chulapa apenas había colaborado con un par de artículos porque en esa época su fuerte eran los sonetos, y eso no tenía mucha salida desde fines del siglo XVI. Ya sabemos que el pasquín se autofinanciaba, así que el Gordo N era absolutamente inocente de haber financiado El Clandestino, aparte de haber comprado los seis números. De todos modos, con el tiempo ha quedado en evidencia que el buen Tin Tan no estaba muy desorientado. Chulapa es hoy un exitoso guionista del programa más visto de la televisión peruana. Y la última vez que vi al Gordo N, en un reencuentro escolar el 2006, se bajaba de un enorme BMW custodiado por un guardaespaldas.

Un par de semanas después, la profesora encargada de mi clase (la misma que practicaba la caridad comenzando por casa) nos sermonea largamente sobre los horribles e injustificados contenidos del Clandestino y nos amenaza diciendo que si el o los culpables no confesaban sus fechorías o eran acusados por algún compañero, no habría ceremonia de graduación para nosotros, por más que lloraran los padres. En esa clase estábamos Chulapa, el Gordo N y yo, así que supongo que ellos seguían encabezando la lista de sospechosos. Se produjo un largo silencio que temí se rompiera con alguien delatándome en voz alta, y antes de que ocurriera me puse de pie. Ignorando los “Nooo” que ya comenzaba a escuchar, y con talante muy serio, le dije a la profesora algo así como “Muchos de nosotros sabemos quiénes escribían ese periódico, pero al haberlo comprado hemos formado parte todos de eso; por eso no me parece justo que se castigue solamente a los que lo escribían, cuando han sido tantos los que lo han apoyado, esto es como lo de Fuenteovejuna…”. La profesora, frustrada, me mandó callar y repitió su amenaza, la que finalmente no se cumplió.

Yo pensaba que así terminaba la breve historia de El Clandestino, cuyos ajados originales todavía conservo. Pero en ese reencuentro 20 años después de haber salido del colegio, a alguien se le ocurrió la idea de incluirlo en la velada y me pidió que llevara unas copias. Así lo hice y me sorprendió la importancia que le dieron al pequeño pasquín. Muchos se acercaron a felicitarme, revivir anécdotas, y hasta llegaron a pedirme que les firmara sus ejemplares para el recuerdo, posando para la foto mostrándolo. A la mayoría de la gente no la veía desde 1986, y yo no vivo en el Perú desde el 93, así que fue emotivo volver a verlos (en algunos casos el desafío fue reconocerlos). Fue también muy especial ver otra vez, veinte años después, pequeños grupos de gente arremolinados alrededor de un Clandestino, riendo y celebrando. Valió la pena.