sábado, 9 de julio de 2011

Hormigas y cigarras


Me gustan mucho las fábulas. Una de mis preferidas es la de la cigarra y la hormiga. Creo que la reacción frente a esa historia divide a la gente en grupos. Por un lado están los que se identifican con la hormiga, los laboriosos y sacrificados, los que creen que el premio llega al final, como consecuencia del esfuerzo, los que le encuentran un sentido al diario sudor. Por otro lado están los que se identifican con la cigarra, los ociosos y hedonistas, los que quieren disfrutar hoy, prefieren no pensar en mañana, y sueñan con sacarse la lotería o casarse con un(a) millonario(a) que no huela a sudor. Pero la fábula también divide a la gente entre el grupo de los blandos, los que se apenan por la cigarra, y la perdonarían (en algunas versiones manipuladas por editoriales impresentables, la hormiga comparte al final lo suyo con la cigarra), y el grupo de los duros, los que creen que es justa la desgracia de la cigarra, porque se la buscó. La primera vez que me contaron la fábula de la cigarra y la hormiga quedé impactado y, siendo niño, creí tener un par de certezas sobre mí mismo que el tiempo ha terminado por confirmar. Una de ellas es que tolero muy poco la holgazanería. Más precisamente, la gente que no trabaja y recibe dinero a cambio de esa no-labor me genera un desprecio rotundo. Por eso es que si mi hijo algún día me dice que quiere ser notario o conservador de bienes raíces sentiré que he fracasado como padre. Los notarios ocupan un lugar destacado dentro de la taxonomía de los parásitos sociales, pero no son los únicos. Otra especie que ha sabido ganarse un lugar de privilegio en el Parnaso de las sanguijuelas bien alimentadas es la de los embajadores y cónsules. Sobre ellos tengo muchas anécdotas para contar, porque el hecho de tener un pasaporte peruano me ha significado numerosas peregrinaciones por oscuras y luminosas oficinas consulares y embajadas, visitas casi nunca gratas y casi siempre onerosas, pero siempre se puede obtener algo de esas experiencias. Sí, ellos obtienen dinero mal habido. Y a uno, pasado el mal rato, le queda el recuerdo, la visión desde afuera, la anécdota.
Por cosas del destino, o, para decir algo menos trillado y más real, debido a un viaje a un congreso científico, estaba en Paris un caluroso 14 de julio (aniversario de la toma de la Bastilla, día nacional). Andaba por los Campos Elíseos, después de atravesar la ciudad a pie con una voluminosa mochila a la espalda, lo que habla de tiempos pre-paranoia por atentados terroristas y habla también de mi ineptitud para llevar una carga racional en la mochila para una caminata. Estaba muerto de hambre porque, para identificarme con tanto escritor, poeta y pintor que viajaba a Paris para crear y terminaba pasando hambre, había decidido limitar mis comidas a una al día. Sí, ya sé que caminar no es un arte, y por entonces escribía muy poco y mal (ahora no escribo muy poco), por lo que la identificación con esos creadores no tenía mucho sentido. Pero tampoco lo tiene la identificación con Batman o Nemo (el pececito o el capitán), y bien que lo disfrutamos. Volvamos a la historia parisina. En ese famélico y estocástico vagabundear, me encontré sin querer con el paisaje de una larga fila de autos diplomáticos a los dos lados de la ancha avenida que desemboca (o nace) en el Arco del Triunfo, una mole imponente. Estaban solamente los choferes, algunos sentados estoicamente en sus asientos, con las ventanas abajo, otros de pie al lado del vehículo. Todos muy acalorados. Seguramente el personal diplomático andaba en alguna recepción cercana, libando, deglutiendo y eructando a mansalva, una de las pocas cosas que hacen con eficiencia. Entonces me percaté del detalle. Como tengo buena memoria para las banderas, pude identificar el país de origen de muchos de los autos. Eran indistinguibles sin la banderita en el capó: todos enormes, todos negros y relucientes, casi todos Mercedes Benz. Y ése es el problema. Porque se subían al mismo auto el embajador de Noruega, un país que lidera el ranking de desarrollo humano, con todas las necesidades básicas y suntuarias satisfechas, y el embajador de Haití, un pedazo de África en medio del Caribe, donde se malvive rodeado de aguas cloacales y el ayuno es el pan de cada día. Y la lista seguía por varias cuadras (Alemania y Bolivia, Canadá y Camerún…). En un mundo tan groseramente desigual, algún despistado quizás afirmaría que ése era, por fin, un ejemplo de equidad entre los países, un motivo para brindar por la igualdad-fraternidad-libertad francesa, mundial, universal. Bullshit. Es un recordatorio de lo doblemente injusto, doblemente repugnante, que es el estatus de los diplomáticos de los países pobres. Porque si ya es indecoroso que cobren sin trabajar, el hecho de que tengan los mismos privilegios que los diplomáticos de países ricos es mucho más inmoral, considerando que sus propios compañeros de juegos de infancia o sus parientes lejanos sobreviven un mes con lo que ellos gastan en una cena con sus invitados, los que se clasifican en aduladores y adulados. Lo que correspondería es que cada delegación diplomática viviera de acuerdo a los estándares de vida de la nación que representan, o sea, tener embajadores con sueldo promedio manejando los vehículos que puedan comprar con esos ingresos. El porcentaje de la riqueza nacional de los países pobres que se evapora al mantener a esos cortesanos, aduladores e inútiles es una cifra vergonzante. En La Divina Comedia, el buen Dante mandó a los aduladores al segundo foso del octavo círculo del infierno, sumergiéndolos en estiércol humano. No sé quién los sacó de ese lugar y los sentó en una mesa de mantel largo.
Esta situación no pudieron imaginarla Esopo o Samaniego, así que no tenemos fábula al respecto que nos inspire. Es una historia de hormigas miserables que trabajan en invierno y verano para una cigarra que no canta pero sí engorda. Lo más cercano que tenemos es la película Bichos (Bugs), en la que los tiranos saltamontes esclavizan a las hormigas, que deben reunir alimento para ellos. Pero un día las hormigas se hartan del abuso, pierden el miedo, organizan la resistencia, y terminan desterrando (o destruyendo) a los viles mantenidos. Así sea.