Nguruman, Kenya, 1999. Fui a Kenya para un
curso de ecología de campo como última actividad de mi doctorado en Suecia.
Todo pagado, incluidas las vacunas y pastillas para la malaria: el viejo y
querido Estado del Bienestar sueco. Éramos 10 estudiantes “suecos” y 10
estudiantes africanos, de Uganda, Kenya, Senegal, Etiopía y Tanzania. En los
días previos al viaje a Kenya tuve un itinerario geográfica y climáticamente desquiciado.
En menos de diez días pasé del gélido invierno sueco al agobiante calor seco de
Santiago, luego al calor húmedo de Lima, vuelta al calor seco de Santiago,
retorno a los grados bajo cero escandinavos, y finalmente aterrizaje en el
calor africano. O sea, el cóctel perfecto para un resfrío de muy padre y señor
mío. Tener conciencia del riesgo de arruinar esa experiencia única por un
malestar de salud activó una vez más ése componente de mi personalidad, mezcla
de temeridad y excesiva confianza en mí mismo, que ya he comentado en los posts
precedentes. No solamente decidí que no me resfriaría (la mente controla al
cuerpo, repetía), también me convencí de que nada me ocurriría en el
continente negro. Y actué en consecuencia. No me va a pasar nada.
Uno de los mayores temores de los suecos era
la malaria, sobre todo porque la zona a la que iríamos, Nguruman, quedaba en
plena sabana, en territorio Masai, azotado por el paludismo. No estaban del
todo confiados en el poder protector de las pastillas que tomábamos, y
cualquier sensación de seguridad se evaporó cuando, a poco de llegar a Nairobi,
escuchamos la charla de un científico que era experto mundial en el tema. Con
el tono festivo de quien cuenta el hallazgo de una momia egipcia, el sujeto nos
anunció que los protozoarios causantes de la enfermedad, que viajan en
aerolíneas zancudo, hacía mucho rato que habían evolucionado resistencia a los
fármacos que se usaban en Europa. Dicho de otro modo, teníamos una muy buena
protección contra organismos ya extintos, algo así como tener un arma infalible
contra el ataque de pájaros Dodo. En la víspera del viaje a Nguruman visitamos
un parque nacional cerca de Nairobi. En el recorrido el simpático guía nos
señaló restos frescos de una osamenta sobre un árbol y dijo sin inmutarse
“parece que un leopardo estuvo cenando allí”. No todos lo tomamos con la misma
emoción, algunas muchachas se asustaron. Y tal vez fue también por susto que un
rato después señalaron nerviosamente al muchacho de Senegal, que manifestaba
síntomas de fiebre. Me molestó el alarmismo escandinavo y entonces le ofrecí a
Serigne, el senegalés, una pastilla de paracetamol. La aceptó gustoso pero me
dijo que no tenía agua. Entonces le ofrecí la botella de la que estaba
bebiendo, a lo que él señaló que tal vez no era buena idea porque me podía
contagiar. No te preocupes, insistí, y finalmente bebió de la botella y me la
devolvió. Después de tomar el siguiente sorbo noté que las atemorizadas suecas
me miraban con reprobación. No me va a pasar nada.
El largo viaje para llegar a Nguruman comenzó
en maltrechas carreteras, salpicadas por piquetes de policías-asaltantes que no
nos molestaban por tener camionetas con logos oficiales. Ya en caminos de
tierra, nos adentramos en el Rift Valley, el territorio que contempla el Rey
León en el póster, y tuvimos que atravesar la zona del lago Magadi. Es lo más
parecido al infierno que conocí: un paisaje de montículos de sal rodeados de casi
nada (bueno, sí, había flamencos), olor a azufre, y calor aplastante que hasta dificultaba
la respiración. Mucho tiempo después supe que ése era uno de los lugares más
calientes del planeta. Cuando por fin llegamos a Nguruman nos asignaron los
dormitorios. Dos estudiantes en cada uno, un mosquitero para cada cama, igual
que en Nairobi, nos dijeron. Fue casi rigurosamente cierto. En el dormitorio
que me tocó sólo había un mosquitero, algo que Örjan, el sueco que me tocó de
compañía, comenzó a describir con angustia, una y otra vez. Si le daba unos
minutos más, el muchacho, cuyo valor no se condecía con su estirpe vikinga, iba
a comenzar a somatizar síntomas de la malaria. Inmediatamente le dije: no te
preocupes, úsalo tú, a mí no me va a pasar nada. No intentó convencerme. Cada
noche, echado en mi cama antes de dormir, me aburría de contar y tratar de
identificar las docenas de insectos que poblaban el techo. Cada mañana amanecía
con picaduras en alguna parte del cuerpo. El ritual de la mañana consistía en
revisar bien los zapatos, porque los escorpiones eran comunes y les gustaba ese
tipo de refugios. No me va a pasar nada.
La jornada era extenuante, tal vez por eso se podía
dormir fácilmente en esas condiciones. El desayuno se servía a las 5 am y a las
6 ya habíamos salido todos a las distintas actividades de campo. El calor hacía
imposible trabajar afuera desde las 11 hasta las 14, así que en ese rato almorzábamos,
analizábamos muestras y datos, y leíamos o escribíamos informes. Luego salíamos
al campo de nuevo hasta que oscurecía a las 18:30. De allí a la ducha, cenar, y
hacer presentaciones o escuchar charlas nocturnas, hasta las 23. Una de esas noches, parado afuera del galpón
que se usaba como auditorio, sentí una picadura fuerte en el dorso de la mano, y
me quejé en voz alta. Podía putear libremente en castellano porque nadie más lo
hablaba. Antes de que se echara a volar, pude ver a la culpable: una gran mosca
de color pardo. Cuando me preguntaron y la describí, uno de los chicos africanos
dijo “puede ser la mosca tse-tse”. Entonces llamaron a Bob, el entomólogo
gringo afincado en Kenya que oficiaba de anfitrión, y tras escucharme confirmó
la sospecha. Me preguntó si sabía para dónde había huido la mosca y yo le dije
que me parecía que se había metido al galpón. Lo que siguió fue un entretenido
espectáculo de adultos parados en sillas y mesas tratando de atrapar una mosca,
entre muchos insectos que pululaban por allí. Los suecos, al verme sonriente y
relajado, me preguntaban si acaso no conocía la enfermedad del sueño,
trasmitida por la bendita mosca. Yo les contestaba que sí lo sabía, pero que no
me iba a pasar nada. Al rato capturaron por fin a la mosca y el buen Bob la
pudo analizar bajo un estereoscopio. Luego de ello se acercó para
tranquilizarme: ésa subespecie transmitía la variante bovina de la enfermedad,
y como yo aparentemente no era una vaca, lo más probable era que no me pasara
nada.
Luego de ejecutar proyectos guiados por
especialistas, en grupos de a cuatro, teníamos que armar un proyecto nosotros
mismos, en grupos de a dos. Decidimos medir ciertas cosas en unas plantas que
se encontraban en tres zonas de humedad contrastante. El problema es que,
terminado el tiempo asignado, en la zona más seca, la sabana abierta, habíamos
muestreado muy pocas plantas. Al día siguiente habría un paseo a unas montañas
cercanas, no todo era trabajo. Entonces pedí permiso para no ir al paseo e ir
otra vez a la sabana abierta, a buscar más plantitas para medir. Me advirtieron
que no era seguro ir solo, que a diferencia de los otros días, no habría nadie
patrullando la zona, que yo sabía bien que en la sabana hay animales grandes,
algunos peligrosos. Insistí y finalmente me permitieron hacerlo. Fue una
experiencia muy especial estar absolutamente solo en ese lugar. Bueno, tan solo
no estuve, porque me acompañó una mosca que tenía como misión en la vida meterse
en mis oídos. No me dejaba trabajar. Tenía que correr en circuitos elípticos
para despistarla y así ganar los segundos que necesitaba para medir. Una
tortura. Lo otro era el calor. Las partes metálicas de la calculadora quemaban
y no era fácil evitarlas con el apuro por la mosca maldita. Con el calor, la
calculadora dejaba de funcionar, así que había que meterla bajo un arbusto y
esperar. La única sombra arbórea disponible se veía a lo lejos, con las típicas
Acacias de techo plano, pero no era aconsejable caminar hasta buscarlas por
varias razones: el calor, el tiempo a perder, el riesgo de desorientarme, y el
pequeño detalle de que a esa hora del día los leones solían buscar esos
refugios, según me explicaron. Finalmente sí tuve un encuentro con seres vivos
grandes, aunque no tan grandes. En el camino de regreso me topé con dos joviales
niños Masai que llevaban un pequeño rebaño de cabras. Les pregunté con gestos a
los pastorcitos si les podía tomar una foto (habíamos sido aleccionados en que
fuéramos respetuosos y no les tomáramos fotos sin su consentimiento) y me
dijeron que sí. Eso fue lo más interesante que me ocurrió, además de terminar
el muestreo y que, de ésa manera, los resultados de mi pequeño proyecto fueran
los únicos que finalmente se publicaron en una revista científica, el African
Journal of Ecology.
Con todas esas historias infantiles del rey de
la selva y documentales de fieros leones cazando (leonas, en realidad; el macho
es más ocioso que un notario), uno tiende a creer que el león es la bestia más
temida por los nativos. No, me explicaron los guías. Es el búfalo. El león es
un problema para los humanos solamente si está muy hambriento, lo que ocurre
únicamente durante la temporada seca. El búfalo, siendo herbívoro, no debiera
ser enemigo natural, pero por alguna extraña razón es común que la visión de un
humano le despierte un instinto asesino, y puede ser muy efectivo. Me contaban
historias de personas que han tenido que pasar dos noches arriba de un árbol
hasta que el búfalo abajo se cansara de esperar. Su embestida no la cuentas y,
pasados los primeros metros de arranque, de lento no tiene nada: 40-50 km/h
(nuestro querido Usain Bolt corre los 100 metros planos a 36 km/h). Bien, el
caso es que en los primeros proyectos grupales, me tocó una especialista en
escarabajos estercoleros, una menuda señora de Tanzania. La afable dama nos
explicó que, para el experimento, teníamos que conseguir excremento
relativamente fresco de vacas, elefantes y búfalos. Lo de las vacas no fue
problema, porque lo ganaderos nativos eran muy generosos y nos permitían entrar
a sus corrales con bolsas en las manos y seguir atentos al animal hasta que nos
regalaba su tibio tesoro. Los niños pequeños, desnudos, hermosos y muy alegres,
se burlaban de nuestra noble tarea. Con el elefante hubo suerte, sus
inconfundibles bostas, con formas y dimensiones de un tacho de basura, estaban
aceptablemente húmedas todavía. El problema era el búfalo, el estiércol que
encontrábamos estaba demasiado seco, así que había que ir a buscarlo. Mientras
manejaba una Land Rover que pasaba por encima de hierbas altas y arbustos
bajos, el chofer-guía nos decía, preocupado, que ojalá que el animal no
estuviera muy cerca de su excremento. Paramos en una zona señalada por el guía
y comenzamos a caminar. Nos explicaba que en esas formaciones de hierbas y
arbustos altos la bestia se tumbaba, oculta en la espesura, a dormir la siesta.
Pero que si lo despertábamos, estaría de mal humor, y eso era algo que no
queríamos que ocurriera. Los primeros hallazgos de actividad digestiva nos
parecieron casi aceptables, pero dijimos que podíamos buscar algo un poquito
más fresco. Nos internamos un poco, y otro poco más, pero no aparecía la mierda
prometida. De pronto el guía se detuvo y nos hizo callar. Nos dijo en voz baja
que le parecía haber escuchado un ruido de ramas quebrándose. No era broma, el
muchacho estaba realmente asustado. Y ese temor nativo tuvo una onda expansiva,
porque al instante estábamos todos asustados. Ése fue el único momento del
viaje en el que sentí miedo de verdad. Podría ahora mismo estar mirándonos,
susurraba el keniano mientras giraba la cabeza para todos lados. Entonces mejor
nos vamos, dijimos. El primer estiércol nos pareció en ese momento perfectamente
aceptable. El trabajito no se publicó en ningún lado, pero todos volvimos con
los huesos completos.
El dato que falta entregar es que de los 10
que viajamos desde Suecia, 9 sufrieron algún tipo de dolencia
gástrica, dérmica, febril, etc. Tres las sufrieron en África, los otros seis
las desarrollaron ya de regreso. El profesor que viajó con nosotros y me contó
la estadística, me dijo que yo había tenido mucha suerte.
Resumiendo los últimos tres posts, ni tan
lejos que no se pueda ver, ni tan cerca que se pueda tocar, la muerte ha estado
rondando. No tomo estas cosas a la ligera, solamente trato de ser fiel al
relato de los hechos, con mi mentalidad inmadura de entonces. Podríamos hacer
sesudas reflexiones existencialistas sobre el tema, para no parecer
superficiales, pero esta vez opté por la crónica. Siendo la única certeza que
tenemos, la muerte no es un tema para burlarse, pero tampoco para huir. Ya lo
decía el poeta peruano Javier Heraud, quien encontraría la muerte en 1963, a
los 21 años, acribillado por fuego cruzado de la policía sobre una canoa en la
selva amazónica, donde formaba parte de una columna guerrillera que quería
cambiar la realidad de injusticia. En una trágica ironía, a los 18 años, tres
años antes de recibir 29 balazos tras levantar un trapo blanco, en un poemario
con el que ganó un premio nacional, el brillante y precoz Javier Heraud
escribía:
Yo nunca me río de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo miedo de morir
entre pájaros y árboles.
(…)
Claro está, la muerte no me ha visitado
todavía,
y Uds. preguntarán: ¿qué conoces?
No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar ella yo estaré
esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente (no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré,
solitario y solitario.