domingo, 24 de junio de 2012

La música y el dolor


El domingo pasado, con disciplina digna  de mejor causa, planeaba escribir un nuevo post para el blog. Se supondría que tendría algo de crónica y un poco de opinión, y el tema sería… la corbata. Pero el día anterior había ido, junto con mi mujer y mi hijo, a la exposición itinerante del museo de la memoria en La Serena. Después de ese recorrido por la barbarie de la dictadura de Pinochet y el sufrimiento de las víctimas, que se perpetúa en los familiares, hablar sobre corbatas me pareció de una banalidad espantosa. De allí el silencio. Uno tal vez podría fijarse en los números: 3000 muertos, 1200 de ellos desaparecidos en fosas clandestinas, hornos de cal, o lanzados al mar, 30000 torturados,  250000 exiliados…  y 70 represores condenados. Pero los números dicen poco. Por cada uno hay una docena de familiares cercanos traumatizados para siempre, y por cada uno hay cientos que se convencieron de que era mejor no hacer nada. Y así lograron aniquilar el pensamiento de toda una generación. Sin ese exterminio no se puede entender que el modelo actual del ciudadano chileno sea tan superficial y materialista. Pero tal vez no todo está perdido. Como escribía Schwenke (hablo de él más abajo): “tenemos que juntar nuestras verdades, tenemos que reír a toda costa, tenemos que inventarnos la esperanza, hay que hacerse de nuevo cada día”.

Hace veinte años, poco tiempo antes de dejar el Perú para vivir en Chile,  escribí un poema un poco largo, por primera y única vez. Se llama La Marea y lo subí al blog hace algún tiempo. En uno de los versos menciono a un preso político que compone sinfonías después de la tortura. Ficción pura. Lo escribí mucho antes de conocer a varios exiliados latinoamericanos en Suecia que, tras entregarme su amistad generosa y solidaria,  me contaron su experiencia en la tortura cuando eran presos políticos. En el museo de la memoria, el sábado pasado, conocí el caso de Jorge Peña Hen. Un compositor que, entre muchas obras, fundó una escuela experimental de música que hasta hoy forma centenares de niños, y que a mediados de los 60 creó la primera orquesta sinfónica infantil de Latinoamérica. Como tantos otros, fue denunciado por compañeros de trabajo a pocos días del golpe de estado en 1973 por el delito de tener una ideología de izquierda, y fue encarcelado inmediatamente. Un mes después, cuando la Caravana de la Muerte enviada por Pinochet para ejecutar presos pasó por La Serena, Jorge Peña y 15 prisioneros más que esperaban juicio fueron ametrallados por la espalda y rematados con tiros en la cabeza. Recién en 1998 se pudieron exhumar los restos, que estaban en una fosa común, y se constató que habían sido salvajemente torturados. En el museo de la memoria pude leer la terrible carta de despedida que Jorge Peña, de 45 años, escribe a su mujer, cuando presiente que pronto terminarán con su vida, días antes de que lo asesinaran. Al lado de esa carta pude ver la sinfonía que, con la punta de un fósforo quemado, Jorge Peña había comenzado a componer sobre un sucio trozo de papel. Lo que yo había imaginado en Lima en 1992 ya había ocurrido en La Serena en 1973. Qué enorme humanidad hay detrás de ese gesto, qué portento de persona aniquilaron esos esbirros miserables. Ojalá sirviera de consuelo saber que por más poder económico y militar que la derecha vencedora ha tenido siempre, nunca produjo seres humanos más valiosos que los derrotados.



Anteayer murió atropellado Nelson Schwenke, líder y letrista del dúo Schwenke y Nilo. Fueron de los primeros que se animaron a cantar canción protesta durante la dictadura pinochetista. Alguna vez fueron seguidos, fichados, y amenazados de muerte. Sus canciones decían cosas descarnadamente ciertas, y sus declaraciones anti-sistema se reflejaban en su forma de vivir. Odiaban la televisión y la radio, y la estupidez que las gobierna. Tal vez por eso nunca pudieron vivir de su canto, porque al no venderse no vendían. Pero nunca dejaron de cantar. Se instalaron en la memoria colectiva de esos días grises, de batalla diaria de lo humano contra lo inhumano. Una vez los fui a ver a un concierto. Eran un par de tipos sencillos, que conversaban con el público antes y después de subir al escenario, sin aspavientos ni poses. Dos guitarras y la ropa de todos los días. En el concierto descubrí que Nelson Schwenke tenía un humor rápido y sarcástico que convivía con una amargura esencial. También confirmé lo que sospechaba al oírlo en un cassette: cantaba con el alma. Al momento de morir, a los 54 años, administraba una ferretería, pero preparaba un nuevo concierto en el lluvioso sur al que tanto le cantó el dúo. Para quien no los conocía, les dejo la canción que siempre me conmovió y hoy me dolió más que nunca. Schwenke nos ha dejado un poco más solos, pero también un poco más tranquilos, porque ya no estarán su voz y sus letras para recordarnos todos los ideales que hemos perdido en el camino.


Señores, denme permiso
pa' decirles que no creo
lo que dicen las noticias
lo que cuentan en los diarios
lo que entiendo por miseria
lo que digo por justicia
lo que entiendo por cantante
lo que digo a cada instante
lo que dejo en el pasado
las historias que he contado
o algún odio arrepentido.

Para que ustedes no esperen
que mi canto tenga risa
para que mi vida entera
les quede al descubierto
para que sepan que miento
como lo hacen los poetas
que por amarse a sí mismos
su vida es un gran concierto
déjenme decirles esto
que me aprieta la camisa
cuando me escondo por dentro.

Y si alguno quiere risa
tiene que volver la vista
ir mirando a las vitrinas
que adornan las poblaciones
o mirar hacia la calle
donde juegan esos niños
a pedir monedas de hambre
aspirando pegamento
pa’ calmar tanto tormento
que les da la economía.
Cierto que da risa…

Pero yo creo que saben
donde duermen esos niños
congelados en el frio
tendidos al pavimento
colgando de las cornisas
comiéndose a la justicia
para darles tiempo al diario
que se ocupe del deporte
para distraer la mente
para desviar la vista
De este viaje
por nuestra historia
por los conceptos
por el paisaje.



domingo, 3 de junio de 2012

Aventuras africanas


Nguruman, Kenya, 1999. Fui a Kenya para un curso de ecología de campo como última actividad de mi doctorado en Suecia. Todo pagado, incluidas las vacunas y pastillas para la malaria: el viejo y querido Estado del Bienestar sueco. Éramos 10 estudiantes “suecos” y 10 estudiantes africanos, de Uganda, Kenya, Senegal, Etiopía y Tanzania. En los días previos al viaje a Kenya tuve un itinerario geográfica y climáticamente desquiciado. En menos de diez días pasé del gélido invierno sueco al agobiante calor seco de Santiago, luego al calor húmedo de Lima, vuelta al calor seco de Santiago, retorno a los grados bajo cero escandinavos, y finalmente aterrizaje en el calor africano. O sea, el cóctel perfecto para un resfrío de muy padre y señor mío. Tener conciencia del riesgo de arruinar esa experiencia única por un malestar de salud activó una vez más ése componente de mi personalidad, mezcla de temeridad y excesiva confianza en mí mismo, que ya he comentado en los posts precedentes. No solamente decidí que no me resfriaría (la mente controla al cuerpo, repetía), también me convencí de que nada me ocurriría en el continente negro. Y actué en consecuencia. No me va a pasar nada.
Uno de los mayores temores de los suecos era la malaria, sobre todo porque la zona a la que iríamos, Nguruman, quedaba en plena sabana, en territorio Masai, azotado por el paludismo. No estaban del todo confiados en el poder protector de las pastillas que tomábamos, y cualquier sensación de seguridad se evaporó cuando, a poco de llegar a Nairobi, escuchamos la charla de un científico que era experto mundial en el tema. Con el tono festivo de quien cuenta el hallazgo de una momia egipcia, el sujeto nos anunció que los protozoarios causantes de la enfermedad, que viajan en aerolíneas zancudo, hacía mucho rato que habían evolucionado resistencia a los fármacos que se usaban en Europa. Dicho de otro modo, teníamos una muy buena protección contra organismos ya extintos, algo así como tener un arma infalible contra el ataque de pájaros Dodo. En la víspera del viaje a Nguruman visitamos un parque nacional cerca de Nairobi. En el recorrido el simpático guía nos señaló restos frescos de una osamenta sobre un árbol y dijo sin inmutarse “parece que un leopardo estuvo cenando allí”. No todos lo tomamos con la misma emoción, algunas muchachas se asustaron. Y tal vez fue también por susto que un rato después señalaron nerviosamente al muchacho de Senegal, que manifestaba síntomas de fiebre. Me molestó el alarmismo escandinavo y entonces le ofrecí a Serigne, el senegalés, una pastilla de paracetamol. La aceptó gustoso pero me dijo que no tenía agua. Entonces le ofrecí la botella de la que estaba bebiendo, a lo que él señaló que tal vez no era buena idea porque me podía contagiar. No te preocupes, insistí, y finalmente bebió de la botella y me la devolvió. Después de tomar el siguiente sorbo noté que las atemorizadas suecas me miraban con reprobación. No me va a pasar nada.
El largo viaje para llegar a Nguruman comenzó en maltrechas carreteras, salpicadas por piquetes de policías-asaltantes que no nos molestaban por tener camionetas con logos oficiales. Ya en caminos de tierra, nos adentramos en el Rift Valley, el territorio que contempla el Rey León en el póster, y tuvimos que atravesar la zona del lago Magadi. Es lo más parecido al infierno que conocí: un paisaje de montículos de sal rodeados de casi nada (bueno, sí, había flamencos), olor a azufre, y calor aplastante que hasta dificultaba la respiración. Mucho tiempo después supe que ése era uno de los lugares más calientes del planeta. Cuando por fin llegamos a Nguruman nos asignaron los dormitorios. Dos estudiantes en cada uno, un mosquitero para cada cama, igual que en Nairobi, nos dijeron. Fue casi rigurosamente cierto. En el dormitorio que me tocó sólo había un mosquitero, algo que Örjan, el sueco que me tocó de compañía, comenzó a describir con angustia, una y otra vez. Si le daba unos minutos más, el muchacho, cuyo valor no se condecía con su estirpe vikinga, iba a comenzar a somatizar síntomas de la malaria. Inmediatamente le dije: no te preocupes, úsalo tú, a mí no me va a pasar nada. No intentó convencerme. Cada noche, echado en mi cama antes de dormir, me aburría de contar y tratar de identificar las docenas de insectos que poblaban el techo. Cada mañana amanecía con picaduras en alguna parte del cuerpo. El ritual de la mañana consistía en revisar bien los zapatos, porque los escorpiones eran comunes y les gustaba ese tipo de refugios. No me va a pasar nada.
La jornada era extenuante, tal vez por eso se podía dormir fácilmente en esas condiciones. El desayuno se servía a las 5 am y a las 6 ya habíamos salido todos a las distintas actividades de campo. El calor hacía imposible trabajar afuera desde las 11 hasta las 14, así que en ese rato almorzábamos, analizábamos muestras y datos, y leíamos o escribíamos informes. Luego salíamos al campo de nuevo hasta que oscurecía a las 18:30. De allí a la ducha, cenar, y hacer presentaciones o escuchar charlas nocturnas, hasta las 23.  Una de esas noches, parado afuera del galpón que se usaba como auditorio, sentí una picadura fuerte en el dorso de la mano, y me quejé en voz alta. Podía putear libremente en castellano porque nadie más lo hablaba. Antes de que se echara a volar, pude ver a la culpable: una gran mosca de color pardo. Cuando me preguntaron y la describí, uno de los chicos africanos dijo “puede ser la mosca tse-tse”. Entonces llamaron a Bob, el entomólogo gringo afincado en Kenya que oficiaba de anfitrión, y tras escucharme confirmó la sospecha. Me preguntó si sabía para dónde había huido la mosca y yo le dije que me parecía que se había metido al galpón. Lo que siguió fue un entretenido espectáculo de adultos parados en sillas y mesas tratando de atrapar una mosca, entre muchos insectos que pululaban por allí. Los suecos, al verme sonriente y relajado, me preguntaban si acaso no conocía la enfermedad del sueño, trasmitida por la bendita mosca. Yo les contestaba que sí lo sabía, pero que no me iba a pasar nada. Al rato capturaron por fin a la mosca y el buen Bob la pudo analizar bajo un estereoscopio. Luego de ello se acercó para tranquilizarme: ésa subespecie transmitía la variante bovina de la enfermedad, y como yo aparentemente no era una vaca, lo más probable era que no me pasara nada.
Luego de ejecutar proyectos guiados por especialistas, en grupos de a cuatro, teníamos que armar un proyecto nosotros mismos, en grupos de a dos. Decidimos medir ciertas cosas en unas plantas que se encontraban en tres zonas de humedad contrastante. El problema es que, terminado el tiempo asignado, en la zona más seca, la sabana abierta, habíamos muestreado muy pocas plantas. Al día siguiente habría un paseo a unas montañas cercanas, no todo era trabajo. Entonces pedí permiso para no ir al paseo e ir otra vez a la sabana abierta, a buscar más plantitas para medir. Me advirtieron que no era seguro ir solo, que a diferencia de los otros días, no habría nadie patrullando la zona, que yo sabía bien que en la sabana hay animales grandes, algunos peligrosos. Insistí y finalmente me permitieron hacerlo. Fue una experiencia muy especial estar absolutamente solo en ese lugar. Bueno, tan solo no estuve, porque me acompañó una mosca que tenía como misión en la vida meterse en mis oídos. No me dejaba trabajar. Tenía que correr en circuitos elípticos para despistarla y así ganar los segundos que necesitaba para medir. Una tortura. Lo otro era el calor. Las partes metálicas de la calculadora quemaban y no era fácil evitarlas con el apuro por la mosca maldita. Con el calor, la calculadora dejaba de funcionar, así que había que meterla bajo un arbusto y esperar. La única sombra arbórea disponible se veía a lo lejos, con las típicas Acacias de techo plano, pero no era aconsejable caminar hasta buscarlas por varias razones: el calor, el tiempo a perder, el riesgo de desorientarme, y el pequeño detalle de que a esa hora del día los leones solían buscar esos refugios, según me explicaron. Finalmente sí tuve un encuentro con seres vivos grandes, aunque no tan grandes. En el camino de regreso me topé con dos joviales niños Masai que llevaban un pequeño rebaño de cabras. Les pregunté con gestos a los pastorcitos si les podía tomar una foto (habíamos sido aleccionados en que fuéramos respetuosos y no les tomáramos fotos sin su consentimiento) y me dijeron que sí. Eso fue lo más interesante que me ocurrió, además de terminar el muestreo y que, de ésa manera, los resultados de mi pequeño proyecto fueran los únicos que finalmente se publicaron en una revista científica, el African Journal of Ecology.
Con todas esas historias infantiles del rey de la selva y documentales de fieros leones cazando (leonas, en realidad; el macho es más ocioso que un notario), uno tiende a creer que el león es la bestia más temida por los nativos. No, me explicaron los guías. Es el búfalo. El león es un problema para los humanos solamente si está muy hambriento, lo que ocurre únicamente durante la temporada seca. El búfalo, siendo herbívoro, no debiera ser enemigo natural, pero por alguna extraña razón es común que la visión de un humano le despierte un instinto asesino, y puede ser muy efectivo. Me contaban historias de personas que han tenido que pasar dos noches arriba de un árbol hasta que el búfalo abajo se cansara de esperar. Su embestida no la cuentas y, pasados los primeros metros de arranque, de lento no tiene nada: 40-50 km/h (nuestro querido Usain Bolt corre los 100 metros planos a 36 km/h). Bien, el caso es que en los primeros proyectos grupales, me tocó una especialista en escarabajos estercoleros, una menuda señora de Tanzania. La afable dama nos explicó que, para el experimento, teníamos que conseguir excremento relativamente fresco de vacas, elefantes y búfalos. Lo de las vacas no fue problema, porque lo ganaderos nativos eran muy generosos y nos permitían entrar a sus corrales con bolsas en las manos y seguir atentos al animal hasta que nos regalaba su tibio tesoro. Los niños pequeños, desnudos, hermosos y muy alegres, se burlaban de nuestra noble tarea. Con el elefante hubo suerte, sus inconfundibles bostas, con formas y dimensiones de un tacho de basura, estaban aceptablemente húmedas todavía. El problema era el búfalo, el estiércol que encontrábamos estaba demasiado seco, así que había que ir a buscarlo. Mientras manejaba una Land Rover que pasaba por encima de hierbas altas y arbustos bajos, el chofer-guía nos decía, preocupado, que ojalá que el animal no estuviera muy cerca de su excremento. Paramos en una zona señalada por el guía y comenzamos a caminar. Nos explicaba que en esas formaciones de hierbas y arbustos altos la bestia se tumbaba, oculta en la espesura, a dormir la siesta. Pero que si lo despertábamos, estaría de mal humor, y eso era algo que no queríamos que ocurriera. Los primeros hallazgos de actividad digestiva nos parecieron casi aceptables, pero dijimos que podíamos buscar algo un poquito más fresco. Nos internamos un poco, y otro poco más, pero no aparecía la mierda prometida. De pronto el guía se detuvo y nos hizo callar. Nos dijo en voz baja que le parecía haber escuchado un ruido de ramas quebrándose. No era broma, el muchacho estaba realmente asustado. Y ese temor nativo tuvo una onda expansiva, porque al instante estábamos todos asustados. Ése fue el único momento del viaje en el que sentí miedo de verdad. Podría ahora mismo estar mirándonos, susurraba el keniano mientras giraba la cabeza para todos lados. Entonces mejor nos vamos, dijimos. El primer estiércol nos pareció en ese momento perfectamente aceptable. El trabajito no se publicó en ningún lado, pero todos volvimos con los huesos completos.
El dato que falta entregar es que de los 10 que viajamos desde Suecia, 9 sufrieron algún tipo de dolencia gástrica, dérmica, febril, etc. Tres las sufrieron en África, los otros seis las desarrollaron ya de regreso. El profesor que viajó con nosotros y me contó la estadística, me dijo que yo había tenido mucha suerte.
Resumiendo los últimos tres posts, ni tan lejos que no se pueda ver, ni tan cerca que se pueda tocar, la muerte ha estado rondando. No tomo estas cosas a la ligera, solamente trato de ser fiel al relato de los hechos, con mi mentalidad inmadura de entonces. Podríamos hacer sesudas reflexiones existencialistas sobre el tema, para no parecer superficiales, pero esta vez opté por la crónica. Siendo la única certeza que tenemos, la muerte no es un tema para burlarse, pero tampoco para huir. Ya lo decía el poeta peruano Javier Heraud, quien encontraría la muerte en 1963, a los 21 años, acribillado por fuego cruzado de la policía sobre una canoa en la selva amazónica, donde formaba parte de una columna guerrillera que quería cambiar la realidad de injusticia. En una trágica ironía, a los 18 años, tres años antes de recibir 29 balazos tras levantar un trapo blanco, en un poemario con el que ganó un premio nacional, el brillante y precoz Javier Heraud escribía:

Yo nunca me río de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo miedo de morir
entre pájaros y árboles.

(…)

Claro está, la muerte no me ha visitado todavía,
y Uds. preguntarán: ¿qué conoces?
No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar ella yo estaré esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente (no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré,
solitario y solitario.